7. Vino rojo
Se durmió sin poder dejar de pensar en todo lo que había pasado. En cuánto había padecido para llegar hasta ahí. Le pareció una pesadilla extraña y vertiginosa, una de la cual no sabía si había despertado del todo.
Cuando despertó, se repitió mil veces que nadie la atraparía, que estaría bien, por lo que se levantó con optimismo y esperó a que Ikei también despertara.
Él, como siempre, era un derroche de alegría. Veía posibilidades y éxitos en cada esquina y lo primero que le dijo fue en referente a la comida:
—¿Estás lista para un desayuno? —le preguntó—. Comeremos y seguiremos. Hay un largo camino que recorrer.
Aunque Alex intentaba seguir de buen ánimo, pensó en lo doloroso que sería estar horas y horas de nuevo en la silla. Asintió, rápidamente, y se levantó para recibir su ropa real, la que se había mojado con la tormenta, ya seca. Él la dejó sola para vestirse y recién ahí pensó que no estaría tan mal las horas sobre el caballo si al menos no tenía que preocuparse de que se le viera el culo.
Después de pasarse los dedos por el cabello, salió de la habitación al estrecho pasillo; Ikei no estaba por allí, así que siguió el camino hacia la parte delantera de la taberna y se detuvo bajo el arco de la puerta.
Ikei había ocupado un asiento junto a la ventana y, despacio, ignorando la mirada del viejo que la había insultado el día anterior, se sentó frente a él. El muchacho le sonrió y cruzó los brazos por encima de la mesa.
—¿Estás más tranquila hoy?
—Estaba tranquila ayer —contestó Alex, con calma
—Estabas asustada, en general —replicó él—. Así que espero que ahora realmente te sientas mejor. Te dejaré ir adelante, así usas toda la silla.
Alexandria apretó los labios, pero se guardó los comentarios cuando la esposa del tabernero les dejo una hogaza de pan y un cuenco con huevos revueltos y unas salchichas. Se dejó llevar intuitivamente por el aroma y sujetó el cuenco antes de que la mujer lo soltara.
—Ay, perdón —musitó, apartando la mano rápidamente.
—Si estás desnutrida, ¿cómo no vas a tener hambre? —terció la señora con tono duro, marchándose antes de que puedan decir algo más.
Alex sintió vergüenza, pero evitó mirarse para chequear su desnutrición. Siempre había sido delgada, pero no creía estar falta de peso.
—¿Comías poco en la casa de tus señores? —preguntó Ikei, empujando el cuenco hacia ella.
Ella negó.
—Comía bien —explicó—. No es que comiera huevos frescos seguido, pero comía. Para trabajar hay que estar fuertes. Nos daban mucho trigo, algo que te llenara.
Comió con timidez esta vez, pero se emocionó cuando le tocó probar la salchicha y creyó que eso era lo más delicioso que probó en su vida. No solía comer carne, para nada. Así que eso era la gloria.
No rechazó tampoco la última hogaza de pan y esperó pacientemente a que Ikei terminara su huevo y su bebida para levantarse e ir hasta los dueños a pagar. La instó entonces a salir y ella tuvo que alzar el mentón cuando notó otra vez la mirada del viejo desubicado sobre su andar.
Fuera, bordearon la taberna hasta un pequeño establo en la parte de atrás y se prepararon para partir con pocas palabras entre ellos. Al final, Ikei la ayudó a subirse delante en el caballo y él se montó detrás.
—Yo llevaré las riendas, de todas formas —explicó, saliendo a la calle de tierra y aumentando la velocidad. Alexandria apretó los labios, insegura ante el movimiento y no tener de donde sujetarse. Si, estaba más cómoda en la parte de las piernas, pero no se sentía feliz aferrándose a las lanudas crines. No había suficiente estabilidad y entendió enseguida porqué Ikei decía que había estado asustada el día anterior. En definitiva, sí, estuvo aterrada decaerse del caballo, entre otras cosas.
Aguantó la mayor parte de la mañana con los dientes apretados, pensando que eso sería algo digno de escribir en papel. Sin embargo, se detuvo en que todo lo que había pasado desde que había trazado palabras por última vez no era cosas felices y que querría recordar por siempre. Por primera vez, deseaba olvidar algo.
Cerró los ojos, pensando si sería correcto y cómo valoraría la libertad que acababa de obtener si no recordaba todo lo malo que vivió. Se deslizó lentamente hacia un costado cuando ese pensamiento creció con fuerza, pero salió del letargo cuando Ikei bajó la velocidad y la aferró de las caderas con un grito en su oído.
—¡Alexandria! ¡No te estás sujetando! ¿Estás bien?
Sintiendo que se caía, Alex tiró del cabello del caballo y se quedó dura cuando el mismo se frenó, abruptamente. Respiró de forma agitada y no respondió a la réplica urgente de su acompañante. Dejó que él la acomodará y agitó la cabeza, avergonzada y algo agitada.
—Lo lamento —se disculpó.
—¿En qué estás pensando? ¿Te sientes mal? —le urgió Ikei. Cuando ella negó, él resopló—. ¡No puedes estar tan distraída! —Su tono de voz fue duro, como la vez en el bosque—. ¿No viste a la velocidad a la que veníamos? Si no te sujetaba, te matabas.
Alexandria giró la cabeza hacia él. Intentó no parecer mortificada por el reto y se mojó los labios.
—Perdón —repitió, apretando los labios—. Tienes razón, de verdad me distraje. No volverá a pasar.
Los ojos de Ikei se trabaron en los suyos. Él guardó silencio por unos segundos, hasta que asintió con la cabeza, aceptando sus palabras y que también ella estaba pasando por mucho.
—¿Estás muy incómoda allí?
—No puedo sujetarme tan bien como querría —admitió, volviendo la cabeza al frente—. No sé si es mejor que vaya atrás. Pero igual no es por eso que me distraje.
Él suspiró, un poco apesadumbrado.
—¿Quieres hablar de ello?
Alex dudó. No sabía si le convenía abrirse tanto a Ikei. Tampoco sabía como expresarle lo que sentía sin que tuvieran que detenerse a charlarlo y la verdad, quería alejarse lo más posible de los valles.
—La verdad no —respondió, encogiéndose—. Trataré de meditarlo en otro momento.
Escuchó como Ikei se mojaba los labios, buscando algo que decir. Pero, finalmente, asió bien las riendas e hizo avanzar al caballo.
—De acuerdo. Pero por favor, sujétate bien.
Esta vez, Ikei no llevó al potro a un galope fuerte y mantuvieron un ritmo tranquilo. Alex se dio cuenta de que estaba siendo precavido, así que quiso demostrarle que todo estaba bien y que podía confiar en que ella no se deslizaría de nuevo.
Llegando a la tarde, los puños que tenía firmemente cerrados en las crines del caballo estaban colorados y helados. Comenzó a titiritar y su compañero decidió que era momento para descansar. Acamparon temprano lejos del camino, bien resguardados por unos árboles y arbustos altos, pero por desgracia no pudieron encender ningún fuego.
Aunque ella ya lo había deducido, Ikei le explicó, lógicamente, que estando tan cerca del camino, propensos a ser atacados por bandidos, un fuego solo alertaría la posición de un campamento.
—Hace frío, así que mejor abrígate bien —le dijo él, dándole unas mantas.
—¿Y tú? —preguntó ella, cuando notó que le daba la mayoría y él se quedaba con apenas dos.
Ikei no le dio importancia. Dijo no sentir el frío y la animó a ovillarse bajo el dosel de ramas. Por supuesto, ella sabía que estaba mintiendo y la atacó una culpa atroz por quitarle todo lo que tenía, a cambio de nada.
Después de comer algo y acurrucarse, volvió también a replantearse las inquietudes sobre su futuro y sobre lo que escribiría de sí misma cuando llegara el momento. Ikei no dijo mucho y el silencio fue todavía peor. En la noche, en medio de la oscuridad, mientras intentaba dormir, las pesadillas surgieron a partir de las dudas y los miedos se adueñaron de su corazón. Las voces le gritaron horrores e insultos. La denigraron, la arrastraron hacia lo oscuro, la hicieron gritar.
Ikei la agitó, despertándola bruscamente de su sueño. Los gritos se apagaron en su garganta apenas se dio cuenta de que provenían de su boca. Sentía el cuerpo tembloroso, frío y sudoroso al mismo tiempo. Observó el rostro de su acompañante con verdadero terror, pero mantuvo la boca cerrada. Si volvía a abrirla, volvería a gritar.
—Alexandria, ¿qué pasa? —soltó él, también una con una expresión asustada—. Fue solo una pesadilla, tranquila.
«Una pesadilla», pensó, con miedo absoluto. Quería gritar, llorar, romperse las cuerdas vocales chillando. Otra vez, había visto horrores entrañables, sangre y muerte por todos lados, saliendo de sus manos negras.
Con suavidad, Ikei le tocó la mejilla, apartándole las lágrimas que habían caído de sus ojos. Así, ella pudo abrir la boca y dejar salir una exhalación llena de agonía.
—No te preocupes, todo está bien —le explicó él, pero Alex no dijo nada más. Dejó que Ikei le dijera más palabras para calmarla, pero no funcionaba en el fondo de su alma. Logró relajar su cuerpo, pero no su corazón.
Por unos cuantos minutos, creyó que jamás podría olvidar nada de eso, ni aunque no lo plasmara en papel.
El trayecto por los siguientes pueblos se volvió algo aburrido y silencioso. Cada noche, Alex tenía problemas para dormir e Ikei tenía que despertarla para hacerle entender que lo que veía no ocurría en la realidad. Con cada noche, más ella creía que no podía distinguir la realidad de los sueños.
Como él tampoco dormía mucho, estaban cansados e iban lento. Pero, a pesar del agotamiento, Ikei no perdía su empatía y su alegría inusual e intentaba hablar, contarle historias y cuentos. A veces, también le contaba historias para que volviera a dormir.
Otras veces, se durmió aferrada a su mano. Esa noche, la última, se había dormido aferrada a su brazo entero.
Por eso no le estaba contestando la cháchara, en parte. Moría de vergüenza al recordar que habían estado tan cerca, cuando ni siquiera eran realmente amigos. También se sentía una inútil por depender de su voz para calmarse. Y, al final, creía haber perdido la capacidad de hablar y no gritar, aterrada.
No quiso decirle a Ikei que, aunque se durmiera de vuelta con sus cuentos, cuando despertaba el miedo que se había instalado con cada pesadilla seguía dentro de ella, consumiéndola. Él se estaba esforzando mucho por apoyarla y animarla.
Intentó fingir interés en las cosas que él le contaba, para responderle por toda su atención, e incluso intentó mostrarse animada cuando al fin llegaron a la ciudad de destino. Sin embargo, Ikei tuvo que bajarla del caballo en la primera hostería y guiarla por la entrada de la hostería, para que no perdiera el rumbo.
Fueron recibidos de buen ánimo ahí, nada que ver con el primer hospedaje, pero Alex no respondió a los saludos y siguió, como un ente, a su acompañante por el gran salón. Pidieron unas habitaciones y comida y ella observó a la gente a su alrededor como si las voces que resonaban en su cabeza, de sus pesadillas, provinieran en realidad de sus bocas. Se sintió oprimida, como si no pudiera respirar.
Visiblemente preocupado, Ikei la llevó a uno de los cuartos e intentó sonsacarle unas cuantas palabras. Alexandria solo sostuvo el plato con comida y se sentó en la cama a mirarlo.
—Yo necesito hacer averiguaciones, Alex. Si te dejo sola... ¿estarás bien?
Quiso decirle que sí, pero el miedo latente solo logró que produjera gestos contrariados con la cabeza. Ikei suspiró e hizo una mueca, lleno de angustia por su extraño estado.
—Volveré en unos minutos, ¿sí?
Alex suspiró en cuanto se quedó sola. En la habitación todavía era capaz de oír las voces alegres de las personas que comían en el comedor de la hostería, pero era más capaz de oír los gritos de su sueño dentro de ella, en ese silencio a medias.
Apartó la comida y se llevó las manos a las sienes.
—¿Qué me está pasando?
Llegó a decirse que tal vez era sus propias culpas haciendo efecto sobre ella, pero después de recordar las cosas horribles que había visto en sus pesadillas, la mayoría efectuadas por su propia mano, solo pudo creer que era un presagio de su maldad.
—No soy mala —lloró, pero cada imagen de su sueño indicaba lo contrario. Veía sangre, veía crueldad, veía horrores y guerras. Todo lo hacia ella. Y cada persona en ese mundo la odiaba, la temía y gritaba de horror ante su presencia—. Por favor... —gimió, aovillándose.
Pero la sensación de pavor no paró. Lo que veía era claro y no se iba con solo desearlo. Permaneció allí hasta que Ikei regresó, pero ignoró cada una de sus palabras. No era capaz de explicarle todo lo que había visto y tampoco quería hacerlo. Él la había acompañado hasta ahora y no deseaba que supiera lo que sería capaz de hacer si esos sueños se concretaban. Temió que se asustara.
Aceptó su aviso de que se macharía en busca de la otra persona, la que estaban buscando, originalmente, y se quedó en la cama, con la comida intacta y una punzada en el pecho. Sin embargo, después de dos horas de sentirse así, comió los pedazos fríos de carne y porotos y se animó a salir para pedir agua.
El grupo de gente ya no estaba allí, comiendo lleno de felicidad, pero una mesera joven pasaba un trapo húmedo por las mesas. Levantó los ojos castaños hacia ella y le sonrió. Con la garganta gastada por los gritos de la noche, solicitó bebida y la muchacha se apresuró a darle una jarra con abundante vino rojo.
Contrariada, Alexandria miró el contenido. No era lo que esperaba, pero tampoco sabía cómo rechazarlo. Temía que si le decía algo la muchacha reaccionara mal o pensara que era una malagradecida. Quizás ya estaba tan paranoica con lo que su cabeza había maquinado que creyó que cualquier cosa podría molestar a las personas.
Sorbió el vino con cuidado y descubrió que era más dulce de lo que había imaginado. Entonces, se lo tragó sin esperar mucho más. Pidió que se lo rellenara y después de dos jarras enteras, se encontraba mucho más ligera, tranquila y relajada.
La chica le preguntó de dónde era y Alex le contó una divertida historia que tenía como protagonista el corcel que había perdido en el bosque. Se rieron un buen rato en la soledad de la tarde y aunque la jovencita le dijo su nombre, con una jarra más en la mano, fue incapaz de recordarlo.
Una hora después, iba a vomitar. Quedó tirada sobre la mesa, oyendo voces sobre su cabeza que no pertenecían a ninguna pesadilla. Primero, había una mujer enojada; después un hombre indignado. Por último, la voz de la mujer y el hombre retaron a la chica amable del vino.
Al final, solo reconoció la de Ikei cuando la levantó de la mesa y la llevó en brazos a la habitación. Fue allí cuando todo empeoró, porque el malestar solo trajo de nuevo el pesar y la angustia y Alexandria lloró hasta dormirse.
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