Capítulo 6 - Una luz más
(Narra Hana)
—Eso no.
El miedo cruzó sus facciones. Frunció el ceño, el gris se atenuó. Había allí contrariedad, una fuerza proveniente de la incertidumbre. La misma, sí, que mora en todo mortal. El miedo a no saber si hay más allá, a que el ser se apague, a dejar de existir.
«Who cares if one more light goes out?».
Él no lo sabía o no era nada bueno. Algo se estrujó cerca de mi diafragma, parecido a la compasión. Me negaba a aceptar algo así, no después de lo que me había obligado a hacer. Aún sostenía mi muñeca. Me negaba. Todavía debía afrontar las siguientes cuatro horas, ya podía oír los gritos. La brisa helada se coló entre mi pelo, descendió desde mi cuello hasta la espalda; me lamenté por haberme olvidado la bufanda. Deslicé mi mano de entre sus dedos, giré y me fui antes de que mi pobre resolución flaqueara. Se quedó ahí, con el gesto turbado.
«CE-byt» rezaban enormes letras color naranja, a mitad del edificio espejado. Respiré hondo y atravesé las puertas automáticas; intercambié dos palabras con el guardia y subí al ascensor. Me sacudió un escalofrío; intenté configurar mi mejor cara de póker. Oí los gritos cuando bajé. Carla me interceptó ni bien entré; su voz teñida de urgencia me preguntó si tenía una copia de la base de datos original. Y la tenía.
—No lo sé, la voy a buscar. ¿Qué está pasando?
—La nueva borró todo, Claudio está fuera de sí. Parece que hackeó la página, está rota. Los datos de todas las empresas... los pedidos...
Lo comprendía, debía estar sumamente alterado. Después de todo, su hermano estaba internado con principio de asfixia.
—...ísticas y los empleados...
Me debía una disculpa por lo del día anterior. Había estado horas encerrada en una celda, se lo merecía.
—¿Te fijás en tu compu, Hana? Fede ya me dijo que no tiene nada.
—¿La va a echar?
—Eso parece, lleva al menos media hora gritándole. A Nadia sólo la escuché al principio, dijo que no hizo nada.
Encendí mi máquina y revisé todas las carpetas, incluso las ocultas. Nada. Estaba mal visto por la compañía que los empleados tuviéramos esos datos desperdigados por nuestros ordenadores. Por esa razón nos habían encargado a Fede y a mí crear una página interna. La idea era centralizar toda la información y que Claudio y Esteban cedieran los permisos de acceso sólo a aquellos que los necesitaran, sin poder interferirlos. ¡Y ponían a una pasante a transferir sus preciados datos! Paranoia suya. No obstante, yo me había asegurado una copia en mi pen drive, que no pensaba exponer ahora.
—No hay nada, Carli. Parece que todo estaba en la computadora de ella.
—El trabajo de meses... —se lamentó.
Al final la echaron. El resto del día nadie habló ni se movió. El ambiente estaba eléctrico, pero yo me relajé. Hasta que Claudio lo comunicó, el miedo de no haberlo logrado, de que el demonio se metiera con mi hermano, no me abandonó. Ahora nos había exigido restaurar la página en un lapso absurdo de tiempo, recuperar y transferir los datos nosotros mismos. Gracias, idiota, era mi deseo ser esclavizada.
«Si un día no vuelvo, hacé mierda todo», incitaba una pared. Estaba llegando al lugar donde solía ver la cara de Glenn. El tren pasó, el colectivo se detuvo. El tigre blanco, la rana verde, en el medio nada. Nada. Ni siquiera los garabatos. «No hay nada ahí», solían decirme. Pero, efectivamente, el pobre intento de un dibujo existía, llevaba años viéndolo. Y ahora el espacio estaba vacío. Arrancó. El corazón se me estrujó y empezó a latir más rápido, me envolvió un sudor frío. Bajé del colectivo y corrí las cuadras hasta el muro. No podía creerlo. Sequé mis lágrimas ni bien fui consciente de ellas. La luna brillaba enorme, más baja, como más cerca de la Tierra. Iluminaba la ausencia.
Caminé a casa con paso lento. Esperaba encontrar un desastre como la vez anterior, no obstante, todo estaba en su lugar. ¿Dónde se quedaba cuando no podía verlo? Llamé a Gonza y luego a mamá. Salí a correr un rato, me bañé, me puse el piyama, preparé la cena. Me concentré, no sentí nada.
El día siguiente fue similar. No se apareció en ningún momento. Yo les había revelado a Carla y a Fede que había encontrado un backup de los datos en mi pen drive, luego de buscar varias horas. Eso nos había ahorrado un montón de trabajo, pero volvía a salir tardísimo. Otra vez presté suma atención al muro del tren, la mancha seguía desaparecida. ¿Me habría dejado en paz? Noté la luna un poco más cerca o quizás estaba más brillante.
«If a moment is all we are».
—¡Listo! —le había dicho a Fede.
—Vayamos por un café, por Dios. Pero al bar de la vuelta, necesito salir de acá.
—¿Hana, avanzaste con el plan del proyecto? —reconocí la aguda voz de Diana. Me imaginé volteando y asestándole una piña— Te pasé el presupuesto, no tenés excusas.
—Asuntos urgentes, eso tengo y lo sabés muy bien.
—Te lo pedí hace una semana.
—¿Sos mi jefa acaso? Dejemos las cosas claras, Claudio decretó que sacar adelante la página interna era la prioridad, todos acá lo saben. Y si no, enterate. Si querías, podías avanzar sola. Elegiste esperarme, genial, afrontá el retraso. No lo decidí yo. Si me disculpás, ahora voy a despejar un poco mi cabeza y recordar que tengo una vida.
Encaré para la puerta con Fede detrás. Lo vi de reojo; pretendía ser serio, pero se le notaba el esfuerzo por no reírse.
—Si un día de estos decidís empujarla por las escaleras, yo te ayudo a que no te descubran.
Ambos salimos bromeando entre carcajadas; se me pasó enseguida que vi la luna. No lo estaba imaginando. El bar tenía la tele encendida con el noticiero, hablaban del tema. Hacía tres días que a nadie le preocupaba otra cosa. La repentina cercanía del satélite estaba causando estragos en los mares y en el desarrollo de la vida del entorno, incluida la nuestra. El mundo estudiaba el caso y no se descartaba un posible impacto, ya que la principal hipótesis era que estaba siendo atraída desmedidamente por el núcleo.
No podía sacarme la costumbre de mirar entre los grafitis. No podía sacarme la sensación amarga del cuerpo.
El sonido insistente del timbre me alejó de mis elucubraciones. Llegué corriendo a la puerta, deteniéndome en seco cuando descubrí la fuente del impulso. Me serené, suspiré.
—¿Quién es?
—¡Vamos, Hana, abrí la puerta! —una voz masculina que no reconocí— Es viernes, salgamos de una vez. Abrí la puerta... —arrastraba todas las vocales— Dejame entrar, vamos a la cama... Hanaaa...
Ay, no. No él, no él. No Cristian.
—¡Abrí la puer...ta, Hanaaa!
—¡Andate! No quiero verte, entendelo de una vez. Dejá de acosarme o voy a llamar a la policía —como si fueran a hacer algo.
—Salgamos, Hana.
—No quiero nada con vos, no sé de dónde sacaste que había algo entre nosotros. Andate.
Tocó el timbre reiteradamente, golpeaba la puerta con algo contundente. Pensé en llamar a Fede, pero si Cristian traía consigo alguna especie de arma, las cosas podían terminar mal. Decidí dejarlo así; que se cansara y se fuera. Puse la música bien alta, abrí una cerveza y empecé a dibujar. Un bosque con distintas tonalidades de grises y negros, con detalles en rojo. Quise romperlo cuando me di cuenta, pero me detuve.
«Who cares if one more light goes out?».
Me acerqué a la puerta luego de unas horas y pegué el oído; no escuché nada. ¿Se habría ido? Me dio un escalofrío al imaginármelo del otro lado. Mensaje de Carla: «Salgamos, necesito despejarme». Si podía atravesar el umbral, si podía encontrar mis ganas. Golpe. Pegué un salto, caminé con paso rápido al cuarto, conteniendo la bronca. Vi su ropa en un estante del placard. Ese estilo gótico que parecía gustarle no desentonaba. Agarré una de sus camisas y la olí. Sentí como me iba poniendo colorada, empecé a temblar y la guardé enseguida. Miré para todos lados, avergonzada de mí misma, intentando ocultar mi cara de nadie. Bajé al comedor con el aroma persiguiéndome, parecido a la lluvia mezclada con una esencia dulce y ligeramente picante. Me negaba. Durante los días que había estado conmigo sólo me había causado problemas. Si por alguna razón me estaba dejando recuperar mi vida, debía aprovecharlo. Y sin embargo, que la cara hubiera desaparecido me tenía mal. Su expresión turbada aún me dolía.
—¿Dónde estás, Glenn?
Volví a experimentar la misma sensación de opresión que me azotaba cada vez que pronunciaba su nombre; de gravedad aumentada. Se materializó ante mí su alargada figura vestida de negro y su cabellera sangre. Alzó la cabeza y me enfrentó con sus ojos grises vacíos, el lunar enmarcaba una mueca rendida. El alivio me recorrió de punta a punta. Estaba ahí, vivía.
—¿Qué hacés? —gruñó en voz baja, visiblemente irritado.
—Yo... estaba a punto de hacerme la cena.
—Eso no, ¿por qué me llamaste? Estaba ocupado.
—Yo no te llamé...
Me miró con soberbia. ¿Así funcionaba? Todo me cerró, como si un engranaje se acomodara. Por eso insistía en que pronunciara su nombre. Pero, ¿por qué?
—No me di cuenta —musité.
—¿No me pedías siempre que te dejara sola?
—Estaba preocupada —suspiré, replanteándome si debía ser completamente sincera—, desapareciste del muro.
—Eso era un sello, me aprisionó ahí hasta que me llamaste. Desapareció cuando caí del... en tu casa.
Me sentí idiota.
—¿Puedo saber dónde estuviste?
—¿Te importa?
—Sí.
Se paró y sonrió ampliamente con malicia.
—Estaba conversando con Ningal en el Valle de la Luna, y acabás de interrumpirme.
—¿Quién es Ningal?
—Es insultante que no la conozcas; es la diosa de la luna, el astro mismo.
Había melancolía en sus ojos, aunque se alzaba altanero. Me acerqué despacio y estiré mi mano, en un intento irrefrenable por tomar la suya. Me dejó hacerlo, se quedó inmóvil.
—Hana —susurró.
Me miró como indeciso, esperé. Titubeó.
—Yo... no sé qué va a pasar conmigo cuando muera.
—Estuviste pensando eso todo este tiempo —dije más para mí.
—¿Por qué te preocupa?
—No lo sé, yo también me lo pregunto.
Envolvió mi mano entre las suyas y la acercó a su nariz.
—Estuviste con mi ropa, me gusta cómo se mezcla con tu aroma. Ya estás temblando... —rió.
No encontré palabras para excusarme, mi mente quedó en blanco. La sangre se agolpó en mi rostro, sentí calor. Quise ocultarme, Glenn no me dejó.
—Hay un ebrio en tu puerta buscando la forma de entrar, ¿querés que me encargue de él?
—No le hagas nada, ya se va a ir.
—Lo dudo. Está armado con un fierro y llamó a sus amigos para que vengan.
Me sentí extrañamente relajada, increíblemente segura.
—Si vas a hacer algo, sólo echalo. No quiero cargar con un muerto en mi consciencia.
—A tus órdenes —dijo encantadoramente.
Se inclinó y besó mi mano, sonrió y desapareció.
«Well I do».
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