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16. Un sol en la oscuridad

Cuando Alex despertó había un sol en medio de la noche. Parpadeó, molesta con su brillo, sin entender qué estaba pasando. No recordó qué había sucedido, ni siquiera comprendió que se había desmayado. Solo se quedó viendo el brillo de esa extraña bola de luz hasta que pudo conectar varias ideas vagas:

Una niña, hermanas, Eleni.

Ya no llovía. Lo único que pudo escuchar a su alrededor fueron voces bajitas y a los caballos. Tardó más de un instante en darse cuenta de que se estaba moviendo y que, aunque estaba bien envuelta en mantas que la mantenían hecha una oruga, el suelo bajo ella era de rústica madera.

Soltó un quejido bajo e intentó moverse, pero fue en vano. Lo único que logró fue llamar la atención de Ikei, que estaba junto a ella en esa carreta.

—¿Cómo te encuentras? —le dijo, en un susurro, irguiéndose demasiado de pronto y perdiendo el equilibrio debido a una irregularidad del camino.

Alexandria pestañó en su dirección. Abrió la boca, para decir algo, pero había demasiado en su mente. Todo era confuso... y aterrador.

—¿Qué...? ¿Cómo...? Yo... ¿Dónde? —preguntó—. ¿'Qué estamos...?

Se calló. Tragó saliva y a medida que los recuerdos llegaban a su mente, su expresión se tornó angustiada. Ikei le sonrió y extendió las manos hacia ella, para aflojarle un poco el revoltijo de mantas que tenía encima.

—Estamos marchando hacia el pueblo, no falta mucho. Hace un rato largo que nos estamos moviendo. ¿Cómo te sientes?

Ella se mojó los labios y aunque ahora era consciente de que tenía frío, agradeció no estar atrapada, porque se sentía ahogada, así como su cabeza con tanta información. No necesitaba analizar tanto pare responder. La respuesta era sencilla.

—Me siento terrible —dijo, con la voz quebrada. Logró liberar una mano y llevársela a la garganta. Recordaba haber gritado, debería tener la garganta irritada, pero no le dolía. Su voz estaba temblorosa por lo que la carcomía por dentro, no por algún malestar físico.

—Te desmayaste —le explicó Ikei—. ¿No quieres comer algo? Te hará sentir mejor.

La idea de comer le revolvió el estómago. Si lo hacía, estaba segura de que vomitaría. Creyó que, si volvía a abrir la boca, nada más que para hablar, también lo haría, por lo que negó e intentó erguirse.

Necesitaba saber dónde estaba, por más que él se lo hubiese explicado. Necesitaba situarse por sí misma en tiempo y espacio y así aclarar su mente, darle coherencia. Sin embargo, Ikei la detuvo a medio camino y, con la mirada, le señaló la parte delantera de la carreta. Ahí, había dos figuras. Una charlaba suavemente con Anneke, que los acompañaba montando su pony. La otra figura era una bolita pequeña junto a la mayor.

Alex tuvo una punzada en el pecho. Esa figura pequeña era la niña de ojos dorados, que emanaba luz y simpatía, pero que decía ser una diosa. Al igual que ella.

Levantó la cabeza y sus ojos se achicaron al mirar la bola de luz que los seguía, flotando a pocos metros de altura, iluminando el camino por el que avanzaban con lentitud. Apenas podía ver el cielo detrás y notar que estaba despejado le permitió, por un momento ignorar las palabras de la niña, que resonaban en su cabeza como un eco perdido y antiguo.

—¿Y... la tormenta?

—Siguió de largo —respondió Ikei—. No tienes que preocuparte por ella, estamos a salvo.

No se atrevió a moverse. Le hubiese gustado, más bien, levantarse y bajarse de esa carreta, para huir de ahí, lo más lejos posible, donde nadie dijera las palabras que se repetían en su cabeza con esa voz aniñada. Pero sabía que, si se movía, la niña y su hermano la notarían y la acosarían con preguntas y afirmaciones que no estaba lista para procesar.

Prefería el silencio, ese espacio quedo en donde sólo estaba Ikei, preocupándose por ella, la verdadera ella, no la que le decían que era... ¿Verdad?

Lo miró. Ikei era un brujo, creyente como ninguna otra persona había conocido. Hablaba de las diosas con absoluto fervor, casi como un fanático. ¿Qué pasaría si él realmente creyera las palabras de esa niña? Si él creía ese disparate de que ella era Nyx... ya no sería Alex para él.

—Ikei —moduló, casi inaudible, casi como una súplica.

Él se inclinó hacia ella, con los ojos achicados, con una sonrisa cálida, hasta que captó las lágrimas que pujaban por derramarse por sus mejillas.

—¿Te sientes mal? ¿Te duele algo? —murmuró, estirándose para acariciarle la cara, sosteniéndole el rostro para vérselo mejor.

Alexandria no podía contestar. Había muchas cosas que quería decirle, pero no ahí. Quería llorar, porque se sentía perdida y atrapada. Y asustada, sobre todo eso.

—Alex, todo está bien —le dijo él, con dulzura, cuando a ella se le retorció el rostro entero—. No tienes nada de lo que preocuparte.

—No quiero —le dijo ella, con un hilo de voz. No deseaba que la escucharan y aunque suponía que en realidad sí lo hacían, porque la carreta no era grande, porque estaban en medio de la nada y el sonido flotaba con facilidad por encima del traqueteo y de los cascos de los caballos, si subía la voz los haría participes de todo. Y, además, no creía tener fuerzas para eso—. Dime que es un sueño, por favor.

Él suspiró y pasó los dedos por su piel para apartar las lágrimas.

—No lo soñaste.

—Ella se equivoca —gimió.

Ikei le sonrió casi con pena. Ella no supo cómo interpretar eso. Él, de todos, debía ser el más feliz de escuchar semejante disparate. De todos, él debía estar emocionado de tener a una... dos diosas a su lado.

—No lo creo —contestó.

Alexandria se irguió. No le importó más nada. Fue tal su desesperación, su necesidad de alejarse, que también apartó las manos de Ikei de un manotazo. El corazón le latió desbocado, la respiración se le volvió irregular, tanto, que en algún momento creyó que había dejado de respirar.

Lo único que supo era que él creía en eso, que él estaba viendo a una deidad, sin importar que fuera la deidad de la muerte, la oscuridad y la maldad, como tantas veces le habían dicho en su infancia y adolescencia, y que jamás vería a Alexandria otra vez.

En ese instante, comprendió que Ikei era lo único que había tenido por sí misma, aún en tan poco tiempo de conocerlo, y acababa de perderlo también a él.

—¡Alex! ¿Qué haces? —le urgió él, cuando vio que ella intentaba bajarse la carreta—. ¡Wo, wo! ¡Detente!

Alexandria no lo escuchó. Quién si escuchó fue quien conducía la carreta, que frenó a los caballos y se giró a verlos, cortando también su conversación con Anneke. La niña que iba sentada a su lado se levantó y se giró a verlos.

—¿Qué pasa? —balbuceó, reflejando cuán dormida había estado hasta el momento.

Alex se negó a mirarla y como pudo, esquivando a Ikei, se bajó de la carreta.

—Dennos un momento —pidió Ikei, antes de que alguien pudiera decir algo más. Alexandria, puso los pies en el suelo y uniendo todas las fuerzas que le quedaban en el cuerpo, salió pitando de ahí. El camino era irregular y sus pies estaban endebles, pero logró dar varios pasos lejos de la carreta—. Alex...

Cuando se alejó de esa bola de luz tan mágica, un símbolo tan imponente de Eleni y de su presencia, sintió que pudo respirar otra vez. La oscuridad de la noche, la helada brisa que le agitó el cabello y las prendas de lana le permitieron calmar un poco su corazón desbocado.

Se detuvo, cuando casi tropezó y comprendió que no tenía capacidad física para seguir corriendo. Aunque el cuerpo no le dolía, aunque no estaba cansada, simplemente no podía moverse más.

—Alex —dijo Ikei, alcanzándola. Se detuvo a su espalda y, aunque lo dudó un segundo, al final deslizó una mano por su pequeño hombro. Ella no se movió—. Está bien si necesitas alejarte, pero puedes hablar conmigo de esto.

¿Qué podía decir?, pensó ella. Hundiendo los hombros, negó con la cabeza. No creía poder expresarle lo que sentía en ese momento, esa desesperación, ese terror, alimentado por tantas pesadillas y lo poco que conocía de sí misma y de sus poderes. Hasta ahora, había hecho mucho daño con poco, sin siquiera saber cómo. Si nada de eso fue un sueño, si todo eso era real, ella tenía encima una carga demasiado espantosa para llevar.

Se miró las manos, pálidas, temblorosas. Ya estaban muy manchadas de sangre y no podía sacarse de la cabeza. Casi esperó oír la voz de la muerte en su oído, burlándose de ella por creer que podría alejarse de todo y llevar una vida tranquila.

—Se equivoca —es lo único que pudo decir. Las palabras se las llevó el viento, pero Ikei logró oírlas igual. Bajó la mano por su espalda, frotándosela, pensando en que hacía demasiado frío para ella, después de todo lo que había ocurrido.

—Alex...

—Es mentira —dijo ella.

—¿Por qué mentiría? —preguntó él, con un suspiro—. ¿Por qué te engañaría?

La verdad, es que no lo sabía. Tampoco sabía por qué estaba tan feliz de señalarle algo espantoso como eso. Nyx era la diosa de la muerte y todos los humanos le temían. En su pequeño pueblo, y en varios a sus alrededores, Nyx era la encargada de los castigos más crueles para aquellos seres humanos que no la obedecían. Todos sabían que ella y Eleni eran opuestas y, sobre todo, se sabía que Eleni mantenía a raya la muerte, dolor y angustia que Nyx intentaba traer al mundo.

¿Por qué Eleni la abrazaría? No se supone que debiese buscarla, más que para matarla. Quizás solo quería torturarla, engañarla...

Pero Eleni no era así. Eleni era la personificación del bien, de la bondad, de la luz, de la vida, de la salud.

—Ella es una diosa, Alex —dijo Ikei, interrumpiendo sus cavilaciones—. Y te conoce. Sabe todo de ti. Tanto como lo sabe de mi y de Anne. Ella es Eleni, te estuvo buscando. ¿Por qué mentiría en eso?

Alexandria giró lentamente la cabeza hacia él. El cabello rubio, enredado, le ocultaba parcialmente la cara. Sí, no tenía por qué mentir, pero quizás había un error. Si no, todo eso significaba que sus visiones se cumplirían, que la muerte la estaba esperando gustosa y que Eleni tenía que detenerla, destruirla.

—Alex —Ikei se giró, para plantarse frente a ella—. Sé que es mucho para procesar. Pero todo estará bien. No tienes por qué asustarte de nada. ¡Harás un excelente...!

Alex dio un salto hacia atrás.

—¡No! —exclamó—. No lo digas.

Él parpadeó.

—¿Decir qué?

—¡Que haré un gran trabajo como diosa! —dijo ella, retrocediendo una vez más—. No digas eso. No.

—No te preocupes —le dijo él, extendiéndole los brazos—. Todo estará bien.

—Nada estará bien —musitó Alex—, ¿es qué no lo entiendes?

—¿No tiendo qué? —replicó Ikei, ladeando la cabeza—. ¿Qué eres una diosa y yo el tonto que no se había dado cuenta?

—No digas eso —le retó, nerviosa. Los susurros habían empezado a subir de tono. Seguro todos podían oírlos—. ¡Tú no eres un tonto! —le espetó, cerrando las manos en puños—. ¡No eres nada tonto! Pero yo no soy ella. ¿Es que no me ves? —Ikei la miró fijamente, abrió y cerró la boca varias veces, hasta que asintió lentamente.

—Siempre te veo —dijo, pero ella negó con la cabeza, una vez más.

—¡Soy una persona normal, Ikei! Soy una esclava, soy... —chistó y se pasó las manos por la cara. Ahí, descubrió que tenía todas las mejillas mojadas, que estaba llorando sin darse cuenta—. Yo no soy una diosa, soy una humana normal, común y corriente. Más corriente y pobre y sin futuro que otra cosa. Si fuera una diosa no sería... —Se miró. Aunque ya no tenía trapos viejos, aunque le habían puesto otra ropa más cálida y cómoda, nada cambiaba su esencia. Ya por demasiados años le habían recordado que no era más una inservible esclava, sin derechos, sin padres, sin nada—, no sería esto.

No. Las diosas eran seres supremos y cuando venían a la tierra, se suponía que estarían rodeadas de lujos, de riquezas y de alabanzas. Si ella era Nyx, ¿cómo había terminado siendo una esclava, sufriendo calvario tras calvario en esa casa? Tal vez era un castigo de sus hermanas, tal vez jamás recibiría riquezas ni alabanzas. Tampoco las quería.

—No digas tonterías —dijo Ikei, con tono afable, empático—. Eres una chica maravillosa. Y estás asustada. Pero cuando hables con Eleni, estoy seguro de que podrás entender mejor tu papel en este mundo.

—No quiero —replicó ella, bajando la cabeza, encogiéndose—. No quiero escuchar nada. Me quiero ir.

Ikei apretó los labios y se obligó a guardar silencio. Alexandria evitó su mirada, porque no quería ver cómo él pasaba de largo de todo lo obvio y aceptaba esas palabras tan pesadas que ahora querían definirla. Estuvo por decirle que no quería que lo creyera, que por favor no se aferrara a ese nombre que pretendían imponerle, pero en ese momento la voz jovial de Eivor los interrumpió.

—¿Está todo bien? —preguntó el muchacho. Se había bajado de la carreta y se había detenido a varios metros, ahí donde terminaba el alcance de la luz de Eleni. Los miraba con atención, algo de preocupación también. Alexandria logró ver, a través del pelo que aún le cubría el rostro, a la niña bien sentada, también mirándolos, tan iluminada como si estuviese bajo el mismo sol. También vio a Anneke, que permanecía a su lado, totalmente adaptada a aquello de lo que Ikei aún quería convencerla.

—Sí —dijo Ikei, girándose hacia él y sonriéndole como si no hubiese pasado nada—. Es solo que es mucho para procesar.

Eivor apretó los labios y asintió, de repente incómodo.

—Lo sé. Y no me gustaría interrumpirlos, pero...

Alexandria quiso preguntarle: «Pero ¿y qué?». Sin embargo, las palabras murieron atoradas en su boca.

—Tendremos que avanzar a oscuras de aquí en más. No falta mucho para el pueblo, y la verdad es que intentamos que Celery pase desapercibida. Además, a esta hora, es posible encontrarnos con malhechores. Y la luz podría atraerlos más rápido.

«Más rápido», pensó Alex, irónica. Después de todo, ¿cuál era el punto de apagar la luz si se los podrían encontrar igual? Miró levemente a la niña, pensando que, si hubiese malhechores, ¿por qué no ahuyentarlos con todos sus poderes de diosa?

Celery captó su mirada y le sonrió encantadoramente, como si no hubiese estado balbuceando casi dormida hacia unos minutos. Como si igual pudiese verla con claridad, aunque ella estaba refugiada en las sombras, lejos de su poder e influencia. Alex apartó la mirada.

—Entiendo —susurró Ikei en respuesta. Estiró una mano y la puso en la espalda de Alex, para instarla a volver a la luz—. Será mejor que nos apresuremos.

Eivor les dirigió una mirada de disculpa y se adelantó para alcanzar la carreta. En cuanto se alejó, Ikei trasladó esa mano de la espalda de Alexandria a su hombro, en un abrazo cálido que, aunque ella intentó resistirse y no caminar de buena gana, la instó a moverse.

—Tendremos tiempo de hablar bien de todo esto —le dijo Ikei, inclinándose sobre el costado de su cabeza. Sus labios le peinaron el cabello y la oreja y Alex reprimió un escalofrío. A pesar de que hacía frío, le ardió la cara. Otra vez, aunque por motivos distintos, no fue capaz de responder nada. Las quejas y súplicas se extinguieron antes de que pudiera decirlas, reemplazadas por una inquietante sensación de bienestar y nervios. 

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