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1ª PARTE: DIARIO DE UN DETECTIVE (IV)

EL COMISARIO REDION'AR


El despacho del comisario es una auténtica oda al lujo: mesa de caoba, alfombra de Al-Saha, sillas de cuero..., Igualito al mío, vamos. Aquí sentado, incluso a este lado del escritorio, me siento alguien importante: tanto que incluso veo de otra forma el cuadro del Emperador Khintop. Es el mismo cuadro que se ve por docenas en todos los edificios oficiales: con su cara avinagrada, el monóculo, acariciando un hurón con una sonrisa tan falsa en los labios que ni siquiera el artista fue capaz de disimular. Siempre he tenido la impresión de que el cuadro en sí era una provocación. Era verlo, y sentir como me decía: «adelante, ríete. Aquí delante de todos estos funcionarios, a ver si eres tan valiente».

Pues ahora mismo si lo soy. Y lo seguiré siendo hasta que el comisario termine de hablar con Blef y vuelva a entrar: a juzgar por el tono de la conversación que oigo al otro lado de la puerta, se están despidiendo.

En efecto, creo distinguir claramente a Blef, diciendo un «a sus ordenes», seguido de algunas palabras de cortesía del su superior. La conversación termina y el comisario entra al despacho.


—Perdón por la espera —me dice mientras se dirige a su sitio, al otro lado de la mesa.


Sentado con el cuadro a su espalda, no puedo evitar fijarme en que lucen el mismo peinado: parecía que les había lamido un ogrante. Cuanto mal ha hecho la gomina a éste mundo.


—Son cosas del mando..., —continúa, mientras trata de encajar su panza en el hueco de la mesa; en eso se diferencia bastante del Emperador, un tipo delgado y atlético—; uno tiene..., que gestionar..., gran cantidad de problemas..., —Entre ellos, meter un trasero de noventa kilos en una silla de oficina—. Ya. Bien —por fin encuentra postura, y se dirige a mí sonriente con las manos entrelazadas sobre la mesa: está intentando disimular los goterones de sudor que le resbalan por la frente—, según creo ya le han puesto en algún antecedente sobre el tema del que quería tratar.

—Poca cosa —respondo, mientras jugueteo con el sombrero que tengo en el regazo y su agujero—. Al parecer teme la implicación de algún policía en un asesinato.

—Así es —asiente, y su gesto afable se difumina: con el ceño fruncido, fija la vista en algún punto del escritorio—, aunque espero estar equivocado.

—Entonces —su silencio se ha prolongado, asi que decido intervenir—, usted quiere que descubra a ese policía, ¿no es así?

—¿Quiere un cigarro? —me pregunta mientras saca una cajetilla del bolsillo de su camisa: me ofrece uno pero niego con la cabeza. Espero con paciencia a que coja uno para él lo prenda con una larga calada, y expulse el humo azulado. Paladea unos segundos antes de volver al tema—. Lo que quiero es que investigue el caso, y llegue a las conclusiones que tenga que llegar.

—¿No tiene detectives para eso?

—He ocultado toda la información sobre el caso —responde, recostándose en la silla: antes de seguir, da otra calada—. Solo unos pocos lo saben, y así tiene que ser. Prefiero que la investigación la lleve alguien ajeno al cuerpo, pues en éste momento no sé en quién puedo confiar.

—Creo que lo entiendo —es mentira: no se que es lo que pretende con este cauce de acción. Yo he sido policía, y sé que existen cientos de impedimentos legales para tomar ésta vía: no obstante, mejor aclarar un par de puntos—. Hay algo que me gustaría saber: ¿cuánto paga? Y, ¿me va a dar algo por adelantado? Ya sabe, para transporte.

—Cincuenta mil drekegs —responde al momento, dejándome sin respiración. Abre un cajón de su escritorio y tira un sobre en la mesa—: diez por adelantado —¿Dije sin respiración? Que me traigan un desfibrilador—. Además pondré a una patrulla a su total disposición: son dos hombres de mi confianza y están al tanto de todo, puede pedirles lo que quiera. —Tiendo la mano para recoger el sobre y cuando empiezo a arrastrarlo hacia mí, el me detiene posando la manaza en el otro extremo—. No se si entiende, señor Maquen'ar, que la condición principal para éste trato, es la discreción. No podemos permitir que nadie se enterase de éste acuerdo, y para ello el caso ha de permanecer oculto; en especial ante los medios.

—No se preocupe, comisario —respondo haciéndome con el sobre de un tirón: compruebo satisfecho el contenido, y lo guardo en interior de mi gabardina y me levanto—. Yo soy su hombre.


Me despido y me dirijo hacia la puerta: agarro la manilla, pero no la giro. Creo que olvido algo importante.


—Un tema —digo, mientras regreso junto al escritorio—, ¿por donde empiezo?


El comisario me mira un rato que se hace bastante largo, con la ceja levantada y sin parar de fumar. De pronto soy consciente del tic-tac de un reloj de de cuco en el que no había reparado hasta el momento.


—Tenga —dice al fin, arrastrando hacia mí una carpeta marrón, que tenía al lado. Su expresión ha vuelto a cambiar, de nuevo se muestra afable y sonriente.—. Ahí tiene toda la información que necesita sobre la víctima. Fuera de mi despacho le esperan los agentes asignados; ellos conocen la dirección —Se interrumpe para tirar la ceniza—. Ya he enviado a un forense al lugar: tiene ordenes de darle a usted toda la información que recopile.

—De acuerdo —respondo, e intento hacerme con la carpeta, pero de nuevo me lo impide.

—Recuerde: no comente la naturaleza de éste acuerdo con nadie —me insiste, con mirada penetrante—. Cualquier cosa que descubra, comuniquemela a mí y solo a mí. Ni al Sargento Jerion'ar, ni a mí secretaria, ni a tu escolta: a...

—A usted y solo a usted —interrumpo para agilizar esta conversación cíclica: ¿quién se cree que soy?—. Esta hablando con un profesional —creo que eso lo he dicho en voz alta.

—Eso espero. —Quita la mano de la carpeta y gira la silla hacia la venta: ahora sí que es el momento de irse.


Salgo y el mundo se me cae encima


—¡Anda! Pero mira quien es —me grita mi gran amigo: el agente rubio que me detuvo hace un rato.

—Parece que nos echaba de menos —como no, también está su amigo el talemo regordete.

—Chicos —digo, mientras me acerco a ellos: parece ser que van a ser mi escolta—; parece ser que las tornas han cambiado —poso las manos en sus hombros—: ahora yo estoy al mando. —Es curioso, pero en vez de amilanarse, se miran de reojo sin perder la sonrisa—. No sé qué os parece tan gracioso, pero ya me lo iréis contando por el camino —les fuerzo a girarse y a caminar delante de mi hacia la salida: y otra vez intercambian esa miradita.


Pronto me olvido de aquel gesto, tan poco halagüeño, y me centro en la carpeta. Mientras les sigo por los pasillos de la comisaría ojeo por encima los documentos del interior. Solo está la ficha policial de la víctima; una prostituta nacida en Szadell y con antecedentes por consumo y distribución de ladena.

Que den otro porrazo si le encuentro algún sentido a todo esto. Hay doscientos casos de asesinato en la ciudad al día; ¿por qué es éste tan especial? ¿A qué tanto secretismo? Desde luego el Comisario apuesta fuerte: le podría caer una buena si se descubriese que ha contratado a un detective privado, además de saltarse varias leyes imperiales para ocultar el caso. Y esa es otra: ¿cómo demonios lo ha ocultado? Desde luego debe tener más gente de confianza de la que presume, lo que me hace plantearme varias cosas.

No es tan extraño un caso de corrupción policial, pero sí que alguien haga algo por solucionarlo: y más en esta ciudad. Mi conclusión inicial, es que o el comisario es un auténtico héroe, que se está enfrentando a la podredumbre del sistema, o está ocultando algo.

¡Seré idiota! Pues claro que oculta algo. Eso era evidente desde el primer momento. Me cegó la avaricia: solo vi el dinero y dejé de pensar.

Me paro en un pasillo repleto de policías, doy unos pasos hacia la pared, y la empiezo a golpearla con la cabeza. En este momento poco me importa que todos me miren como si estuviese loco. Ni siquiera tengo un contrato que romper: definitivamente soy idiota.


—¡Majestad! —me grita el rubio desde el fondo del pasillo—. No lastime esa cabeza privilegiada y venga.

—Hace nada parecía que tenía prisa —añade el talemo seboso—.Si quiere, en el coche puede seguir golpeándose contra la ventanilla.


Otra vez intercambian esa miradita: mira si seré tonto, que hasta esos dos saben algo que yo no. Esto cada vez me gusta menos. Pero no hay remedio: recoloco mi sombrero, y les sigo hasta el parking de la comisaria. Mirare el lado bueno: por lo menos ahora tengo vehículo con chofer.




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