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Capítulo 21 - Pedido

(Narra Glenn)

Encontré dos escorias y la versión masculina de Hana cuando entré en la cocina. Me agitó e hirvió la sangre, las fibras de mis puños se contrajeron y tuve que frenar el impulso de arrojarme sobre ellos y despedazar sus cuellos.

—¿Qué hacen acá? —escupí mordazmente las palabras.

—Yo los llamé —respondió ella.

—Nos gustaría saber lo mismo —intervino Rasnok—. ¿Con qué objeto tenemos la desgracia de volver a verte tan pronto?

Me sentí traicionado; después de que aquellos ángeles expresaran una y otra vez sus deseos de saberla desaparecida de la vida de su hermano, luego de lo que había ocurrido hacía cuatro noches. Rasnok se sentía, como muchos otros, con la obligación de aplastar a los caídos. Tras la insurrección, los desobedientes habíamos sido condenados; el reino de la luz volvía a ostentar su preciada paz, pero todo había cambiado. Su rencor, igual o mayor que el nuestro, los volvía extremadamente similares; era ese odio, mezclado con su estúpido sentido del deber obediente, lo que tornaba su mirada ligeramente más roja. Yo, pues, no intentaba disimular mis deseos de extinguirlos.

—Bien, voy a ser directa; cuanto más simple, mejor. Quiero hablar con Dios.

—¿¡Qué!? —mi garganta lo expulsó casi en un grito, con fuerza y todo el aire de golpe, como si una mole inamovible me hubiese impactado a toda velocidad. Sentí el dolor del choque en los huesos. Oí tres voces conjurar lo mismo exactamente al mismo tiempo que yo.

Hubo silencio, uno sepulcral que nadie se atrevió a romper. Duró años. Finalmente, fue la muchacha quien volvió a quebrar el espacio.

—Tengo derecho a una explicación, la exijo.

—Cuán tonta e ilusa podés ser —soltó Rasnok, medio tartamudeando.

—Él no da explicaciones por solicitud —intervino Ántar—, menos a los humanos.

—Estás loca si pensás que vamos a ayudarte.

—¿Qué estás diciendo, Hana? —su hermano habló en susurros, forzando la voz a salir— ¿Cómo pensás hacer eso?

—No lo sé, de la forma que sea, pero necesito respuestas.

—Podés preguntarme lo que quieras —dije tratando de que mis palabras no se atropellaran entre ellas, de recobrar un poco la serenidad—, lo que estás pidiendo es en extremo arriesgado.

—Pediselo a tu demonio —retomó el ángel.

—No soy experta en la materia, pero asumo que no tiene libertad de paso. En cambio, ustedes seguro pueden ir y venir. ¿Por qué es peligroso? Me interesa ese punto, ¿debo morir primero?

—Yo que vos, no me arriesgaría. Podría garantizarte que irías derecho al infierno. En el mejor de los casos, pasarías demasiados años en el purgatorio —rió.

—No se te ocurra morir —interrumpió Gonzalo en mitad de la frase del guía— ¿Hana, acaso pensás abandonarme?

Ella no respondió.

—¿Por qué es peligroso? —insistió luego de un momento.

—Porque Dios puede decidir no dejarte volver, con él nunca se sabe —respondió Ántar, bastante más sosegada que Rasnok.

—En ese caso, saldrían ganando. Me llevan con él, quizá vuelvo viendo las cosas de otra forma o puedo no volver.

Hubo otro lapso en el que ninguno habló. Los dos ángeles intercambiaron miradas de duda e interés.

—Tiene que ser una broma. ¿El hecho de que puedas morir es motivo suficiente para que mis ángeles consideren ayudarte?

—Se lo están pensando.

—No me jodan...

Gonza retrocedió unos pasos, Rasnok se hizo a un lado para no chocarse. Lo observó con cierta desesperación en los ojos, luego a Hana.

—No es así, tenés que decirle que nosotros nos preocupamos por él. Y lo mejor es que vos desaparezcas de su vida antes de corromperlo.

—Dicen que sí —resumió Hana.

—¡Desgraciada!

—¿Van a hacerlo, sí o no?

—No —sentenció su hermano—. No pienso cooperar para que mueras.

—¿Por qué debería suceder eso? ¿Acaso no confiás en Dios? —terció ella— Merezco una explicación. Reemplazó a mis ángeles por un demonio para castigarlo, debo tomar parte en eso y no sé de qué forma. Si soy una pieza de su plan, ¿por qué no querría devolverme al mundo de los vivos?

—El viejo quiere arrojarme al cielo para condenarme, para eso necesita un humano con determinadas características. Y no sos la única.

—Todos somos sustituibles, eso lo sé. Pero no pienso seguir si no cumple mi demanda, me rehúso a ser parte de esto. Que busque alguien más.

—Lo siento, Hana, yo no quiero.

Gonza dio media vuelta y encaró para la puerta.

—Entonces voy a pedírselo al exorcista, seguro que va a sentirse complacido de llevar ante Dios mi maldita alma en pedazos.

—¿Qué exorcista? —inquirió Ántar.

—¿De qué hablás?

—De uno llamado Ansgar —sonrió Hana, cáustica—, entró hace unos días y casi me mata; no creo que le moleste intentarlo de nuevo.

—¿Cómo que casi te mata? ¿Tanto querés morir?

—Ayudame, entonces, o te juro que sí.

Los ojos ámbar del muchacho se turbaron, su rostro se contrajo en una mueca contrariada.

—No puedo creer que seas tan idiota... —bufó— Voy a pensarlo, no hagas estupideces hasta entonces. Abrime la puerta.

Volvió a acercarse a la entrada, la chica giró el picaporte; sus guías lo siguieron y rodearon como si fueran un escudo.

—Glenn —su voz me tomó por sorpresa—, si mis sentidos no se equivocan, vos no estás de acuerdo. Así que te lo suplico, no la dejes morir.

Los tres atravesaron el umbral y me quedé solo con ella. Suspiró lentamente, temblando un poco.

«Pidiéndole favores a un demonio, debería cobrarle aquello».

—Vamos —dijo—, voy a poner la pava.

—¿Y eso para qué?

—Querías tomar mate.

—No voy a hacer nada con vos hasta que no entres en razón.

—Genial, entonces no hace falta que te quedes —sentenció.

No hablamos el resto del día ni al siguiente. Yo pasaba las horas en su cabeza, ella lo sabía y trataba de distraerse con trivialidades, de ignorarme. Pero no lo lograba todo el tiempo. Su motivación era fuerte, estaba asustada y decidida: iba a tener una audiencia con el viejo.

—¿Ya te cansaste? —susurró Ningal, agotada.

—No te burles —repuse algo agitado, recostando mi espalda en el hormigón del techo de Hana.

—¿Cuándo vas a dejar de intentarlo? Hay límites que no podés romper.

—Empiezo a creer que te molesta; es una lástima, no voy a ceder.

—No me molesta..., más bien, me angustia.

—Lo siento —suspiré —, por todo, por hacernos esto.

—No fue tu culpa.

—Sí lo fue.

—Ambos nos descuidamos.

—Con lo que adorabas remojar tus pies en las aguas de la Tierra.

—Acá también tengo.

—Allá no hay mares donde puedas bañarte, ellos buscan tu compañía.

Su destello —de por sí reducido por el cuarto creciente— se atenuó un poco. Mi respiración volvió a acompasarse.

—¿Cómo va la situación, aún no nos descubren?

—Los demonios que los buscan todavía siguen a unas cuantas manzanas de distancia.

—¿Cuánto creés que tarden?

—Depende lo torpe que seas. Decime, ¿qué vas a hacer? Sabés bien que hay otras opciones para llevar a Hana con Dios.

—No comparto su decisión, ¿por qué le facilitaría la tarea?

—¿Por qué estás tan contrariado, entonces?

—No finjas ignorancia; aún no sé qué es lo mejor. De todas formas, debo pudrirla antes de que llegue con Dios, no me conviene que vaya antes.

—Podríamos volver a vernos.

—¿Qué hay de Astiz, de mi hogar?

—¿Y qué hay de Hana? —desafió.

—No quiero seguir hablando de esto.

—Ayudala, por lo menos; ya bastante dañaste su vida.

—Podría no volver...

—Te ahorrarías la decisión.

—¿Para quién estás jugando, Ningal?

Me incorporé y guardé mis alas, compuse mi expresión lo mejor que pude y entré a la casa. Las luces apagadas, algunas moscas revoloteaban por el aire, el silencio reinaba inquebrantable. Caminé el largo pasillo hasta su habitación y la observé un buen rato. Dormía profundamente, como fundida con el colchón y las sábanas; su visión era absolutamente relajante. El pedido de su hermano retumbó en mi cabeza, la voluntad de Hana tironeó en la dirección opuesta, mis deseos se encargaron de agitarlo y mezclarlo todo. Ansiedad. Un nuevo impulso de aferrarme a su calor me paralizó en el lugar. Mi cabeza iba a explotar.

Estaba agachado a su lado cuando quise darme cuenta, dándole pequeños golpecitos con el índice en la frente; una y otra y otra vez. Seguí al menos cinco minutos, hasta que por fin abrió los ojos, sin disimular su disgusto.

—¿Qué carajo estás haciendo? ¿Qué hora es?

—Las tres y diecisiete de la madrugada.

—¿Sos algún secuaz del asesino de la cuchara o simplemente un idiota? Tengo que levantarme en muy pocas horas para ir al trabajo, dejame dormir.

—Quiero mate.

—Creí que no querías nada conmigo.

—Cambié de opinión.

—Jodete —dijo y se dio la vuelta, cubriéndose con la manta hasta la cabeza.

Volví a picarla con el dedo, esta vez en el pedacito que había dejado libre.

—Puedo estar así toda la noche.

—Sos tan caprichoso como un niño.

—No hay que dejar que los años lo corrompan a uno.

Su pulso se aceleraba, el calor la inundaba; hubiera apostado lo que fuera a que tenía ganas de golpearme.

—¡Bien! —vociferó, corrió las mantas y sábanas y se incorporó al instante; iracunda— Te voy a preparar tu puto mate, ya dejá de molestarme de una maldita vez o voy a matarte.

—Oh, ¿sí? ¿Y cómo vas a hacerlo? Quiero verte intentándolo —reí.

—Voy a echarte y vas a pasar la noche afuera. Es una primavera muy fría la de este año, espero que la hipotermia sea de tu agrado.

—Qué cruel sos —solté con pretendida afectación.

Bajó con pesadez y mala gana. Entró a la cocina, puso la pava y siguió hasta el baño del fondo. Volvió al rato y vertió un triturado verde en un recipiente pequeño y redondeado, que podía pasar por un mortero; se elevó una nube de polvo. A la vista, el triturado estaba compuesto por trocitos de hojas, casi como el té; lo removió un poco y le agregó el agua caliente. Humeaba y la habitación se colmó del aroma de las hierbas remojadas. Sopló un poco por el tubo metálico que hacía de sorbete y bebió. Sirvió otro y me lo tendió.

—Soplá —ordenó.

Lo agarré sin disimular mi desconfianza, la superficie burbujeaba cual pócima. Le hice caso y soplé primero, luego sorbí; el líquido entró en contacto con la punta de mi lengua, papilas gustativas, paladar y garganta.

—¡Puaj! —quise escupir todo, pero ya me la imaginaba echándome a la calle.

Auné el máximo de coraje y lo tragué. Hana rió audiblemente y me miró con suficiencia.

—¿Te quemaste?

—¡Esta cosa está asquerosamente amarga!

—Agregale azúcar, bebé de pecho.

—No seas cínica, sabés que me gustan las cosas dulces.

Me levanté en busca del azúcar y vertí un poco. Saboreé otra vez, seguía asqueroso. Puse un poco más; ligeramente más llevadero.

—¡Sabía que ibas a arruinarlo! ¿Conocés el termino diabetes?

—No es algo que me preocupe.

—Perfecto, ¿puedo volver a dormir?

—Hay algo que quiero decirte.

Enarcó las cejas y un destello atravesó sus ojos.

—Conozco otra forma de entrar al cielo.

El fuego avivó el ámbar, convirtiéndolo en un violento atardecer.

—¿Vas a ayudarme o sólo querés presumir?

—No estás tomando la mejor de las decisiones, pero voy a apoyarte.

—Mis decisiones son una mierda desde que llegaste —interrumpió.

La miré cortante, enarcando las cejas.

—¿Me dejás seguir? —inquirí en tono mordaz— Lo mejor es que esperes a tener noticias de tu hermano, de todas formas, es más seguro que un ángel te guie.

—No volví a saber nada de él.

—Apostaría cualquier cosa a que no puede negarse a vos.

—¿Para eso querías hablar? Estas perdiendo el toque, Glenn.

—Es todo lo que tengo para decirte... Vas a irrumpir en el cielo.

Ella se removió en la silla y su mirada adquirió una tonalidad nostálgica. Alzó su barbilla y me enfrentó, del otro lado de la mesa.

—¿Cuántas probabilidades hay de que no vuelva?

—No tengo idea, el viejo sabe ser impredecible.

Se incorporó y se acercó a mí, obligándome a observarla.

—Entonces no quiero dejar esto así.

El corazón le latía considerablemente más rápido y temblaba ligeramente. Debía ser una mala broma, ¿dónde estaba la inútil resistencia que quería devolverle? Su cuerpo se me ofrecía tan libremente, tan perfecto para aplacar mi sed de ella. Tomó mi cara entre sus manos y me acarició, rozó mis labios con sus cálidas yemas. ¿Quién se estaba derritiendo? Sus clavículas se delineaban deliciosamente, escapándose de la campera abierta, mi lengua ya saboreada la piel de su cuello. ¿Por qué había querido oponerme a esto? La respuesta me evadía cada vez más. Me sumergía.

Me besó con delicadeza, casi con cuidado. La agarré por la cintura y la senté en mi regazo, estrujando su figura. Su lengua entró en contacto con la mía, le devolví el gesto con vehemencia y ella me mordió. La pegué más a mí, exhalando un ligero gemido. Bajé lo largo de su cuello y lo besé y lamí, saboreando su esencia. Hana escurrió sus manos debajo de mi remera y recorrió mi espalda, mi abdomen y pecho; quiso quitármela. Me estremecí.

—No lo hagas, no te conviene probarme —musité sobre sus labios.

—¿Por qué no?

—Porque desearías el infierno más de lo que anhelarías tu salvación.

—Si es así, deberías dejar de alardear de una buena vez.

—No lo entendés —dije algo agitado, apartándola unos centímetros.

Estaba ruborizada hasta las orejas; me devolvía una expresión entre molesta e incrédula.

—Sos un alma avanzada, bien, eso aumenta tus probabilidades de entrar al cielo. Tus acciones recientes han sido sumamente cuestionables, incluso me pediste matar en tu lugar, eso disminuye altamente tus posibilidades. ¿Qué creés que sucedería si, encima, tenés sexo consentido con un demonio? Sabés, no conozco muchos casos que lo hayan logrado después de eso.

Se irguió y apeó de mis piernas; echó a andar hacia las escaleras.

—Apresurate a decirme cómo entrar al cielo, entonces. Si no obtengo respuesta de mi hermano en estos días, vas a ayudarme o lo haré a mi manera.

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