3. Historias de esclavos
Cabalgó los más rápido que el caballo del capataz de Thielo podía. Era un animal fuerte, pero no tanto como el propio semental de su amo, casi único en su estirpe.
Bueno, su ex amo. Ahora, huyendo, Alexandria podía permitirse llamarlo así, se daba el aliento a sí misma para creer que no volvería a estar bajo su yugo ni el de nadie más. A partir de entonces, sería libre e iría exactamente a dónde quería.
Entonces, oyó los cascos de otro cabello detrás, siguiéndola. Salió de su breve ensoñación y se puso en alerta. Alcanzó a ver sobre su hombro a un caballo de crines largas y patas muy peludas, nada común en esos montes.
No sabía qué tan rápido era y si este podía alcanzarla, pero agitó las riendas de su corcel y lo apuró a ir con mayor velocidad.
—¡Aguarda! —gritó quien la perseguía. Su voz fue eclipsada por el sonido de los cascos contra la tierra seca del camino—. ¡Espera! No voy a hacerte daño. ¡No quiero... llevarte de regreso!
Volvió a mirarlo por encima de su hombro, para controlar la distancia que mantenían y, cuando su potro vio una enorme bifurcación y no recibió órdenes de su parte, ralentizó su paso hasta detenerse completamente.
—¿Qué? ¡No, tienes que seguir por alguna de las dos! —insistió ella, regresando la vista al frente y guiando al tonto caballo por uno de los dos caminos. Pero para cuando intentaba volver a avanzar, el potro de las crines largas la alcanzó.
—¡Tranquila! Te juro que no estoy aquí para lastimarte ni llevarte con ellos —le dijo él, con voz más clara, antes de que Alex agitara las bridas de vuelta. Entonces, le cruzó el caballo y su potro de campo no tuvo a dónde ir.
Solo ahí, Alexandria notó que era el chico pelirrojo del mercado, el que tenía el reloj de bronce que había estado a punto de robar. Y era, claramente, un viajero.
—¿Qué quieres de mí? —le espetó, temblando por la adrenalina. Si se detenía tanto hablando con él, el resto del pueblo la cazaría como una rata en cuestión de minutos—. Tengo que alejarme de ahí.
—¡Lo sé, lo sé, pequeña bruja! —dijo el muchacho, alzando las manos—. ¿Me permites ayudarte?
Alex se echó para atrás. Frunció el ceño y negó con la cabeza. No podía confiar en nadie, menos en extraños como él.
—Yo no he hecho nada malo —replicó, apartándose todo lo que podía, guiando a su caballo para rodear al suyo.
—Tranquila, pequeña brujita, no voy a hacerte daño.
—¡Que no soy una bruja! —chilló ella, dando un manotazo, desesperada, en el aire hacia él, cuando intentó girarse para seguirla.
El chico la esquivó ágilmente y volvió a levantar las manos, en señal de redención.
—Tranquila, tranquila —El pelirrojo volvió a llamar a la calma, incluso bajando la voz. Le permitió a Alex rodearlo, pero cuando notó que ella iba a huir otra vez, se apresuró a poner a su caballo de vuelta a su altura—. En serio no quiero agredirte, ni asustarte. En realidad, solo quiero darle una solución a tus problemas. Y si me golpeas ya no podremos ser amigos.
Alexandria clavó otra vez los talones en el caballo, pero este no se movió. Insistió, pero el animal solo relinchó en respuesta, resignado. Sin entender qué demonios pasaba con él, se inclinó hacia abajo y descubrió que tenía las patas totalmente enterradas en barro.
Observó la escena con la boca abierta, sin encontrarle explicación, y volvió a instar al caballo a moverse, pero él hacia parecer que el barro era demasiado pesado para un corcel de 400 kg.
—¡Tú no eres mi amigo! —replicó, optando por deslizarse por el lomo del potrillo para prepararse para correr. No tenía tiempo para eso, ni para quedarse a charlar ni para nada más.
Visualizó unas rocas y unos arbustos grandes más allá en el monte y se preparó mentalmente para esconder ahí. Prefería eso a estar a la vista, tan cerca de un caballo repentinamente enterrado en un barro extraño.
El chico giró enseguida su caballo y la encerró.
—No soy tu amigo aún, pero lo seré pronto. Me llamo Ikei —se presentó, estirando la mano otra vez con una sonrisa genuina. Como Alex no la tomo, él la bajó—. ¿Cómo es tu nombre?
—No te importa. Déjame ir —pidió ella, esquivándolo y siguiendo su ruta fuera del camino de tierra.
Ikei apretó los labios y se rascó la roja y corta cabellera.
—De acuerdo, lo siento. ¿Pero podríamos hablar?
—No, tengo que irme. ¿Es que no lo entiendes? ¡Estoy huyendo! ¡Van a matarme! Y ahora mi caballo está enterrado en lodo cuando aquí ni siquiera llueve hace meses.
—No vendrán por ti todavía, descuida.
Otra vez, ella no contestó. Siguió caminando con dificultad por el terreno irregular, apurándose lo más que podía con las heridas y golpes que tenía. Aún le escocía terriblemente el hombro y la sangre le goteaba por el brazo hasta empapar todos sus dedos.
—¡Hablo en serio! —gritó el chico, a medida que ponía más distancia entre ambos.
Irritada, Alexandria bufó.
—¿Y tú cómo podrías asegurar eso? ¡Me estoy jugando la vida!
—Pues es que los dejé detrás de un muro de lodo enorme. No podrán pasarlo rápido —replicó él, con un gestito de suficiencia y una sonrisa traviesa.
Con eso último, Alexandria se detuvo y se giró a verlo. Ikei la había seguido, fuera del camino, con su caballo lanudo.
—¿Cómo? —dijo, alternando miradas entre él y el caballo del capataz allá inmóvil, mirando hacia un lado y hacia el otro todavía sin comprender por qué estaba tieso.
—Bueno, de eso quería hablarte —contestó el muchacho, sonriendo afablemente—. Pero tú quieres irte.
—¿Tú le hiciste eso a mi caballo? —murmuró, señalándolo con la mano del brazo bueno—. ¡Tú hiciste eso! —siguió, a los gritos.
Él se encogió de hombros.
—Necesitaba que pararas solo un segundo. Además, te lo juro, no ha peligro al menos por... —contestó, poniéndose a contar con los dedos, pero decidiendo, a último segundo, que no sabía realmente cuánto— unas cuántas horas.
Alexandria tuvo ganas de asesinarlo. No tanto como las ganas de ver a Thielo morirse quemado cuando él la tocó antes de que eso extraño con su mano pasara, pero ese chico estaba coartando la libertad que había jurado preservar hacia tan solo instantes.
—¡No puedes hacer esto! ¡No puedes obligarme a escucharte de esta manera!
—¡Estoy ayudándote! —se excuso él, poniendo cara de inocente. Por un momento, Alex creyó que fingía, pero luego su sonrisita tierna le hizo entender que no, que realmente lo decía en serio.
—¡Claro que no! ¿No entiendes que, si mi amo me atrapa, me matará al igual que lo hizo con Peony? —chilló, agitando los brazos, frustrada.
Ikei la miró con curiosidad, sin disimulo.
—¿Te refieres al asesinato en la campiña? Todo lo que dijiste sobre él, ¿era cierto?
Con poca paciencia, Alexandria se giró y volvió a avanzar.
—Él quería hacerme daño anoche, porque descubrí sus planes con la viuda, así que corrí —explicó, rodeando un arbusto—. Y luego me escondí. Thielo debe de haberse desquitado con Peony, pero nadie logrará jamás culpar a alguien tan poderoso como él.
—Bueno, siempre hay alguien más poderoso. Estoy seguro de que pagará.
Escuchó los cascos del caballo de Ikei seguirla lentamente y cansada de todo eso, se detuvo. No tenía sentido seguir alejándose por ahí. No podía sobrevivir escondiéndose en el monte en el estado en que se encontraba. Se miró los magullones sobre su piel, el vestido roto que llevaba puesto y la sangre en su brazo. No, necesitaba poner en marcha a su caballo.
—¿Cómo es eso del barro? ¿Puedes liberar a mi potro... si te escucho? —preguntó, sin voltearse.
—¡Vaya! Qué bueno que quieras saber. —Lo oyó moverse y se giró a verlo. Ikei desmontaba con una alegría tremenda grabada en su rostro. Entonces, al poner un pie en el suelo, tropezó con una roca y perdió el poco equilibro que había logrado, cayendo de boca contra la tierra.
Alexandria lo miró con el ceño fruncido, sin poder creer lo que acaba de ver. Nunca había visto a nadie ser tan torpe.
—Oh, por las diosas —murmuró, incrédula. Se tapó la cara con las manos y exhaló, con violencia. Su huida dependía de un tipo que no podía mantenerse en pie.
—Estoy bien, ¡estoy bien! —soltó Ikei, todavía con un tono alegre, levantándose del suelo y escupiendo graba y pasto seco.
—¿De verdad? —musitó ella.
—Sí, sí —Ikei se limpió la tierra de la cara y sonrió, con los dientes sucios.
—Oh, por favor —dijo Alex, haciendo una mueca de disgusto. Su caída que le había recordado que ella también estaba herida—. Habla de una vez. Estoy cansada y... lastimada.
Se señaló la sangre que empezaba a secarse en su brazo.
—¡Ya, sí, lo siento! Tienes razón. Estoy bien, igual —insistió él y escupió disimuladamente, mirándola de reojo con algo de vergüenza presente en su mirada—. Decía que era genial que... —Giró la cabeza un segundo, tal vez para limpiarse los dientes—... que quisieras saber. Porque así puedo también ayudarte con... todo eso que te hicieron.
Alex no siguió la línea de sus ojos, sabía que estaba señalándola por completo.
—Apúrate, por las diosas.
—Bueno —Ikei se enderezó—. Es que soy un brujo, uno de verdad —sonrió, ya seguro de que no tenía nada entre los dientes. Alexandria no se movió ni dijo nada, incrédula—. Yo creé el barro en el pueblo, el que hundió a los aldeanos que querían pegarte con esas vigas, y también les inundé la salida, para que no pudiesen atravesarlo. Y lo de tu corcel también.
—¿Tú hiciste lo de los animales? —chilló de pronto ella, caminando hacia él con grandes zancadas—. ¿Y lo de la mano negra de Thielo?
Ikei negó rápidamente, retrocedió cuando estuvieron demasiado cerca.
—No, eso no lo hice yo. Te di una mano cuando las cosas se complicaron, ¡porque comprendí de pronto que eres lo que había estado buscando! Pero nada más, eso no entra en mis poderes.
Alex negó y retrocedió un metro.
—¿Qué poderes?
—Los míos, controlo algunas cosas de la tierra, ¡pero nada más! Lo otro lo hiciste tú —añadió, sonriéndole.
—No...
—¡Sí, eres una bruja! —festejó él, como si estuviese celebrando su cumpleaños.
—¡No, claro que no! —gritó Alex, dándose la vuelta, tratando de decidir hacia dónde tenía que ir.
Él volvió a rascarse la cabeza.
—Sé que debe ser difícil de comprender, pero lo de los animales y esa mano negra, lo hiciste tú. Pero no es algo mal...
—¡Yo no soy una bruja! ¡Yo no soy una maldita! —chilló Alex, interrumpiéndolo. Ikei la miró con la boca abierta, lleno de dudas, y al final alzó las manos otra vez.
—Ser una bruja no es estar maldita, descuida. Creo que tienes un concepto erróneo de la brujería.
Alex frunció el ceño y contuvo las ganas de arrojarle alguna piedra. No tendría fuerzas para hacerlo, de todos modos.
—¡No soy malvada, ni tampoco hice todo eso!
—¡Nadie ha dicho que eres malvada! —replicó él, con un tono preocupado—. Yo no soy malvado. ¡Los brujos pertenecemos a las diosas! Le debemos nuestros poderes a ellas y le servimos sabiamente.
—Eso no tiene sentido —farfulló Alexandria.
Desde que era pequeña, le habían enseñado que solo las diosas tenían grandes poderes. Que quieres lo dijeran eran mentirosos, busca fortunas o seres del inframundo. Se acordaba de una vieja esclava que contaba historias terribles, muy feas, sobre criaturas que salían de los infiernos para engañar a la gente con magia, haciéndoles creer que eran sus diosas. Los brujos, sin duda tenían que ver con eso.
—Los brujos son oscuros, ¡vienen del inframundo! Me han contado miles de historias sobre eso.
Ikei dio un paso hacia ella, todavía con actitud conciliadora.
—Te han contado historias equivocadas, que no son reales. Las diosas nos han dado estos poderes. Hay registros incluso de tiempos de Candace, con escritos de su puño y letra, reconociendo habilidades mágicas en humanos comunes y corrientes. Calipso misma, hace unas cuantas décadas, ha reunido grupos de brujos y hechiceros. Por eso, pertenecemos a diferentes Órdenes y gozamos con poderes parecidos a los de ellas. ¡Por supuesto que son simples comparados con su grandeza! —agregó.
Alexandria apenas si pudo escuchar su palabrería. Era muchísimo más fácil creer en lo que le habían enseñado por años, con terroríficas historias para dormir, con castigos sobre la venganza de sus deidades, en especial Nyx, que en lo que un desconocido podía aclararle en un par de segundos.
En su pueblo, y en la mayoría de esa zona de Namardar, se alababan mayormente a Candace y Calipso, por ser las primeras y últimas diosas encarnadas, y se tenía gran afán por Kaia y Zephir, ya que se atravesaban muchísimas sequías y dependían de las lluvias y la fertilidad de sus tierras para sobrevivir.
En las historias que las esclavas y los peones murmuraban ellas y Eleni eran las diosas buenas, las protegían de esos seres que reptaban del inframundo. Pero también castigaban si aceptabas esa magia de los demonios y Nyx, como la diosa de la muerte, era quien impartía los penas más duras y dolorosas.
Nadie podía culparla por estar tan asustada. Para ella, ser una bruja significaba haber sido maldita, haber sido arrastrada hacia el lado más oscuro, aquel donde Nyx le arrancaría la piel por haberse dejado.
—Yo no soy una bruja, no soy una bruja —musitó, de pronto llorando.
Odiaba esa palabra y odiaba que cayeran acusaciones sobre su cabeza. No podía soportar que otra vez todo ese peso volviera luego de la muerte de Piers. Con lo que le había hecho a Thielo, había cruzado el umbral. Y aunque sabía que se lo merecía, no podía evitar sentirse culpable y destrozada.
No le tomaría mucho tiempo dañar a alguien más, a personas inocentes. Y entonces nadie la salvaría, ni siquiera sus deidades favoritas.
—Sé que ahora te sientes mal y de seguro muy confundida —dijo Ikei, poniéndole una mano en el hombro, sobresaltándola—. Es común estar desorientado al principio, pero por eso estoy aquí. Para llevarte a nuestra comunidad y enseñarte a usar tus poderes para ayudar a la gente. Es la misión que nos han dado las diosas.
Ella no se movió. No sabía qué creer, solo quería saber que nadie había muerto por su culpa. Thielo tenía que ser castigado por alguien más, alguien que no comprometiera su alma en ello.
—¿Qué fue lo que le hice en su mano? —preguntó, con un hilo de voz.
—Pues no lo sé —admitió él, bajando la mano una vez que su llanto aminoró—. Nunca había visto algo así. Es por eso que sé que perteneces a la Orden de Nyx. Nunca antes hemos tenido brujas allí.
Esta vez, Alexandria se alejó como si algo le hubiese picado.
—¿Nyx? —gritó, pero se le quebró la voz.
Ikei la miró, estupefacto por la reacción.
—Sí, Nyx. La diosa de la oscuridad —respondió, con una elocuencia muy sutil y nada malintencionada.
—No, no Nyx —replicó Alex, alzando para evitar que se le acercara otra vez—. ¡Nyx, no!
Él arrugó la frente, apretó los labios y se rascó la barbilla.
—Creo que tienes un concepto también erróneo de nuestra diosa Nyx.
—¡Ella es la diosa de los mayores y los más terribles castigos! —exclamó Alex—. ¡Es la diosa que castiga con la muerte, con el dolor eterno! Todas las historias lo dicen, ¡que si te dejas conquistar por la magia de los malditos, de los monstruos del inframundo, Nyx será quien te condene!
Ikei continuó mirándola con la misma expresión preocupada, quizás devanándose los sesos para encontrar la manera de explicarle las cosas, pero Alex sí que ya no estaba muy dispuesta a escuchar. Él estaba blasfemando. Y si no lo estaba haciendo, simplemente estaba loco.
—No entiendo nada de esas Órdenes —le dijo ella—, pero justamente vienes a hablarme de la magia de los brujos, de los demonios del inframundo, para tentarme. ¿Y me hablas de Nyx? Nyx me arrancará la piel.
—Difícilmente Nyx le arranque la piel a una de sus adeptas —replicó Ikei—. En nuestras Órdenes, nosotros usamos la magia para ayudar a la gente. No hacemos el mal. Y, como te dije antes, Candace y Calipso conocían de estas prácticas e incluso las han organizado. ¿Cómo podrían estar mal si ellas mismas, nuestras diosas en carne y hueso, lo han permitido?
Con ese punto, Alexandria cerró la boca. Podía ser cierto, como también una mentira que él le estaba soltando solo para atraerla a su lado. Lo único que quería era irse, de una vez por todas.
Ikei dio un paso hacia ella, para sacarle peso al asunto, y le tendió la mano.
—Te lo explicaré bien todo de camino a...
—¿Qué? —Alex se alejó bruscamente de su mano.
—Vivimos en el bosque Azor. ¿Lo conoces?
—Soy una esclava, no sé nada de nada —contestó, negando con la cabeza y rechazando de nuevo la mano del muchacho, que seguía levantada—. Apenas si sé en qué reino vivo.
—Bueno —Ikei sonrió—. Está al sur de Norontus.
Ella dejó caer la mandíbula.
—¿Norontus? ¿NORONTUS? —repitió con tono agudo. Eso si lo sabía. Norontus era el reino vecino. Ni en sus más ridículos sueños hubiese imaginado que un extraño que hacia magia con la tierra la invitaría a pasearse kilómetros y kilómetros hasta otro reino.
—Sí, pero no es un viaje tan largo como parece. ¡Y es divertido! Además, te gustará estar allí. Nadie es esclavo de nadie... —Ikei volvió a estirarla mano hacia ella, mirando su hombro todavía sangrante, pero Alex se alejó una vez más.
—Tú no puedes saber lo que me gusta, para nada. Y no, no iré contigo a ningún lado.
Ikei se echó para atrás, como si ella le hubiese dado un bofetón de verdad.
—Pero... Somos buenos. Hacemos cosas buenas. Y ahí no serás esclava de nadie. Vivimos en una comunidad muy bonita y damos asilo a personas sin hogar, vamos por el mundo también ayudando a desamparados o a pueblos en riesgo... como el tuyo con esta sequía.
Alexandria chistó.
—Mi pueblo, en riesgo —ironizó—. Intentaban matarme, como el monstruo que aparentemente sí soy.
—Es porque ellos están un poco delirantes —replicó Ikei, haciendo una mueca—. Muy alimentados por las historias que acabas de decirme. Pero te aseguro que no son ciertas. Estudiamos mucho a nuestras diosas y las respetamos sabiamente.
—No te conozco, podrías estar mintiéndome. ¡Podrías simplemente estar arrastrándome a lo peor de lo peor! ¿Por qué tendría que confiar en ti?
Se miraron a los ojos por unos segundos, hasta que Ikei quiso alcanzarla y tropezó nuevamente con una roca. Logró mantener el equilibrio justo antes de llegar hasta ella.
—Pues es que el muro de lodo no va a durar mucho más, ¿sabes? Eso de mezclar la tierra con el agua no se me da muy bien.
—Entonces libera a mi caballo ahora, para que pueda irme por donde yo quiera.
Ikei se encogió de hombros.
—Ya lo hice, hace rato —dijo, señalando hacia atrás, al camino, donde su caballo se había puesto a pastar lo que podía encontrar—. Solo te recuerdo que, si vienes conmigo, nadie te hará daño y no tendrás que responder a ningún amo. Y podría ayudarte a controlar esa magia que tienes, para que no lastimes a nadie que no quieras.
Guardaron silencio otra vez y Alexandria se apartó las lágrimas de las mejillas. Miró a su alrededor y contuvo otra vez las ganas de llorar. La verdad es que no tenía comida, ni dinero, porque ni siquiera había logrado robarle el reloj, pero tampoco se sentía cómoda con él, no con las cosas que le había dicho.
—No quiero ir contigo —zanjó, esperando que eso fuese suficientemente claro.
—¿No quieres? —preguntó Ikei, casi desanimado—. Pero estás herida, pequeña bruja. Yo podría...
—No me llames así —le espetó ella, llevándose una mano de vuelta al corte que tenía en el hombro—. Puedo arreglármelas sola.
Ikei se mordió el labio inferior, un poco cortado por su tono de voz tan brusco.
—Es que no sé tu nombre.
Todavía desconfiada, pero otra vez tentada por su amabilidad, Alex cedió.
—Me llamo Alexandria.
Ikei sonrió y volvió a tenderle la mano.
—¿Lo ves? —le dijo, animándola a tomarla—. Yo confío en ti, sé que no vas a quemarme con tu magia ahora.
—¿Cómo estás tan seguro? —replicó ella, apretando la mano aún más contra su herida—. Yo no confío en ti. No sé quién eres y, si me haces daño, volveré a hacer eso que hice con Thielo.
Finalmente, viendo que no irían a ningún lado, Ikei se rindió. Retrocedió varios pasos y alzó las manos con un gesto solemne.
—De acuerdo. No puedo obligarte a venir conmigo. Pero, quiero que sepas que siempre puedes contar con mi ayuda, si volvemos a vernos —dijo, inclinando la cabeza hacia abajo—. Entonces vete ahora, antes de que te atrapen.
Después de tanta insistencia de su parte, que ahora la dejara ir sin más, Alexandria lo consideraba todavía más sospechoso. Alternó miradas entre su caballo, a más de treinta metros de distancia e Ikei, preguntándose, si corría en esas condiciones, que tanta ventaja tendría con una persona así de torpe.
—¿Me dejarás...ir? —inquirió, todavía sin creérselo bien.
—Yo no puedo obligarte a venir conmigo —repitió Ikei, con una expresión un poco apenada—. Lamento haber sido tan insistente, solo quería ayudarte. Después de todo lo que has pasado, que alguien te tendiera una mano debería ser lo mínimo que deberías recibir.
Confundida por sus palabras, Alex se quedó quieta en su lugar. Nunca nadie le había dicho algo así, abogando por sus derechos como humana, como persona. Él no era nadie para obligarla, tenía razón, nadie jamás podría obligarla a tomar ninguna decisión que no quisiera.
Observó su rostro una vez más, tratando de obtener alguna señal de la mentira, pero se acordó de la nada que, desde que estaba con él, ese sonido que escuchaba en su cabeza cuando estaba en peligro no había aparecido ni una sola vez.
Ikei no era peligroso, su instinto llevaba largo rato diciéndoselo.
Empezó a dudar sobre qué debía hacer, en realidad. Sus opciones eran muy limitadas, porque era consciente de que, si seguía sola, podría morir de inanición o de alguna enfermedad relacionada a sus heridas.
Él la esperó, pero como ella no se movió, optó por alcanzar su propio corcel lanudo y le hizo un gesto con las manos, esperando llamar su atención.
—Mira, yo estaré acampando en el bosque sur —señaló, obligando a Alexandria a mirar el bosque de coníferas que estaba antes de la siguiente ciudad, un par de kilómetros más adelante—. Así que, si cambias de opinión, puedes ir a buscarme. Te recibiré con gusto.
Alexandria no respondió. Se quedó allí, viendo como montaba y se alejaba por el camino de tierra, con un paso calmado y seguro de si mismo, como si nadie lo fuese a perseguir jamás.
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