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Capítulo 14




1994

Jean


Nadya y yo tuvimos la jodida pelea del siglo.

Es cierto que la amistad entre ambos había avanzado a pasos agigantados, dando espacio a intentos torpes de coqueteo. Sin embargo, yo todavía intentaba marcar una distancia entre los dos, inseguro de mis sentimientos.

El día de San Valentín, me había dado una carta con un mensaje empalagoso pero que me había revuelto algo en el pecho. Habíamos pasado el día tonteando, y sorpresivamente, tomó las riendas y me besó la mejilla mientras caminábamos. Y aunque por el momento me agradó sentirlo, el ver el rostro desencajado de Helena me cambió el humor en el instante.

Exploté en cuanto estuvimos a solas. Reclamé que lo hiciera frente a ella, como si necesitara marcar un territorio, como si fuera jodidamente necesario, siendo que llevaba semanas sin acercarme a Helena. Nadya reclamaba con recelo el porque me esforzaba tanto en cuidar sus sentimientos, cuándo se supone que no existían, o al menos eso le había dicho yo.

Al final, Nadya me recordó el porqué nuestra amistad funcionaba tan bien. Me recordó que era una chica noble, de buen corazón. Porque terminó disculpándose por aquello, y yo respondí aclarando que la disculpa no era necesaria, siempre y cuando respetemos las peticiones de cada uno a partir de ese día.

Supe del acta que Helena había ganado esa mañana. No quería ser tan engreído como para creer que fue por culpa de lo sucedido en la cafetería. Prefería pensar en que se le ocurrió alguna chiquillada que le costó caro, y por lo mismo, no pregunté a nadie para no enterarme de la realidad.

Por si las dudas, decidí seguir manteniendo distancia de Helena y los demás, lo que era sencillo estando con Nadya, pero aun así, aprovechaba cualquier descuido para observar en la lejanía, asegurarme que todo estuviera bien y tratar de detener alguna tontería que se les ocurriera y le causara la expulsión.

Me sentía culpable por la primera acta, y aunque no tuviera nada que ver conmigo, a veces me auto castigaba pensando que de haberme parado en esa clase a defenderla, ella no hubiera golpeado a Hedric y nada de esto hubiera ocurrido.

Sospechar del origen de la segunda, solo me hacía sentir peor, por lo que trataría de ayudar si la situación me lo permitía. Porque una cosa era mantener distancia de ella, y otra no volver a verla jamás.

La tarde que sacaron a May del ensayo de la orquesta sentía en mi estómago que algo malo estaba pasando. No dejaba de mirar a Helena de reojo, ya que, conociéndola, no se quedaría de brazos cruzados.

Y así fue, porque en cuanto pudo, salió a paso apresurado del salón y me preocupé al instante.

—Voy al baño —avisé a Nadya.

Salí y la vi girar al final del pasillo con rumbo al lobby. La seguí con precaución, ya que prefería que no se percatara de mi presencia, porque si me cuestionaba mis razones, no tenía preparada una coartada para disimular.

Fui testigo de cómo May se fue: sin despedirse, con el rostro deshecho, colorado y húmedo del llanto. Subieron todo rápidamente al taxi y partieron.

Vi a Helena parada viendo el coche alejarse, estaba congelada y con semblante ausente. Sentí una pena tan grande por ella, que los brazos me cosquilleaban por consolarla.

Me distrajo una mano que se posó en mi hombro.

—Han cancelado el ensayo —anunció mi amiga pelirroja.

—Oh... V-Vale.

Agradecí la discreción de Nadya y continuar el día como si nada hubiera sucedido.

Esa noche no podía dormir, porque la imagen de Helena durmiendo sola en su habitación, temerosa, me estaba atormentando. Recordaba que me había contado que dormía con sus padres, no porque no tuviera su propia habitación, pero al ser hija única, estaba un poco más consentida de la cuenta.

Se me venía a la mente su cara llena de pena y confusión de esta tarde, me provocaba un ardor en el estómago de impotencia. Quisiera poder hacer algo más.

Entrada la madrugada, me dio sed, y me percaté de que el vaso de encima de mi buró estaba vacío. Divagué en ir a la cafetería a buscar agua y ser descubierto por un profesor, pero mi necesidad de líquido y las ganas de despejarme, tomaron la decisión por mi.

Salí de la habitación, pero ni siquiera llegué al comedor. Me detuve en el lobby al ver a Helena de pie en el mismo lugar que la había visto esa misma tarde.

Bufé. Debí imaginarlo.

Dejé el vaso en la escultura del centro y la llamé por su nombre. La reñí en cuanto se giró por estar ahí buscando otra acta.

—... Se fue... Se fue molesta.

Sus ojos vidriosos y sus mejillas coloradas me provocaron tanta ternura que el corazón se me calentó, sintiéndolo como una brasa en el pecho. Mi mirada bajó a sus labios que tenían un color rojizo igual al de sus mejillas. Sentí el calor subir a mi rostro, y la necesidad de abrazarla para decirle que todo estaría bien, me carcomía el alma.

Chasqueé la lengua para despejar esa idea de mi cabeza.

Me paré a su lado viendo hacia el mismo lugar que ella, pensando que, tal vez así, la entendería mejor y podría darle las palabras que necesitaba.

—No creo que estuviera molesta.

—No lo sabes —dijo incrédula.

«Quién podría enojarse contigo», pensé.

—Pero las conozco, a las dos... —defendí.

—Exacto. ¿Te parece que May haría algo para ser expulsada?

Como dije, las conocía.

Sabía que May no haría nada que ocasionara su expulsión, pero también sabía, que odiar a Helena era algo difícil de suceder.

La vi de reojo, como estaba luchando por contener el llanto, y quería que sintiera la confianza de llorar conmigo. Las ganas de abrazarla provocaba que la picazón en mis brazos, volviera de una manera insoportable. Estiré un brazo y abracé sus hombros. Deseoso por devolverle un poco del calor que ella trajo a mi vida, aunque ahora me mantuviera alejado por nuestro propio bien.

—Todo estará bien, Helena. Ustedes son amigas... espera a que ella esté preparada para contártelo.

Un movimiento lejano me distrajo. Me percaté que una persona se dirigía hacia la entrada donde estábamos parados.

—Escóndete —dije ansioso, corriendo detrás de la estatua para esconderme.

Ella me siguió los pasos. Se trató del director Thomas, y como lo suponía, nos logró ver por el cristal. Nos hizo salir del escondite y empezó a reñir a Helena de una manera tan fraternal que sentí envidia. Ella rompió a llorar y empezó a escupir palabras justificando su estancia en ese lugar, trató de tranquilizarla, y yo cuestioné todo, ya que sabía que ella descansaría si escuchaba respuestas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella con una voz temblorosa por el llanto.

—Ah Helena... Tú ni siquiera deberías de estar aquí cariño, me haces romper las reglas al no enviarte a tu habitación.

Contuve una sonrisa.

Esa era Helena, hacía ver tan fácil meternos en problemas, que cualquiera lo haría gustoso estando a su lado. El profesor nos hizo prometer no decir nada a lo que sin dudarlo, asentí.

Y entonces nos dio la noticia: el hermano de May había muerto en un accidente de tránsito.

Me quedé rígido al escucharlo. No tuve el gusto de conocerlo, pero la conocía a ella. Y también sabía, que la muerte era siempre recibida con amargura, dispuesta a arrebatar un pedazo de ti para no volver a restaurarse nunca.

Ella estaba hecha un nudo de emociones. Se presionó la cara con ambas manos y sollozaba con tanta fuerza, que cada alarido lo sentía como un martillazo en la cien. Estaba incontrolable, y yo me sentía como un león enjaulado en un metro cúbico: impotente, amarrado, y sin aire.

La incomodidad del momento me picaba en la nuca, porque necesitaba calmarla o me volvería loco.

—¿Puedes acompañarla Jean? Tienes mi permiso.

Sentí ganas de tirarme de rodillas y besarle los pies como agradecimiento. No iba a estar tranquilo hasta saber que ella estaba en paz. La abracé por los hombros y la dirigí hacia su habitación.

Durante el trayecto, había decidido dejarla en la puerta, tratar de darle unas palabras de aliento e irme a dormir. Pero con ella, los planes nunca salen como uno imagina.

Su llanto me jalaba como el viento salvaje de un huracán del que no pude escapar. Me senté a su lado sobre su cama, mientras ella escondía el rostro entre sus manos. Me provocaba impotencia que no me dejara verla, que no me permitiera entrar en su intimidad para cuidarla y consolarla.

—¡Soy tan tonta! —dijo en un alarido lleno de enojo.

—Tranquila... No hay nada que pudieras hacer.

—¡Creía que estaba molesta conmigo! ¿Cómo he podido ser tan egoísta? ¡El mundo no gira alrededor de mí!

Estaba tan enojada consigo misma que estaba colorada del rostro, sus ojos estaban hinchados, y las mejillas empapadas de lágrimas. La veía respirar con dificultad, apretaba los puños y los párpados con tanta fuerza, que se emblanquecían del esfuerzo.

No lo soporté más y la abracé con fuerza en mi pecho.

«Si tan solo supieras que el egoísmo es un sentimiento que no entra en ti ni a la fuerza. Si tan solo pudieras ver que eres la única amiga que estaba ahí buscando respuestas, mientras todos los demás dormíamos sin tener ni idea de lo que pasaba.»

El mundo no gira alrededor de ti, pero en ese momento, yo sentía que el mío sí que lo hacía. Y giraba con tanta fuerza y tan deprisa junto a tu tormenta, que me hizo sentir mareado y necesité abrazarte para tener algo a lo que sujetarme para no caer.

Acaricié su espalda tratando de consolarla a ella, y calmarme a mí también. Porque el cuerpo entero me temblaba, y sentía que si no me tranquilizaba, me rompería en mil pedazos.

Comencé a regular mi respiración, a comprender que la tenía ahí, en mis brazos, y que yo debía ser su calma. El sonido de su llanto pareció alejarse cada vez más, y yo comencé a encerrarme en una burbuja que únicamente me pertenecía a mí.

Reposé mi nariz en la coronilla de su cabeza y aspiré su aroma tan fresco, salvaje y vivaz hasta el fondo de mis pulmones, su olor me recorrió por dentro como un rayo chispeante que relajó mis extremidades, y erizó cada poro.

La abracé con más fuerza.

Sentía que mi pecho reventaba. El palpitar estruendoso y profundo, lo escuchaba hasta en las orejas. En mi estómago, una efervescencia que me llegaba hasta la garganta me provocaba un cosquilleo que me hizo sonreír.

Y en ese momento, me di cuenta que abrazarla era todo lo que había imaginado... y más.

Cuando menos pensé, Helena se quedó dormida en mis brazos.

Acomodé las almohadas para poder recargarme en ellas y que tuviera una posición más cómoda sobre mi pecho. Su cara estaba hundida en mi cuello y yo acariciaba su cabello, desde la copa hasta las puntas. Era tan suave como lo había idealizado tantas veces.

Me gustaba entrelazarlo en mis dedos y ver como se deslizaba solo como la seda para dejarse caer sobre su espalda.

Rozaba con las yemas sus hombros, sus brazos, y terminaba en su mano abrazándola con la mía. Sintiéndola tersa, helada, ausente. Acariciaba el dorso con mi pulgar, cada nudillo, y cada delicado dedo. Admirando los diminutos lunares, los delicados pliegues en su piel, y su aroma arrasador. No me contuve más y reposé mis labios sobre su coronilla, dejando ahí un casi imperceptible beso.

Un beso, una confesión, y una promesa.

Y hubiera dado lo que fuera por alargar ese instante una vida entera.

El sol de la ventana me hizo dar un sobresalto.

Joder, me había quedado dormido. Ella seguía en la misma posición en que la había dejado, enrollada en mi brazo y su cabeza reposada en mi pecho. Sentí un pesar de tener que moverme de ahí, pero el sol ya se veía en el horizonte, y si no salía rápido de su habitación, alguien podría verme y estaba seguro de que un acta sería el menor de mis problemas.

Me moví lo más despacio que pude y la acurruqué junto a una almohada para compensar mi ausencia. Acaricié una última vez su cabello, llevándolo detrás de su oreja y rozando su mejilla con el pulgar en el trayecto. No pude evitar sonreírle, orgulloso de verla tan calmada.

Abrí la puerta del dormitorio, me fijé a ambos lados: estaba despejado. Eran como las seis de la mañana, por lo que no se veía movimiento aún en los pasillos.

Logré llegar a mi habitación sin ser descubierto y con el corazón en una mano de los nervios. Al cerrar la puerta di un fuerte suspiro de paz, que rápidamente fue interrumpido, ocasionándome un sobresalto de susto.

—Joder, ahora sí que la has liado —dijo Hedric partiendo a reir.

—¡Cabronazo! Casi haces que me dé un infarto.

—Joder Jean, ¡es que no puedo creerlo! ¿Qué tal ha ido tu noche, eh? —dijo en tono pícaro.

Respiré hondo y recordé mi noche que ahora guardaba como el mayor de mis tesoros. La imaginaba como a una escultura de cristal: tan frágil, delicada, y tan fugaz.

Mi cara entera sonrió.

—Ha sido maravillosa.

Soltó otra risa y dijo entre carcajadas:

—Si vieras la cara de idiota que has puesto.

Le arrojé una almohada a la cara.

—Nadya es tu veneno, hermano...

Di un respingo y sentí como si me hubiera arrojado un balde de agua congelada. Pasé saliva con dificultad intentando deshacer el nudo de mi garganta.

—... ahora te va a tocar, enseñarnos a mí y a Steve algunos trucos, eh.

Me enfureció darme cuenta hacia dónde se dirigía su conversación que le arrojé otra almohada, pero esta vez, con todas mis fuerzas.

—Hey, tranquilo... Solo estaba bromeando.

—No seas idiota. No ha pasado nada.

—¡Vale, está bien! No te enojes.

Lo señalé con el dedo índice encañonando una amenaza.

—Donde vuelvas a sacar ese tema...

—Ya, está bien —dijo alzando ambas manos en señal de derrota.

Durante el desayuno, no me esforcé por disimular mis miradas hacia Helena. Lucía un rostro severo, lo que no era común en ella, pero que comprendía, dada la situación.

Tenía los ojos hinchados y enrojecidos del llanto de anoche. Noté que meneaba la comida con el cubierto, pero no se llevaba ningún bocado a la boca.

Hice una mueca.

—¿Todo bien? —la voz de Nadya a mi lado, me interrumpió.

Me limpié la garganta.

—Sí... Solo que no tengo mucha hambre.

No dijo nada, pero vi en su mirada que algo en ella se había roto. O tal vez veía en ella lo que en realidad me sucedía por dentro.

La mañana transcurrió. Acababa de terminar mi clase de geografía, y al salir del aula, me encontré con Helena recargada en la pared, que por su expresión, supe en el momento que me esperaba a mí.

Sentí la corriente eléctrica que solo ella me despertaba. Respiré profundo y me acerqué inquieto.

—¿Estás bien?

Ella asintió, sin embargo, no le creí ni un poco. Tenía la mirada perdida, y movía las pupilas a diferentes lugares, como si estuviera repasando algo en la mente. Traté de encontrarme con su mirada, pero ella la desvió rápidamente como reflejo, como si creyera que con solo asomarme a sus ojos, pudiera ver lo que estaba pasando en su mente.

Ojalá fuera así de fácil.

—¿Segura?

La vi tranquilizar el temblor de sus manos, presionando la una con la otra, se mordió el labio inferior con los dientes y respiraba agitada. Su nerviosismo era evidente y comenzaba a contagiarme.

¿Qué tanto recordaría de anoche? Quizá no era algo tan mío como yo pensaba.

De repente, se abalanzó sobre mí y enrollo ambos brazos en mi nuca, abrazándome con fuerza. Di un sobresalto en el momento que sentí su cuerpo contra el mío. Tampoco pude reaccionar, ya que una amarga sensación envolvía su abrazo. Este no se sentía tan exquisito como el de anoche, sino como algo ajeno, denso, que me dejó rígido sin poder moverme.

—Gracias —me dijo al oído.

Se retiró sin levantar la mirada, y se fue a paso apresurado.

Yo me quedé ahí parado, sin respirar, como una estatua, dándole vueltas a lo que acababa de pasar. ¿Gracias? ¿De qué? ¿Por consolarla? ¿O por acompañarla a su habitación? ¿O...?

¿Por acariciarla?

Me recorrió un escalofrío culpable.

Incómodo y cubierto de incertidumbre, seguí a mi siguiente clase, tratando de ignorar mi temor.

No vi a Helena en la hora de la comida, pero estaba ansioso por verla en la clase de violín. Comí a prisa y me dirigí a nuestra aula. Me senté junto a Nadya, como era costumbre, pero no cruzamos palabras, o miradas. Si hubiera sido más atento, me habría preocupado por ello, pero era tan miserable que mi única preocupación era encontrarme con otros ojos de forma almendrada y color avellana.

Las 4:15. La clase había empezado y no se veía rastro de ella.

Comencé a ponerme nervioso y miraba constantemente hacia la puerta. Helena no podía faltar a otra clase porque sería una tercera y última acta, y yo no podía permitir eso.

Divagué un poco mi decisión. Sacudí la cabeza y las dudas, puse ambas manos en la mesa para apoyarme y ponerme de pie para ir a buscarla, cuando me vi interrumpido por el chillido de la puerta.

Llamó mi atención y la de todo el salón.

—Maestra Inna, ¿podría tomar al joven LeBlanc unos minutos? —preguntó el director Thomas desde el marco de la puerta con un semblante serio y tenso.

Lo vi y me fue imposible respirar. Sentí el estómago en la cabeza y un vacío en el pecho que me indicaba que algo iba terriblemente mal. Salí al pasillo para encontrarme con él, quien se cruzó de brazos y tenía la mandíbula tan tensa que parecía estar tomando fuerza para poder abrirla y decir algo.

—¿Acompañaste a Helena anoche a su habitación?

Abrí los ojos como platos.

Él lo sabía. Lo llevaba en la mirada. Sabía que había dormido ahí.

Los dientes comenzaban a castañear por dentro, y las manos a sudarme como un grifo.

—Ha-ha sido culpa mía. Helena no supo nada, se lo juro. No le dé otra acta.

El director puso cara de confusión.

—¿De qué hablas?

Tomé una bocanada de aire con esfuerzo.

Tal vez me había adelantado.

Guardé un silencio incómodo sin saber qué decir, y él negó con la cabeza molesto.

—¿La has visto hoy? ¿Sabías lo que iba a hacer? Y limítese a responder lo que le pregunte en lugar de confesar sus pecados, jovencito.

Alcé las cejas sorprendido.

Joder. Ahora en qué lío se había metido.

—N-No me dijo que haría nada. Pero si la he visto esta mañana. ¿Le ha pasado algo? —pregunté aterrado.

El director se acomodó las gafas, me apuntó con el dedo y de manera tajante.

—¿Estás seguro?

—Sí... Seguro.

Parecía repasar los hechos en su cabeza. Sorbió la nariz de manera ruidosa, y comenzó a caminar.

—Ven —me ordenó, y le seguí el paso.

En su oficina, me mostró en una pequeña pantalla, más pequeña que la palma de mi mano, y en ella, un video de mala calidad donde se veía a una chica saliendo por una ventana de los dormitorios, usando una sabana para deslizarse, llevando una enorme mochila en la espalda y otra maleta en la mano que le quedaba libre.

Sentí un golpe en el pecho, y como mi cuerpo entero comenzaba a temblar, sintiendo que si no me esforzaba lo suficiente, las rodillas me vencerían y me dejarían caer al suelo.

Lo entendí todo. Aquel amargo abrazo que me había dejado residuos de melancolía en la piel, no era más que una despedida.

Helena había escapado del internado, y se había llevado sus cosas con ella, lo que solo significaba, que no pensaba volver.

La vibración de mi cuerpo subió a mi mandíbula, y a mis lagrimales. Me presioné los párpados con las yemas tratando de devolver el llanto por donde vino. El miedo de no volver a verla, empezó a carcomerme las entrañas.

—Está bien, LeBlanc. Cálmese que le creo. —me dijo con un tono lleno de amor que solo lo había escuchado usar hacia Helena.

—¿Sa-Sabe...? ¿Sabe a dónde ha ido?— pregunté con la voz fracturada.

Negó con la cabeza y pena en el rostro.

—No la entiendo...

—Lo preocupante aquí, es que tenemos una niña de doce años sola en Londres, y no tenemos explicación para dar a sus padres.

Sola. Estaba sola en una ciudad que no conocía.

El director Thomas tenía razón, lo importante no era saber si la volvería a ver o no, sino que ella estuviera bien.

La culpa comenzaba a correr en mí. Me pavoneaba a mis adentros de conocerla, y ni siquiera vi venir esto. Me sentí avergonzado de mí mismo.

—Tengo que pedirte Jean que, por favor, esto no salga de la oficina. No queremos ocasionar pánico entre sus compañeros, ¿cuento contigo?

Asentí sin dudar.

—Vale... Y no te preocupes, muchacho. No debe de estar muy lejos.

Palmeó mi hombro mientras decía eso. Y contrario a lo que él sospechaba, yo estaba casi seguro, de que como mínimo, estaba del otro lado del mar.

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