Beberte (Turba)
Viajaba con muchísimas palomas recorriendo el desierto, el viento no dejaba de hacernos jugarretas hasta que se hartó de nosotros y nos llevó hacia la arena hirviendo. El fino polvo quemó las alas de las aves y a mí me enterró por completo.
Tardé 84 latidos en salir de las honduras, pues estos eran largos y pesados de tocar y hacían dormitar a quien los escuchaba. De mis labios no pude emitir suspiro o sonido alguno, los granos se habían llevado mi voz y mis extremidades a lo más profundo de la tierra.
Me arrastré hasta una piedra en la que pudiese reposar mi mente, al llegar a una roca de gran tamaño reparé en el limo que crecía a un lado de ella y me acosté sobre él. La respiración se fue haciendo lenta e insoportable, así que dejé de hacerlo esa noche.
Era muy cómodo estar así, no sentir nada. Veía mi figura salir disparada por los nuevos juegos del aire. Mi cadáver se empezó a quebrar, y cuando se hubo roto sin mayor queja por mi parte, el viento comenzó a llorar sobre los restos.
Dentro de cada uno de los tres pedazos que eran mi cuerpo cercenado, empezaron a brotar ramas color de cielo y mar, que fueron creciendo y creciendo hasta que me alcanzaron y tomaron. Cuando ya me tenían bien sostenido, me empezaron a arrullar y sin poder resistir aquello, dormí.
Cuando desperté, tenía una sensación enorme de carencia; busqué alrededor mío y también me tanteé para poder discernirla. La respuesta llegó de repente y me tumbó en un instante contra el suelo y reveló su nombre: sed.
Seguía tumbado cuando oí un ruido fuerte y furioso. Logré caminar en dirección al sonido, hasta que me detuvo una calandria que paró de cantar al ver mi estado.
—¡Un juguete más ha llegado a nosotros!— gritó a un camello cercano.
—¿Con sed o sin ella?— preguntó este último alejándose.
—¿Tienes sed?
Solo pude asentir, pues mi garganta estaba tan seca como el desierto mismo, al menos como la porción que había visto hasta entonces.
—Eres tonto, no deberías tener sed cuando sabes que no hay agua que beber— me susurró al oído; en un parpadeo se dio media vuelta, emprendió el vuelo y cuando empezaba a ganar una altura considerable me gritó: —¡del mar no se bebe! ¡Todo el que lo hace muere loco!
No supe qué sentido tenía aquello si me encontraba en el desierto. Resultó que estaba equivocado, había un mar enorme a una distancia de diez mil codos al norte. El tufo proveniente de la orilla del ponto se podía oler desde una distancia de dos mil codos, eran las esencias que escapaban de los cuerpos de los sedientos que habían llegado a ingerir el líquido. Ellos también habían sido advertidos, pero no pudieron resistir el estar vivos.
Pasé horas contemplando mi tenue y constantemente deformado reflejo en la salada agua. No había manera de escapar, tomaría pequeños sorbos y acabaría como los otros. Tardé bastante en darme cuenta de algo: las olas, no corrían a estrellarse contra orilla, sino que iban paralelas a esta, de lado. Apenas hube descifrado esto cuando empezó a temblar la arena debajo de mí, al hacerse más intenso se empezaban a remover los gránulos que me sostenían, liberando a borbotones las alas que habían sido quemadas; me rodearon todas ellas, se unieron a mí y me elevaron al cielo.
Allá arriba me di cuenta de lo que era en realidad: este cuerpo azul y violento que veía no era un mar de perdición, sino un río caudaloso y vasto como ningún otro. Entonces comprendí que todos esos seres a la orilla no habían muerto por haber bebido y luego deshidratarse, sino por no haberlo hecho; en realidad, habían resistido demasiado bien a hacerlo, habían hecho caso a lo que les fue advertido, obedecieron hasta la muerte.
Inspiré con fuerza, sería el último aire que entraría a mí, lo hice no porque lo extrañaría, sino como señal de agradecimiento por haberme mantenido vivo hasta ese momento; momento en el que había decidido descender sin miramientos y fundirme con el río. Entré en él y él en mí, mi sangre y su agua conviviendo como amigas de toda la vida que por fin se vuelven a encontrar.
Ahora somos uno.
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