
23
Antes incluso de poder abrir por completo los ojos, mi cabeza parecía estar a punto de estallar en mil pedazos.
Sentía que me precipitaba hacia un torrente de aguas traicioneras.
—¡Klehr! ¿Qué tienes? ¿Estás bien?
La voz de Cooper llegó hasta mis oídos mientras él, a tientas debido a la oscuridad que bañaba la habitación, me ayudaba a ponerme derecho y buscaba la manera de evitar que siguiera tosiendo ruidosamente.
Me estaba ahogando, no sabía si era por la falta de aire en mis pulmones o porque me tragué cierta cantidad de saliva acumulada en mi garganta.
—¡Dios! ¿Qué te pasó? —preguntaba Cooper, angustiado.
Mi pecho subía y bajaba, ese feo ardor me estaba quemando por dentro.
—¿Estás bien? —repitió Cooper, al no obtener respuesta.
Cooper se alejó de mí y tras encender la luz, su mirada preocupada me taladró.
—¿Cómo te sientes?
Me pasé las manos temblorosas por el rostro en repetidas ocasiones, asustado.
Las gotas de sudor resbalaban de mi frente, tenía el cabello y el resto de mis prendas húmedas; el calor incrementó cuando logré acentuar mi respiración y mi corazón acelerado regresó a su estado normal.
Sin embargo, el dolor daba la impresión de romper todo mi cuerpo con la mayor intensión posible.
Cada una de mis articulaciones gritaba con desesperación, no sabía con exactitud si se trataba de un simple calambre o es que realmente sentía que mis extremidades eran arrancadas con violencia de mi ser.
Me costaba hacer un leve movimiento, sin sufrir un espasmo o contracción.
—¿Te estabas muriendo? —Cooper no dejaba de mirarme, afligido.
Negué varias veces con la cabeza, cubrí mi rostro con ambas manos y comencé a llorar.
No podía definir lo que estaba sufriendo en ese momento.
No era la primera vez que me despertaba atónito y desorientado, viendo por los lados, en busca de una desesperada presencia, la misma que me afligía cierto temor.
Sin embargo, no había nada excepto una angustia disuelta en mis pensamientos.
Me repetía constantemente que ya todo me resultaba normal, casi formaba parte de mi vida.
Pero esto era insoportable.
Mareado, me sentía muy mareado.
—¿Qué puedo hacer por ti? —murmuró Cooper, mientras se acercaba de nuevo.
Seguía llorando de forma incontrolable.
Quería que el malestar se detuviera o que desapareciera, pero sabía que eso era imposible.
¿Por qué me estaba pasando esto? ¿Qué clase de enfermedad era esta? ¿Cómo sería capaz de seguir una vida de esta manera, sin resistencia, sin energía, sin paz y tranquilidad?
Este sufrimiento estaba acabando conmigo muy lentamente y estaba cediendo paso sin siquiera luchar.
—Pastillas —jadeé—, necesito mis pastillas.
Cooper asintió y repuso:
—Claro, ¿cuáles son las que necesitas?
—Todas.
Mi amigo se paró y corrió en dirección a la cocina, pues era el lugar donde mantenía guardados mis medicamentos.
Quité el resto de las lágrimas en mis ojos y sorbí la nariz.
Mientras Cooper buscaba, hice a un lado las sábanas y me aparté de la cama, a duras penas lograba recuperar el control de mi propio cuerpo.
Me levanté con dificultad y me moví con torpeza para tratar de reconocer dónde me encontraba, esperaba que no fuese un hospedaje médico temporal pero, afortunadamente, no había monitores o cualquier otro dispositivo conectado a mí que regulara mi pulso alterado.
Seguía asustado y agitado, el rastro del suelo duro por donde caminaba me relajó un poco y me hizo volver a la realidad.
Mi respiración ya no era irregular, y no sabía cuándo había recuperado, en parte, el control de mis emociones.
La conmoción, al parecer, dejaba de tener efecto.
Con una mueca tallada en mi rostro, me llevé una mano en la frente, como si eso sirviera para detener la magnitud de dolor.
Mis pies tocaron el rígido y helado suelo al momento de equilibrarme por completo, mientras avanzaba con cautela entre la oscuridad hacia la cocina, donde Cooper seguía sin hallar las pastillas.
Sentía un nudo intenso en el estómago, tal vez eran las náuseas que me provocaron un par de arcadas.
Además, mis ojos llorosos no lograban adaptarse a la luz que refulgía en la cocina; mi cuerpo y el resto de sus articulaciones protestaban en cada paso que daba.
El dolor punzó de nuevo con más fuerza y un repentino mareo chocó contra mí.
Con esfuerzo y lentitud, logré llegar hasta la cocina, palpando todo lo que estuviera a mi alcance para no caerme (eso incluía la puerta, la silla y la mesa) y hallar a Cooper buscando entre todas las cosas que podía, sin encontrar siquiera un píldora.
Cooper notó mi presencia y preguntó:
—¿Por qué te levantaste?
—Te tardas una eternidad —respondí.
—¡Hago lo mejor que puedo! —protestó Cooper.
—Allí —dije, señalando con dificultad un bote diminuto de color azul, que se hallaba encima del refrigerador—. Tráemelo.
Cooper asintió y, luego de unos segundos, abrió el pequeño bote y sacó una tableta y me la entregó.
—Agua —le pedí.
Asintió de nuevo y, mientras se movía de prisa, tomé tres pastillas de color blanco y me las tragué en seco.
El sabor amargo casi me hizo escupir el contenido en mi lengua, pero me las arreglé para digerir la masa espesa acumulada en mi garganta.
Cooper me extendió un vaso y bebí todo en cuestión de segundos.
—Gracias —le dije a Cooper.
Él no mostró signos de alteración.
—¿Vas a decirme qué clase de enfermedad es la que tienes?
No quise responder a esa pregunta.
—Tienes que ir al médico —exigió Cooper, sin dejar de verme con cautela—. No es normal que sufras dolores tan seguido.
—Ya se me pasará —dije al fin.
Cooper no pareció creerme.
—Te conozco y sé que no harás lo que te estoy pidiendo.
—Eso no es necesario —contesté.
—Irás mañana al médico —sentenció Cooper—. Quieras o no, te voy a acompañar.
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