Pía Sin Cesar
Salió del cascarón y lo alimenté con tres lunas que tomé de la base del árbol.
—Todavía quedan muchas— dijo hambriento —, come una tú.
Vi su costillar clavarse fuertemente en el nido, pues había nacido delgado y deforme. Crujió una vez. Sus párpados se tumbaron en aguas profundas y antes de que el pico rasgara la hoja, arranqué otra luna de la base del árbol. Esta vez la luna decidió ascender y no entregarse.
El sol cayó en el mar y fui a preguntarle cómo nadaba tan bien. Me contestó que tenía un problema del corazón, pues aquella luna que subió lo hubo quitado a la fuerza del trono astral. Mas cuando se acercaba al agua la miró con nuevos ojos, con ojos de hombre; pues al estar tan arriba se había olvidado de amar.
Apagose mi amigo con fuerte siseo pues el fuego no se va sin chillar. La agonía despertó al búho (¿o fue el nocturno astro?), quien me reclamó por el escándalo sin miramientos al tiempo que miraba con un ojo mis ojos y con el otro mi mirada.
Jamás en mi vida había pisado tanto lodo, el calor del sol había derretido la tierra que había en el mar y al acercarme me ensucié. Pero a la luz de la jerarca azul notábase imperceptible, mas era palpable, y vaya que lo era. De repente se secó dejándome inmóvil debajo del árbol, me vi incapaz de escapar.
Ratas habíanse congregado alrededor mío, murmuraban con olor a queso y vino: cualquiera que coma queso debería tomar vino. Eran escuálidas y muy bien vestidas; algunas de las blancas tenían más manos de las visibles mientras que las pardas entre más grande tuvieran el hocico más pequeñas eran sus orejas, por último, las grises cambiaban de piel y extremidades cada 5.23 minutos.
—Estar sucio no te va— gritó la más pequeña.
—Estar vivo tampoco— murmuró el cuervo azul de laguna que había aparecido en la copa del pino más cercano.
—La hiedra libera del lodo, de la tierra y del constante piar— pronunció una jaiba que llegó bailando en tres patas desde el mar donde había caído el sol.
Probé la hiedra que me ofreció y al instante el lodo empezó a aflojar, pues me hacía más pequeño cada que le comía un trozo. De inmediato oí un piar muy fuerte y muy lejos, primeramente, luego un eco cercano. Ya había reducido bastante de tamaño y el lodo seguía en pie, no pegado a mí, sino formando un largo pozo donde yo era el fondo.
Era ya minúsculo cuando el emergido del cascarón y alimentado de tres lunas llegó hasta mí, clavome sus costillas pues eran más agudas que antes y en un abrazo me hizo entregarme a él.
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