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17. Hogar

Al principio, no supo porqué estaba siendo más consciente que nunca de la cercanía de Ikei, de la manera en la que la sujetaba contra su cuerpo. Pensó cosas disparatadas, como que su pecho se sentía firme y cómodo.

Fueron segundos de histeria en los que todos sus miedos se vieron superados por ese gesto tan casual como los labios de su amigo cerca de su rostro. Pero, cuando se acercaron a la carroza, cuando estuvieron bajo la influencia de la luz de Eleni y la mismísima diosa los esperaba sentada en la carreta, todavía sonriendo angelicalmente, Alex se aferró a esos ridículos sentimientos. Eran lo único que tenía para ignorarla y subirse con Ikei a la carreta. Él era lo único que tenía para pasar esos instantes tan incómodos.

—Celery —dijo Eivor, llamando la atención de la niña y ella, finalmente, se giró hacia delante cuando hizo avanzar a los caballos. Con una risita, la bola de luz que flotaba sobre sus cabezas se disolvió.

El resto del camino se hizo en pétreo silencio. Alex se quedó dura junto a Ikei hasta que llegaron a Phanem. Anneke solo se giraba hacia ellos para ver a Eivor y Celery no volvió a darse la vuelta.

Ya en los caminos de la pequeñísima ciudad, se dedicaron a buscar un lugar apartado donde descansar. A esa hora, encontrar una pensión sería prácticamente imposible, por lo que Eivor dirigió el carro hasta las afueras del pueblo y lo acomodo bajo un imponente y enorme árbol.

—¿Qué tal si cenamos antes de dormir? —propuso, amablemente.

Celery brinco fuera del carruaje e inspeccionó el lugar, creando varias bolas de luz que flotaron a su alrededor como luciérnagas. Corrió por el campo dando saltitos y entonces pegó un grito:

—¡Aquí hay madera seca! —expresó, contenta, sin mirar a Alex, que durante un momento la había seguido con la mirada, un poco maravillada por la naturaleza de esa magia. No se preguntó, de todas formas, cómo había logrado encontrar madera seca tan rápido. Ella, con solo verla, no la habría notado enseguida.

Siguió mirándola, analizándola. A pesar de promulgar ser una deidad, la niña era risueña y alegre. Y, sin embargo, aunque era muy pequeña y debería haber tenido la torpeza de cualquiera de su edad, poseía una gracia y elegancia que jamás había visto ella antes en un niño.

Frunció el ceño, entonces, al verla enredarse los rizos dorados, que resplandecían con la luz, alrededor de los dedos. Tuvo una fuerte sensación de Dejavú, como si eso lo hubiese visto antes.

«No», se dijo Alex, sacudiendo la cabeza. «Es algo que hacen muchas personas». Ni por casualidad tenía que significar que conocía a la niña. Pero a pesar de sus negativas, aunque quería ignorarla y fingir que la niña no estaba ahí, no podía evitar estar pendiente de ella. Crecía en su pecho una sensación extraña de reconocimiento, igual a la que sintió cuando la vio por primera vez.

No encontraba una manera de quitarse todo eso de encima. Apretó los labios al comprenderlo y se llevó una mano al pecho, cuando la asaltó el miedo de nuevo. Y el dolor. No podía escapar de eso y eso era lo que dolía, porque significaba que Celery era algo para ella. O de ella.

Se bajó de la carreta con la cabeza gacha y fue a sentarse a un lugar apartado de la luz del fuego que pronto Eivor e Ikei encendieron para todos. Anneke se sentó a un lado de su repentino amor platónico y Celery al otro, casi aovillándose junto a su hermano para comer lentamente algunos trozos de pan que compartió con Ikei.

Todos notaron que Alexandria se había apartado, pero nadie se movió, porque no querían molestar ni presionarla, excepto Ikei. Él le acercó trozos de carne seca y pan y se sentó cerca, entre las raíces del gran árbol. Esta vez, no le habló, no intentó decirle nada para animarla.

Alex comió. Ya no se sentía tan mareada y agradeció que no estuvieran todos observándola constantemente, porque así al menos podía retraerse con sus propios pensamientos, sin sentirse tan juzgada.

Alrededor de la fogata, todos conversaron, pero después de unos cuantos bocados, Celery dejó caer la cabeza contra el brazo de su hermano, con una expresión somnolienta. Él le preguntó en susurros si ya quería dormir y, refregándose los ojos, la niña asintió.

Aunque su hermano le indicó que se acomodara en la carreta, Celery se levantó y en vez de hacerlo, sacó varias mantas para llevarlas cerca del fuego. O, más bien, cerca de Alex e Ikei, aprovechando las enormes y largas raíces que podían protegerla del frío. Luego, saludó a todos, incluso a Alexandria con una gran sonrisa y se tumbó.

—Duerme temprano. Ya es muy tarde para ella —explicó Eivor a Anneke, en voz baja—. Cuando cae el sol es cuando está menos activa.

—Tiene sentido —contestó Anne, asintiendo rápidamente hacia él y sonriendo mucho más que encantada.

Alex no le prestó atención a ninguna otra cosa que dijeron, porque ya no hablaron de Celery. En cambio, recordó las millones de veces que había odiado la mañana y el brillo del sol y había preferido la noche o los días nublados. Siempre se sentía más lenta durante el día y más contenta en la oscuridad. También recordó las millones de veces que había escrito, en el medio del campo a altas horas de la noche, sus vivencias sin necesitar ni un poco de luz, ni siquiera la de la luna, porque podía ver a través de las penumbras.

Tragó saliva y apoyó la frente en sus rodillas. Hasta ahora, nada de eso le había parecido una rareza.

—¿Quieres más, Alex? —preguntó Ikei, ofreciéndole un último pedazo de pan.

—No, está bien.

—¿Agua?

Ella asintió despacio y tomó la cantimplora con un gesto poco animado. Ikei apretó los labios.

—Oye, Alex...

—Estoy bien —respondió con voz ahogada, aunque los dos sabían que era una gran mentira.

—Iba a preguntarte si no tienes frío —dijo Ikei—. El suelo está algo húmedo y el frío se te pega a los huesos, ¿no?

Él palpó la tierra. Cuando lo dijo, Alex pensó que tenía razón, pero hasta ese momento, tan ensimismada con sus tragedias, no se había dado cuenta de que tenía el trasero helado y entumecido.

—Estoy bien —repitió, pero se removió en su lugar, para despegarse un poco del suelo. Ahí notó que sí sentía la cola y las piernas húmedas.

—Espérame —indicó él, levantándose con más gracia y elegancia de la habitual y recorriendo la distancia que los separaba hasta la carreta. Tomó una manta, al igual que lo había hecho Celery, después de preguntarle a Eivor, y regresó con ella—. Es lo bastante gruesa como para mantenerte cálida.

Alex tomó el tejido de lana y se lo puso encima de las piernas sin chitar. Sin embargo, cuando él se sentó a su lado, con las piernas flexionadas, y apoyó los brazos en las rodillas, ella se dio cuenta de que él no tenía nada.

—¿Y tú?

—En cuanto se sequé un poco más mi capa, me la pondré —explicó—. Se mojó un poco y el frío no ayuda.

Alexandria lo miró de arriba abajo. Ikei no parecía la clase de persona que se enfermaba así nomás. Aunque era torpe, bastante, tenía un buen porte, brazos y piernas fuertes. Y sin duda estaba acostumbrado a viajar y a soportar climas adversos, pero ella sabía que en la madrugada haría más frío.

Despacio y sin decir nada, se arrimó a él. Ikei dio un respingo antes de que ella intentara ponerle la manta por encima.

—¿Qué haces? —le urgió, temblando como un pollo, de la nada.

Alex frunció el ceño.

—Compartirte la manta, por supuesto —dijo.

Ikei se atragantó con su propia saliva.

—¿Compartir? ¿Qué? No, por todas las di... —se interrumpió, justo a tiempo—. Yo estoy bien, tú estás bien, no hay que compartir y además... ¿juntos? Tendríamos que dormir pegados y...

Alexandria puso los ojos en blanco. No tenía ni idea de por qué él estaba tan histérico, pero aprovechó su crisis para echarle la manta encima. Conociéndolo, él no le haría el desaire una vez estuviese tapado.

—¿Por qué balbuceas? —le preguntó—. No es como si te hubiesen dicho que eres alguien más, como a mí —soltó ella, irónica—. Además, no tienes que compartir si no quieres.

Ikei, que alternaba miradas entre la manta y la cercanía entre ambos, se puso tan rojo como su pelo.

—¡Yo no dije que no quiero! —exclamó él, demasiado fuerte. Desde la fogata, Eivor y Anne los miraron sorprendidos—. Es solo que no quedará suficiente para ti. Créeme, yo estaré bien.

—No seas modesto —respondió Alex, pegándose a su costado. Ikei se puso rígido y ella pensó en porque antes, cuando la contuvo y la abrazó no había actuado igual. Entonces, recordó la forma en la que sus labios se acercaron a su oído y el cosquilleo que eso le produjo. Terminó por volverse una estatua al igual que él.

—Mi hermano no va a poder creer esto —suspiró Ikei, entonces, pasado un minuto en el que ninguno de los dos se relajó. Estaban pegados, hombro con hombro, en el hueco de las raíces del árbol, todavía con el trasero helado pero con las caras calientes.

—¿A qué te refieres? —preguntó Alex, exhalando lentamente. Trató de relajar los hombros y no sonar nerviosa. A decir verdad, él se sentía muy bien. A pesar del frío, él estaba tibio, y no le apetecía marcharse a ningún otro lugar.

Él suspiró. Pero luego bufó, casi riéndose de un chiste que todavía no compartía.

—Ya sabes que soy algo especial —musitó, girando levemente la cabeza hacia ella. Cuando Alexandria enarcó una ceja, él sonrió—. No soy muy ágil que digamos, ni tampoco soy un gran seductor y un galán. No como él y sus amigos, que sí eran mucho más...

Ella esperó, pero Ikei cerró la boca durante.

—¿Más qué?

—Más... no sé... directos.

—Ajá —replicó ella, sabiendo precisamente a qué se refería. Había conocido a hombres así. Petro fue uno y ella, tan desesperada por un cariño, le creyó al instante todas las invenciones de amor que le había soltado. Por esto, también creyó que Thielo era diferente, alguna vez, porque no parecía ser tan directo como Petro. Parecía más educado, más dulce... Pero las apariencias engañaban.

Miró a Ikei una vez más, pensando que él jamás podría ser así, como Thielo, de esos que parecen ser atentos y luego son unas bestias, unos monstruos. No, Ikei jamás podría ser así. Estaba segurísima de ello.

—Yo no soy muy talentoso hablando con otros —dijo él, casi con una risa. Alex quiso decirle que estaba loco, muy equivocado. Siempre tenía una forma de hablar muy cariñosa, hacía sentir que sí estaba escuchándote y apoyándote. ¿Cómo no iba a ser talentoso?—. Menos con chicas. Así que siempre dijo que nunca compartiría ni una manta con una. Si ahora supiera que comparto la manta con una diosa, él...

Toda la apreciación que ella tenía por él, en ese momento, acabó abruptamente. Le dio un vuelco el corazón al saber que seguía pensándola como una deidad y aferrándose a ella y no a la Alexandria que había rescatado del bosque en la tormenta.

Se ofuscó, más rápido de lo que quiso.

—Ikei —gaznó—. No vuelvas a decir eso.

—¿Qué cosa? —dijo él, sin entender de qué le estaba hablando.

—No vuelvas a decir que soy una diosa.

Él giró la cabeza hacia ella, sereno. Sus ojos se encontraron y brilló en él una seriedad y una paciencia tan absoluta que Alex se molestó aún más, porque sí, él era talentoso con las personas y por casi un momento le quitó el enojo de solo verlo.

—Lo eres —le dijo.

—No —contestó ella, apartando la mirada. Era mejor no verle los ojos, no enfrentarse a las certezas que danzaban en ellos.

—No entiendo por qué no quieres verlo. Por qué lo ves como si esto fuese una maldición.

Ella se enervó.

—¿Cómo que no? —terció ella—. Tu sabes tanto de las diosas, ¡tienes que ver lo obvio! ¡Yo no soy ella! ¡Yo no soy Nyx! Y es mejor que no lo sea, más vale que no lo sea.

—La verdad —dijo él, arrugando la frente—. Es que no entiendo porqué dices esto. Sí sé de las diosas, y es por eso que no comprendo tu malestar. ¿No debería estar cualquier persona feliz de saber que es una deidad? Tienes grandes poderes, puedes hacer grandes cosas por el mundo. Creo que hay miles de niñas que sueñan con ser alguna diosa.

Alex tampoco entendía por qué él no podía verlo. Supo entonces que él no lo sabía, no conocía la magnitud de su maldad. Si no, no estaría ahí, cerca de ella, hablándole lindo y consolándola.

—¡Porque sería atroz! —le explicó—. ¡Tu viste lo que puedo hacer! Maté gente, Ikei.

Él apretó los labios.

—Como muchas otras diosas —contestó y eso, por un segundo, la dejó pasmada—. En vida, tanto Candace como Calipso han asesinado gente. Se sabe —añadió con un encogimiento de hombros. Esa verdad no dejó que Alexandria contestara, por varios segundos. En su mente, Candace y Calipso eran diosas supremas y buenas, que traían vida y calor al planeta. Seguro, si habían matado, había sido justificado.

—Apuesto a que Eleni no —zanjó, sin mirar al pequeño bulto que había a un par de metros de ellos, la mismísima diosa de la luz.

—Está chiquita —puntualizó Ikei y la naturalidad con la que lo dijo volvió a dejarla pasmada—. Hay que darle tiempo.

—¡No entiendo por qué estás viéndolo como algo tan natural y bueno! ¡Matar no está bien! —exclamó ella, pero Ikei negó rápidamente con la cabeza.

—Claro que no. Pero son nuestras diosas quienes deciden el destino de los seres humanos. Ellas nos crearon, así que tienen potestad sobre nuestras vidas y muertes. Quienes Candace y Calipso mataron, se enfrentaron a ellas e hicieron daños a otros. Lo mismo que tú, quienes tú mataste, hicieron daños a otros.

Pero, aunque sus palabras sonaban lógicas, a Alex le caían pesadas en el estómago. No le parecía que tenía que ser así. Siempre había adorado a las demás diosas y le había temido a Nyx. Incluso le temió cuando mató a Petro, porque sabía que su destino estaba en la diosa de la muerte y los castigos. Y aunque nunca se hubiese atrevido a cuestionarla, siempre la vio como la mala del cuento, como que lo que ella hacía estaba mal.

—Oye —dijo Ikei, poniéndole una mano en el hombro—. Realmente no conozco a Celery, pero no se me ocurriría dudar de Eleni. Entiendo que tú sí puedas dudar de ella, por temor. Pero, ¿por qué estás dudando de ti misma? Viste lo que eres capaz de hacer, ¡yo lo vi! Has hecho magia que jamás nadie había visto. Manipulaste animales para que te obedecieran, personas... Nyx es la diosa de la mente y ningún brujo podría llegar tan lejos. Sé que debe dar miedo enfrentarse a todo esto, muy nuevo, cuando recién acabas de libertarte, pero no pienses lo peor de ti misma. No niegues quién eres.

—¿Negar dices? —susurró Alex.

—Sí y es por eso que te digo que entiendo que...

—No —exclamó ella, apartando la manta para alejarse de él—. No lo entiendes. Porque si lo hicieras comprenderías que, si soy la diosa de la oscuridad, todas mis pesadillas se harán realidad y todo lo que vi que haría realmente lo haré. ¡Y nadie, ni siquiera ella, podrá detenerme! —Señaló a Celery, que había despertado y miraba la escena en silencio, al igual que su hermano y Anneke—. ¡Destrucción, muerte, pestes! ¡Sangre por todos lados, cuerpos y cuerpos apilándose uno encima de otros! ¿Por qué quieres que acepte eso? ¡Nada podrá pararme y es horrible!

La cara de Ikei se transformó. La comprensión brilló en su rostro antes de cubrirse de dolor y pena.

—Yo te detendré —musitó.

—¿Tu? —chilló Alex, con un tono tan agudo que pareció histérico. Se le saltaron las lágrimas de los ojos, esas que había guardado todo ese rato—. Si Eleni no podría detenerme, ¿cómo podrías hacerlo tú, Ikei? ¿No has oído lo que dicen de mí? —agregó, temblando a medida que el llanto aumentaba. El miedo se apropió de ella, un susurro zumbaba cerca de sus oídos, como si la muerte hubiese estado todo ese ratito callada, esperando que entrara en crisis para atacarla—. Que soy la diosa de la muerte, ¡del mal! La diosa que todo el mundo teme porque trae horrores consigo. ¿No lo has oído? ¡Yo sí! Toda mi vida.

—¡Sí lo he oído! —contestó él, inclinándose hacia ella. Logró agarrarle la mano y aunque Alexandria quiso alejarse, no la dejó—. ¡Claro que sí! Y todo eso es mentira. Son rumores populares, basados en delirios y cuentos para aterrar a los niños y a los delincuentes. Pero nada de eso es verdad, Alex. ¡Y, Diosas, lo siento! No sabía que tú habías crecido con eso —añadió, bajando la voz. Su pulgar le acarició el dorso de la mano y, lentamente la atrajo hasta él. Todavía llorando, Alex se dejó llevar—. Las leyendas escritas de Nyx, tanto de Candace como de Calipso, de su puño y letra, hablan de Nyx como una hermana amable y paciente, además de sumamente inteligente. Así que no te dejes llevar por eso. ¡Nyx es la diosa de la noche, la diosa de las estrellas, de la astronomía, de los sueños!

—¡Pero mis visiones dicen otra cosa! ¿Qué hago con eso, eh? ¡Son reales, Ikei!

Ikei la agarró de los hombros.

—¡Entonces pregúntale a tu hermana, que allí está para que resuelva tus dudas, cómo las evitaras! —le dijo, señalando a Celery, que tenía los ojos dorados como platos.

Alexandria miró a Eleni una sola vez antes de deshacerse de las manos de Ikei. La mirada dorada de la niña pasó del desconcierto a la sorpresa a una llena de certezas que la asustó. De alguna manera, Celery tenía la capacidad de verse y actuar como una niña, y luego revelar su grandeza y poder y cuan antigua era su alma.

Se puso de pie y, limpiándose las lágrimas, se alejó del campamento. Se sentó suelo, a varios metros de allí, donde el aire pegaba frío lejos del fuego y del humo de la fogata. Esta vez, Ikei no la siguió y lo agradeció infinitamente. Necesitaba un momento a sola para procesar sin que nadie le insistiera en que todo iba a estar bien. No lo iba a estar y ella no podía confiar en ciegas palabras de una persona que, buena como era, solo veía lo que conocía. Con todo lo que ella había visto, la bondad de Ikei no alcanzaba para calmar sus temores y ansias.

Escuchó unos pasos livianos detrás y no necesitó darse la vuelta para saber quién era. Esperó, pero tampoco se volteó. Juntó las rodillas y enterró la cara en el hueco que se formaba entre su pecho y las piernas. Las lágrimas se le escurrieron por las mejillas y contuvo al resto, porque le avergonzaba llorar delante de una niña.

Suspiró ruidosamente y los pasos se detuvieron.

—¿Quieres que me vaya? —le dijo Celery.

Alex no supo que contestar. En realidad, quería decir que sí, pero, en el fondo, pensaba que quizás Ikei tenía razón y tenía que hablar con ella. Pero, luego, se acordó de lo antigua que se veían sus ojos y que, después de todo, esa niña era una diosa, era Eleni misma, y se estaba enfrentando a un espíritu poderoso, uno que estaba ahí para juzgarla.

—Eivor dijo que debías... dormir —respondió.

—Es muy difícil si se la pasan gritando —resolvió Celery, dejándose caer a su lado. Su voz cantarina sonaba un pelín divertida. Alex ni siquiera levantó la cabeza. Lo único que le faltaba era que la diosa se burlara de ella—. No quiero molestarte ni contradecirte porque eres más alta que yo ahora —añadió, al ver que no le contestaba—, pero mi tamaño actual no define mi edad real. Ni la tuya. Así que podemos hablar de igual a igual, ¿no te parece?

—No sé si quiero hablar —replicó Alex.

—Si me permites decirlo, creo que nos va ayudar ambas. Después de todo, somos hermanas y aunque hemos estado separadas un pequeñísimo tiempo, en el mundo humano todo parece más lento. ¿Sabías que somos gemelas, no?

Alex no respondió. Lo sabía. Por eso se decía que Nyx era la contraparte malévola de Eleni. Eso era lo que cantaban todos los pueblitos del valle y las montañas y bosques de su tierra natal.

—Nosotras nos creamos luego de que Rhodanthe permitiera que Candace y Calipso se crearan a sí mismas. Nacimos al mismo tiempo, porque la luz y la oscuridad no pueden existir la una sin la otra. Así que siempre hemos estado juntas, nunca separadas. Y supongo, porque esto sí no lo recuerdo, que habrá sido difícil para las dos encarnar con años de diferencia y lejos...

—Ya. Por favor... —le suplicó Alex. Suspiró otra vez y sorbió ruidosamente por la nariz—. En verdad necesito estar un rato sola... Estoy acostumbrada a estar sola, ¿lo entiendes? Yo nunca tuve familia y mis únicos recuerdos son en soledad trabajando para otros. Todo esto —murmuró—, esto —agregó, señalándose a sí misma, al levantar un poco la cabeza—, es demasiado para mí. Sobre todo, porque entiendo ahora, con más razón, que todo lo que vi será espantoso.

Celery se arrimó más ella.

—Sabes, sobre lo que dijiste —murmuró—, sobre eso de que si se cumplía ni yo podría detenerte. Estás equivocada.

Alex la miró de reojo. La niña miraba el campo que tenían delante, que se extendían unos cien metros más hasta un bosque bien cerrado.

—Tu no has visto lo que yo ví —contestó, irguiéndose más.

—No, lo escuché. Es mucho sobre ti matando gente —replicó Celery, volviendo los ojos a su rostro con una sonrisa, pero la borró al ver las lágrimas en su mejilla—. Ikei me contó lo que pasó con tu antiguo amo y los malhechores que quisieron atacarlo. También Anneke me contó que quisiste lastimarla. Pero dudo mucho que eso haya sido tu culpa.

Así que Anneke le había contado lo terrible que fue. Se sintió avergonzada como nunca. Simplemente, porque jamás creyó que tendría que exponerse tanto ante otros, menos ante una diosa.

—¿Cómo que no? Iba a matarla. Y es una inocente. No una mala persona, como dice Ikei que sí vale la pena en esos casos.

Celery frunció los labios.

—No es que Ikei diga que valga la pena —contestó, con mucha cautela—. Ikei se refiere que a las diosas le dimos la vida a los seres humanos. Es un regalo. Hay un mito muy bonito sobre eso, sobre la creación —añadió—, en el que se cuenta que nosotras le dimos cada una algo a los humanos. Rhodanthe les dio el alma, hecho por su éter, Calipso les dio la sangre, tu les diste la mente y los sueños, yo la inteligencia, etc, etc. Todos fueron regalos. Y se les advirtió que, si no retribuían bien esos regalos, estos podrían se retirados. Si no eran buenos, si no respetaban a otros, si hacían daño a sus hermanos, podrían ser castigados por nosotras. Cualquiera diría que es un mito para animar a los seres humanos a no descontrolarse, pero eso no ha funcionado durante toda la historia, ¿no? Si no, no existirían las guerras ni la esclavitud.

Alex no le contestó. Nunca había escuchado ese mito y su voz tierna lo hacia parecer algo muy sensato, a pesar de lo duro.

—Es curioso como quienes están de acuerdo con dañar y pisotear a otros hayan olvidado estas cosas y en cambio, promulguen mentiras como que Nyx, la diosa de la noche y las estrellas guía y los sueños, va a perseguirlos y a castigarlos por no ser esclavos "ideales". Lo que tu antigua ama te dijo cuando eras niña, que si no trabajabas lo suficiente Nyx te colgaría por inepta y mala... pues claramente era una tontería.

Quedarse de piedra se estaba volviendo una costumbre para ella ese día. Había sufrido muchísimo con Maeve a lo largo de su vida. Recibió tantas veces su látigo que lo que menos se acordaba era la cantidad exacta de palabras y amenazas que le había dirigido desde que era pequeña. Estaba acostumbrada a ordenar sus recuerdos por el nivel de dolor y angustia, así como todos los esclavos de esa casa.

Por ello, se había olvidado completamente que, cuando mas o menos tendría la edad de Celery, Maeve la castigo por haberse tropezado con tapete y haberlo ensuciado. Ni siquiera era uno caro, tampoco estaba muy limpio ya, pero su antigua ama siempre buscaba excusas para demostrar su poder sobre los demás. Pero con ella, ahora que lo pensaba, siempre había sido especial.

Ese día, Alex no rompió nada, pero recibió muchísimos calificativos y una vez más, Maeve le recordó que era una sucia huérfana que nadie había querido y que ella salvó de milagro, pero que estaba tan maldita por las diosas y por sus propios padres, que no la quisieron, que no le extrañaría que Nyx viniera para llevársela del pescuezo. Y que, si eso ocurría, que iba a ocurrir, tarde o temprano porque Alexandria era débil, tonta, demasiado haragana, desagradecida y sucia, ella no lo impediría.

Tuvo tanto miedo esa vez, que intentó trabajar más duro, aún cuando ya lo hacia lo bastante arduo. Luego, con el paso de los años, lo fue olvidando. Ahora, era consciente de que Maeve había utilizado la figura de Nyx para aterrarla y forzarla a trabajar más.

—¿Cómo sabes eso? —dijo, con un hilo de voz.

Celery apoyó los codos en las rodillas y las mejillas en sus manos.

—Soy Eleni, la diosa de la luz y la sabiduría. Hay muy pocas cosas en este mundo que no sé —contestó—. Y por eso te digo que es ridículo. Primero, porque Nyx jamás castigaría a humanos inocentes, castigaría a quienes los están abusando. Y segundo, porque tú eres Nyx. No podrías colgarte a ti misma del pescuezo, ¿o sí?

Aunque eso sonó como un chiste, uno bastante bueno, Alexandria no pudo reír. Había mucho que procesar en su cabeza y de a poco, aunque quisiera mantenerse sana y salva en la negación, entendía lo que ella e Ikei le querían decir.

—Estoy segura de que algún día, cuando esto deje de ser doloroso para ti, realmente aceptarás lo que ya sabes: que eso fue necesario. No fue bonito, ni agradable. Pero tenías que proteger a otros. Ojalá no fuera necesario. Pero a veces no hay otras opciones y somos nosotras las que tenemos que tomar esas responsabilidades, por el bien de las almas de otros seres humanos. Para nosotras, no existe el infierno o la desolación eterna, pero para ellos sí. Ahí es donde están los delincuentes que mataste para salvar a Ikei.

Guardaron silencio. Alex no volvió a mirarla, porque le agradecía sus palabras y le costaba admitírselo. Sin embargo, Celery no se molestó por eso. Agitó las piernas contra la tierra, mientras bostezaba. Se llevo una mano a los ojos, se los frotó y volvió a girarse hacia ella, como si ya la hubiese dejado pensar por demasiados minutos.

—Y sobre lo de tu haciendo cosas horribles y crueles... Sobre lo que pasó con Anneke... En primer lugar, todo lo que ocurre en sueños no es precisamente cierto. El subconsciente es un universo muy extraño y fascinante. Ya sabes, en cierta manera, lo creamos juntas —explicó—. Tú te encargas de la parte irracional, de la que fluye cuando los seres humanos duermen o dejan fluir sus deseos. Yo, de la parte racional, del saber y de la información. Somos distintas, pero muy parecidas. Y tú mundo, el de los sueños, es bastante divertido la mayoría del tiempo. Pero también está alimentado por las cosas que vemos día a día. Has visto mucho dolor en tu vida Alex. Te tocó, por alguna razón que todavía no puedo dilucidar, una vida difícil y aterradora. Tienes mucho miedo y es lógico. Así que... algunas cosas son realmente pesadillas. Y nada más que eso. Lo malo, es que esas pesadillas y el despertar de tus poderes te han puesto fuera de control alguna que otra vez. Pero no es que seas mala. No lo eres. Nyx no lo es. Y, además, si tu dejaras salir todo tu poder, como diosa de la oscuridad, yo sería la única que podría enfrentarte.

Otra vez el silencio flotó en el aire. Alexandria ya no sentía ganas de llorar y nunca pensó que sería tan sencillo quitarse ese peso muerto de encima. Escuchar a Eleni tenía un efecto sedante, apaciguador.

—No veo que estés en mis sueños —murmuró Alexandria, esta vez mirándola de lleno. Los ojos dorados de Celery brillaron en la oscuridad.

—Quizás no me ves, pero claramente, no hay oscuridad si no hay luz. Y no hay luz si no existiera la oscuridad. Yo no podré vencerte nunca, pero tampoco podrás librarte de mí jamás —explicó la niña—. Nos necesitamos la una a la otra para existir y para crear equilibrio. Nuestras hermanas no necesitan a alguien más que las empareje. Nosotras sí. Es una conexión todavía más poderosa de la que hubiésemos tenido con cualquier otra de las siete.

Apretando los labios, Alex volvió a bajar la cabeza.

—Nunca he tenido una conexión con nadie —admitió—. No sé cómo es eso.

Celery sonrió y se arrimó más a ella. Se apretó contra su costado y apoyó la cabeza en su brazo. Alex sintió que el corazón le daba un vuelco ante la calidez de la niña. Desbordaba alegría, había algo en ella que emitía alivio y felicidad.

Creyó reconocer ese sentimiento, así como el aroma de flores de su cabello. Ahora que lo recordaba, también sus movimientos. Incluso el sonido de su voz.

—No te preocupes, hay tiempo. Para que las dos recordemos juntas —contestó Celery, suspirando como si hubiese encontrado su hogar, de la misma forma en la que Alexandria supo que había encontrado el suyo.  

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