La ninfa corría a través del espeso bosque, sus pies descalzos apenas tocaban el suelo mientras sostenía en brazos a un frágil bebé. Los árboles retorcidos parecían cerrar el camino detrás de ella, como si la naturaleza misma conspirara para protegerla. A su espalda, los demonios ululaban en busca de su presa. Sus alaridos resonaban en la oscuridad, aumentando la urgencia en el corazón de la ninfa.

Finalmente, la ninfa logró dejar atrás a sus perseguidores y encontró a su hermano entre los árboles. Sus ojos se encontraron en un entendimiento silencioso. Sabían que esta batalla podría cambiar sus vidas para siempre.

—¡Llévalo! —le rogó la ninfa, depositando al bebé en los brazos de su hermano—. Protégelo, hermano mío.

El padre tomó al bebé con ternura, sus ojos llenos de determinación y amor.

—Llévalo a las ruinas, escondeos allí y permaneced ocultos. Yo regresaré por ustedes.

Los ojos de la ninfa se llenaron de lágrimas mientras observaba a su hermano alejarse para enfrentar a los demonios. Con el bebé en brazos, se adentró más en el bosque, buscando refugio en el templo sumergido. Pasaron los días, pero el padre nunca volvió. La ninfa se convirtió en la protectora del bebé, asumiendo la responsabilidad de mantenerlo a salvo.

El templo sumergido era un lugar de paz y silencio, un santuario escondido entre las raíces de árboles milenarios y rodeado por aguas cristalinas. Allí, la ninfa crió al bebé, cantándole canciones antiguas y enseñándole los secretos de la naturaleza. Cada día, la ninfa salía a buscar alimentos y suministros, siempre vigilante, siempre alerta.

Con el tiempo, surgió una nueva amenaza. Mutantes merodeaban cerca del lugar donde había escondido al bebé. Desplegando su magia, la ninfa los distrajo y alejó, garantizando la seguridad del pequeño. Su magia fluía como una extensión de su ser, invocando ilusiones y barreras que confundían a los intrusos y los mantenían alejados.

Sin embargo, cuando volvió al escondite una fatídica noche, el bebé ya no estaba. El corazón de la ninfa se apretó de angustia mientras buscaba frenéticamente en cada rincón. La pérdida la atormentaba y la movía a una búsqueda incansable. Recorría los bosques y las aldeas cercanas, interrogando a los animales y a las plantas, implorando por alguna pista, pero todo era en vano.

Los años pasaron, y la ninfa no perdió la esperanza. Sus días estaban llenos de soledad y su espíritu se mantenía fuerte por la promesa que había hecho. Un día, mientras vagaba por los límites del bosque, escuchó rumores de un joven valiente y decidido en la ciudad de Reddosilva. La descripción coincidía con su sobrino perdido. Sin demora, se dirigió a la ciudad, su corazón latiendo con una mezcla de esperanza y temor.

Al llegar a Reddosilva, la ninfa se presentó ante el joven. Sus ojos, aunque más maduros, todavía guardaban la chispa de la inocencia que recordaba. Con voz suave, le contó la historia de su linaje y la verdad sobre su desaparición. Le habló de la valentía de su padre, de la protección que le había brindado, y de los años de búsqueda incansable.

—Eres mi sobrino, mi familia —dijo la ninfa, con lágrimas en los ojos—. He esperado tanto tiempo para encontrarte.

El joven, aunque sorprendido, sintió una conexión inmediata con la ninfa. Había sentido siempre que algo faltaba en su vida, y ahora, con la verdad revelada, todo comenzaba a tener sentido.

Tía y sobrino se reencontraron con una mezcla de emociones. Juntos, buscarían la verdad de su pasado y mantendrían viva la esperanza de un día reunirse con su padre y hermano desaparecido. La ninfa prometió no descansar hasta que la familia estuviera completa nuevamente, y el joven, lleno de determinación y amor, juró acompañarla en esta búsqueda.

Así, la ninfa y su sobrino iniciaron una nueva aventura, unidos por los lazos de sangre y por el destino, enfrentando juntos los desafíos que el futuro les deparaba y buscando siempre la verdad detrás de su historia.