Sol y Fausto
Y sucedió. El nacimiento es uno de los eventos más hermosos que alguien puede presenciar; nunca se concentra tanta pureza, gracia y hermosura como en él. Pues bien, nadie pareció percatarse de que este ente comenzó a existir de manera tangible a nuestro mundo. Es curioso, si nadie se dio cuenta de que existía, ¿cómo se le puede llamar a eso tangible? Obtuvo materia, consistencia y cualquier elemento que se necesita para poder ser tangible, pero nadie podría haber advertido que comenzó a existir como tal, ni siquiera lo habrían diferenciado de una simple brisa; no, entonces carecía de tangibilidad. Estaba vivo, pero todavía no era vivo. Entendiéndose que había vida en él, pero aún no la hacía suya e inherente a él.
¿Cuándo, entonces, podemos decir que era vivo? Así comienza la historia, la historia de ser vivo.
Érase una vez una niña y un niño, cada uno vivía con uno solo de sus padres pues eran los dos viudos. La niña, Sol, vivía con su padre, y el niño, Fausto, con su madre. Sus jardines eran contiguos y la vegetación de uno y otro se cruzaban reclamando las propiedades como una sola; igual pasaba con los niños: Sol y Fausto bullían en todas las habitaciones y rincones que conformaban ambas moradas.
Naturalmente, sus vidas estaban más unidas de lo que pensaban; de hecho, nunca lo pensaban, solo les bastaba con saber que a lado de ellos estaba el otro. Amor era lo que los unía. Amor es lo que nos hace. Mi primer recuerdo es el de recorrer el espacio entre los labios de Sol y la mejilla de Fausto; su mejilla había quedado de inmediato encendida y los labios de la pequeña —temblando aún— formaron una sonrisa tímida y divertida. Guardaron para sí aquel momento con un solemne silencio para luego prorrumpir en las risas y el alboroto de un nuevo juego.
Eran hermosos de ver. Hacían de sus voces suave melodía, de sus juegos graciosas danzas, de sus miradas profundas y vivas pinturas, de su compañía un único ser feliz y completo como no había en algún otro lugar. Digo esto último porque, decidido a encontrar pareja similar, no encontré una que se le acercara siquiera en complicidad, ya no se diga en amor o felicidad.
Jugué con ellos sin que lo advirtieran jamás; una brisa que levantaba sus cometas o que refrescase las calurosas tardes del verano, alguna mariposa de amarillo fulgor que se paseara frente a sus rostros y huyese de sus manos. No se daban cuenta que esto no sucedía en las demás casas del pueblo, ignoraban que el mundo no eran dos casas, un enorme jardín y un papá, mamá y su compañero juegos, que le conocían —sin ser conscientes de que estaba vivo— como el viento.
Sin embargo, sin tragedia alguna cualquiera dudaría de esta historia como verídica; y sucedió que cuando los juegos empezaban a disminuir un poco para dar cabida a las pláticas entre Sol y Fausto, el padre de la primera cayó enfermo y murió. Una gran pena pronto cubrió a la niña, tan grande y denso era su penar que volvía sombría cualquier estancia en donde se presentaba, incluso ensombrecía los ánimos de Fausto. No pasó más de una semana cuando una parienta de Sol se la llevó a su casa —de la que nadie supo la ubicación—. Fue cuando ella abandonó los terrenos de su dulce infancia, cuando yo mismo me vi envuelto en penumbra; la oscuridad ocupaba ambas casas y reinó con mano gélida y despiadada. El invierno nunca fue tan duro como entonces. Tanto fue el frío sobre Fausto y su madre que tenían que cubrir las ventanas con mantas, el suelo con alfombras y preparar constantemente té o café. Pero lo más helado venía del corazón de Fausto, realmente el Sol se había ido para él y aun estando tapado con cobijas y dos capas de ropa aumentaba el tiritar y castañear de dientes.
Su madre enfermó de desdicha, un médico habría dicho que algo relacionado con los pulmones sería la causa, pero ella y yo sabíamos que no era así. ¿Qué podía hacer para que su hijo no muriese por el frío de la soledad? ¿Cómo podría recuperar el Sol para que Fausto pudiera volver a florecer? En eso pensábamos cuando advirtió de mi presencia, en forma de mariposa de amarillo fulgor, posada en la mesita de noche de su cuarto.
—¿Qué hace una delicada criatura en tan hostil morada?
Trato de cuidar de ambos, pero no sé cómo.
—¿Acaso no has visto que un helado pesar ha caído sobre la casa?
Entonces pasé frente a ella, y me posé a su lado. Con un poco de esfuerzo le alcancé una pequeñísima brisa caliente en su mejilla. Hice lo mejor que pude para evocarle mi primer recuerdo; la mejilla ardiendo de su hijo por culpa del beso de la niña. Sonrió primero, cerró los ojos un segundo tratando de extender el efecto que le producía mi memoria... Aún con los ojos cerrados se volvió a dirigir hacia mí:
—Eso es... Yo no estoy segura de cómo ha pasado, pero eso es lo que se debe hacer... Lo he visto, ¿sabes?... Tenue pero aun así ahí estaba: el cálido aliento de un beso en la mejilla... No sé dónde está y estoy vieja y cansada para buscarla, ve tú, has eso mismo con la pequeña Sol... Tienes que llevar un poco de ella para mi Fausto...
Empezó a dar arcadas y toser enérgicamente para luego estar aún más fundida con su lecho y volver al silencio. Fausto entró para encontrarse con su madre muriendo.
—Estoy en paz hijo —susurró con esfuerzo—, puedo descansar ahora que hay salvación.
Y con la última gota de fuerza levantó un dedo y señaló hacia mí. Enseguida exhaló y murió. Fausto no entendió a qué se refería su madre y no pudo hacer más que llorar su pérdida, pues era la última persona que le quedaba.
Salí en busca de Sol, aquella mujer me había encomendado la salvación de su hijo, depositó sus esperanzas en una mariposa que le había hecho sentir un beso de tiempos más felices. Durante semanas enteras estuve de casa en casa, de chica en chica y ninguna era la correcta.
Un día como cualquier otro entré en el jardín más arreglado que nunca había visto. Por todas partes había figuras intrincadas, arbustos esculturales y flores distribuidas magistralmente; pero, aunque sin duda era cuidado minuciosamente carecía de felicidad, carecía de Fausto.
Y es que sus nombres parecían haber decidido que serían el uno del otro. Una sería Sol, fuente de calor, de vida, de energía; el otro sería Fausto, fuente de alegría y felicidad. Por lo que una hacía que el lugar rebosara de aparente vida, pero una vida triste, y el otro fingiría ser feliz, pero inevitablemente estaba congelando el corazón de él y de quien estuviera alrededor suyo.
La encontré sentada en la hierba, llorando silenciosa como hacía desde que había dejado la antigua vivienda. Hice lo mismo que con la madre de Fausto. Al principio pareció desconcertada, ¿qué era ese sentimiento de alegría y timidez? ¿Por qué los labios parecieron recordar cómo sonreír tan de repente? Volteó a todas partes intentando ver a través de los riachuelos en sus ojos. Hasta que las lágrimas pararon pudo reparar en la presencia de una mariposa, la misma de su infancia. De inmediato supo que yo había provocado esa sensación en ella...
Nunca se volvieron a ver Fausto y Sol, al menos no de la manera en que se acostumbra. Pero envejecieron uno a lado del otro unidos por el amor que transportaba una fresca brisa y una mariposa de amarillo fulgor durante toda su vida. Aún sigo creyendo que —sin importar la distancia— no ha habido una pareja de tal pureza y hermosura como esa.
La belleza nunca está en lo que pudo ser sino en la verdad. Lo que pudo ser no fue, lo que podría ser no será y solo lo que debe está; pero lo que está cambia hasta que tome vida propia y comience a ser. Y al final de esta historia yo comencé a ser, vivo y vida para otros.
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