6. A salvo
Cuando la lluvia aminoró, Alexandria se fijó en el caballo lanudo de Ikei, fuera de la cueva de tierra y lodo, quietecito junto a uno de los árboles. Recordó a su potro y se preocupó por su seguridad.
Luego, se dijo que quizás sabía cómo volver al pueblo solo, si es que no se desorientaba por la tormenta.
Suspiró y se apretó otra vez su túnica contra el pecho. Ikei se preocupó por su gesto.
—¿Tienes frío?
—Estoy bien —contestó ella. Permaneció un momento en silencio, pero la verdad era que estar callada hacía todo eso más incómodo y raro, así que buscó conversación—: ¿Por qué creen ustedes que las diosas les dieron estos poderes para el bien?
—¿Por qué nos los darían para el mal? —preguntó Ikei a su vez, con una expresión de leve incredulidad, como si su pregunta no tuviese sentido.
Para Alexandria, que conocía la maldad de la gente, la falta de empatía y la indiferencia, era muy fácil que mucha gente usara esos poderes para realmente hacerle daño a la gente. No podía siquiera creer que las diosas no supieran algo como eso.
—Hay gente terrible en este mundo... —musitó, abrazándose las piernas y hundiendo la cabeza en el hueco entre ellas—. Gente que maltrata, que castiga, que mata... Imagina que alguien como ellos tenga esos poderes... No son dones, serían armas.
—No puedo negarte eso. Pero no creo que nuestras diosas le den estos dones a cualquiera. Si lo dices por ti... Bueno, hay gente que comete errores y se arrepiente de corazón. Gente que busca mejorar día a día y pagar sus pecados. Nuestras diosas abrazan a quienes abrazan el cambio y el perdón —contestó Ikei, como todo predicador—. Primero hay que perdonarse uno mismo, aunque no lo creas.
A Alex le parecía curioso que él tuviese las palabras justas, que las dijese con tanta convicción que pareciesen más que sinceras: ensayadas. Arrugó la frente y levantó la cabeza.
—Voy a ser sincera contigo —dijo, con voz lo más clara y amable posible. Era difícil serlo cuando sentía que estaba tratando de manipularla—. Tuve una vida muy dura, siempre he estado completamente sola y jamás nadie a velado por mí. La única razón por la que sigo viva es porque he tenido suerte. Le he rezado a nuestras diosas todas las noches, deseando que alguien me salvara y no pasó. Luego descubrí que tengo estos dones y que probablemente ellas no me han escuchado por eso, porque no creo que mis dones sean buenos. ¿Dime cuántas brujas conoces que maten gente con solo tocarla?
Ikei parpadeó, un poco sorprendido por la velocidad de sus palabras.
—Eh... —dijo, levantando una mano como para contar, pero la bajó enseguida.
Alexandria apretó los labios y asintió, con más pena y pavor que enojo.
—Exactamente.
—Podremos ayudarte a controlarlo. En nuestra comunidad...
Alexandria exhaló.
—La verdad es que me da miedo tu comunidad y la forma en la que hablas de ella, como si todo fuese perfecto ahí. Desconfío mucho de todo lo que me estás diciendo. Acabo de conocerte y estás nombrado a un montón de que gente... No sé cómo explicarlo para que tú, que siempre has sido libre, puedas entenderlo. No quiero ir a un lugar donde de repente pierda la libertad que acabo de lograr.
A él se le contorsionó la cara.
—¿Entonces...?
Ella le sostuvo la mirada.
—No quiero ir ahí contigo.
—Creí que ya habíamos señalado los problemas de que sigas sola —respondió él, frunciendo el ceño—. Y oye, no obligamos a nada a nadie. Quienes no están de acuerdo con nuestra forma de vida tienen la oportunidad de marcharse. Y con respecto a la gente que hace daño con los poderes... cuando nos dejan pueden perderlos también.
Alexandria se enderezó de un golpe.
—Me estás diciendo que quien no está con ustedes... ¿pierde sus poderes?
—Creo que te hace falta comer más —Ikei puso los ojos en blanco—. No, quienes se van de nuestro grupo para usar la magia mal, los pierden. Nos enteramos tiempo después de que ya no son capaces de usarla para herir a las personas. Las Diosas te lo quitan tanto como te lo dan.
Ella solo se lo quedó viendo, tratando de entender sus palabras. Ese nimio detalle les habría ahorrado largo rato de conversación y de discusiones.
—¿Y por qué no los he perdido, eh? ¡Ya he matado dos veces!
Ikei se encogió de hombros.
—No quisiste hacerles daño, ese es el punto. Fue un accidente.
Alex negó.
—¡Claro que quise hacerles daño! Ya te lo dije, deseé que sufrieran.
—Creo que no sabías que realmente eras capaz de hacerlo físicamente. Así que, en el fondo de tu corazón, en realidad no lo deseabas.
Contestarle no tenía sentido, porque Ikei siempre tenía grandiosas excusas para justificar sus poderes y sus acciones. La única que se estaba juzgando era ella misma y seguro todas sus diosas, así que prefirió cortar el tema por la raíz.
—No quiero ir contigo —repitió.
—Entiendo que no confíes en mi... —empezó él—, pero...
—Quiero encontrar mi propio camino —Alex tomó la comida ofrecida—. Porque ahora mismo me siento muy cercada, como si fueses la única opción. Dices que no estoy obligada pero así me siento. Quizás ahora no puedo ver las otras opciones pero surjan luego.
Con eso, Ikei suspiró. Asintió lentamente y encogió los hombros, en señal de redención.
—Está bien. No volveré a insistirte sobre ir conmigo hasta mi comunidad —declaró—. Pero, ¿considerarías acompañarme por un tiempo? Pienso que puedo ayudarte, aunque sea, a que descubras cuál ese camino.
Alex analizó su expresión corporal, buscando la trampa, pero Ikei solo siguió viéndola con su expresión de niño bueno.
—¿Por qué me ayudarías tanto si no voy a ir contigo hasta allá?
—Porque también las diosas me dieron estos poderes para asistir a otros humanos, a los que me cruce y me necesiten. Creo que tu me necesitas ahora, con todos los rumores que se esparcirán sobre ti y sin nada con qué sobrevivir.
Eso era más que cierto. Saliendo de ese bosque, no tenía ni dónde caerse muerta. Estaría igual de perdida que antes de que la encontrara. Y aunque le costara creer que alguien podía dar sin esperar nada a cambio, sí lo necesitaba para empezar.
—¿Puedes acompañarme hasta la capital? —preguntó ella—. Creo que allí podría sentirme más segura y conseguir más opciones para poder barajarlas.
Ikei abrió la boca y la cerró fuertemente antes de hablar con una respuesta bien pensada. Ella lo observó, esperanzada de obtener una afirmación.
—En realidad, voy para el otro lado —explicó y Alexandria suspiró, repentinamente desilusionada, porque no cuadraba con su único plan en pañales—. Pero podrías venir conmigo hasta la capital de Norontus. Nuestro campamento está cerca de allí, pero estando en la ciudad, podrías encontrar un empleo. Ya sabes que en mi país la esclavitud está prohibida, así que no correrías riesgo alguno si alguien viene por ti. Difícilmente te reconocerían también. Además... —Cuando la mirada de la chica se oscureció con la referencia a su comunidad, Ikei habló cada vez más rápido—, tengo rumores de otra persona con poderes en un pueblo a pocos kilómetros de aquí. Al menos podríamos ir juntos hasta ahí... ¿no?
Alex arqueó una ceja.
—¿Entonces de verdad solo viajas para reclutar personas para la secta?
—Que no somos una secta —se quejó él.
La única razón por la cuál no salía huyendo de él era por la ausencia de la alarma en su cabeza. No le parecía que Ikei mintiese en nada, pero sí se notaba que tenía muchas artimañas para convencer y un discurso muy bien preparado.
Sí, quizás seguía teniendo intereses, incluso aunque aceptara su decisión de no acompañarlo de primera mano. Probablemente seguiría intentando convencerla el tiempo que pasara con él, pero debía darle puntos por creerse cada cosa que decía.
—Iré contigo hasta que pueda irme sola.
—Está bien —Ikei sonrió, satisfecho de pronto, recuperando su actitud jovial.
Le volvió a ofrecer agua fresca y ella la aceptó mucho más tranquila. Se permitió relajarse entre las mantas hasta recostarse y recordar que estaba en verdad cansada y adolorida.
Apoyó la cabeza en la cama improvisada y miró las llamas del fuego, por largo rato, hasta que Ikei hizo lo mismo, en un cúmulo de trozos de tela más pequeños y finos. Le había dado los mejores y más calientes a ella.
—¿Te acostó aprender tu magia? —preguntó ella, de la nada.
Del otro lado del fuego, Ikei se rio.
—Bastante. A la gran mayoría le lleva algunos años.
—¿Solo puedes hacer cosas con lodo?
—Mi diosa guía es Kaia, así que mis poderes dependen de ella. Puedo mover montículos pequeños de tierra y transformar el barro para hacer cosas pequeñas. Es bueno para la agricultura, para mejorar la tierra para plantar, y también para detener aludes de tamaño chico. Mientras más brujos estemos haciéndolo al mismo tiempo, más fuerte seremos. Pero es diminuto comparado con la grandeza de la diosa de la tierra.
—¿Ella podría detener un alud grande?
Más encantado con sus preguntas, él sonrió.
—En comparación conmigo, Kaia podría partir un continente. Yo solo hago pasteles de barro —se carcajeó él. Alexandria también sonrió y se hizo una bolita bajo las mantas.
—Ojalá me hubiese tocado un poder así, más amable.
—Tienes una gran carga encima —admitió él—, pero estoy seguro de que entenderás al final que no fue tu culpa.
Ella no respondió, pero escuchó a Ikei hablar sobre su gente, sobre su grupo, sobre la aldea que tenían en el bosque, oculta de los transeúntes, en los que vivían en una gran comunidad central. También comentó que tenían facciones que vivían separadas en grupos más pequeños conforme encontraban actividades a cubrir en diferentes partes del país.
Además, agregó que la mayoría de la aparición de esos poderes había coincidido con la muerte de Calipso, 25 años atrás. Por alguna razón que ellos no comprendían aún, ese había sido el momento exacto de la aparición de magia en muchas de estas personas. Solo un puñado había sido capaz de poseerlos antes.
—Tenemos solos quince años como comunidad. Pero actuamos hace diez. Yo vivo con ellos desde que tengo dieciséis —contó—. Fui a vivir allí con mi hermano Tod. El pertenece a la orden de Calipso y ahora está sobre la costa de Garam. La gente tiene problemas con la pesca desde hace unas temporadas.
Alex asintió con lentitud.
—¿Y qué hace él allí?
—Ayuda a la gente a conseguir alimento. Desde que su grupo está, la pesca ha tenido frutos y las pequeñas ciudades y aldeas han levantado su comercio.
—Eso es bueno.
—Sí.
Volvieron a quedarse en silencio, hasta que la lluvia cesó por completo. Se hizo un silencio increíble en el bosque y, sin darse cuenta, Alex cerró los ojos.
Terminó imaginando cómo sería esa comunidad, con sus cabañas en el bosque, con la magia buena puesta al servicio de la gente. Le pareció que, tal y cómo la pintaba Ikei, era un lugar maravilloso, lleno de hermandad y adoración a sus señoras.
Pero también pensó que no tenía forma de encajar ahí y que estaba haciendo bien al buscar un rumbo completamente distinto.
No se dio cuenta de cuando se quedó dormida entre el calor de la lana y el fuego. Notó que había descansado bien cuando un rayo de sol la obligó a despegar los parpados muchísimo después.
Descubrió que la cueva de lodo ya no existía y que los rayos del amanecer se colaban por entre las ramas de los pinos, todavía húmedas.
Se sentó lentamente y observó a su alrededor. Ikei estaba guardado cosas en los bolsos que estaban atados a su caballo lanudo. El fuego estaba encendido todavía, para darle calor, pero apenas quedaban algunas brasas.
—¿Cuánto tiempo dormí? —dijo. La voz le salió pastosa, ahogada.
Ikei se giró a verla y le dedicó una sonrisa amistosa.
—Estabas muy agotada, así que dormiste toda la noche. Pensé que te habías desmayado. Pero era evidente que lo necesitabas.
Llevaba dos días sin descansar bien y, en definitiva, sentía que su cuerpo estaba mucho mejor que el día anterior. Aún le dolía todo y seguía teniendo sueño y cansancio, pero la diferencia era abismal.
—¿Ya... nos vamos? —preguntó, poniéndose de pie, porque no le parecía bien, quedarse acostada cuando él estaba casi listo para ir. Tenía que recoger, aunque sea, todos esos tejidos que le había prestado.
—¿Quieres montar delante o detrás? —dijo Ikei, como respuesta, nada más.
Alexandria lo observó con la boca abierta durante un segundo.
—Por detrás —dijo, rápidamente. No le apetecía estar abierta de piernas con una túnica que le quedaba excesivamente grande y un tipo desconocido pegado a su espalda—. Además tu eres el que sabe por dónde ir.
Ikei asintió con alegría y se acercó para ayudarla a recoger y doblar las mantas. Juntos, metieron todo en el bolso que quedaba libre y luego él pateó tierra sobre la pequeña hoguera, hasta dejarla apagada.
Se subió al caballo y le tendió la mano, a la espera, pero Alex la rechazó con toda la cortesía posible. Se subió al caballo a su manera, y sintió vergüenza cuando se le corrió la parte de arriba e Ikei se volteó a verla, preocupado por su tardanza.
En un momento incómodo, él enrojeció tanto como su cabello y Alexandria chistó, molesta y con las orejas calientes.
—¡No mires! —le espetó, cubriéndose con las manos ahí donde la tela le quedaba floja.
Se acomodó lo mejor que pudo detrás de él, que había vuelto la cabeza, duro como una piedra. Bufando por la mala situación, se enderezó la ropa y apretó los dientes antes de pasar los brazos alrededor de su cintura. Ikei dio un respingo al sujetarlo.
—¿No vas a hacer avanzar al caballo? —le preguntó, cuando él siguió congelado en su sitio.
—Ah... sí.
Clavó los talones detrás de las costillas del animal lanudo y no dijo ni una sola palabra hasta abandonar el bosque y salir a un nuevo camino. Estaban del otro lado del valle y Alexandria agradeció que así fuera. Eso significaba que la galería de pueblos a los que visitar no estaban en línea directa con el suyo. El rumor sobre su brujería no debería haber llegado allí.
Luego de unos cuantos minutos en una cabalgata tranquila, Ikei giró levemente la cabeza hacia ella y trató de sonreír.
—¿Cuánto me has mirado desnuda? —lo atajó ella, borrando la sonrisa del muchacho en el acto.
—¿Tenías que preguntar eso ahora? —musitó él, otra vez rojo, con los ojos como platos.
—Bueno —Alex hizo una mueca—, no es que me agrade mucho que me veas sin mi consentimiento.
—No lo hice a propósito —se excusó él, volviéndose hacia delante, pero clavando los ojos en el cielo, como si pidiera la salvación de sus diosas para obviar el tema. Algunas nubes continuaban en el cielo. Todavía el sol estaba muy débil y Alex sintió el frío en las piernas desnudas—. De verdad, lo siento.
Ella asintió con la cabeza, aceptando sus disculpas una vez más. Sus sentimientos parecían sinceros, aunque ella se sintiera incómoda porque ya había sucedido.
Él aprovechó para cambiar el tema enseguida y le explicó que había un largo tramo desde allí al pueblo donde se rumoreaba haber otra persona con magia, por lo que deberían pasar algunos días viajando y tal vez acampando en la intemperie. Eso hizo que Alex tirara de su manga, preocupada.
—Hay bandidos en los caminos —murmuró—. ¡Vi unos la noche en la que escapé del pueblo! Me escondí porque presentí que algo no estaría bien si me hallaban.
Ikei no tardó en responder.
—Sí. Pero no te preocupes. Yo siempre acampo lejos de los caminos. En zonas más bien apartadas y de fácil regreso. Ellos no suelen buscar viajantes lejos de las áreas de tránsito.
—¿Lo crees? —Ella no tenía experiencia alguna en eso. Nunca había salido de la hacienda y sus conocimientos de la vida en general en absolutamente básicos. Siendo así, le sorprendía saber leer y escribir.
—Lo he comprobado —replicó él, de buen modo—. Llevo algún tiempo haciéndolo.
En eso, él parecía muy seguro de si mismo, así que sabiamente Alexandria no lo cuestionó. Se aferró más a su cintura cuando aumentó la velocidad del galope y se aguantó el frío que llegó a escocerle la piel con la llegada de un nuevo frente de aire aún más fresco que los días anteriores.
Estaban dejando el valle y subiendo una colina que otra vez traía mal tiempo.
—¿Cómo puede estar tan frío aquí cuando en mi pueblo hacía tanto calor? —inquirió ella.
Ikei señaló el valle que estaban dejando atrás.
—Es por el bosque y por las sierras. Los frentes fríos golpean contra ellas. Más allá, el valle se hace angosto por el bosque. Lo atravesé contigo inconsciente, ayer. Del otro lado, hará mucho más calor que este. Y el otoño está empezando, en realidad.
Como tampoco sabía de qué le hablaba, Alex se quedó callada. Solamente empezó a impacientarse y a preguntarle cuándo faltaba para la siguiente parada cuando se nubló de vuelta sobre sus cabezas y varias gotas le golpearon la mejilla.
—No falta mucho para el siguiente pueblo —prometió Ikei.
—¿Cómo estás tan seguro? —le preguntó, pero tuvo que tragarse las palabras cuando descendieron unos metros por la colina y avistaron una aldea un poco más pequeña que la suya. Sin embargo, otras gotas le cayeron sobre la cara—. ¿No podemos ir más rápido?
Él asintió. Llevó el caballo a galope, hasta que Alex terminó rebotando en la parte trasera. Llegaron a la aldea con la lluvia cayendo de forma lenta sobre ellos y la gente que se metía en sus casas. Cuando se bajó del caballo frente a una posada, le dolía la entrepierna.
—¿Estás bien? —preguntó Ikei, arrastrando al caballo hacia un techito de paja. Alexandria lo siguió e ignoró la mirada de un viejo que estaba apostado cerca de la puerta. Supo enseguida que su caminar no era del todo adecuado.
Pero tenía claro que no era su culpa. No había ido en un caballo a galope durante tanto tiempo en su vida.
—¿Cuántas horas hemos estado moviéndonos? —preguntó, refugiándose bajo el techito.
Ikei empezó a bajar los bolsos del caballo.
—Cerca de seis horas —dijo, como si solo contara cinco minutos.
—¿Le han roto algo, señorita? —acotó el viejo.
Alex contuvo el aire y no le respondió. No perdería el tiempo con un anciano imbécil como ese.
—No sea maleducado —dijo Ikei, por ella—. No está acostumbrada a cabalgar con un espacio tan pequeño en la silla.
El viejo gruñó algo en respuesta, pero Ikei no la dejó oír el resto. Tomó su brazo y la empujó suavemente a través de la puerta. Sorprendida por su tono duro, ella caminó por la taberna hacia un hombre gordo y calvo que apilaba sillas. El tipo la miró de arriba abajo antes de detener sus ojos en Ikei.
—¿Sí?
—¿Tiene lugar?
—No —contestó el dueño, pero Ikei no se quedó con esa respuesta. De su bolsillo, cerca de ese reloj que Alex había considerado valioso, sacó una bolsa con monedas. Sacó tres de bronce y el hombre gordo las tomó sin pensar.
—Bienvenidos.
Dejó la silla en su lugar y los llevó por un pasillo angosto hacia una puerta pequeña. Cuando abrió la puerta, Alex hizo una mueca. La habitación se veía ordenada, pero era diminuta. Ambos catres estaban casi pegados. Apenas si se podía caminar entre ellos.
—Gracias —contestó Ikei, otra vez empujándola dentro. Cuando el hombre gordo se dio la vuelta, él la miró—. Elije uno, yo iré por las demás cosas.
—De... acuerdo —dijo ella.
En ese momento, al quedar sola, con un verdadero techo sobre su cabeza, se planteó que todo eso fuese real. Jamás pensó estar en esa situación y que alguna vez podría estar tan lejos de casa, libre.
Se sentó en uno de los catres y no hizo absolutamente nada, solo se quedó ahí, procesando que realmente había huido y que ahora, fuese como fuese, estaba a salvo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro