20. Rezos
Cuando las manos de Eleni se apartaron, Anneke solo lloraba del susto. Bajo la sangre ya no había heridas ni huesos rotos. Hubo un extraño momento de silencio mientras ella se llevaba una mano a la delicada naricita que poseía.
—¿Qué...? ¿Se curó? —musitó ella.
Eivor le limpió cuidadosamente la cara con el pañuelo y Alexandria observó toda la escena maravillada. La luz de Eleni ya era impresionante, pero eso... eso era algo más. Era todo lo que ella no podía hacer.
—Ya estás bien —dijo Eivor.
—Por todas las diosas —murmuró Anne, casi al mismo tiempo que Ikei—. Ya no me duele.
Celery sonrió.
—Me alegra mucho.
Anneke continuó tocándose la cara y Eivor limpiándosela con cuidado, en la repentina tranquilidad que se había gestado después de todo el caos. Alex dejó de experimentar la ruidosa alarma dentro de su cabeza y supo que ya no había más amenazadas. Se había acabado. Y nadie había muerto, gracias a la diosa de la luz.
—Lamento no haber avisado con más tiempo —dijo la niña, mientras ella se limpiaba las lágrimas que tenía en la mejilla, después de que los nervios y el miedo tomara el control de su cuerpo—. Yo solo puedo saber las cosas que pasan en el momento. Es decir, veo el presente, no el futuro. Así que no los noté hasta que ya estaban encima nuestro.
Despacio, Alex se bajó del caballo. Ikei no la detuvo. Se alejó todo lo que pudo de los malhechores que seguían atrapados en el barro. Avanzó por el camino, hacia la oscuridad absoluta, mientras los demás se ponían en marcha detrás de ella lo más pronto que pudieron. Era importante dejar a todos esos hombres atrás, pero ella lo estaba haciendo por sí misma, porque necesitaba procesar las cosas que le habían ocurrido.
Se puso de cuchillas en cuando estuvo a más de cincuenta metros de todos. Aspiró y exhaló bruscamente el aire helado de la noche.
Eleni no lo había podido predecir, pero Alex... ella había sentido la alarma pitando en su cabeza justo antes.
Se tapó la boca con las manos. En verdad, tenía tantas ganas de vomitar como cuando Eleni le dijo por primera vez que eran hermanas. Y mierda que lo eran. Esa magia oscura no había aparecido de la nada, por supuesto que no. Y los saberes que se agolpaban en su cabeza mientras escuchaba a la niña decir cosas que nadie más sabía tampoco eran imaginarios. Tampoco el hecho de que pudiese haber predicho el peligro, el ataqué.
Exhaló bruscamente de nuevo, cerró los ojos y no se movió hasta que la mano tibia de Celery le tocó la cara.
—No te preocupes, lo has hecho genial —le dijo ella.
Alex no supo cómo describir lo que sintió con ese halago.
—Necesito un momento —se excusó—. Estoy... luchando con las ideas.
—Lo sé. Al principio, también fue confuso para mí.
Ella no se había acercado con su luz. Ambas estaban solas en la oscuridad. Ikei, Eivor, Anne y los caballos seguían detrás, así que Alex giró la cabeza hacia ella.
—Mencionaste un collar. Y que lo entendería todo. Pero... Estas cosas... yo no... ¿cómo podría saberlas yo?
Celery se sentó en el suelo a su lado, para estar más cómoda.
—Todo lo que sabes, en este momento lo estás recibiendo de mí. Si puedes entender de lo que hablo cuando nadie más no, es porque solo estás leyéndome —explicó, mirándola también. Cuando sus ojos se encontraron, hubo mucho más que solo dos personas encontrándose. Hubo una chispa en el aire, como si pudiesen verse las almas.
—¿De qué hablas?
—Además de ser hermanas y tener una gran conexión —dijo Celery—, tu y yo somos las dos caras de una moneda. Yo soy la diosa de la sabiduría y sé muchísimas cosas, del pasado y del presente. Tú eres la diosa del futuro, el pasado no es tu fuerte. Pero sí lo es la mente. Así que es sencillo que puedas saber lo que yo sé debido a eso, a que la mente de otros solo son libros abiertos.
Durante un instante, Alexandria la miró con la boca abierta. Siempre que la niña abría la boca, le parecía que decía disparates.
—Yo no puedo leer la mente de nadie.
—¿No? —dijo Celery—. ¿Y cómo sabías cosas que los demás no? Como, por ejemplo, quién era el amante de tu antiguo amo —Eso hizo que Alex cerrara la boca de un golpe—. No sabes controlarlo, pero es uno de tus dones. Tomas lo que necesitas de los demás, sin darte cuenta. Y, por cierto, hablando de ese hombre... él no fue quien mató a esa chica. ¿Peony?
Al oir el nombre de la hija del capataz, Alexandria se estremeció. Sintió un escalofrío y aunque le costaba creer en las palabras de Celery, sabía que no tenía por qué dudar de ella. Tragó saliva antes de siquiera encontrar las palabras para contestar.
—Ese era su nombre... —murmuró—. ¿No fue... Thielo? Pero él... él iba a...
—Él iba a hacerte algo horrible a ti, sí —dijo ella, muy seria. Alex siempre supo lo que él le haría y la incomodó profundamente que Celery también. Era solo una niña, no tendría porqué saber cosas como esas—. Pero había alguien más esa noche cerca de ti, antes de que apareciera Thielo. Esa persona buscó a otra víctima. Y encontró a Peony sola.
El corazón casi se le detuvo. Se llevó una mano al pecho, recordando cómo escuchó la alarma en su cabeza antes de que Thielo se topara con ella. Esa fue la primera vez que la escuchó, que algo le dijo que estaba en peligro.
—Por las diosas —musitó.
Celery le puso una mano en el brazo.
—Siento mucho lo de Peony —dijo—. Ella ha encontrado la misericordia en brazos de nuestras hermanas, estoy segura.
Tratando de no sumergirse en la profunda tristeza que experimentó, Alex volvió a mirarla.
—¿No lo sabes con certeza?
La niña negó.
—Sé que ella era una buena persona, pero no sé lo que ocurre con las almas, con exactitud, cuando cruzan al siguiente plano. Mientras yo sea humana, mis saberes se limitan al plano mortal. Sin embargo, se puede entrar al plano espiritual de vez en cuando, forzar los límites entre este mundo y el nuestro —dijo, acelerándose. Alex sintió que era algo demasiado complejo de entender y, en ese momento, apenas si sopesaba la idea de que hubo alguien más asechándola, aparte de Thielo—. Solo hay que mediar arduamente...
Despacio y sin intenciones de ofenderla, Alex le puso una mano sobre la que ella tenía apoyada en su brazo. Celery se silenció de golpe.
—¿Quién le hizo eso a Peony?
—Un mozo de cuadra —contestó la pequeña—. Su nombre es Igor.
Eso fue todavía más impactante de oír. Igor siempre le había parecido un muchacho reservado, muy amable y, sobre todo, incapaz de hacerle daño a nadie. Pero Eleni no se equivocaba y mucho menos le mentiría con algo tan delicado.
—Él... Diosas —musitó Alex. Las ganas de vomitar habían regresado—. ¿Alguien sabe que fue él?
Celery negó.
—Nadie. La maldición que pusiste sobre Thielo se ha robado toda la atención del pueblo. Están ignorando lo obvio y... —guardó silencio otra vez.
—¿Y qué? —dijo Alex. Las voces de Eivor e Ikei estaban a metros de ellas, igual que la luz dorada del sol falso de la diosa, que se movía al ritmo de la carreta.
Con muchas dudas, la niña suspiró antes de hablar.
—Te culpan a ti también de su muerte.
Alex se puso de pie de un salto.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Es un chiste?
Celery la miró desde el suelo con una expresión llena de culpa y angustia.
—No, lo siento —dijo, mientras Ikei desmontaba y corría hacia ellas, super preocupado—. Ya te dije, ignoran lo obvio porque es más fácil culpar a una bruja que admitir que tienen a un hombre terrible suelto y que nadie sabe quién es.
Por supuesto que sonaba lógico para la aldea. Fue así también como la culparon de matar a Pietro, cuando ella sólo le había dado un beso. Siempre la señalaban a ella, pero...
—¿Thielo murió? —inquirió—. Mi maldición, lo que yo le hice... ¿Lo mató?
—No —respondió Celery—. Está vivo. No va a morir. Lo que le hiciste no fue para tanto.
Ikei se detuvo a su lado, le puso la mano en la espalda y le preguntó si estaba bien, si necesitaba algo. Con cautela y una miradita de advertencia a Celery, para que no dijera nada de lo que estuvieron conversando, ella se enfrentó a él.
—Todo está bien.
—Nada más íbamos a rezar —dijo Celery, todavía desde el suelo.
—¿Rezar?
—Por una amiga —respondió la niña, invitándolos con un gesto del mentón a arrodillarse junto a ella. Agradecida por su discreción y por sus intenciones, Alex volvió lentamente al suelo. Ikei se arrodilló a su lado y los dos esperaron: Alexandria sin saber qué hacer, él, esperando las palabras de la diosa de la luz—. Queridas hermanas, guíen y protejan a Peony, la chica más dulce de su pueblo. Cubran las heridas de su alma con su amor, abracen su memoria y consuelen su llanto. Denle paz y una hermosa eternidad.
Eran palabras simples, carentes de una magia especial, pero estaban dichas con el corazón y para Alex eso fue suficiente. Cerró los ojos y suplicó, con todas sus fuerzas, a las diosas que estaban más allá de ese plano terrenal, esperando que esta vez sí la escucharan.
-
-
Durante el camino, Celery siguió rezando. Alexandria la observó desde el caballo que montaba con Ikei, con la certeza absoluta de que ya no estaba elevando plegarias por Peony. No, más bien, sabía, de forma abrumadora, de que ella estaba pidiendo iluminación para las almas de los atacantes que habían dejado más allá, en medio del camino.
Estaba pidiendo que sus almas fueran perdonadas si lograban enderezarse, pero Alexandria solo pudo sentir rechazo por esa idea. Esas personas no eran como Peony y, aunque no les deseara la muerte, porque no le deseaba ese final a nadie, no creía que ellos merecieran que una diosa rezara por ellos.
—¿Tu los perdonarías? —le preguntó entonces, a Ikei.
—¿Eh? —dijo él. También había estado perdido en sus pensamientos—. ¿A quiénes? ¿A los bandidos?
—Sí —contestó Alex—. Es lo que Eleni está haciendo, pidiendo perdón para ellos —añadió, señalándola.
Ikei se tomó unos segundos.
—Mmm, no lo sé. Pero yo no soy una diosa.
Alex apretó los labios. Las palabras de Ikei, aunque no eran malintencionadas, fueron como echarle sal a su herida.
Apoyó parte de su cuerpo contra el cuello del caballo y allí notó lo cansada que estaba. Suspiró y lamentó no haberse subido a la carrera como Anneke, pues allí podría haberse tumbado un poco y descansar la cabeza llena de locuras.
Despacio, Ikei la atrajo hacia él y la instó a recargarse sobre su pecho. No se resistió, el agotamiento no se lo permitió. Apoyó la nuca en su hombro y se quedó inmóvil, sin poder deshacerse de la tensión de la lucha contra loas bandidos.
—Ese es el problema, ¿no? Yo no me siento una diosa. No lo hago bien como ella —murmuró—. Era buena siendo esclava. Siendo libre y siendo un intento de diosa... para nada. Yo no los perdonaría.
Entonces, él se rio y otra vez su aliento la estremeció. Era cálido y olía al vino de arroz que había compartido con Eivor en la cena improvisada que habían realizado sin parar horas antes.
—¿Hace cuánto sabe ella que es una diosa? ¿Hace cuánto que lo sabes tú? Para haber pasado solo un día, yo diría que ya lo estás haciendo genial. Además, tú no eres ella. No tienes que ser igual que ella —apretó su mentón contra su hombro, lo más que podía hacer sin soltar las riendas del caballo—. Ánimos.
Alex asintió.
—Supongo que no —dijo, para nada convencida de sus palabras. Ikei era amable y siempre intentaba animarla, pero ella estaba perdida. Trató de imaginar que él tenía razón y que mientras más tiempo pasara, podría reconocerse como una deidad. Esa idea le pareció ridícula, porque solo podía pensar en la esclava que se escondía debajo de toda la lana.
Se quedó dormida en algún momento. Cuando despertó, estaban deteniendo los caballos y la carreta junto a unos árboles bajos, que los cubrían de la vista de todo el mundo. El sol de Celery se había esfumado y ella se acurrucó junto con Anneke para apalear el frío helado que se colaba por debajo de la ropa y las mantas.
Como acababa de despertarse, Alexandria ya no sentía deseos inmediatos de dormir, así que se quedó de pie, callada y con la manta que le tocaba para dormir, mientras Ikei tomaba el primer turno para vigilar.
Luego, cuando él se acomodó en el suelo, mirando hacia el camino, marchó a sentarse a su lado.
—Seguro te aplasté todo ese rato, ¿no? —le dijo ella. Las piernas de Ikei temblaban ligeramente, aunque estaban cubiertas por gruesos pantalones y botas de cuero. Casi sin pensarlo, Alex se arrimó a su costado. Le pasó un poco de su manta por encima.
—¿No vas a dormir? —preguntó él, a cambio, sin moverse ni un centímetro.
—Me espabilé —confesó Alex, con un encogimiento de hombros—. Después de todo, nunca fui de dormir mucho de noche.
Ikei lanzó una pequeña carcajada.
—Nadie diría que tener insomnio podría ser un síntoma de ser una deidad, ¿no?
Alex puso los ojos en blanco.
—Ni me lo digas. No es algo que me agrede pensar, aún.
Él la miró de reojo, antes de abrir la boca.
—Aún estás bastante confundida.
Ella apretó los labios y bajó la cabeza. Confundida era poco. Había demasiado que procesar. Ni siquiera había comenzado a entender las cosas y ya se sentía muy atrasada. Eleni era mucho más joven, más avispada y estaba mil veces más preparada. Sentía que no la alcanzaría nunca.
—Es probable que te sientas confundida por bastante tiempo más —añadió él y Alex suspiró.
—Vaya, tienes experiencia hablando con diosas que acaban de descubrir que lo son, ¿no? —bromeó, pero su tono no fue muy alegre e Ikei lo percibió.
—Siempre me han dicho que soy buen consejero.
Giró la cabeza hacia él.
—En verdad que eres demasiado bueno —musitó, curvando los labios en una sonrisa tímida.
Ikei se rascó la frente, repentinamente avergonzado.
—Bueno, no demasiado.
Ahí, ella sonrió de verdad.
—Aunque no eres bueno aceptando halagos. Es un lujo que una diosa te halague —le recordó. Él bufó y puso los ojos en blanco.
—Me preguntaba cuando empezarías a alardear sobre eso.
Alexandria chistó y dobló las rodillas para pegar las piernas a su pecho. Pensó que así mantendría el calor y realmente lo sintió cuando apoyó el mentón en ellas.
—No te olvides que todavía no me siento cómoda con esto.
—Lo sé.
Se quedaron hombro con hombro, tocándose por apenas unos milímetros, mucho menos que lo de siempre, pero para Alex de pronto se volvió más íntimo. Extrañada con las sensaciones que le embargaron, apretó las piernas y se acomodó un poco.
—Me asusté cuando aparecieron los maleantes —dijo, entonces, para romper el silencio abrumador que se formó entre ambos—. Creí que iba a perder el control otra vez. De nuevo sentí como si fuera a matar a todo el mundo.
—Pero no pasó —le dijo Ikei—. Lo hiciste muy bien.
Ella hizo una mueca de disgusto.
—No lo sé, me sentí aterrada. No creo que pudiera manejar bien esas emociones.
—Si te sirve de algo, yo también estaba asustado.
Alex enarcó las cejas.
—No lo parecías.
—No, pero en realidad soy muy torpe —replicó Ikei, con una risita—. Así que, en ocasiones como esas, siempre temo cometer un error producto de mi torpeza. Estoy acostumbrado a eso. Me da vergüenza, así que me esfuerzo por aparentar.
—No deberías sentir vergüenza —le dijo Alex, sin pensar—. Te ves tierno cuando te tropiezas con algo.
Apenas terminó de hablar, cerró la boca de golpe. Acababa de soltar algo que nunca debería haber abandonado sus labios y ver la expresión de Ikei ante sus palabras le hizo sentir un calor terrible que le trepaba por el pecho y la nuca.
—¿Gracias? —dijo él y en enseguida, ella tuvo la necesidad desquiciada de aclararse.
—Bueno, digo... es que, te ves tierno cuando te sonrojas —explicó, echa un torbellino de palabras e ideas—. Ya sabes... es que resulta que a veces los hombres atractivos y duros no son buenas personas. Y tú eres tierno y eres bueno... ¡Y también eres atractivo! No quiero decir que no —balbuceó, estirando las piernas de golpe. El calor le había llegado a la cara. La sofocaba—. Solo me refería a que eres otra clase de persona, una persona bonita y que es sincera y linda al mismo tiempo. No esa clase de macho que pretende dominarte solo por eres más pequeña que él y bueno, eso también es lindo y...
Se calló. Ikei seguía mirándola, sin aire. Su cara estaba roja y ella podía notarlo en la oscuridad. Pensó que, por el calor que sentía en sus propias mejillas, debía estar igual que él.
Se sintió terriblemente estúpida. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué estaba diciendo esas cosas? Había querido exponer un punto cierto ahora que conocía personas amables, pero había terminado expresando demasiadas veces que él era lindo.
—Lo que quiero decir es que... hay gente que...
Volvió a cerrar la boca. Mientras más trataba de aclarar, más lo arruinaba. E Ikei seguía callado, observándola estupefacto.
—¿Te... refieres a tu amo? —respondió él, una eternidad después.
Alex se tranquilizó, la sensación de estupidez se desvaneció y fue reemplazada por el desconcierto.
—¿Eh?
—Bueno, hablabas de... hombres rudos y poco amables que te trata de forma inferior. Debes hablar de él. Vi como te trataba y te violentaba en el pueblo, antes de que huyeras.
—Era una esclava, todos me trataban de forma inferior —murmuró.
Él se arrimó a ella, como si nunca hubiese dicho nada vergonzoso, ni le hubiera dicho mil veces que era lindo y Alexandria, de alguna manera que no podía explicar, estuvo segura de que él lo hizo a propósito, porque no quería ponerla nerviosa. Quería dejarlo ir para no incomodarla.
—¿Podrías contarme exactamente qué pasó ese día? —inquirió.
Conmovida por esa certeza, Alex tomó aire y volvió a encoger las piernas, llevándolas otra vez hacia su pecho. Ikei no solo buscaba distraerla de su verborragia, sino que quería conocer parte de su vida. Eso la ayudaba a cambiar el tema.
Pero, por otro lado, era mucho más fácil hablar ahora de lo que había sucedido. Era ridículo, tal vez en cierto modo insensible, pero saber que Thielo no había matado a Peony le hacía más sencillo referirse a él.
—Yo escribía en las noches. Como no recordaba nada de mi vida antes de los cuatro, cinco años, temía olvidar lo que sea que haya vivido después —explicó, con lentitud—. Así que robaba pergaminos y tinta y lo escribía. Lo hacía en la campiña, a oscuras, donde nadie podía verme. No me molestaba la falta de luz porque...
—Tú ves en la oscuridad —completó Ikei.
Alex lo miró de lleno.
—Sí —admitió y clavó los ojos en la carreta, pensando en todas las cosas que le había dicho Eleni antes sobre sus poderes, en todo lo que le faltaba por descubrir—. Pero esa noche Thielo me descubrió y no estoy segura de cómo las cosas se salieron de control. Él quería leer mis memorias y a mí no me agradaba esa idea.
—Bueno —dijo Ikei, encogiéndose de hombros—, eran cosas privadas.
—Escribí algunas sobre Thielo —admitió—. Él, de alguna forma, me parecía un hombre atractivo. Solía ser amable conmigo, porque quería algo de mí. Yo sabía lo que quería y llegué a pensar que quizás era bueno... para mí —No sabía si Ikei la entendería. Cuando terminó de decirlo, pensó que él la juzgaría mal y que quizás no debería haber sido tan específica. Sin embargo, cuando evaluó su expresión, notó que ninguna expresión de desagrado pasaba por su rostro. Ikei seguía tranquilo, respetuoso y eso la hizo continuar—. Pero yo no quería que lo leyera y se enojó cuando le quité los pergaminos de las manos. Yo era una esclava y lo desafíe. Y entonces... pretendió castigarme obligándome a acostarme con él.
En ese momento, un extraño sonido salió de la garganta de Ikei. Alex esperó prudencialmente para continuar, mientras una brisa helada le despeinaba el cabello de la cara y la obligaba a pegarse más a él en busca de calor.
—¿Y qué... pasó?
—Le dije que... le dije que, si me obligaba, le diría a todo mundo que tenía una aventura con una viuda —musitó—. Y yo no tenía ni idea de donde había sacado eso. ¡Te juro que ninguna!
—Te creo —respondió Ikei.
—Y yo... yo creo que esa idea la saqué de él —contestó ella, pensando ahora en cómo estaba tan segura de las intenciones de Ikei en ese momento—. Celery dice que es posible.
Él asintió, pensativo.
—Yo también lo creo. Anneke es la primera de la Orden de Nyx y puede captar pensamientos o ideas vagas de las cabezas de las personas. Tu eres Nyx en persona, es obvio que estabas ya utilizando tu magia.
—Supongo —murmuró, encogiéndose de hombros y regresando los ojos claros al rostro de su compañero—. Estás cosas me ponen un poco inquieta, porque no sé cómo funcionan... Como esa alarma en mi cabeza.
—¿Alarma?
Ella asintió.
—Cuando Thielo se enfadó y dijo que era capaz de cualquier cosa para silenciarme, escuché ese... pitido en mi cabeza, como una campana que suena cada vez que algo anda mal, cada vez que estoy en peligro. La escuché muchas veces desde entonces. Hoy fue la última vez, con los maleantes. Me avisa que algo malo va a suceder.
Durante un momento, los dos guardaron silencio. Miraron el campo frente a ellos, preguntándose qué era exactamente lo que escuchaba ella.
—Luego —siguió Alex—, corrí lejos de allí. Me escondí en colinas y cuando bajé al pueblo me enteré de que Peony había sido asesinada.
—Él lo hizo, entonces. —dijo Ikei—. Se desquitó con ella porque no pudo tenerte a ti.
—No —repuso Alexandria—. Celery me dijo que no fue él. Y aunque eso me ayuda a hablar más de él, en realidad no es ningún consuelo para mí, si lo pienso. Al final, lo maldije.
Él ladeó la cabeza, pensativo.
—Después de todo, tenías que escapar de él. Y tampoco es que él fuera una buena persona.
Alexandria no contestó. Probablemente él no lo era. No lo había conocido en verdad. Pero, ¿se merecía la muerte?
Se hizo una bolita, abrazando sus piernas y no se alejó de Ikei cuando él se arrimó para darle calor. El silencio se apoderó de ambos y bajo la intensa oscuridad de la noche, ante el campo vacío que estaba enfrente, pensó en lo único que podía hacer por salvar a Thielo: rezar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro