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El agua de la ducha cae estrepitosa mientras el vapor se apodera de cada rincón del pequeño baño, la joven de veintiún años camina tranquila por su cuarto buscando lo necesario para su aseo, toalla y ropa limpia en mano y regresa cerrando detrás de sí una vez ingresó al sanitario; con el cabello castaño claro enmarañado se quita con rapidez la camiseta del pijama, restriega sus manos por el rostro con cansancio y se despereza a medias, sus ojos van al espejo, más preciso a la Estrella de David que cuelga como amuleto de su cuello y que la protege desde que tiene catorce años. Suspira, acariciando con las yemas de sus dedos el dije recuerda cada momento antes de que dicha protección fuera puesta en su cuerpo por el sacerdote de la iglesia del pueblo de Phoenix, siempre siendo terrorífico quedarse sola, los nervios no abandonaban su ser nunca, veía sombras por todas partes; pero dentro de todo ese caos que no podía manejar por su cuenta, sus papás estaban allí para ayudarla con plegarias y con esperanza, hasta esa noche, donde las plegarias no fueron suficientes y pudo ver algo que la dejó por completo descolocada, aquella noche donde supo que su vida nunca sería común y corriente.
Flashback
—Mamá, está deliciosa la comida —comenta la jovencita de catorce años mientras termina su último bocado, degustando los sabores culinarios que la mujer siempre saca a relucir en sus preparaciones.
—Bueno, es porque me has ayudado tú, cada vez cocinas mejor, Anael —sonrió la mujer de nombres Eloísa al ver a su niña comer tan a gusto—. Tu padre vendrá luego de las doce, puedes ir a descansar, no es necesario que lo esperes.
—Me gustaría quedarme —soltó de pronto, la idea de estar en su cuarto no era algo agradable de hacer—. No quiero estar sola.
—Hija, no puedes temerle a la oscuridad para siempre —la observó con tristeza, Eloísa sabía que no podía hacer mucho más para ayudarla, tan solo ofrecerle sus plegarias—. Encomienda tu alma a Nuestro Señor, reza varias plegarias y confía en que estarás protegida.
—¿Y si no lo estoy? —susurró con la voz temblorosa, cargada de inseguridad y temor.
—¿Dudando? Así no vas a tener fe —dejó un beso en su cabeza con cariño para continuar hablando—. Llevamos varios meses sin que nada suceda, desde que te hemos bautizado, por segunda vez, ¿no es eso una buena señal? Todo depende de tus creencias y de lo mucho que confíes en Dios, Nuestro Señor.
—No quita que están allí —bajó la cabeza, las esperanzas en Anael casi no existían.
—No lo están —negó con cansancio, cansada de que fuera tan pesimista cada vez que se tocaba el tema, y créanme, era muchas veces al día las que se encontraban hablando de esas experiencias inexplicables—. Vete a dormir, deja de pensar en ello, la sugestión también es poderosa.
Anael Felch fue bautizada a los seis meses de haber nacido, una pequeña ceremonia en la iglesia del pueblo, como con cualquier otro bebito nacido en el seno católico familiar, con una vida por completo apacible hasta sus dos años de edad cuando entre balbuceos e intentos de habla comenzó a señalar a sus padres, relatarles cómo podía, que habían seres extraños en casa, que alguien se robaba sus juguetes, que escuchaba voces en la noche y más de una vez la encontraron en la sala a las tres de la madrugada observando un rincón y a punto de llorar. Creyendo que un psicólogo tal vez la ayudaría, varias sesiones se llevaron a cabo donde en efecto, se supo que a la niña en verdad algo la aquejaba, fue cuando su madre tomó la decisión de llevarla los domingos, todos, sin falta, a misa, a compartir una merienda con los monaguillos, o bien, ser bendecida por el sacerdote.
Sin embargo, el primer episodio que en verdad alarmó a sus progenitores llegó a sus cinco años, cuando en medio de una cena familiar ambos padres comenzaron a discutir —por trivialidades, una discusión común de pareja— y la silla de su hija, donde este se encontraba sentadita observando fue jalada con fuerza llevándose a la pequeña hasta la sala de estar mientras gritaba asustada; Eloísa, desesperada corrió de inmediato detrás de su hija hasta alcanzarla, tomarla en brazos y estrecharla contra sí sin poder creer lo que había presenciado.
Los problemas no cesaron, los episodios cada vez eran más seguidos, algunos violentos, otros no tanto, incluso durante el día sucedían, a plena vista de todos y el señor Felch tuvo que verse en la obligación de hacer que su hija durmiera con ellos para evitar que una tragedia sucediera; Anael tenía sueños donde despertaba exaltada, asustada, otra vez hablaba dormida en una lengua que sus papás no comprendían, más al día siguiente, no recordaba qué había dicho ni nada por el estilo. Y así siguió sucediendo hasta sus diez años cuando, por arte de magia, los episodios paranormales mermaron hasta cumplir los doce, donde reanudaron con lentitud.
—Buenas noches, Anael —su mamá le sonrió dándole una caricia en la mejilla, ella también rezaba cada vez que podía.
La joven asintió con lentitud, besó la mejilla de Eloísa a modo de despedida para encaminarse a su cuarto, con temor abrió la puerta y asomó su cabeza observando todo a su alrededor, con premura, casi corriendo, llegó a la mesita de noche donde encendió la luz y volteó a ver todo el cuarto, nada, todo en calma, normal. Con un gran suspiro procedió a quitarse la ropa, colocarse su pijama, cepillar sus dientes y esconderse entre sus mantas, siempre boca arriba, sin darle la espalda a nada y teniendo la misma a salvo contra la cama, con las piernas levemente encogidas para que no fueran jaladas y las manos aferradas al borde de la manta, para que no se la quitaran; tragó duro observando la mesita de noche, decidió no apagar la luz, la puerta del cuarto estaba entreabierta, bien, podía tratar de dormir, tenía que hacerlo en algún momento. Esa no era vida, estaba segura de ello, no podía vivir con miedo pero tampoco tenía una solución. Al parecer, nadie la tenía.
Y en menos de veinte minutos cayó dormida profundo, aun cuando luchó porque ello no sucediera, necesitaba desconectarse del mundo como cualquier otro ser humano. La calma en la que se sumió su mente y su cuerpo facilitó el momento en el que la hora de la oscuridad se abría paso, la puerta del cuarto terminó de cerrarse con sigilo, evitando despertar a la chiquilla; la luz tintineó varias veces hasta que su brillo desapareció y Anael se removió entre las sábanas suspirando entre sueños, incómoda, como si estuviera percibiendo su entorno cambiando poco a poco. Y los susurros comenzaron.
"Anael..."
"Despierta, debemos irnos..."
—Mmm... —se quejó, volteando en la cama, no queriendo dejar el mundo de los sueños ya que su agotamiento físico era casi tan fuerte como el de su mente.
"Anael."
La manta fue removida descubriéndola con tanta delicadeza que apenas y era consciente de lo que sucedía, de forma lenta una caricia llegó al rostro de la adolescente quemando un poco su piel, logrando que ella abra los ojos por el leve escozor, dándose cuenta de que no puede moverse y que, para terminar de sentirse aterrada, está siendo cargada por un ser que no puede ver, cualquiera que ingresara en la alcoba juraría que la jovencita levitaba por la estancia.
"Tenemos que irnos, Anael, no puedo seguir esperando."
—N-No... —murmuró, apenas logrando modular, las lágrimas comenzaron a descender por sus mejillas al darse cuenta de que no podía moverse con libertad.
"Tenemos que irnos."
"Pronto."
—A-Auxilio... —volvió a murmurar, tenía que hacer el intento, tenía que avisarle a sus padres lo que estaba sucediendo.
—Anael, ¿Sigues despierta? Tu padre está al teléfono —la voz de su mamá se escuchó del otro lado de la puerta intentando abrir la misma con un poco de forcejeo—. ¿Anael? ¿Cielo?
—M-Mamá... —volvió a intentar hablar.
—¡Anael, abre la puerta! —el forcejeo de su madre era notorio.
"Siempre interrumpiendo, como la odio."
Cada objeto del cuarto, fuera de plástico, vidrio o cualquier otro material, salió despedido de su respectivo lugar para estrellarse contra la puerta sobresaltando a la mujer del otro lado que entre gritos comenzó a contactarse con su esposo; todos los muebles que llenaban la alcoba fueron levantados con fuerza, estrellados contra las paredes, en especial contra la puerta en una clara señal de que nadie era bienvenido allí.
"Mía, tu alma es mía y mi alma es tuya, Anael, no puedes olvidarlo jamás. Así se prometió."
La adolescente cerró los ojos para hacer lo que siempre cuando algo así sucedía, rezaba desesperada suplicando la ayuda de Dios, de aquella divina identidad que sus padres le habían enseñado a amar y a respetar, aquella identidad que, aunque a ella le pareciera extraña, acudía a su rescate. Sin falta.
—L-Líbranos del m-mal... Amén —finalizó su rezo como pudo, temblando de pavor.
"¡No!"
Anael cayó al suelo con estrépito, dio una bocanada de aire debido al golpe que recibió y se incorporó como pudo al escuchar el estruendo que causó el que la puerta del cuarto fuera destruida por una fuerte patada de su padre que había llegado tan pronto como pudo tras la noticia de su mujer; la muchachita corrió hacia él pero fue jalada por el tobillo hasta hacerla caer y arrastrada por el suelo en dirección contraria hacia una de las esquinas donde la luz no alcanzaba a llegar.
— ¡Papá! —gritó asustada hasta no poder más.
— ¡Anael, póntelo! —Oliver aventó el colgante con fuerza pues no podían ingresar, aquel ser les impedía moverse del lugar siquiera.
Con todas sus fuerzas se arrastró tanto como pudo, estirando su brazo hacia el objeto aventado y en el suelo, pero no podía alcanzarlo, tan solo centímetros los separaban y entre lágrimas creyó que no podría, hasta que lo vio, descendiendo desde el techo de su habitación un joven vestido de blanco, de semblante pacífico, alas emplumadas del porte más magnífico que jamás pudo siquiera imaginar, que tomó el colgante con sutileza en una mano y con la otra el cuello de la camiseta del pijama de la humana, jalándola con lentitud hacia sí para entregarle el collar y ayudarla a colocárselo.
"¡No, aléjate!"
"La Estrella de David va a protegerte siempre, cree en ella y no te la quites jamás, Anael. Estamos contigo."
—Sí —susurró viendo anonadada el rostro del ser celestial que le sonreía. Y se desvaneció en el acto, cayendo en brazos de su padre y toda actividad paranormal desapareció de inmediato.
Aquel colgante que su padre, le aventó había sido bendecido por el sacerdote que la conocía, preparado especialmente para protegerla y por ello Oliver tardó en regresar a casa. Desde esa noche, la pequeña hija de los Felch jamás se quitó la protección, no volvió a presenciar algo que la asustara de nuevo y cada vez que creyó que aquel ente quería acercársele fue detenido por el brillo de su amuleto —aun cuando ella no pudiera ver tal cosa—.
Fin Flashback
Anael parpadeó un par de veces, el recuerdo seguía allí, presente, imborrable, la sensación de aquella caricia que le escoció el rostro todavía podía sentirla y el tono barítono de la voz que se comunicaba con ella, tan claro, preciso, había cosas que jamás iban a desaparecer, por más protección que colgara de su cuello, los recuerdos siguen allí presentes y lo sabe, ese sujeto igual.
Salió del baño una vez se aseó y vistió lista para ir a la Universidad, secó su húmedo cabello para peinarlo en una coleta alta y sus ojos fueron a parar a la esquina donde la luz de la ventana no llegaba, era el único lugar de su cuarto que quedaba en penumbras durante el día, tal vez no pudiera tocarla o hacerle daño, pero sentía la presencia de vez en cuando, viéndola. Apretó las manos en puños, no podía creer que debía soportar esas cosas, ¿Qué había hecho para merecer algo así? Nada, solo nació con ese doloroso castigo que debía soportar, suspiró y tomó su mochila, volteó antes de salir del cuarto con el ceño fruncido, estaba segura de que lo que fuera que la perseguía estaba allí, aguardando y eso le molestó aún más, porque ya no era una niña temerosa, en realidad quería acabar con todo ello, más solo podía llevar una estrella para cuidarse de lo que fuera que la acechara.
—Púdrete, infeliz —bramó antes de cerrar de un portazo, sin escuchar la risa divertida de quien la seguía.
"Te pudrirás conmigo, amor."
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