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8. LA IMPACIENCIA DE TERG

 8. LA IMPACIENCIA DE TERG

 Vesteria, Estoria, 29 de payares del 525 p.F.

 Los siguientes tres años fueron más plácidos para Árzak. Su entrenamiento continuó igual de duro, sin embargo, el joven practicaba gustoso, contento con sus avances. Además, el poder compaginarlo con una nueva y rica vida social, gracias en gran medida a su nuevo amigo Zasteo, hizo que se acomodase a su situación actual; era feliz tal y como estaba.

 Aunque la realidad era que Terg había dado su instrucción por acabada hacía más de un año. Poco significó aquello para él; ¿que no tenía nada más que aprender? Tampoco tenía otro sitio al que ir. Aunque eso es lo que se decía para justificarse, pues cuando se le presentó la oportunidad de irse, la dejó pasar de largo.

 Fue una noche en la que Árzak regresaba rumbo a la estatua, con paso calmado y dos liebres colgando del hombro. Hacía tiempo que el demonio le había asignado la obligación de proveerles de comida, como pago por su estancia. Avanzaba entre las calles desiertas, cuando vio a través de los agujeros de un edificio un resplandor rojizo. Escaló un montículo de escombros para localizar su origen. Alguien había prendido una hoguera en una colina de las afueras; en el mismo lugar en el que cuatro años atrás se despidió de Leth.

 Movido por la esperanza de ver al cazador, se dirigió raudo hacia aquel fuego, frente al cual encontró a su viejo amigo, sentado en cuclillas y con una sonrisa despoblada. Con excepción de alguna cana en las sienes, y una cicatriz que cruzaba su mejilla, estaba exactamente como lo recordaba.

 —No tenía muchas esperanzas de que vieras la señal —dijo, enseñando aún más los dientes que le quedaban—. Ni siquiera sabía si seguirías aquí. Vaya, sí que has crecido.

 —Leth... —Árzak no tenía palabras, simplemente se fundieron en un abrazo afectuoso—. No sabes cómo me alegro de verte. Aunque me da reparo admitir que hace mucho que no me acordaba de ti.

 —No te preocupes —comentó, encogiéndose de hombros—, ha pasado mucho. Veo que traes la cena —añadió, señalando las liebres que llevaba el joven.

 —Claro —asintió Árzak—. Y mientras las preparas, podrás contarme qué ha sido de tu vida este tiempo.

 —Por supuesto. Pero solo después de que me pongas al día.

 Prepararon las piezas y cenaron mientras el joven le contaba por lo que había pasado, omitiendo el detalle de la transformación. No quería ensombrecer un feliz reencuentro. A Leth le alegró comprobar que el chico era un experto cazador y casi un auténtico guerrero. Ya con el estómago lleno, le llegó el turno a él.

 —Cuando nos separamos, regresé a Estoria. El ejército había conseguido establecer la línea del frente en el Neranca. Un monte a medio camino entre Norden y Vesteria. Allí me enrolé.

 —Por lo poco que sé de la guerra —dijo Árzak, pensativo—, tienes suerte de seguir con vida.

 —Al principio no nos fue tan mal. A finales de avientu, antes de que se detuviese la batalla por las nevadas, conseguimos tomar una granja a un kilómetro de las trincheras. En cuanto pasó el invierno los Caballeros Tenues nos la arrebataron y volvimos a la antigua línea de trincheras. No volvimos a avanzar.

 —Es decir, que no os fue tan mal durante unos meses.

 —A mediados de mayu ya estábamos asediados en Vesteria.

 —¿Que te pasó tras la capitulación?

 —Fuimos hechos prisioneros. Nuestra condena, la construcción de una carretera hacia Narvinia, atravesando la cordillera.

 —Lo siento. Debió ser duro.

 —Tres años muy duros, pero por lo que me cuentas, tú no lo pasaste mejor.

 —¿Y qué vas hacer ahora?

 —Viajar. —Leth alzó la mirada al cielo, pensando en si sería igual en lugares lejanos—. Tal vez al continente de Szadell a conocer a los Sírdicos. De la que voy, podría detenerme a conocer Ciudad del Fin. Dicen que es un lugar impresionante.

 —Ya puede, con una puerta gigante en el cielo —rió Árzak.

 —En realidad no vine solo a ver cómo te iba. También quería proponerte que vengas conmigo.

 —Me encantaría, de verdad Leth —mintió Árzak—, pero aún no he terminado mi entrenamiento. Además, aquí están mis amigos. Esta es mi casa ahora.

 —Entiendo —asintió Leth, sin poder ocultar su decepción—. Otra vez será.

 Hablaron un poco más antes de dormirse. Cuando Árzak se despertó por la mañana estaba solo, y junto a él descansaba el viejo arco de Leth: un regalo de despedida que hizo que se sintiese culpable por mentirle. Por suerte para él, su mente joven dejó atrás este episodio, y en unas semanas ya no se acordaba en absoluto.

 ***

 Lo que no podía ignorar, pese a intentarlo con todas sus fuerzas, eran las puyas de Terg; continuamente le recordaba lo molesto que le resultaba a la vista y al olfato y que lo mejor que podía hacer era irse si quería progresar. Ahí estaba la cuestión, que no estaba seguro de querer progresar. Las borracheras con sus amigos y los momentos íntimos que empezaba a compartir con el sexo opuesto tendían a ponerse en cabeza en su lista de prioridades.

 Terg, harto de la situación, se decidió a ponerle una solución. «No solo se va a ir, sino que me aseguraré de que no vuelva», pensaba el demonio mientras salía de Perlin, luciendo su clásica sonrisa maliciosa. «Le daré una aventura que lo mantenga ocupado. Así mataré dos pájaros de un tiro».

 ***

 Era una noche fría, y demasiado tranquila. Zas no había tenido un buen día de trabajo, pues la gente prefería quedarse en sus casas al calor de los hogares. Además, Shamel, la pequeña luna blanca, iluminaba la ciudad con tal intensidad que parecía de día, lo que limitaba mucho sus opciones de merodear. Así que, cansado, decidió volver al gremio a beber un poco con los compañeros, si alguno lo invitaba, y si no a dormir un poco. «Mañana será otro día».

 Estaba cerca del viejo almacén que servía de base de operaciones al gremio de ladrones. Tras doblar una esquina pudo contemplar la fachada de ladrillo rojo, plagada de ventanas tapiadas con tablones. Y vio algo más, algo que le hizo esconderse tras una esquina: Terg, ese demonio cascarrabias que vivía con Árzak, acababa de entrar por la puerta principal. Que conociese la contraseña era como mucho curioso; en la ciudad la conocía bastante gente. Pero los únicos no miembros o simpatizantes que acudían al gremio solían hacerlo para negociar contratos especiales.

 Un mal presentimiento espoleó a Zas hacia el callejón que había tras la guarida. Se ayudó del Vestigio para escalar la pared lisa y llegar al tejado. Allí se arrastró por un ventanuco: él lo llamaba la “entrada oficiosa”. Una vez dentro, atravesó la buhardilla llena de objetos cubiertos por telas, dobladas bajo kilos de polvo y telarañas. Al otro lado de la sala, se inclinó junto a una rejilla de ventilación a ras del zócalo.

 Él sabía muy bien que debajo estaba el despacho de Selendia Virel'ar, la jefa del gremio. No era la primera vez que escuchaba a escondidas desde ese lugar. No pudo evitar recordar aquella vez que la impaciencia le llevo allí para saber si era aceptado como miembro de pleno derecho.

 Al acercar el oído a la rejilla escuchó con claridad dos voces. Una masculina, grave y rasgada y otra femenina y sensual. La conversación parecía muy avanzada. Zas no lo entendía, había subido a toda velocidad, no era posible que Terg hubiese atravesado el gremio y llegado al primer piso tan rápido. Y mucho menos como para llevar tanto tiempo hablando. Descartó estas cavilaciones para escuchar lo que se decía allí abajo.

 —… entiendo de sobra lo que me pides —dijo la voz sexy, que Zas reconoció como la de Selendia. Esa sensación de ser seducido por la misma muerte no era nueva para él—. Pero nosotros somos un gremio de ladrones. Y he ahí el matiz. En ladrones.

 —No hace falta que jures que sois ladrones —dijo la voz masculina. Sin lugar a dudas era la de Terg—. Vuestras tarifas son un auténtico robo —se oyó un ruido metálico. Zas, un ladrón consumado, lo identificó como el sonido de una bolsa llena de monedas. «No menos de tres mil drekegs, diría», ponderó para sus adentros, «es una cantidad desproporcionada para un robo»—. Eso será suficiente. El método lo dejo a vuestra elección.

 —Espera un momento, no tan rápido. —El chirrido de la silla contra el suelo le indicó que Selendia se había levantado—. Hay algo que no me encaja. Todo el mundo sabe que es tu protegido. ¿Cómo puedo estar segura de que esto no es una jugarreta tuya? No tengo ganas de enviar a mis hombres a una emboscada. Hemos invertido mucho en horas de entrenamiento.

 —Descuida. El cachorro se ha convertido en una molestia.

 —Si es así, ¿por qué no acabas con él tú mismo? Y ¿por qué nosotros precisamente? Cualquier asesino a sueldo de la ciudad podría acabar con él por la mitad o menos.

 —No tengo ganas de mancharme las manos por tan poco. Pero yo no subestimaría a ese chico. Si quisiese encontrarme los cadáveres despedazados de una docena de inútiles, no habría acudido a ti. ¿A qué viene tanta pregunta? ¿No quieres el dinero?

 Zas no esperó a oír más. No tenía tiempo que perder; tenía que advertir a Árzak. Perlin estaba a un día de allí, unas catorce horas si no se detenía a descansar. Esa sería la ventaja que le llevaría a Selendia. Cruzó la habitación y salió al tejado por el ventanuco.

 —¿Tienes prisa? —dijo una voz a su espalda; una voz que acababa de oír hacía escasos segundos y que creía discutiendo con Selendia. Se quedó petrificado, sin atreverse a mirar lo que había tras él—. Veo que hoy no parloteas como una cotorra. Es de agradecer, así me escucharás. Desde este momento puedes considerarte mi cómplice.

 —¿Cómplice? —preguntó Zas, mientras se daba la vuelta. Terg estaba recostado en las tejas como si llevase horas esperándolo ahí—. ¿De verdad crees que te voy a ayudar a matar a Árzak?.

 —No. Eso ya se lo he encargado a otros como bien sabes. No te preocupes, lo único que espero de ti es que hagas lo que estabas a punto de hacer. De ti depende que Árzak viva o muera.

 —¡¿Qué estás diciendo?! —gritó Zas con la cabeza a punto de estallarle—. No intentes cargarme el muerto, colega.

 —Colega —resopló Terg, levantando un lateral del labio con asco—. Cuando la Guerra del Fin aniquiló a la población pensé que no tendría que volver a oír expresiones de ese tipo —añadió, molesto—. Centrémonos en lo importante. A partir de ahora harás lo que yo te diga. Si no, me encargaré personalmente de mataros a ambos con mis propias manos. —Zas tragó saliva y clavó sus ojos en él—. Bien, me alegra ver que tengo tu atención. Vas a ir a ver a Árzak, tal y como querías hacer. Le dirás que unos hombres me han atacado y que te envío para avisarle del peligro. Convéncele de que el lugar ya no es seguro, y de que tenéis que huir hacia el este. Nada de esto te sonara mal, imagino.

 —La parte de mentirle no termino de entenderla...

 —Llévalo lejos —continuó Terg, ignorándolo—. Y mantenlo allí. Que no vuelva nunca. Dile cualquier estupidez como que me reuniré con él en cuanto pueda. ¿Lo has entendido?

 —No —contestó Zas, sin mutar su expresión de desconcierto—. Estás como una puta cabra, eso sí que me quedó claro. ¿De verdad haces esto solo para que se vaya? En serio, ¿te has planteado alguna vez que esa sonrisa tuya no sea a causa de un ictus o algo así? Espera un momeeeento. Tú querías que te viese entrar en el gremio. ¿Cómo sabías que espiaría la conversación?

 —Se irá o morirá, tú eliges —dijo Terg, acentuando su sonrisa e ignorando las preguntas del ladrón—. En cualquier caso yo tendré lo que quiero. Y lo que quiero es paz y tranquilidad y a Árzak cumpliendo con su destino.

 —¿Su destino? —preguntó Zas, a punto de sufrir un derrame cerebral—. ¿Te crees una especie de pitonisa?¿Y quieres responder a mis preguntas? Joder, me pones los pelos de punta.

 —Tus preguntas son infinitas e irrelevantes. Tú lo viste, igual que yo. Tiene la sangre de Kholler. Se convertirá en un poderoso guerrero, un activo muy valioso. Tan valioso que puede dar sentido a los viejos textos. Pero eso no pasará si se queda aquí. Cuando pueda me pondré en contacto contigo, para darte más instrucciones. Mientras tanto recuerda que vuestra vida depende de tu silencio.

 —Menudo día… ¿Por qué no estaría haciendo lo que se supone que debería estar haciendo? Desvalijar una casa, por ejemplo —se lamentó Zasteo, acariciándose la nuca con una mano.

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