Capítulo 15 - Luz y oscuridad
(Narra Glenn)
Mellizos.
Hana dio un brinco cuando vio a los ángeles del chico; la aferré con más fuerza. Los rostros de ambos destilaban animadversión y rencor, preocupación en igual grado.
—Observá bien, Hana; los ángeles también odian —susurré en su oído.
Su cuerpo tembló unos segundos hasta que logró controlarse.
—No estaban hace dos segundos —musitó sólo para mí.
—No te estaba tocando hace dos segundos. Ellos se escondían en tu hermano, pero salieron para hacerme frente.
—Entonces vos hacés lo mismo, ahí estás cuando no puedo verte.
—¿Qué estás murmurando? Explicame en qué lío te metiste.
Ella no dijo nada, parecía pensar a toda velocidad.
—Qué sorpresa, ¿verdad? —solté para los celestiales.
Esbozaron una mueca irritada. Moví un poco mis alas, que se arremolinaban contra la puerta, y me aseguré de rodearlos. Las luces de la entrada eran engullidas casi enteramente por el vacío de mis plumas.
—Puedo sentirlo —continuó Gonzalo—, nuevamente hay oscuridad en vos. Te estás dejando llevar y olvidás que podés controlarlo.
—Hana los conoce, ¿cierto? Pero dejó de verlos, los bloqueó de su memoria —seguí sondeando a los mudos seres.
—¿De qué hablás? —dijo ella, seguramente dirigiéndose tanto a su hermano como a mí.
—No finjas conmigo, estás viendo cosas otra vez. Dejame ayudarte, no te niegues a vos misma, es parte de nuestra esencia.
—¿De qué esencia me hablás? —ella se estaba perdiendo— No tiene sentido, yo no lo quiero. ¿Vos ves algo acá?
—No, Hana, sabés que no funciono así.
El chico hablaba tranquilo, destilaba una extraña sensación de paz. Muy distinta a la de su hermana que, a esta altura, estaba hecha un embrollo. Hana dio unos pasos hacia él, estirando una mano. Los dos ángeles se interpusieron de inmediato entre ambos, mirando severamente a la chica. El mensaje era claro: que ningún alma perdida osara perturbar a una que estaba por ascender. Gonzalo ladeó la cabeza y la miró con extrañeza. Al comprender que ésta no se movería, zanjó la distancia en dos pasos y la envolvió en sus brazos, ignorando por completo la voluntad de sus guardianes.
—Resolvamos esto juntos, linda; negarlo no te va a ayudar.
—Venía bien...
—Pretendías que venías bien. Decime, ¿ellos están acá?
—¿Quiénes?
—Nuestros ángeles. Siempre me decías que teníamos dos cada uno, que los míos hablaban con los tuyos, que el resto de las personas sólo tenían uno. ¿Están acá? ¿Podés verlos o seguís ciega?
Aquella última pregunta me descolocó por completo, quizá tanto como a Hana que se separó un poco de Gonzalo y me miró con verdadero horror.
—Sí los veo —sentenció—, pero no sé de qué hablás.
—Yo creo que sí sabés —agregué.
—Debés pensar que estoy loco, lo sé. Era más divertido cuando ambos lo estábamos, pero me dejaste solo.
—No creo que estés solo...
—Mataría por saber qué clase de experiencias tuviste —susurré en el oído de ella.
Uno de los ángeles cruzó su brazo entre mi cabeza y la del chico. Yo lo tomé y la guía mujer desenfundó su espada, apuntándola a mi cuello. Mi ala derecha la rodeó, amenazando con envolverla.
No pude evitar sonreír.
—Saben bien porqué estoy acá, no pueden matarme.
—Un paso en falso y lo haremos —espetó la portadora del arma.
—No se metan en mis asuntos —me puse serio—, yo no interfiero en lo que hacen con su alma.
—Eso depende de Hana —soltó el ángel hombre.
Ántar y Rasnok, pródigos de la esgrima. ¿Cuánto valía el alma de aquel muchacho? Desconocía quiénes habían sido los guardianes de Hana, pero siendo mellizos debía haber equivalencia.
—Glenn, ya basta. Dejen de hablar de mí como si no estuviera, y sus asuntos los arreglan afuera —me sostuvo la mirada. El ámbar se turbaba de frustración mezclada con confusión y pánico. Se giró, enfrentó a su hermano y le habló en voz alta—. Pasá, dale, tomemos algo.
—Más vale que tengas una buena excusa —empezó éste mientras avanzaban—, porque Carla te está cubriendo.
—¿Qué día es hoy? —nuevamente sus facciones se horrorizaron y la voz acompañaba, peor que si hubiera visto otro demonio.
—Jueves... y no fuiste a trabajar.
Hana dudó, me miró con odio, volvió a su hermano.
—¿Te dijo si ayer fui?
—Sí fuiste, tranquila.
—Esto no va bien.
—No voy a dejar que pierdas tu trabajo, si así lo querés, ya te lo había dicho —le aseguré tras un bufido, guardando mis alas.
Ni descansar me dejaban... Luego de liberarme de la condena estaba exhausto. Mis ropajes consistían meramente en unos pantalones de jean que habían sobrevivido al exabrupto de la noche anterior, antes de que mi agotado cuerpo me exigiera un aislamiento reparador.
—¿Me vas a explicar qué está pasando y por qué tuve que correr a esa banda de tu puerta?
—Son días complicados.
El chico puso en blanco aquellos ojos de atardecer, los labios más carnosos que los de su melliza se curvaron en una mueca indulgente. Pasaron al comedor y Gonzalo se ubicó en una de las sillas, con la naturalidad que caracteriza a quienes viven o han pasado largo tiempo en un sitio, no sin antes echar un vistazo silencioso al sillón de cuero negro. Allí me desplomé muy cómodo y me dispuse a observar la escena. Hana no se sentó. Se quedó observando muy fijo a ambos ángeles, luego a su hermano, finalmente a mí. Sin apartar la dirección de sus ojos, se excusó brevemente con su único invitado, me enfrentó y me ordenó seguirla a su habitación. Me hacía gracia que se sintiera con la autoridad de exigirme algo; me parecía patético que le hiciera caso sin rechistar. Una parte de mi orgullo agonizaba mientras subíamos la escalera, la otra se le reía en la cara.
—Quiero que te vayas —habló en voz baja, muy seria.
Otra vez volvíamos a lo mismo; el constante juego de avanzar y retroceder, ese molesto bucle que nunca nos dejaba llegar a ningún lado.
—Quiero mi privacidad, necesito hablar con mi hermano.
—No te engañes, la privacidad no existe. Nunca estuviste sola, tus ángeles siempre supieron lo que hacías y ahora yo. Nada de lo que nadie haga es secreto nunca.
Entornó los ojos y su expresión se volvió funesta, frunció el ceño. Quería insultarme; yo deseaba que lo hiciera.
—No me jodas —apretó los puños—, te hablo en serio.
—No voy a dejarte sola, no con esos dos. Ellos no van a abandonar a tu hermano y menos en tu compañía.
Algo impactó contundente en mi cara, la giró bruscamente. El labio superior se abrió y el líquido comenzó a salir, el calor emanó de mi nariz y humedeció el recorrido hacia mi boca. Sus nudillos enrojecidos. Me lanzó varios golpes más, sin embargo, no iba a darle el lujo de acertar alguno. Desviaba sus puños y piernas. Sus ojos destilaban fuego, sus mejillas inundadas de vigor, su cuerpo todo emanaba una intensa energía. Pasé la lengua por la herida y limpié la sangre, saboreándola. La frustración la invadía poco a poco al ver anulados sus intentos. Pero no desesperaba, seguía buscándome algún punto ciego. Se movía rápido, con completa ligereza evitaba que yo la atrapara al atajar los golpes. Embestía con fuerza. Poco a poco comenzó a agitarse. Finalmente, me puse serio y la tomé por la muñeca; aprovechando su intento por liberarse, me impulsé sobre ella, arrojándola al suelo. Sin darle tiempo a reaccionar, le estampé un beso que la tomó por sorpresa. Se removió debajo de mí, pataleó y, ahora sí, me pegó cuanto pudo en la espalda. La ignoré, seguí besándola aún más entusiasmado. Llevé una mano a su cintura y la otra a su cabeza, me escabullí entre su remera y rocé la pálida piel, la aferré con más fuerza. Ella ya no se resistía, su boca correspondía a la mía con perfecta fiereza, sus yemas me acariciaban, queriendo deshacerse de lo que me quedaba de ropa. Se enredaba en mi cuerpo. ¡Cuánto deseaba aquello! Cada vez se volvía más inútil recurrir a la lógica del pensamiento; esa parte de mí que todavía le temía estaba siendo acribillada. ¿Qué haría? ¿Qué decidiría? ¿Cómo se suponía que debía resolverlo? Hana misma parecía olvidarse de todo lo que la rodeaba; esa vehemencia que me devolvía, ¿cómo lidiaría con ello?
—Vos sabés que los ángeles de tu hermano son perfectamente conscientes de lo que está ocurriendo en esta habitación, ¿verdad?
Se frenó; más rápido de lo que creí posible se escurrió de mí. Algo dentro dolió, como un azote. Se incorporó y arregló sus prendas, su cabello, se tanteó el cuerpo. La imité y me acomodé un poco, fui al armario a conseguirme una remera. La miré con una sonrisa que procuré pareciera sobradora, ocultando la decepción que me invadía en ese momento. Un sabor amargo me atravesaba de punta a punta y se depositaba en mi estómago. Me odié a mi mismo, maldije a Dios, a su hijo y al descarado espíritu pretendidamente santo. Quería ser capaz de atravesar las puertas y volver con Astis, recuperar mi preciada paz; volver a un estado de total indiferencia. Maldito ser mundano, yo debía arrastrarla.
Bajamos las escaleras con pretendida tranquilidad; al menos había desistido en su idea de echarme. Se ubicó frente a su hermano, lo miró fijo alrededor de un minuto y volvió a ponerse de pie.
—¿Qué te estás haciendo, Hana? —inquirió Rasnok con desesperación.
—¿Querés un café? —le ofreció a su preciado huésped.
Él accedió con un gesto de su cabeza.
—No estamos solos —continuó ella.
—Nunca lo estamos —replicó el aludido, como si hubiera sido testigo de nuestra conversación—. Si no querés que mis ángeles se enteren de algo, entonces no lo digas.
Volví a desplomarme sobre el sillón y observé a los guardianes con una justa dosis de soberbia. Era en extremo divertido cómo aquel simple gesto los encolerizaba y provocaba en su mirada idéntico espejo. Esos seres tan puros, abocados a tan noble tarea, presos de tan viles emociones. Mismas ellas que las mías. Demostrados deseos de acabar conmigo. ¡Oh, existencias de Dios, benditos, libres de pecado! Otra vez no pude contener la sonrisa.
—Vos tampoco estás sola —agregó Ántar—, ese demonio no te pierde pisada.
—Yo estoy dispuesto a darle su espacio —intervine—, pero no voy a irme sabiendo que ustedes se quedan.
El aire se cortaba con el tenue roce de un cabello. Estábamos todos jugando al mismo juego; quién estallaría primero, sólo había que jalar un poco más de la cuerda.
Hana volvió a la mesa, colocó el pocillo de café con leche frente a su hermano y tomó asiento en su lugar.
—No puedo recordar a tus ángeles —empezó—. Los tengo en frente, me carcome una constante sensación de déjà vu y, aun así, no logro concebir que en algún momento los haya conocido.
—¿Qué te dicen tus ángeles?
—Ellos tampoco los recuerdan —mintió espléndidamente.
—Ya veo. No puedo aseverar lo que ocurre u ocurrió en tu interior, sólo el sentimiento que me devolviste a mí. Hace cinco años comenzaste a negar que veías cosas, al principio fingías. Eso lo sé muy bien porque siempre te siento. Cuando éramos más chicos, había luz en vos; pero con el tiempo, tus experiencias comenzaron a sobrepasarte y esa luz se tiñó de negro. Cuando empezaste a negar que continuara pasándote algo, la oscuridad aumentó hasta que un día desapareció. ¿Recordás algo de eso?
—Sí, Gonza, todo. Sabía que nunca me creíste, pero agradezco que me hayas seguido la corriente.
—Estabas mal, no sabía otra forma de ayudarte.
—Pero eso no explica por qué no los recuerdo.
—Yo creo que tu mente los bloqueó. Cuando fingías que ya no te pasaba nada, la oscuridad seguía en vos. Por lo que estoy completamente seguro de que aún los veías y eso no dejaba de demostrarte que no estabas llegando a buen puerto. Y, como siempre que intentamos sobreponernos a aquello que nos perturba, la mente crea barreras. El día que la oscuridad te abandonó, fue el día que los olvidaste, que dejaste de verlos, apostaría cualquier cosa.
—Llevo años controlándome; soy consciente de lo que puedo hacer y de todo lo que me rehusé a ver, por eso me extraña tanto no reconocerlos. ¿Y si..., de alguna forma, estos no son tus ángeles?
—Supongo que eso podrás decírmelo vos cuando dejes de reprimir tus recuerdos.
¿Acaso la calma del chico no se perturbaba nuca? Sus ojos eran un agradable atardecer de primavera, de los que se contemplan relajado en el pasto.
—Lo que decís carece de sentido —intervino Rasnok—, llevamos más de diez ciclos con él y yo, particularmente, desde que su alma fue concebida. La única que vendió a sus guardianes a cambio de un demonio fuiste vos. Y te estás perdiendo, Hana, ¿me escuchaste? ¡Te estás perdiendo!
La joven los miró con pánico; me puse de pie y me planté detrás de ella.
—Que sólo los bloqueé... ¡Qué ridículo! ¿Por qué no puedo acordarme si ahora así lo deseo?
—Porque estás aterrada —le susurré—. Estás temblando, tratá de calmarte —rocé sus brazos.
Hana se deshizo del contacto enseguida.
—No recordás porque querés encontrar desesperadamente el rostro de tus ángeles en tu cerebro, no los de tu hermano —agregué apresuradamente.
—Por favor, callate —dijo ella.
—¿Me hablás a mí? —preguntó Gonzalo, entre la duda y la sorpresa.
Hana apuró su bebida como si de alcohol barato se tratase.
—Necesito dormir.
—¿Querés que me quede?
—Sí, necesito que me abraces.
x_x_x_x_x_x_x_x
Las moscas merodeaban sobre el frutero de la isla; zumbaban estruendosamente con sus pequeñas alas una melodía familiar. Rasnok y Ántar no cejaban en su afán de espantarlas, la irritación llegó tan lejos como para que comenzaran a aplastarlas. En vano, ellas se presentaban unas tras otras, ocupando el lugar del soldado caído. No parecían reconocer la armonía a la que daban lugar los aleteos, pero sí, y muy bien, lo que su presencia suponía. Inútil intento, no tenían fin.
Más allá del espeluznante recordatorio, finalmente podía disfrutar gustoso del silencio del ambiente. El aire estaba menos cargado; los deseos de privacidad de los mellizos, acurrucados en el colchón uno al lado del otro, habían provocado una merma en el filoso abalanzarse del cuchillo que amenazaba con detonar la tormenta. Rasnok bufó fastidioso, dejando descansar su puño a un lado del cementerio de moscas que él mismo había plantado en la superficie de mármol de la isla. Sus ojos azules, casi resplandecientes en la oscuridad, buscaron los de su compañera. Ésta, reposaba su cabeza en el hueco de sus brazos sobre la mesa y lo miraba tranquila. El ángel me enfrentó de pronto.
—¿Cuál es tu objetivo?
—Vengarme de Dios, por supuesto —deslicé al instante, muy calmado, casi aburrido—. Utilizar a Hana para llegar hasta su existencia, asesinar nuevamente a su hijo, luego a Él, tomar el trono de Lucifer y reinar tanto los cielos como el infierno. Alzarme glorioso ante santos y condenados. Que los hombres veneren a un mártir y a un todopoderoso, hagan ritos en nombre del prohibido y que todos, sin saberlo, se estén inclinando ante mí, un solo ser. Y hacerme, por fin, con aquellos ajíes más dulces que el azúcar, ligeramente picantes, del color que el hombre ignora; esa especie que no se consigue en este mundo ni en el otro.
—¿Qué estupideces decís, demonio?
—Respondo a la altura de tu pregunta.
—Dejalo —terció Ántar—, no va a decírtelo nunca.
Sonreí burlón.
—¿Qué le estás haciendo a Hana? —continuó el primero, entre serio y consternado— ¿Te das una idea de cuánto le costó superar los pesares que la arrastraban? Ella sola encontró el camino hacia su tranquilidad, restauró en sí misma la luz, por sus propios medios, sin la intervención de sus ángeles. ¿Sabés, siquiera, el sacrificio que requiere enterrar a tus fantasmas? Y venía muy bien hasta que te le apareciste. La estás corrompiendo, no estás cumpliendo tu castigo, no entiendo cómo Dios no te condena de nuevo.
—Yo también me hago el mismo cuestionamiento; quizá te guste escuchar mi teoría —aventuré sarcástico—. El viejo está jugando con ambos, oficia de espectador, quiere ver quién quiebra a quién primero.
—Delirios.
—Llamalo como gustes, me tiene sin cuidado.
Un horripilante estruendo, seguido de un luctuoso lamento, fustigó la puerta. Se me erizaron los vellos de la nuca; los dos ángeles ya habían desenfundado sus espadas. El crujido de la madera y el hierro al partirse. Algo entró exageradamente rápido para tratarse de un humano o animal normal. Me planté frente a él, impidiéndole avanzar más allá; los guardianes me flanquearon. Sentí como la sangre se me iba del cuerpo y el horror desfiguraba mis facciones.
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