4. Helada
La noche estaba encapotada y hacía mucho frío.
Era increíble como el sol podía ser tan abrasivo durante el día, pero su ausencia dejaba una fría helada, que calaba los huesos.
Alexandria estaba encogida entre dos árboles bajos y raquíticos, observando a su corcel pastar. Se había mantenido fuera de los caminos y había pasado el bosque que el brujo le había indicado hacía rato. Ahora era una sombría mancha en la distancia.
Tembló. No tenía con qué abrigarse, ni nada que comer, y sabía que todavía estaba muy lejos del siguiente pueblo. Tampoco sabía si debía entrar de forma tan abierta y sin disimulo a las siguientes ciudades. Si ellos ya conocían los rumores de la bruja rubia endemoniada, la cazarían al instante.
No, todavía no se atrevía.
Pensó en Ikei de nuevo. Había pensado mucho en él, en su caballo lanudo lleno de bolsos que seguro tenían comidas y mantas. Pensó que él tendría un fuego en su campamento y ahogó un gemido de frustración. Sin embargo, aunque la idea parecía encantadora, más cuando estaba sufriendo la soledad de la noche, pero sabía que no podía confiar en nadie.
Lo mejor era pensar en cómo iba a arreglárselas el día siguiente para comer. Quizás encontrar algo para cazar, pensó, pero luego se recordó que no tenía ni idea de cómo hacerlo. Y, además, en los montes, había pocos animales.
Esa idea le hizo dar cuenta que hacía más de un día que no comía. Mucho no iba a durar en esas circunstancias y empezaba a creer que no tenía más opciones. Giró la cabeza hacia el bosque y se apretó las manos contra el vientre.
Además del hambre y del frío, le dolía todo el cuerpo. El hombro le escocía con el aire helado y lo único que podía agradecer es que no seguía sangrando.
—Así voy a morir —murmuró.
Cabeceó, acalambrada por el frío, durante largos minutos que se convirtieron en horas tortuosas y eternas. Sin embargo, espabiló en cuanto oyó una carreta avanzar por el camino, unos cuantos metros más allá. El caballo alzó la cabeza, al igual que ella, y Alex se puso despacio de pie. Sujetó las riendas del animal y lo acarició para mantenerlo tranquilo y silencioso. Ellos no podrían verlos por nada del mundo.
La carreta se perdió más adelante. Solo quedó el polvo flotando en el camino, a causa de la furia de las ruedas. De alguna manera presentía que esa carreta llevaba información sobre la bruja endemoniada.
Arrastró al corcel más hacia los árboles y fue allí cuando la alarma en su cabeza se encendió nuevamente. Se quedó inmóvil y en seguida vio a un par de jinetes, persiguiendo el rumbo de la carreta.
Alex no supo lo que ocurría hasta que oyó los gritos, lejanos, y entendió que los estaban asaltando. Ella, sola en medio de la nada, estaba en peligro otra vez.
Tiró del caballo, entonces, más segura de que la única persona que podía darle refugio era aquella con la que la alarma había permanecido en silencio. Miró el bosque y apuró a su compañía en absoluto silencio, procurando alejarse del tumulto.
Tenía que encontrar a Ikei.
Como temía que los casos del caballo se escucharan si galopaba a toda velocidad y estos atrajeran ladrones o personas que la buscaran, caminó silenciosamente, tirando de las bridas, hacia el bosque. Se mantuvo lejos del camino y mientras más se acercaba, rezaba poder encontrar al brujo pronto.
Ya no recordaba cómo se llamaba ese lugar y tampoco conocía su extensión. Sí notó que era amplio, bastante, cuando atravesó la ruta lindera, pero no más.
Como esclava, su educación había sido muy básica. Sabía en qué reino vivía, en qué pueblo y que, si iba hacia el sur, por llegaría a otro pueblo en algunas horas. Pero no conocía los caminos, ni se podía imaginar las distancias de cada lugar. Toda su vida, la que recordaba, fue en la estancia de los Preben. Su universo había sido pequeño hasta ahora.
Vislumbró los primeros pinos y tiró del caballo para cruzar el angosto camino con rapidez hacia el otro lado. Ya allí, internándose entre los primeros troncos, empezó a rezar a sus diosas por hallar al hechicero pronto.
Ahí, bajo los árboles, estaba más oscuro, si era posible. No llegaba la luz de la luna, pero como Alexandria podía ver igual, no le suponía un problema. Prefería, incluso, la seguridad bajo las ramas que estar a la intemperie, tan expuesta.
Sin embargo, cuando pasó más de media hora caminando sin rumbo fijo, con el terreno cada vez más irregular y los árboles más pegados, se dijo que no podía continuar. El caballo estaba cansado, inquieto y le costaba trabajo guiarlo.
Se detuvo, agotada. Ya no podía dar ni un paso más en verdad. Su estado físico empeoraba con cada avance y tironear de un corcel de cuatrocientos kilos era imposible.
Se dejó caer contra el tronco de un pino y escondió la cara en las rodillas, otra vez replanteándose todas las decisiones que había tomado hasta ese momento. Volvió a repetirse que Ikei era su mejor opción porque el sonido alarmante en su cabeza no apareció cuando estaba con él, pero tampoco le gustaban las brujas y todo ese asunto de las órdenes.
Para ella, era como vender su alma al infierno. Lo único que quería era fingir que nada había pasado y quizás, si algún día encontraba un trabajo digno y podía reprimir esa parte sí misma, podría empezar a redimirse ante sus señoras.
Podía comprometerse a cualquier cosa con tal de ser perdonada, de estar en la gracia de sus deidades. Ahora que Ikei le había dicho que su magia oscura estaba relacionada con Nyx, solo pensaba en que la diosa debía perdonarla.
Se hizo un bollito entre las raíces del árbol y pegó la cara contra la tierra, agradeciendo que entre los troncos el frío no se sintiese tan crudo como antes. Cerró los ojos y se quedó dándole vuelta a las cosas que tenía que hacer, en cómo sobrevivir, cómo salvar su alma en pena. Así, antes de que se diera cuenta, se quedó dormida.
Había voces en algún sitio. Alexandria creyó que estaba despierta y que lo que sucedía, sucedía en el bosque. Sin embargo, cuando intentó moverse, notó que alguien la aferraba del brazo. Sus ojos se fijaron en la mano ennegrecida que la sujetaba y un grito ahogado se quebró en su garganta.
Le pertenecía a un cadáver horroroso que se parecía mucho a Thielo. Otras manos de otros muertos salían de la oscuridad para intentar atraparla y todos tenían los dedos ennegrecidos. Esa era su magia, maldita y oscura. Magia que había asesinado a todos aquellos que ahora la rodeaban, buscando venganza.
Tiró de su brazo, intentando liberarse, pero la mano del muerto se ciñó con fuerza. Mientras más fuerte la agarraba, más se extendía la negrura por su cuerpo putrefacto.
El cadáver abrió la boca para hablarle, mientras más la sujetaban y atacaban, jalándola en todas las direcciones posibles. Nada salió de su boca, en realidad. Más bien, escuchó una voz gutural, helada y tenebrosa en su oído, una voz que no se parecía a la de Thielo:
—Eres un monstruo, siempre lo serás... Una bruja, un demonio. Tú, Alexandria.
Se sentó en el suelo. Alguien estaba gritando y tardó varios segundos en comprender que el grito salía de su garganta. El sudor le resbalaba por las mejillas y el cuello. Casi que no podía ni respirar.
Se miró los brazos, entonces, como si buscara las huellas de los dedos de los muertos, pero solo encontró los moretones que le había hecho Thielo y las lastimaduras que se había hecho al caer de su caballo.
El bosque estaba tranquilo, apenas bañado por la luz del amanecer, y ella intentó mitigar los jadeos que se escapan de su garganta y rompían la tranquilidad. El corcel apenas si se había movido por ahí, buscando algo que pastar.
Se pasó las manos sucias por la frente y controló su respiración hasta que el sudor se enfrío y dejó de sentir el calor por toda la adrenalina y el terror. Apenas se tranquilizó, volvió a sentir el frío que la había acompañado toda la noche.
Se frotó los brazos y, por un instante, no lamentó estar sola. Ese sueño la había dejado tan perturbada que solo creyó que esa era la mejor manera de subsistir: lejos de cualquier ser humano al que podría hacerle daño.
Un par de lágrimas se escaparon de sus ojos mientras se preguntaba qué había hecho ella para recibir esa maldición y por qué se había desatado justo ahora. Se preguntó también si quizás había hecho algo en los años que no recordaba, o sus padres, que pudiesen haberla condenado de esa manera.
Se sintió tan atrapada que fue la única explicación lógica que encontró, como si esa pesadilla pudiese definir por siempre y para siempre su futuro. Como si no hubiese ninguna escapatoria.
Sorbió por la nariz y se tapó la cara con las manos. Estaba segura que ella no había nacido como esclava y conforme lo pensaba más segura estaba de que algo habían hecho y la culpa la cargaba la niña que luego habían abandonado para deshacerse del problema.
En ese momento, sintió una mezcla de pena con un gran desprecio por sí misma. Aunque sabía que Thielo se lo merecía, ser la causante de su muerte y la de Piers no le calmaba el alma. Cargar eso a cuesta era algo que un ser humano común y corriente no podía soportar. Si alguien debería haberlos castigado, tendría que haber sido una diosa, única capaz en tomar o no la vida de otros seres humanos con justicia.
Negó, levantando la mirada. De pronto crecía en ella la sensación de que su futuro, el que apenas había empezado a soñar el día anterior, se teñía de oscuro. Se esfumaba con un parpadeo, con el grito aterrado que reptaba por su pecho al pensar en los cadáveres de su sueño.
Solo la promesa de Ikei de ayudarla a controlarse, de permitirle quizás una opción más segura que morir en ese bosque o que matar a cualquiera que se le cruzara, la hizo ponerse de pie e ignorar el hambre, el frío y el dolor que sentía en cada hueso y músculo.
Se arrastró por el bosque, ya sin guiar al caballo, que solo la siguió por costumbre. Se detuvo miles de veces a tomar aire y a descansar, pero mientras más avanzaba más perdida estaba y se atrevió a suplicarle a sus deidades que por lo menos, si lo que el brujo decía era verdad, le permitieran encontrarlo para sanarse.
Perdió la noción del tiempo y deambuló solo porque pensó que eso la mantendría a salvo de animales salvajes y de ladrones. Ese día, la temperatura no subió lo suficiente como para que se calentara el cuerpo, así que también siguió avanzando para no morirse de frío.
Sin embargo, cuando el viento comenzó a soplar más fuerte y las ramas de los árboles empezaron a mecerse con violencia, pensó que realmente la única salvación que las diosas le mandarían era perecer ahí.
Relámpagos cruzaron el cielo nublado y los truenos, tan sonoros y poderosos como explosiones, retumbaron en todo el bosque.
El caballo que la seguía, a duras penas, se aterró. Alexandria no fue capaz de detenerlo cuando un siguiente trueno agitó la tierra, como si el rayo hubiese caído demasiado cerca. Lo perdió de vista, mientras huía. Ella solo pudo observarlo, tambaleándose en su lugar, mientras la tormenta estallaba sobre su cabeza.
El agua se llevó toda la suciedad que tenía encima en un segundo, pero también reactivó los cortes que aún le ardían. Se refugió como podía bajo las ramas de los pinos y se cubrió con los brazos la cabeza. El viento que se levantó a su alrededor la asustó. Rugía como una criatura salvaje y sintió que estaba a punto de devorarla.
Terminó en posición fetal, con las extremidades tan heladas que perdió la capacidad de sentirlas. Bajo la lluvia intensa, incluso el menor movimiento le causó dolor.
Perdió también la noción del tiempo, porque cada instante le pareció una eternidad. Nunca en su miserable existencia había sufrido algo tan espantoso como eso, porque al final, la lluvia y el frío, el hambre y el dolor no lo eran todo. La soledad, la falta de seguridades, de esperanza y el terror eran, irónicamente, más fuertes de lo que jamás había sentido siendo esclava, cuando realmente no tenía un futuro por delante.
Quizás ese era un castigo, pensó, mientras lloraba y sus lágrimas se las llevaba la tormenta. Quizás si sobrevivía significaba que de alguna manera ya había pagado sus pecados. Si no, le quedaba aceptar la muerte como un ultimátum de sus diosas.
Pero pensarlo no era tan difícil como hacerlo. Añoró la seguridad del cuarto que compartía con otras esclavas; añoró la paja caliente en la que las noches de cobijaba, incluso aunque en ese momento le había parecido dura, picosa y también fría. Añoró tener un techo sobre su cabeza donde protegerse.
Cerró los ojos y permaneció ahí, boca abajo contra el lodo, suplicando que todo se terminara. No supo cuándo, realmente, se desmayó. Mucho después, creyó que soñaba con todo eso que extrañaba.
Escuchó una voz que le pedía que despertara. También sintió que su piel congelada disfrutaba de la textura de unas mantas secas y tibias. Alguien la abrazaba y le frotaba las manos, esperando que sus dedos se recuperaran.
Había dulzura en cada gesto y se dejó rodear por la calidez que emanaba ese sueño. Deseó, con todas sus fuerzas, quedarse ahí, donde la voz le daba ánimos y la instaba a seguir luchando, muy lejos del eco oscuro que había llegado a su mente la noche anterior.
Creyó que tenía salvación y se rindió.
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