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Capítulo 14 - A vos

(Narra Hana)

Se había formado una coraza con sus alas. Forcejeaba, intentando abrirme paso entre ellas y llegar hasta él. Imposible. Mi ansiedad y malestar aumentaban con cada segundo transcurrido; la urgencia era palpable, algo le ocurría y no era bueno. Gran parte de mí estaba deslumbrada; tocaba sus plumas, mis yemas disfrutaban el contacto. Aquello que parecía un vacío oscuro era extremadamente suave y de textura reconfortante, más que cualquiera de las sedas más finas del mundo. Así también eran completamente impenetrables. Me desesperaba; en su interior, Glenn se agitaba y gruñía cual bestia herida. La fortaleza negra se estremecía de tanto en tanto, siguiendo el movimiento de su poseedor.

—Glenn, dejame entrar —volví a repetir lo más suave que pude, intentando que mi voz transmitiera calma y confianza. Aunque, en realidad, no supiera ni por asomo cómo debía proceder.

Minutos atrás, algo había parecido ceder, pero las plumas volvían a endurecerse. No quería tironearlo, temía lo que pudiera estar ocultando. Lo imaginaba bañado en sangre, lastimado, sufriendo. Los escalofríos me recorrieron, se formó un nudo en mi garganta; apoyé mi frente en la cómoda superficie y suspiré controlando la exhalación. Contuve el impulso de rodearlo en un abrazo, me reprendía a mí misma por sentir tal angustia. Volvieron a golpear estruendosamente la puerta, daba la impresión de que iría a caerse en cualquier momento. Imaginaciones mías, no podía ser tan fácil. Los gritos otra vez. Reconocía las voces, venían por mí. Di un respingo en el lugar, intenté recobrar mi pretendida calma. Estaban afuera; ahora, lo apremiante sucedía dentro: un demonio arrogante que parecía romperse en mis brazos. Acaricié las plumas ligeramente, como si intentara ganarme la confianza de un gato arisco.

—Necesito saber que estás bien —me arrepentí al instante de las palabras que había escogido.

No hubo más respuesta que un brusco temblor. Nuevamente intenté localizar el extremo de una de las alas, tarea casi imposible dado que parecían el abismo. Hundí mis dedos en ellas y tironeé con cuidado. Algo se movió. Otra vez la puerta y los reclamos a viva voz. Le conferí mayor seguridad a mis manos y aproveché la oportunidad que el demonio me ofrecía. Corrí el ala hacia el lado derecho con toda la fuerza de la que disponía, segura de que Glenn ponía de su parte. Y lo vi. Su melena rojo oscuro se ocultaba, encorvada tanto como podía sobre su pecho; tenía los dedos completamente clavados en su brazo izquierdo. Su cuerpo de rodillas estaba envuelto en vendas negras, aquellas que lo cubrían la primera vez que cayó en mi casa. La sangre se amontonaba a su alrededor. Antes de que mi parte más cuerda me reprimiera, me arrojé sobre él. Todo lo que me había contenido fue en vano cuando tuve su figura en frente. Lo abracé, ignorando su inerte reacción.

—No me toques, Hana —fue su monótona contestación.

—Ya lo estoy haciendo —musité.

No sabía por qué, si era por el shock tras verlo así o por lo que acaba de decirme, pero las lágrimas comenzaron a caer sin mi permiso.

—Sólo arruinas mis planes, una y otra vez —continuó igual de inexpresivo.

Conocía lo cruel que podía llegar a ser y, estaba segura, todavía no se había mostrado completamente. En ese momento sus palabras eran dagas destinadas a herirme. Poco a poco, un calor húmedo se filtró por mi costado. No tuve que pensar mucho para aseverar que se trataba de su sangre, me perturbaba no saber cuán lesionado se encontraba.

—Dejá de lastimarte, Glenn, desenterrá los dedos de tu brazo.

No se inmutó, fue como hablarle a la pared.

—¿Qué quisiste hacer?... Si tan solo te miraras —continué, sin poder evitar que el pesar se reflejara en mi voz.

—No puedo —habló al final, con su tono apagado—, Siral va a salirse de control.

Demás estaba decir que, no solo no sabía qué era Siral sino que tampoco tenía idea de cómo podía ayudarlo. Debía tratarse de la marca en su brazo, su arma. Lo más lógico era que le hiciera caso y dejara de tocarlo. Lo más lógico, también, era que él no estuviera en mi casa. Su existencia no era irrazonable, lo impensable era la estúpida creencia humana de que estábamos solos en el universo.

—Podría lastimarte, Hana —su voz grave me tomó por sorpresa, devolviéndome al vestíbulo de mi casa—. Dejame solo..., por favor —agregó.

No me lo creía, el pelirrojo me estaba pidiendo por favor. Se me escapó una carcajada tenue.

—Vaya, vaya, sí sabés ser cortés —me incorporé y alejé unos pasos—. Me pregunto qué le pasó a tu preciada ropa.

Por fin alzó su cabeza; me dedicó una mirada confusa y luego se inspeccionó a sí mismo. Dio un salto hacia atrás, hubiera caído de espaldas si sus alas no lo sostenían. Se impulsó con ellas hasta ponerse de pie, revelando su alargada y esbelta figura.

—Maldito viejo de mierda —refunfuñó—. ¡Con razón! Maldición, maldición, maldición. Desmembrado sea tu hijo por las garras de Lucifer. ¿¡En qué momento!?

Claramente no estaba a gusto con ellas, pero a mí me fascinaba demasiado cómo le quedaban. Aún clavaba sus dedos en su brazo, dejando un regadero de gotas rojas por donde se moviera.

—¡Abrí la puerta! —gritaba una voz que reconocí como perteneciente a Alejo.

—¿Qué es ese ruido? —inquirió el demonio.

—Tengo problemas, al parecer. Te llamé porque estoy segura de que fue obra tuya. Me acusan por la muerte de Fernando y porque Cristian está en coma, aunque eso último sí es culpa mía... O tal vez fue el otro demonio.

Glenn sonrió, me animaría a decir que bastante complacido.

—Murió en nombre de sus amigos.

Respiró hondo y ladeó la cabeza. Esperó. Retiró lentamente sus largos dedos del brazo; se detuvo a mitad de camino. Se examinó. Ahí noté cuatro cosas, que parecían dagas, atravesándolo de lado a lado. Terminó de liberar su extremidad, descubriendo unas garras larguísimas que siguieron cortando a medida que salían. Intenté disimular el asombro. Las gotas se engrosaron hasta convertirse en hilos de sangre que no dejaban de mancharme el piso.

—Veo que estás más tranquilo —solté finalmente, dejando que la tensión se escurriera de mí.

—Pude calmar a Siral.

Volvieron a golpear violentamente la puerta. Llamar a la policía no era una opción, debía armarme una buena coartada para lo de Cristian, pensarlo mínimamente. Dejaría que se cansaran y se fueran o lo que quisieran; tenía el cerebro demasiado saturado para encargarme del tema ahora.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Qué vas a hacer? —verbalizamos al mismo tiempo.

Él no emitió más sonido.

—¿Con ellos? —señalé la entrada— Por ahora, nada. ¿Vos te vas a sacar eso?

Muy tarde, me di cuenta de lo mal que sonaba lo que había dicho.

—Supongo que sí. La primera vez logré que saliera luego de que dijeras mi nombre. Quizá necesite ayuda —me dedicó una mirada insinuante que acompañó con su habitual sonrisa malintencionada.

—Lo dudo, probablemente lo arruine. Ah, no olvides que el problema que tengo acá afuera es culpa tuya. Vos también me estás arruinando la vida —me salió más mordaz de lo que me propuse.

Pasé a su lado, pretendiendo desinterés. Caminé a la cocina, hasta la cafetera. No sabía qué necesitaba más, si un café que me devolviera el alma al cuerpo o una bebida blanca que se llevara mi consciencia.

«Do you really want...?»

Me había entregado nuevamente, abandonándome a la voluntad de mi mano y el lápiz. En el papel, árboles tupidos de oscuridad ocultaban las huellas de las sombras; éstas, a su vez, querían revelarme los próximos rostros. Me puse de pie inmediatamente y rompí el dibujo en pedacitos tan minúsculos como a mis dedos les fue posible. Intenté controlar mi respiración y no pensar en los escalofríos. Fui por otro café, quedarme dormida era la peor de las ideas. Me choqué con un torso en musculosa negra; la desilusión se hizo presente cuando lo supe sin las vendas. Inspeccioné su brazo en esos breves segundos, no había marcas. Mi cuerpo se relajó y lo odié por eso, me enojaba conmigo misma por haberme asustado por su condición. Llevó su mano a mi hombro y me empujó hacia él. Lo maldije mil veces, me quería cerca sólo cuando se le venía en gana. Rodeó mi cintura y presionó mi cabeza contra su pecho. Su tacto era delicado, la respiración tenue. Mi parte ofendida quería alejarlo y golpearlo.

—No querías que te tocara, ¿por qué ahora vos me tocás a mí?

—Nunca dije que no quería. ¿No sentís el peligro cuando lo tenés cerca?

—Maldito arrogante.

«Do you really want me...?»

El comedor quedó en silencio. No me soltó, tampoco le devolví el abrazo. ¿Qué era esa repentina muestra?

—Quise abrir una de las puertas del infierno —sentí el calor de su aliento en mi cabeza—, pero fue inútil, no podía resultar de otra forma. Y terminé sometido nuevamente.

—¿Por Dios? —la curiosidad era más fuerte que el enojo, cada vez más pequeño.

—Por el castigo, no me deja infringir las condiciones. Pero se podría decir que es el viejo, sí; él lo confeccionó para mí.

—Dejame adivinar —dije apartándome de él—, las vendas te sometían, ¿verdad?

—Entendés rápido. Pero no son vendas, se llaman Sanctus Dominus, son cadenas que se adhieren a cada poro de tu piel y lo devoran todo: energía, fuerza, voluntad. Es una de las experiencias más horribles que alguien pueda experimentar.

—¿Te dolió? Me refiero a cuando te las quitaste.

—Fue como despellejarme vivo.

Las ganas de volver a sentir su contacto me carcomieron, su piel me pedía a gritos que la tocara. La línea de sus clavículas, la curvatura de sus hombros, el lunar en sobre su boca, el humo en sus ojos... No debía caer en la tentación; Glenn haría lo que quisiera conmigo si yo lo dejaba, más que ahora.

—Gracias —susurró.

Me quedé helada, sin respirar ni parpadear, en pausa.

—Estaba en una mala situación cuando me llamaste.

—No juegues conmigo —repuse casi agresiva.

Anuló nuevamente la distancia entre ambos, dejando que mis terminales nerviosas se regocijaran ante su tacto, su aroma. Podía sentir su sabor...

«No, no, no».

—Te juro que no estoy jugando, aunque me encantaría... No dejás de estropear mis planes.

Me separó los centímetros suficientes para agarrar mi cara con ambas manos y pegar su boca a la mía. Mentiría horriblemente si me atrevía a negar que deseaba aquello, si no reconocía que me estaba dejando consumir por ese demonio pelirrojo. Si todo era un sucio juego, un siniestro plan, estaba a un paso de importarme un bledo. Mi lengua sintió la suya; mordí su labio como si quisiera comerlo. En algún momento, él comenzó a morderme el cuello, peligrosamente enredados. No me alcanzaba con que me pegara a él, quería que me apretara más fuerte; y, probablemente, seguiría sin ser suficiente. Horas antes, cuando despertó en ese estado tan extraño y también me besó, había llegado a comprobar la poca fuerza de voluntad que me quedaba. El muro que había erigido para protegerme de ese maldito se desplomaba cual algodón soplado por la brisa. En algún recoveco de mi mente, se abrió paso un hilo de lucidez. Fui consciente de que acaba de sacarle la remera.

—¡Esperá! —apenas pude hablar.

Un segundo más y no me habría importado. Todo mi cuerpo me insultaba furioso; mis dedos se extendieron solos y acariciaron su abdomen.

—Lo mismo digo —repuso, con la respiración agitada—. No sé hasta qué punto me estoy jugando el pellejo.

Se detuvo en seco, ladeó la cabeza, contrariado.

—¿Eh? —no pude disimular la confusión y, nuevamente, la desilusión.

—El castigo no menciona nada de esto, pero los ángeles no lo tienen permitido... —tomó una bocanada de aire— Se supone que deben cuidar a los humanos, no tener sexo con ellos. Nosotros mismos fuimos condenados por eso, entre otras cosas, y exiliados del cielo.

—¿A cuántos mataste desde que nos conocimos? Seguro que en el contrato te dejan asesinar gente —argumenté con sarcasmo—. ¿Desde cuándo le tenés miedo a Dios, Glenn? ¿Me vas a decir que nunca te acostaste con una mujer humana?

—No es a Dios a quien le temo... Ya te dije que ahora ocupo el lugar de tus guías.

—Mis ángeles nunca me obligaron a prostituirme.

Glenn torció el gesto y desvió la mirada. Volvió a tironear de mí y me abrazó, cubriéndome con su cuerpo. La luz se desvaneció, la suavidad y la calidez me reconfortaron. Fui perdiendo poco a poco la consciencia, bajo el ligero cosquilleo del tenue roce de las plumas. Las respiraciones se acompasaron, en algún momento me dormí. Y no supe si soñaba o fantaseaba o vivía la realidad, una parte de ella u otra paralela. En algún lugar de mi mente, un pequeñito rincón, oí un susurro. «A vos».

«Do you really want me dead or alive...»

Desperté sola, enredada entre las sábanas de mi cama, con un sabor amargo en las raíces de mi esencia. Busqué por toda la casa sin encontrar al demonio por ningún lado. No sabía ni qué hora ni qué día era, tampoco recordaba dónde había dejado mi celular. Lo único de lo que estaba completamente segura era de que los recientes acontecimientos le habían sucedido a otra persona, en otro mundo, otra época. Glenn parecía confundido, perturbado y en su tormenta me estaba arrastrando a mí. El incontrolable deseo de sentirlo cerca se volvía peligrosamente tangible. ¿Cómo iba a manejarlo? La desazón que me suponía su ausencia me aterraba, el nimio hecho de no hallarlo en el limitado espacio. El horrible eco de un recuerdo perdido en profunda marea amenazaba con ascender a la consciencia, resonaba con su grave voz. Mi indiferencia cada vez más endeble, ¿ya habría descubierto que me costaba mantenerla en pie?

El timbre sonó estruendoso, como si se electrocutaran en él, la puerta volvió a quejarse del maltrato que amenazaba con derribarla. Los temblores me hicieron su presa; no se habían ido. ¿Qué hora era? ¿Dónde lo había dejado? Revisé en los sillones y almohadones, las sábanas de la belleza de cuero, las mesas, mi cama, el placard, en el baño. Lo encontré en el piso de la entrada, cerca de donde había tenido lugar un charco de sangre. ¿Él lo había limpiado? Muerto; no encendía ni por asomo. Otra vez los gritos y no era solo Alejo. Debía calmar las aguas o los vecinos me darían problemas. Últimamente, la puerta de mi casa no dejaba de ser escenario de eventos desafortunados. Maldición, ¿qué se suponía que iba a decirles para que se fueran? ¿Cómo hacía para convencerlos de que no tenía nada que ver con el muerto sin evidenciar que había dejado inconsciente a Cristian?

—Glenn.

La fuerza que me apresaba cada vez que lo llamaba ya se me había hecho costumbre. ¿Cuánto poder le daba mi autorización? Él se materializó frente a mí, con el torso desnudo y los pantalones de la madrugada —o de la tarde o día o noche— anterior, sus alas negras extendidas en toda su amplitud. El pasillo de mi vestíbulo le quedaba muy chico, tanto que las plumas recorrían las paredes en busca de espacio, llegando hasta la puerta, queriendo salir.

—¿Qué le hiciste exactamente a Fernando y cuánto me involucra? —inquirí.

—Eso no importa, vos no...

Otra voz se mezcló con las de afuera, una que yo conocía demasiado bien. Comenzó a enfrentarlas, firme, a echarlos, a tocar el timbre. Parecía que intentaba sacárselos de encima, me defendía. Glenn estaba diciendo algo importante, me concernía, no me interesaba. Lo quería, lo necesitaba, no sabría qué hacer si atravesaba el umbral.

—Hana, si estás ahí, ya se fueron, abrí la puerta. Tenemos que hablar, no podés seguir evitándome.

El alivio recorrió mis arterias y el pánico se arrastró por mis venas. Apreté el celular contra el pecho, oteé el lugar hasta localizar mis llaves. Otra vez reclamó mi nombre. ¿Qué hacía con Glenn?

—Nadie más puede verte, ¿cierto?

—¿Siquiera me estabas escuchando? —reprochó indignado. Lo apremié con la mirada, él dejó escapar un bufido— No.

Tomé las llaves y me apronté a abrir. Volteé a contemplar nuevamente al demonio, sus facciones vivamente iluminadas por el interés y entusiasmo. Quise bloquear la cerradura antes de arrepentirme de mis actos, pero el picaporte cedió desde afuera y la puerta fue empujada hacia mí. Entró, cuidando que nadie más quedara en la vereda, cerró por mí y me enfrentó.

—¿Qué está pasando, Hana?

Lo mismo necesitaba saber yo.

—El parecido es sorprendente —canturreó Glenn con los labios acariciando mi oído, agarrándome del cuello y pegándose a mi cuerpo.

Tragué saliva.

—Puedo explicarlo.

«... to torture for my sins?».

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