|02|
La madrugada ha llegado como cada día, la ventana se encuentra apenas abierta para que la brisa fresca ventile la habitación, aquella esquina que siempre permanece en penumbras y no puede ser decorada, todo lo que sea colocado allí cae de las paredes, es empujado del sitio tarde o temprano, no hay forma de que los objetos se mantengan quietos. En plena oscuridad dos puntos refulgentes como el fuego, entre tonalidades rojas y naranjas, aparecen, aquellos orbes observan la alcoba sin interés hasta que se posan con intensidad sobre la persona que descansa en la cama, el misterioso ser sonríe, se acerca a paso lento pero seguro sin dejar de apreciar las facciones contrarias hasta estar a un lado de la cama; si tan solo pudiera darle una caricia, un simple roce de sus dedos en su mejilla, pero no, la condenada Estrella de David que colgaba del cuello de la muchacha universitaria le prohibía tener contacto físico, no podía comunicarse con ella ni tampoco acercarse demasiado tiempo.
Estaba molesto, muy molesto por ello, perdía tiempo...
Relamió sus labios, luego su lengua se deslizó con lentitud por sus colmillos filosos pero nada extravagante, deseaba acabar con toda esa estupidez que estaba transitando, quería poner sus garras en todos y cada uno de los guardianes que cuidaban de la chica y destrozarles la garganta con parsimonia, escucharlos gritar y pedir ayuda para finalmente enviarlos al Infierno donde sus demonios devorarían sus almas una y otra y otra vez hasta que a él le placiera y una vez eliminados sus obstáculos seguirían aquellos que ahora eran padres de Anael, les haría ver lo iracundo que se sentía por sus absurdas plegarías, por sus símbolos de mierda y por toda esas barreras que le imponía desde que nació la jovencita, la primera en ser su víctima sería esa mujer odiosa, gritona e histérica de Eloísa que no hacía más que gritar y pedirle de manera desesperada a Dios que protegiera a su hija, ¿Su hija? Ja, maldita estúpida, Anael no era de ella ni de nadie de ese mundo tan pobre. Era suya, le pertenecía desde el momento en que se vieron por primera vez y después de consumar su amor.
Nadie nunca diría lo contrario, nadie jamás podría evitar que eso estuviera grabado en él y en el alma de Anael Felch.
Más ahí se encontraba, mendigando por una forma de acercarse a ella, por querer ya tenerla consigo, poder decirle quién es y quiénes son ellos, pero Anael era humana, había nacido como una en este tiempo y eso era algo que lo desconcertaba en demasía, ¿Por qué? ¿Todo había sido obra de Él para castigarlo? Maldito infeliz, por cada intento que tuviera de darle un escarmiento, se encargaría de acabar con cada uno de sus ángeles y de las maneras más aterradoras que a alguien podía ocurrírsele.
— ¿Por qué volviste en esta forma? —susurró llevando su mano hacia el rostro de la muchacha, más su propia piel sintió el escozor provocado por la protección sagrada y se vio obligado a retroceder—. Mierda.
Anael jadeó en respuesta removiéndose entre las sábanas, no estaba consciente pero sentía su cuerpo vibrar en alerta por la cantidad de energía maligna que emanaba del Rey del Infierno, una vez más la mano del oscuro ser se aventuró a acercarse al rostro contrario dando una pequeña caricia a pesar del escozor y la quemadura que se generaba en su palma; apretó los labios reprimiendo un quejido pues el ardor era bastante, pero nada comparado con todo lo que sentía en su reino, nada comparado con lo mucho que necesitaba a la humana.
—Sé que puedes sentirme, Anael —susurró con un matiz de cansancio y, a la vez, de gran pesar en su voz, había cosas que no podía ocultar. No del todo.
—Debes alejarte —aquella voz lo hizo voltear con odio, odiaba ese tono con todo su ser—. Déjala, vete de una vez, no puedes acercártele mientras esté protegida por nosotros.
—Gabriel, veo que sigues siendo una escurridiza sabandija —siseó, su enemistad desde hacía siglos solo crecía cada vez que se tenían frente a frente.
—Ella no te pertenece, lo sabes, debes dejarla ir, Imonae —el ángel de azabaches cabellos y blanca vestimenta dio un paso, enfrentándolo, decidido a cumplir con su deber de proteger a la humana.
—Disfrutaré mucho el día en que te pueda poner las manos encima, Gabriel, lo que te haré nunca vas a olvidarlo —sonrió cínico.
—Aléjate de una vez por todas, no provoques una desgracia aquí —otra voz lo hizo voltear, desde la ventana podía verse a otro guardián ingresando—. No puedes ponerle un dedo encima, ni a Gabriel, ni a la muchacha.
El nuevo soldado celestial dio una mirada rápida a la joven durmiente que no sabría de ellos, en parte debido al cansancio y en parte porque Gabriel la mantenía ajena a todo desde que llegó gracias a sus dones divinos.
Anael apretó los ojos removiéndose incómoda, despertó de manera abrupta incorporándose como podía mientras jadeaba y observaba a todos lados, no había nada ni nadie pero estaba seguro de que algo había sentido. Por su parte, Gabriel había sido enviado a la pared más cercana sostenido por Castiel pues no pudo mantener a la humana dormida mucho más y con rapidez fue despedido por ella; intercambió miradas con su compañero alado notando que Imonae se había marchado sin más, pero sabían que iba a regresar, deberían incrementar las guardias. Cuidar de la chica era fundamental, era importantísimo, mantenerla segura, a salvo del Rey del Infierno.
—Todo está bien —susurró Anael colocando los pies sobre el suelo, sintiendo la frialdad de este a través de estos y suspirando, llevó su mano al colgante apretándolo con fuerza como cada vez que se sentía amenazada—. Protégeme, Dios mío.
— ¿Cariño? —la voz de su madre del otro lado de la puerta la sorprendió—, ¿Estás bien?
—Sí, ya desperté. No te preocupes por mí, mamá —respondió no queriendo comentarle lo que había sentido, tal vez estaba paranoica, sugestionándose demás.
—Bien, prepararé el desayuno para tu padre, ¿Quieres algo o seguirás durmiendo? Aún es temprano... —volvió a hablar Eloísa.
—No, ahora voy, mamá —se puso de pie tomando algo de ropa limpia, se daría un baño y saldría de allí, necesitaba cambiar de aire, no podía seguir durmiendo con la sensación de intranquilidad en su sistema.
—Ella nos percibe —comenta Castiel viendo a la joven salir del cuarto, voltea a su par.
—Claro que nos percibe, nos conoció hace mucho tiempo —susurra Gabriel con tristeza por aquellos recuerdos que perduran en su memoria—. Me duele ver su miedo, en verdad teme a lo que siente a su alrededor cuando no debería ser así. Es una pena que no podamos hacer algo para poder hacerla sentir mejor.
—Para los humanos, sentir algo más que no sean los básicos sentimientos y pensamientos que tienen, es abrumador, desolador y un estigma para la sociedad —Castiel respondió con seriedad—. Anael no es quien conocimos hace tanto tiempo, es una chica, una humana, común y corriente, trátalo de la misma forma que harías con cualquier otro.
—Me resulta difícil —Gabriel desvió la mirada—. Solíamos ser muy unidos...
—Hasta que el Infierno la tentó y la devoró, no lo olvides. Quiso matarte para defender a Imonae, nuestra amiga dejó de ser quien era en el momento en que cedió a la tentación —suspiró.
—Imonae es el culpable — Gabriel soltó con gran molestia, dejando ver todo el resentimiento que sentía hacia ese ser que tanto daño había hecho.
—Tal vez, pero también lo fue ella misma, después de todo, aceptó aun sabiendo lo que ello implicaba y con quien trataba —Castiel extendió sus alas acercándose a la ventana, volteó a ver a su compañero tendiéndole la mano—. Vamos, hay que seguir patrullando fuera.
—Bien —aceptó la mano y ambos salieron de la alcoba en un ágil movimiento.
Anael salió del cuarto de baño lista para desayunar con sus padres, se observó en el espejo mientras acomodaba su largo cabello, volteó hacia atrás con el ceño fruncido, observando atenta pues sabía que la observaban más nunca podía ver quién era; Gabriel se mantenía a unos pasos de ella, con semblante triste por reconocer la inseguridad la fémina ante su presencia, suspirando acortó la distancia entre ambos y colocó su mano en el pecho ajeno tratando de transmitirle calma, funcionó muy bien pues ella suspiró aliviada y cerró los ojos relamiendo sus labios, lo sentía, de alguna manera entendía.
—Supongo que no todos son malos... —susurró con media sonrisa—. Seas quien seas, gracias.
Sin más salió del cuarto, el ángel sonrió de lado sintiéndose mejor consigo mismo y como cada mañana la siguió sin dudarlo a la cocina donde los señores Felch platicaban con tranquilidad, la universitaria besó la mejilla de su madre, abrazó a su padre y tomó asiento junto a ellos; antes de que pudiera probar bocado Eloísa la interrumpió dando a entender que faltaba algo, la chica asintió y juntó sus manos para orar, como cada vez que iban a comer sus alimentos.
—Señor mío, gracias por este desayuno, por un día más de vida y por la gracia que nos concedes, cuida de nosotros, especialmente de Anael quien sigue tus pasos sin dudarlo. —oró la mujer con gran sentimiento, esperando tener la bendición del Padre—. Amén.
—Amén —secundó su esposo, Jhon, con una sonrisa.
—Amén —susurró Anael, tomó sus cubiertos procediendo a comer sin sentir tanta devoción como sus padres.
—Ann, querida, eso no se escuchó muy convincente, ¿Qué ocurre? —preguntó su madre observándola atenta, no le gustaba que no fuera sincero su sentir.
—¿Realmente es necesario que oremos cada vez que hacemos algo? No me malentiendas, mi fe sigue intacta, pero me cuestiono el hecho de agradecerle cada vez que siquiera pestañeo, ¿De qué sirve? No creo que Dios esté atento a todas y cada una de las plegarias de este mundo —con gran molestia la muchacha frunció el ceño.
—Por el amor de Dios, Anael, deja de decir esas estupideces —negó la mujer considerando esas palabras como un gran sacrilegio—. Orar nos permite ser escuchados, estar cerca de Nuestro Señor y a ti te brinda protección.
—¿Protección? ¿Sí eres consciente de que aunque me llenes de plegarias siguen aquí en la casa? —soltó molesta—. Están en todos lados, no puedo verlos y no pueden tocarme por el colgante, pero los siento, solo esperan por mí.
—Deja de decir eso —Jhon carraspeó, angustiado por esas palabras que le provocaban escalofríos.
—Solo estoy dando mi punto de vista, no tengo diez años sino veintiuno, creo que puedo decidir cuándo debo o no orar, cuando creer a ciegas o cuando cuestionar —susurró.
—Anael, lo que te sucede no tiene precedentes, sabes que debes asistir a misa cada domingo, confesarte, recibir el cuerpo de Cristo, mantenerte en el camino que Nuestro Señor ha encomendado a cada uno de nosotros, de esa manera, tal vez, puedas remediar lo que sea que hiciste para recibir este castigo —su madre la observó seria pero preocupada, convencida de sus palabras.
— ¿Castigo? ¿Por hacer qué? ¿Mmm? Esto sucedió cuando tenía tres años, ¿Qué crees que pude haber hecho a esa edad que enfureciera tanto a Dios para enviarme demonios a torturarme? ¿Mmm? No es cosa de Él, es el Diablo quien entra a esta casa cada que quiere, puedo sentirlo —sonrió algo irónica, cansada en realidad.
— ¡No digas semejante cosa! —Eloísa se puso de pie indignada.
— ¿Qué? —Anael rió viéndola—. Tal vez le agrado al muy malnacido.
— ¡Anael! —su padre imitó a su esposa viéndola incrédulo—- No sé qué es lo que te está sucediendo, pero tú no eres así, ¡No eres así!
—Mamá, ¿Cómo sabes qué es lo que Dios ha preparado para ti si solo te limitas a seguir al rebaño de un supuesto pastor, pero no eres capaz de cuestionarte e indagar por tu cuenta lo que tu Padre desea? —la chica ladeó la cabeza—. ¿No estás siendo... estúpida?
Eloísa abofeteó a su hija logrando que ladeara la cabeza, ella no permitiría que le faltara el respeto, podía soportar que discreparan en el tema de la religión, pero jamás que osara siquiera llamarla tonta, mucho menos estúpida. Anael regresó la mirada a la mujer con lentitud, con sus ojos grises fijos en ella, parpadeó varias veces frunciendo el ceño, ¿Qué acababa de decir? ¿De dónde salió toda esa palabrería? ¿Cómo podía haber insultado a su mamá después de lo mucho que intenta ayudarla? Lo peor de todo era que sabía que tenía razón, o por lo menos, eso era lo que pensaba en lo más profundo de su mente y jamás lo decía... Fue impulso... O la verdad resurgiendo de ella por influencias externas.
—Me voy —Anael se puso de pie tomando una chaqueta, su mochila y salió sin más de la casa, rumbo a la universidad, no importaba que faltara una hora para ingresar, necesitaba algo de aire libre.
Eloísa y Jhon se observaron en silencio, la mujer se dejó caer en la silla sollozando, no quería pelear con su hija, no quería abofetearla pero Anael se ponía cada vez más difícil. Había días donde se encontraba calma, serena, amistosa y hasta un poco amorosa, eran esos días los que podían ser sus padres con naturalidad, pero otros, más seguidos de lo que deseaban reconocer, era insoportable, altanera, sarcástica, cínica e incluso malvada pues le hacía daño verbalmente a su progenitora y sabían que era porque su hija no estaba bien, no era normal y ellos no podían hacer nada más por la jovencita.
Anael asistió desde pequeña a terapias, psicólogos, especialistas, todo fallaba, incluso creyeron que lo mejor era llevarla a un psiquiatra para que le dieran un diagnóstico y medicara a la joven, poder controlar lo que sucedía, aun cuando sabían que nada en la Tierra aminoraría los sucesos paranormales en su hogar, hasta que conocieron al padre Thomas y este, interesado en lo que supuestamente sucedía, se ofreció a hablar con la niña, darles charlas, leer e interpretar la biblia para ellos, responder sus preguntas o acompañarla nada más, comenzó a funcionar; los sucesos se detenían, la pequeña dormía por las noches, entonces, feliz de poder ayudar a Anael decidió invitarla a misa todos los domingos, que comulgara, que tuviera contacto con personas de fe y esperanza, todo parecía bien; hasta que una tarde cuando Anael ayudaba a limpiar los pisos de la iglesia, los asientos de madera fueron aventados hacia una pared sobresaltándola y por ende, al hombre.
El sacerdote supo que era una advertencia.
A pesar de llevar la Estella de David con ella, Anael nunca estaba sola, si no eran criaturas demoníacas las que la rondaban, eran ángeles, a veces tenía la sensación de sofocarse de pronto y se debía a peleas a su alrededor por mantenerla en un bando. El Padre Thomas no sabía qué más hacer, pedir al Vaticano una intervención era problemático, no habían suficientes pruebas de intento de posesión, un poltergeist podía ser tomado como fenómeno natural si la joven presentaba signos de psicosis o bien de tener una mente muy activa y sabemos que la mente hace maravillas cuando no tiene límites que la contengan; por otro lado, presentarlo al Papa como una persona privilegiada o con dones de Dios o bien, del Diablo, lo convertiría en un marginado, o un mártir, o un sujeto de experimento y terminaría peor de lo que ya estaba.
La vida de Anael Felch era un misterio, con frecuencia sus padres se preguntaban cuánto duraría aquello...
— ¿Qué debemos hacer, Jhon? —Eloísa preguntó entristecida, para ella, como madre, la situación estaba siendo desesperante.
—Tal vez llevarla a la iglesia más seguido, no lo sé —susurró.
—No es un niño al que llevas sin protestas, no creo que quiera, cada vez es más difícil tratar con Ann—respondió volteando a verlo—. Temo que un día, ya no sea la niña que criamos.
—No sucederá, ten fe —Jhon la estrechó tratando de infundirle seguridad—. Hablaré con el padre Thomas, invitémoslo a cenar y que charle con ella, que le dé una bendición.
—Bien —asintió algo más esperanzada.
"¿Bendición? Creen que esa mierda servirá de algo, no, no, están tan equivocados..." —aquella presencia maligna se divertía viéndolos sollozar, sonreía en grande disfrutando—. "No quiero a ese sacerdote aquí, que no venga."
Eloísa frunció el ceño volteando hacia donde Imonae se encontraba de pie, no podía verlo, tampoco lo sentía, pero aquel primitivo sexto sentido que descansa en los seres humanos le decía que algo malo sucedería, tragó duro aferrando en su mano derecha el crucifijo que llevaba al cuello y decidió apartar la mirada.
"Cobarde."
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