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Anael caminaba por el gran salón comedor buscando un lugar donde poder comer en paz, relamió sus labios abatida, estaba muy cansada, dolía su cabeza y tenía dolor en su pecho, tal vez estaba por enfermar, quien sabe; tragó duro al dejar la charola sobre la mesa, varios jóvenes la observaban intrigados pero poco le importaba ser social, lo único que deseaba era no quedarse a solas con Thomas una vez más. Suspiró, cuando estaba por tomar asiento dio una bocanada de aire sintiendo que la asfixiaban, trastabilló hacia atrás y cayó al suelo llevando sus manos al cuello, no había nada allí, pero estaban ahorcándola, lo sabía.

—¡Padre Thomas! —el grito de Anna alertó al hombre que charlaba con algunas monjas mientras se aseguraban de que los chicos pasaran un buen momento—. Anael, ¿Qué pasa? ¿Qué tienes?

—¡Anael! —Thomas se acuclilló a su lado tratando de quitar las manos de la muchacha de su cuello para poder revisarla—. Calma, no hay nada, no te están tocando, ¡Anael, deja de moverte!

La muchacha se ovilló en el lugar apretujando en un puño el cuello de su camiseta, dolía como nada que hubiera conocido antes, jadeó y el aire regresó a sus pulmones trayéndole alivio luego de semejante momento, cerró los ojos asustada y se mantuvo allí; pronto fue cargado por el hombre de Dios para ser llevado al cuarto, los presentes cuchichearon entre ellos sobre lo sucedido y Anna se quedó con un sabor amargo en la boca al ver a la universitaria ser llevada por el sacerdote.

El Reino de los Cielos se hallaba en su mayor apogeo debido a las tareas cotidianas contra el mal, ahora que Imonae había regresado a las mazmorras intentaban controlar lo más que pudieran los demonios que habían quedado sueltos sobre la Tierra, Gabriel no se daría por vencido, una vez más allí, observando a todos lados y asegurándose de que nadie pudiera verlo o tendría severos problemas, explicaciones que dar sin dudas. El ángel caminaba con parsimonia, sus zapatos apenas rosando el suelo por el que se mueve y sus sentidos atentos a cualquiera de sus hermanos que pudiera estar merodeando o bien montando guardia; por fortuna, no se encuentra a nadie en el camino, sabe a la perfección que todos van a respetar el hecho de que no deben acercarse a esos lugares sagrados, según los ángeles de rangos mayores.

Suspira, él no puede esperar a que Jhosiel investigue en sus libros lo que sucede en esa recámara, quiere volver y descubrir algo por su cuenta, está más que seguro que hay algo importante escapándosele en esos momentos y no tiene tanta paciencia como los demás. Detiene su andar frente a la entrada, observa por primera vez la puerta a detalle notando que tiene grabadas varias runas y símbolos que reconoce con facilidad, no es solo una decoración sino que se está contando con discreción lo que sucede si entras allí; parpadea sorprendido, dentro de aquella habitación el sonido no puede ingresar ni tampoco salir, no hay luz, no hay calidez, es un confinamiento frío, oscuro, solitario y eterno para pecadores, pero en especial, para ángeles que se dejaron corromper transformándose en demonios que no pueden pisar la Tierra ni ningún sitio en el universo.

Jadeó por lo bajo parpadeando varias veces mientras sus ojos se abrían a más no poder, dentro había un demonio condenado a la eternidad. Relamió sus labios, empujó con suavidad la puerta e ingresó cerrando detrás de sí y ahora que sabía la verdad sobre aquel cuarto en realidad podía notar que no había sonido de ningún tipo allí, sus ojos pasearon por el lugar, la oscuridad lo invadía todo, pero las alas del ángel desprendían una tenue luminiscencia para poder facilitar la visión.

—¿Hola? —preguntó bajo, su voz se perdió con rapidez, ni siquiera había un mero eco en el sitio.

Observó, otra vez, todo lo que se extendía frente a él, parecía interminable, pero nada sucedió. Suspiró desanimado, debería estar lejos de allí, dejar las fantasías para otro día, dio media vuelta posando su mano en la puerta para empujarla y poder marcharse, pero una luz se encendió en lo profundo de la recámara, Gabriel volteó sorprendido y, a la vez, ansioso por poder ver aquello de nuevo y no se equivocó, la crisálida se encontraba frente a él a poca distancia, se mantenía apenas unos pequeños metros sobre lo que se suponía era el suelo y ángel se encaminó a ella con decisión y seguridad.

El pelinegro colocó su mano sobre ese bellísimo capullo de luces tenues tal y como lo había hecho en su primer encuentro, creyendo que nada sucedería deslizó la palma sobre la superficie y lo vio, una vez más una mano ajena reposaba contra la suya; no queriendo alejarse repitió la acción con su otra mano y fue correspondida de igual manera, sonrió sintiéndose increíble con la interacción que estaba teniendo. Acercó su rostro a la crisálida, ladeó la cabeza intentando ver dentro algo que le quitara las dudas de encima cuando un rostro se acercó con lentitud, apenas y podía ver sus facciones, pero sus ojos, esos orbes color plata lo dejaron helado, estupefacto, no podía moverse por la sorpresa; aquel extraño ser ladeó la cabeza también, le sonrió de manera retorcida y antes de que Gabriel pudiera reaccionar las manos desde dentro de la esfera luminosa se convirtieron en garras atravesando la superficie que las mantenía recluidas y afianzando el agarre en el joven ángel que gritó asustado.

—¡No, suéltame! —intentó jalar hacia atrás pero nada sucedía, podía ver que la bruma blanca y ambarina dentro de la crisálida se agitaba con fuerza como si algo la golpeara desde dentro y claro que luego notó como alas se estrellaban contra la misma, como si quisieran atravesarla—. ¡Ayuda!

No importaba cuanta fuerza impusiera el ángel para poder liberarse, nada ayudaba a la causa, por el contrario, comenzó a notar que lo arrastraban hacia el interior del capullo y sentía frío en su cuerpo, un helado y doloroso punzar en su pecho que le detonó desesperación; rendido a que estaba siendo prácticamente engullido por esa crisálida cerró los ojos asustado.

—No... —sollozó.

—¡Gabriel! —la voz de Rafael lo alertó y como pudo observó por sobre su hombro.

El arcángel, de platinada envestidura, de un salto estuvo sobre él blandiendo el báculo que le había sido entregado desde su nacimiento para incrustarlo en la esfera con furia, la explosión que se originó envió a ambos seres de luz hacia atrás con violencia, golpearon el suelo y rodaron por el mismo, sin embargo, Rafael se incorporó con velocidad tomando al más joven por el brazo y ayudándolo a ponerse de pie, lo arrastró hacia la salida y lo aventó a brazos de Jhosiel que logró atraparlo a duras penas.

—Gabriel, eres un necio, ¡Pudiste morir! —reprendió Jhosiel.

—¡No se distraigan, esto aún no acaba! —gritó Rafael encaminándose a paso fiero hacia la esfera que se había abierto, destruido en la parte superior y comenzaba a esfumarse su esencia.

La figura emergió con lentitud, se puso de pie levantando la cabeza para observar a quienes tenía en frente, su cuerpo era demasiado brillante, una luz cegadora, divina y etérea, pero a la vez, manchada de espesa oscuridad; sus pies y manos no podían verse con claridad más ahí estaban, tres pares de alas caían como peso muerto al suelo y eran arrastradas en el andar de aquel ser, desencajadas de su espalda, solamente pareciendo un mero cartílago que colgaba nada más. Gabriel negó con ojos llorosos y observó a Jhosiel que veía todo estupefacto.

—No puede ser... —susurró el ángel guía.

—Atrás —demandó Rafael haciéndole frente al ser que lo observó dispuesto a pelear—. No tienes permiso de salir de aquí, estás condenada a un eterno castigo, retrocede o tendré que encerrarte por las malas.

Aquella de platinados ojos sonrió en burla, con odio marcado en sus facciones, una actitud muy similar a la que Imonae mostraba cuando quería devorarse a algún estúpido que osara posarse en su camino.

Rafael dejó su báculo de lado, tomó de su armadura cadenas de oro para poder enfrentarse al contrincante, este por su parte solo lo observaba sin saber qué hacer, sus ojos posados con anhelo en la puerta, en la salida, su libertad... El ser resistió el impacto que el arcángel le dio, con sus garras traspasó la armadura para encajarlas en el costado derecho del ángel que soltó un alarido de dolor bajo la sonrisa satisfactoria de su oponente que relamía sus labios y pequeños colmillos con deleite; Rafael no se dio por vencido, necesitaban mucho más para hacerlo retroceder y golpeó con fuerza en el pecho de su rival, una vez este cayó al suelo —por el peso que cargaban sus alas muertas— tomó las cadenas moviéndolas de un lado a otro como si fueran flexibles cual goma y las enredó en el cuello ajeno, estas se apretaban cada vez más y poco a poco como el actuar de una víbora se apoderaban de las extremidades del ser que luchaba con todas sus fuerzas quejándose bajo porque no podía hablar, porque su voz había sido estrangulada hace tiempo.

—No puedes tocar a ninguno de nosotros, muchos menos aprovecharte de la pureza de un ángel joven para tu beneficio, eres repugnante, espero que sufras el triple de lo que has estado padeciendo para que puedas aprender de una buena vez tu lección —bramó Rafael presionando la joya que portaba su báculo en el pecho del espíritu caído y este evitaba quejarse por el dolor.

—Rafael —la voz de otro arcángel hizo voltear a todos, allí, había unos siete más o menos que observaban horrorizados—. ¿Qué ha sucedido aquí?

—Te lo explico luego, pero ahora tenemos que encerrar de nuevo esta alma pecadora, es un peligro —dijo algo cansado.

Gabriel se mantenía detrás de Jhosiel asustado, en su vida había visto algo como eso, entre todos los arcángel podía reconocer a sus superiores, Miguel, Zadkiel, Castiel, entre otros quienes comenzaron a arrastrar al ser nuevamente hacia lo que quedaba de la esfera, al mismo tiempo que otro grupo de ellos la reconstruía con sus poderes de luz; el alma peleó con fiereza para no ser llevado de nuevo, se retorció en el lugar buscando liberación, volteó a ver al ángel guardián clavándole la mirada, llena de dolor y súplica, balbuceando algo que no podía ser oído en lo absoluto, Gabriel pudo ver las lágrimas deslizarse por el rostro ajeno e intentó correr a consolarlo pero Jhosiel rodeó su cuerpo con fuerza y le negó el paso evitando ver la escena, porque lo desgarraba por dentro, porque ellos no tenían voz ni autoridad en algo como eso.

Finalmente, la crisálida fue levantada de nuevo en todo su esplendor y apogeo, firme, fuerte, renovada y las cadenas de oro arrastraron el alma machada de pecado hacia su interior, con lentitud, prologando la agonía de todos los que allí sufrían la situación, viéndose incapaz de salir de aquello, el ser sin voz dejó escapar como pudo algo similar a un grito agonizante y cargado de odio hasta que la luz del capullo se lo llevó por completo. El silencio reinó y la luminiscencia se apagó con lentitud hasta que la esfera desapareció de allí, como si jamás hubiera formado parte de la recámara.

—Gabriel fue usado por ella para poder salir, lo engañó, es un ángel joven —Rafael observó al chico que lloraba en silencio en brazos del guía.

—Ya veo, supongo que deberemos sellar este lugar con cadenas, para evitar que otros curioso y puros pasen por una experiencia de esta magnitud —asintió Miguel.

—Bueno, será mejor que nos demos prisa —Zadkiel suspiró—. Odio hacer esto.

—¿¡Por qué!? —la voz de Gabriel hizo voltear a sus superiores—. ¡¿Por qué está ahí?! ¡Está sufriendo, no pueden hacerle algo así, es tan desalmado!

—Esa alma te hubiera devorado con tal de salir, no sabes lo que estás diciendo. Tu pureza podía abrir la crisálida, solo debía cambiar lugares contigo —Castiel lo tranquilizó—. No es quien conocías, mejor ve a descansar un poco.

—Jhosiel, llévalo lejos de aquí —Zadkiel observó al guía asentir y llevarse al inexperto ángel—. Yo pienso como él.

—Es su castigo, no se puede olvidar lo que hizo —soltó Rafael para, finalmente, recoger sus armas y salir de la recámara, él no perdonaría jamás la traición.



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