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Capítulo 39




2005

Jean

Abril


Llevaba meses sin hablar con Helena, tampoco me había apetecido, ya que la relación con Julieta iba mucho mejor de lo que había esperado, y por primera vez en mucho tiempo comenzaba a sentirme completo, arropado, que había encontrado un lugar seguro, cálido, y un hogar.

También había visto que ella se había mudado con su novio, publicó una foto en sus redes del montón de cajas y cachivaches en el apartamento que acababan de adquirir. Ambos habíamos logrado avanzar, y al parecer, había resultado una decisión benéfica para los dos. Después de todo, cada uno había encontrado su propia felicidad por caminos distintos. Ella estaba bien, y eso era suficiente para sentirme tranquilo. Y bueno, yo también lo estaba, ¿no?

—Cariño, ¿me escuchas?

Di un respingo volviendo a la realidad. Julieta me observaba confundida con tintes de molestia mientras detenía frente a mí dos tapetes de dos colores distintos.

—¿Perdona? —pregunté apenado.

Resopló.

—¿Beige o caqui?

—¿Qué cosa?

Sacudió los tapetes con frustración.

—El que quieras linda, confío en tu gusto.

Respondí besando su frente, disimulando no tener idea de para qué eran esos tapetes.

—Vale, caqui será.

Seguimos caminando por la tienda mientras ella analizaba cada producto a detalle. ¿Qué tanto veía? Parecía analizar cada costura, cada pedazo de tela. ¿Acaso importaba? Al final íbamos a tallar ahí las suelas sucias.

Una de las cosas que más me gustaban de Julieta, era su manera de cuidarlo todo, siempre atenta y analítica. Y una de las cosas que menos me gustaban de ella, era precisamente eso. Era un buen atributo cuando se trataba de nosotros, la relación, la convivencia en el hogar, y esas cosas. Pero cuando eran banalidades como unos tapetes, perdía el sentido y era nuestra principal fuente de desacuerdos. Aunque realmente nunca discutíamos, pero sí que notaba su molestia por mi falta de participación.

Resoplé aburrido después de revisar otros veinte tapetes en tonalidades muy parecidas. Saqué el móvil con la idea de navegar un poco en las redes en busca de entretenimiento, pero una notificación me heló la sangre de golpe.

Helena: Necesito contarte algo.

Llevábamos meses sin hablar. Nuestras interacciones se limitaban a darle me gusta a sus fotos y ella a las mías, y lo único que escribía era eso. Ni siquiera un hola de cortesía, nada.

—¿Todo bien? —preguntó Julieta.

—Sí, sí. Una tontería del trabajo.

Me planteé esperar a llegar a casa para responderle, ya que no me sentía lo suficientemente hábil para disimular mi recelo frente a mi novia. No tenía buena pinta una conversación que inicia así.

Repiquetee los dedos nervioso en el mango del carrito de las compras, y sin contenerme más, respondí.

Jean: ¡Hola! Qué gusto saber de ti.

Helena: ¡Lo mismo digo! He visto que abrieron dos sucursales más en México, ¡Enhorabuena!

Vale. Así que ahora si me vienes una conversación de cortesía, ve directo al grano Hellie.

Jean: Gracias. ¿Qué necesitas contarme?

Helena: Directo al grano.

¿Qué esperaba? Si con enviar un mensaje tan tajante como ese era obvio que despertaría mi curiosidad, es casi como un Necesitamos hablar. Y todos sabemos que esas palabras en conjunto nunca son buenas.

Jean: Continúa.

Aparecía el mensaje Escribiendo, después Conectado, luego otra vez Escribiendo, y así en ciclo por un par de minutos. ¿Estaba escribiendo una nueva biblia acaso?

Helena: Voy a casarme.

La saliva que estaba pasando por mi garganta mientras leía su mensaje tomó otro rumbo, ahogándome. Tosía con rudeza, atragantándome. Sentía mi rostro caliente por el esfuerzo, y la garganta me ardía.

—¡Jean! —corrió Julieta hacia mí y comenzó a darme palmaditas en la espalda.

Me sujeté con una mano del estante lleno de enlatados en busca de apoyo, la tos comenzaba a ceder, pero seguía sintiéndome atragantado. Me llevé una mano al pecho entre jadeos. Necesitaba respirar, ¿por qué no podía? ¡A dónde se fue todo el maldito aire!

Caminaba haciendo eses, entre tambaleos, mareado, confundido, con la vista nublada, y el corazón entumecido. Me parecía escuchar la voz de Julieta llamando mi nombre a lo lejos, solo fui capaz de alzar una mano indicando que esperara un poco. Salí como pude de la tienda, tomé una bocanada grande de aire, y entre temblores llevé la pantalla del móvil donde podía verla. No había escrito nada más, no hacía falta. Voy a casarme, repetía en bucle en mi cabeza.

Estaba completamente horrorizado, y poco a poco sentía un enojo retumbante subir desde mi estómago a mi cabeza. ¿Qué puta broma de mal gusto era esta? Me recargué en un pilar apoyando mi atarantado cuerpo, y escribí:

Jean: Es una broma, ¿no?

Helena: ¿Broma? ¡No! En serio voy a casarme.

Pasé una mano por mi rostro con rudeza.

Jean: Helena, en serio. No estoy para estupideces.

Parece haberse resentido por mi hostilidad, porque enseguida, respondió dolida.

Helena: ¿Qué te pasa? No seas borde, creí que te agradaría saber que estoy feliz.

¡Claro que te quiero feliz!, pero ¿casada?... No necesitaban estar ligadas la una con la otra para que se llevaran a cabo.

Jean: Claro que quiero que seas feliz, pero casarse es otra cosa muy distinta Helena. ¡Si apenas llevan pocos meses juntos!

Helena: Lo sé, pero esos meses han sido viviendo juntos. Me quiere, Jean, y haría cualquier cosa por mí.

Solté un bufido.

Menudo idiota. Todavía no lo conocía y ya me irritaba de una manera tan descomunal que desconocía. Si Helena se comportaba como una cría caprichosa, lo menos que esperaría de él era que tuviera un puto gramo de sensatez.

Jean: Está muy bien que te quiera, Hellie. Pero se están precipitando.

Helena: ¿Para qué esperar? Ambos queremos lo mismo.

Pasé dos dedos por el cuello de mi camisa estirando la tela, intentando refrescar el bochorno que sentía en todo el cuerpo.

Jean: Helena, por favor, piénsalo un poco.

Helena: No tengo nada que pensar, Jean. Está decidido.

Jean: ¿Quieres qué ruegue? ¡Lo haré! ¡Te lo ruego! No te cases, por favor.

Helena: ¡¿Por qué iba a querer eso?!

Jean: ¿¡Entonces qué quieres!?

Helena: ¡Ya lo dije! Casarme.

Jean: Todo menos eso, por favor... Es una pésima idea.

Helena: ¿Pésima idea?... Pésima idea es que me insistieras en irme a México, Jean. ¿A qué iba? Dime. ¿A ver como besabas a tu novia? Sinceramente, no sé qué te molesta tanto si estás tan feliz con tu relación.

Jean: ¡Helena, por favor!

Helena: ¿¡Por favor qué!?

Una acidez comenzaba a quemarme la boca del estómago. Me costaba enfocar los textos de los mensajes por el temblor pronunciado desatado en mis manos. Alcé la cabeza al cielo, sofocado, buscando una respuesta que no encontré. Porque no tenía que dar una respuesta, tenía que ser honesto, con ella, conmigo, aunque eso me convirtiera en el ser más despreciable del planeta.

Pasé saliva con esfuerzo, sintiendo su amargura y espesura.

Jean: Ella no es tú, Helena. No lo es y nunca lo será.

Dejé caer la cabeza en mi palma abierta, derrotado. Encarando una realidad que llevaba escondiendo y ahora estaba aquí, al frente, desgarrada, con la piel viva, y expuesta.

Helena no respondía. Comencé a mordisquear mis uñas ansioso.

Helena: Eres la persona más egoísta que he conocido.

Su mensaje me atravesó como un puñal directo al pecho.

Helena: Llevo años esperando que reacciones, que por fin me hagas un huequito en tu vida para mí. ¡Nunca sucedió!

Joder, no.

Helena: Y ahora que encuentro a alguien que sin ninguna duda lo ha dejado todo por estar conmigo, ¿reaccionas? Yo no soy un jodido parque de diversiones al que puedes visitar cada vez que te acuerdas de que existe, Jean. Y a partir de hoy cierra sus puertas para siempre... Espero de todo corazón que seas feliz, y que esta vez, aproveches las cosas cuando las tengas enfrente. Porque aunque no debería, te quiero y siempre te querré. Pero ya es momento de dejar ir las cosas que ya ni siquiera estaban aquí.

—¿Jean? ¿Estás bien?

Interrumpió Julieta desde la puerta del coche, trayéndome de nuevo a la amarga realidad en la que vivía. Ni siquiera recordaba haber salido del supermercado, mucho menos abrir el vehículo y meterme en él. Incluso en la distancia, Helena seguía metiéndonos en la realidad alterna del tiempo y espacio que siempre me confundía tanto.

No logré articular palabra, y solo fui capaz de negar con la cabeza. Ella corrió hacia mí y me rodeó con un brazo.

—¿Quieres ir al médico?

Negué de nuevo, abrazándome a mí mismo con ambos brazos.

—¿Estás seguro, cariño? No tienes buena pinta.

Asentí como pude, y en lentos parpadeos identifiqué las calles recorridas, el llegar a casa, y caminar a rastras hasta la recámara. Ella con todo el apoyo me ayudó a recostarme en la cama, me pasó la mano desde la frente hasta la coronilla en una suave caricia.

"¿Quieres que me quede a dormir?", preguntó. Negué dubitativo. No quería estar solo, pero tampoco la quería junto a mí. Sentía que acababa de traicionarla, de menospreciarla. Si tan solo supiera la canallada que acababa de decirle a alguien más. Si supiera como estuve dispuesto a desecharla de un minuto a otro, sin dudarlo, y por otra persona.

No lo recuerdo bien, pero en algún punto de la noche ella abandonó mi apartamento. Me había dejado solo, mientras yo me abrazaba el pecho, sintiendo que retenía un montón de arena, y que si aflojaba los brazos, me desmoronaría completo. Pero aún y apretándome con fuerza, pequeños hilos arenosos caían y se escapaban por donde podían.

Observaba abatido la pantalla de mi celular. Releía su mensaje, una y otra vez, su despedida. El agujero que se había abierto en mi pecho lo absorbía todo, me consumía. Me abrazaba con más fuerza, encogido, cada vez más pequeño, menos yo, y más dentro del agujero, a oscuras. Comencé a sollozar desenfrenado. La frente perlada de sudor, temblaba completamente por un frío glacial que me envolvía entero, haciéndome castañar los dientes, y aunque afuera seguramente estábamos por encima de los veinte grados, el hielo no venía del clima, sino de mi interior.

Mis respiraciones fueron pasando de sollozos a jadeos, llenos de frustración, y enojo. Encontré el mando entre las sábanas, y lo arrojé con todas mis esfuerza al suelo.
¿¡Cómo habíamos llegado a esto!? ¡Joder!
Llevé las manos a la copa de mi cabeza, tirando del cabello con tanta fuerza, que mis músculos temblaban.
¡Por favor! Dios, Alá, Buda, a todos los dioses y a todos los santos, ¡Quién hijo de puta que esté ahí arriba! ¡Me equivoqué! ¿¡Qué quieren de mí!? ¡Haré lo que sea! Pero la necesito conmigo, ¡No me la quiten! ¡Todo menos eso, lo que sea! Al diablo SeedCare, al diablo el proyecto, al diablo mi propia vida si no es con ella. ¡Por lo que más quieran! ¡Qué alguien me escuche!

—Por favor... —sollocé al techo.

Entre sollozos, aullidos, y abundante llanto, poco a poco me dejé absorber por el agujero y me quedé envuelto en la completa oscuridad.


Toc, toc.

Di un sobresalto en mi cama. Volteé a todas partes confundido, intentando identificar la situación. Estaba en mi habitación, en mi cama, y el sol de la ventana me quemaba los ojos. Los tallé frenético y me lamí los labios completamente secos. Rasqué mi pecho y me percaté que llevaba la misma ropa del día anterior, y que además estaba arrugada por haber dormido con ella.

Toc, toc.

Di otro sobresalto. Creí haber soñado aquel ruido.

—¿Jean? —llamó una voz masculina del otro lado de la puerta.

—Y-Ya voy.

Me incorporé sufriendo un leve mareo por el apuro, tallé la camisa con ambas manos en un intento fallido por alisarla un poco, me pasé una por el cabello desordenado y me encaminé a la puerta. La abrí encontrándome con los rostros molestos de Donovan y Luke, los cuales, al momento de verme desencajaron la mandíbula.

—¿Pero qué coño? —preguntó Luke sorprendido.

Solté un bufido. Tenía una jaqueca que me taladraba la sien, y un hambre voraz que comenzaba a carcomer mis intestinos.

—¿Qué quieren? —solté con brusquedad.

Ambos se voltearon a ver con los ojos abiertos, pasmados.

—¿Tienes idea de qué hora es?

Negué con la cabeza.

—Son las cinco, Jean —dijo Donovan.

—¿De la mañana?

—De la tarde, caradura —atacó Luke—. No has llegado a nuestra reunión con Leaf Pack.

Abrí los ojos y la boca, estaba turbado. ¿Cuántas horas llevaba dormido?

—¿Las cinco? —pregunté desencajado.

—Te ves del carajo. ¿Nos vas a dejar pasar o tomamos un café aquí en tu puerta?

Extendí mi mano abriendo la puerta por completo. Supuse que no disimulé muy bien mi enfado por su petición, ya que Luke alzó ambas manos en signo de rendición mientras pasaba por mi costado.

—Julieta nos llamó —agregó Donovan—. Dijo que ayer te encontrabas mal, pero no dijo más.

Moví la cabeza en círculos tronando las vértebras. Que si me sentía mal... No habían inventado todavía una jodida palabra que describiera mi sentir en estos momentos.

Me senté en el sofá que estaba frente a ellos y traté de peinar mi cabello con ambas manos. Después los observé, frustrado por la conversación que estaban forzando tener, y me apetecía lo mismo que ir a escalar el Alpes descalzo.

—Si estás enfermo podemos llevarte a ver un médico, tomarte unos días... —dijo Donovan con amabilidad.

Solté un bufido. Ojalá pudiera curarme yendo a un doctor, pagaría lo que fuera por un remedio tan sencillo como ese.

—Ah no... —negó Luke mientras movía frenéticamente la cabeza hacia los lados—. No, no, no.

Se puso de pie girando de un lado a otro.

—¡Yo conozco esta reacción! —alzó la voz mientras me señalaba con mirada enjuiciada.

Donovan lo veía con una ceja arqueada como si Luke acabara de perder la cordura.

—Esto tiene que ver con Helena, ¿cierto?

Su dedo me apuntaba encañonado. Pasé saliva con dificultad y desvié la mirada. Su simple nombre resonó con eco en el agujero enorme que sentía en el pecho. Luke dio un aplauso estridente.

—¡Lo sabía!

Mi otro socio giró su mirada hacia mí, estupefacto, yo seguía viendo a un costado avergonzado de la situación.

—¿Helena? ¿En serio? —preguntó Donovan sin dar crédito.

Negué con la cabeza en un fracasado intento por mentir.

—¿Qué putas, Jean? —juzgó Luke—. ¡Sales con Julieta! ¿Qué tontería has hecho?

Lo fulminé con la mirada y apreté el sofá con ambas manos furioso.

—No digas idioteces, Luke.

—Ayúdanos a entender —agregó Donovan.

Solté todo el aire de golpe y moví todos mis dedos sobre el tejido del mueble liberando tensión.

—Va a casarse... —dije en un hilo de voz.

—Mierda.

Fue lo único que dijo. Después un largo y espeso silencio, nos envolvió a los tres. El ambiente se sentía lúgubre, hermético. Los chicos se habían quedado sin palabras... por fin.

Acaricié mis piernas intentando darme calor, y me puse de pie para dirigirme a la nevera. El hambre que sentía iba a terminar por consumirme primero que el hueco del pecho. Mientras mordía el queso directamente del empaque, desesperado, Donovan tuvo el valor de romper la pausa.

—Pero... ¿Eso es malo?

Luke y yo volteamos a verlo con la mirada penetrante, irónica. Él se encogió de hombros.

—Vale, es solo que... Ya sabías que tenía una relación, ¿no?

Hice una mueca de afirmación.

—Y tú también estás en una, ¿no?

Lo fulminé de nuevo. Gracias, señor obvio.

Donovan optó por guardar silencio. Luke me dedicó una mirada comprensiva.

—Lo siento, hermano —expresó.

Me encogí de hombros intentando restarle importancia.

—Sí, bueno... no iba a esperarme toda la vida —dije con ironía.

Luke posó una mano sobre mi hombro con consuelo.

—Bueno, estar con Julieta no es precisamente demostrarle que le guardabas un lugar.

—Donovan... Siempre estás callado, y en serio, ¿es este es el mejor momento de dejar tu lengua suelta? —riñó Luke.

Apretó los labios apenado.

—Tienes razón. Al final es mi culpa.

—No seas tan duro contigo. Al final ha sido la vida.

Volteé a ver a mi amigo de cabellos rubios enarcando una ceja.

—¿Desde cuándo resultaste un poeta?

Él soltó una carcajada divertida.

—No puedo serlo siempre, te habrías enamorado de mí.

Me uní a su risa a regañadientes.

—Así me gusta —dijo apretando mi hombro—. Venga, vamos por una copa, que la necesitas.

Accedí sin protestar.


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