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15. Eleni

Alexandria no sabía si el repentino estremecimiento que le recorrió la columna se debía al frío, a estar algo mojada o a lo que acababa de oír. La niña, la diosa, se mantuvo aferrada a su cintura y ella no pudo más que hacer que quedarse con los brazos colgando inertes.

Escuchó en su cabeza la vocecita de la anciana de Castilia, hablándole de Calipso, de una hermana, llamándola Nyx. El pánico se desató en su estómago y se le subió un nudo de angustia hasta la garganta. Y, aunque no se suponía que uno debía negarle algo a una deidad, ella empezó a hacerlo con la cabeza.

—Te equivocas —le dijo, con la voz temblorosa. No fue capaz de mirar a Ikei o a Anneke para ver sus rostros. Mantuvo los ojos clavados en un árbol, más allá—. Yo no tengo hermanos. Yo soy huérfana. No soy tu hermana.

Celery levantó la cabeza y apoyó el mentón en su abdomen.

—¿Equivocada? —rió—. Soy Eleni, diosa de la luz y de la sabiduría. Yo no me equivoco.

Sin poder mirarla a la cara todavía a ella, con las manos agitándose cada vez más por los nervios, Alex tomó los hombros de la niña y la separó.

—Lo siento mucho —dijo—. Pero estás mal.

Celery borró lentamente la sonrisa y dejó que la apartara, pero solo un poco.

—No tienes por qué asustarte. Lamento haber sido tan abrupta. Eivor me dijo que te lo explicaramos con calma, pero es que tenía tantas ganas de verte que no pude aguantarme y...

Alex retrocedió, huyendo de ella.

—Lo siento, pero te estás confundiendo. Yo era una esclava, no tengo familia. ¡No tengo hermanas! —le espetó, subiendo el tono de voz. La niña tardó solo un segundo en salir tras ella.

—No tienes familia mortal, claro que no. ¡Eivor no es mi hermano de verdad tampoco! —dijo—. Las diosas no tenemos familia humana. ¡No nacemos!

Alex pasó por delante de Ikei, que se había quedado con la boca abierta, y de Anneke, que todavía estaba arrodillada en el piso. Su corazón se aceleró de tal manera que se le hizo difícil respirar. Sintió calor, de la nada, y un mareo extraño. Se sintió agobiada, atrapada, como si estuviese encerrada en un lugar pequeño y horrible del cuál no pudiese salir.

—¡Yo no soy una diosa! —le chilló, pero ese esfuerzo la derrumbó contra uno de los árboles del cual se sostenía el pesebre. Se sentía muy mal. Tuvo ganas de llorar—. ¡Ya basta!

Fue en ese momento que Ikei reaccionó y se acercó a ella. Alex no lo rechazó, como si rechazó a la niña cuando intentó tocarla. Él le puso una mano en la espalda y ella le dirigió una expresión suplicante.

—Me siento muy mal, quiero vomitar —le dijo, en un hilo de voz que apenas si él oyó.

Ikei le frotó la espalda y le sujetó la mano. Un apoyó silencioso.

—Tranquila.

—Ella está loca —dijo, respirando por la boca, como si así pudiese calmarse más rápido, pero no hacia más que empeorarlo—. Ikei, ella se equivoca.

El rostro de Ikei se cubrió con una mezcla de pena y cariño que al principio ella no supo interpretar. Él no aceptó sus palabras, no le dijo que en definitiva la niña sí estaba loca. Su silencio y la forma en la que arrugó la frente hizo que Alex gimiera.

No —musitó. Negó una y otra vez. Se inclinó hacia el suelo y sus manos llegaron a la tierra húmeda y al pasto oscuro. La sensación de ahogó creció.

—¿Alexandria? —susurró Celery, probando el nombre en sus labios por primera vez. Su voz llegó como un murmullo en medio del viento y los jadeos de Alex—. Es difícil de comprenderlo. La primera vez es impactante. Y también me dolió, cuando lo supe, saber que Eivor no era mi hermano de verdad. Pero desde que lo sé, he sabido que tenía familia real y que solo tenía que encontrarla. Tú si tienes familia, me tienes...

Alex clavó los dedos en la tierra. El viento de la tormenta aulló con fuerza. De nuevo, Alex pudo escuchar una voz oscura que se arrastraba entre la brisa y la lluvia, que venía persiguiéndola desde la última vez que la escuchó en Castilia, como si estuviese esperando cualquier instante de debilidad de su parte.

«Qué niña molesta, que mentirosa... ¿O no?», canturreó. Alexandria soltó un quejido.

—¡Basta! —le gritó, cuando otro rayo se estrelló en un árbol del bosque. No supo si se lo decía a la diosa o a la muerte—. ¡No digas nada más!

Durante un instante, Celery lo acató. Al siguiente, estaba intentando acercarse otra vez, al igual que la voz. Parecía que ambas competían por quién sería la primera en atravesar su coraza, su piel, y dominarla.

—Déjame ayudarte, yo puedo hacer que te sientas...

—¡No! —le gritó Alex, liberándose incluso del agarre de Ikei, que la observó sorprendido de que ella no pudiese entender lo que la diosa le decía.

Pero Alexandria sí entendía. El problema es que no quería hacerlo.

Se puso de pie y, sabiendo que no podría aguantar mucho si se quedaba ahí, ahogada por todas sus miradas, perseguida por dos fuerzas que no podía controlar, salió corriendo hacia el interior del bosque.

—¡Alex! —le gritó Ikei y él y Celery salieron corriendo detrás de ella—. ¡Detente! ¡Es peligroso!

Alexandria lo sabía. Pero era tanta la desesperación que la carcomía, ese mareo y esa sensación de ahogo, que solo pensó en alejarse. Solo tenía que salir de ahí, a como dé lugar.

Tropezó con un charco entre unas raíces y se llenó la ropa de barro. Intentó volver a levantarse y se patinó. Con el dolor y el miedo subiéndole por el pecho otra vez, apenas si pudo andar unos metros más antes de caerse de nuevo. Atinó a quedarse allí, hecha un bollo donde el agua encubría sus lágrimas, con el frío sofocando las llamas que el pánico hacía crecer en su pecho.

—No, no, no... —susurró.

«Cuánta muerte», se burló la voz, que la alcanzó antes que Ikei y Celery. «Has estado huyendo de ella, de mí. Pero sabes que no puedes huir de lo que eres».

—Cállate, cállate —le suplicó, cerrando los ojos.

«Cuánto horror, cuánta peste. ¿Qué sentido tiene que lo niegues?».

—No es cierto —sollozó.

«Oh, sí que lo es. Cuánto desastre sembraremos juntos, mi querida diosa de la muerte. Mi hermosa Ny...».

—¡Alex! —Ikei la alcanzó, derrapando junto a ella y llenándose de barro también. Interrumpió a la voz, pero Alexandria sabía lo que ella iba a decir, qué nombre estaba por pronunciar.

—¡Vete! —le espetó Alex, pero él se negó y le tomó el rostro, levantándoselo de la tierra.

—Tranquila, todo estará bien.

Dolida y conmovida por su siempre amabilidad y buenos deseos, ella lo miró. Ikei se estaba exponiendo a la tormenta por ella, exponiéndose al agua, al frío y a los rayos mortales que caían del cielo negro.

—No soy lo que creen —le dijo, con congoja, con el semblante pálido y los labios azules—. Ellos están equivocados.

—Alex, no te preocupes —le dijo él, quitándole el agua de la cara con los dedos—. Habrá tiempo para esclarecerlo. Todo estará bien y yo estaré contigo, ¿sí?

Celery se había detenido a unos dos metros. Intercaló miradas preocupadas entre el cielo y ellos, vigilando los relámpagos.

—¡No estará bien! ¡Yo no soy una diosa! —gritó Alex, temblando por el frío y por la angustia, por lo que todo eso significaba para ella y para el planeta entero—. ¡YO NO SOY NYX!

Lloró hasta que no supo si de verdad lo seguía haciendo. Ikei la abrazó y le susurró palabras de consuelo, pero la voz, que detestaba la invasión del muchacho, se aferró al hombro de Alex y le cantó todos los horrores que cometerían con ese poder. Le recordó lo que se decía en su pueblo de Nyx, de la diosa de la oscuridad, de la diosa del silencio infinito, de la muerte.

Le recordó que sus pesadillas eran un futuro cercano, que esa Alexandria con ese poder imaginable no podía ser nadie más que una diosa infernal, dispuesta a desatar los mayores terrores sobre el planeta. Le preguntó, además, cómo creía que iba a poder evitarlo.

Alex gritó, para ahogar ese sonido, pero la voz ya gritaba por encima de ella. Gritó más fuerte que los esfuerzos de Ikei por calmarla. No había nada que él pudiera hacer esta vez. La muerte había llegado primero hasta ella y se le estaba metiendo bajo la piel.

Ikei tuvo que soltarla. Un aura negra, sombras salidas de la nada, lo apartaron de ella, alzándose sobre Alexandria, cubriéndola como un capullo.

—¡Alex! —le gritó él, pero ella no lo oyó y su poder, que vibraba helado, se expandió un metro, obligándolo a retroceder hasta Celery. Las puntas de sus botas que quedaron en contacto con esa oscuridad, se chamuscaron y ahí él comprendió que era el mismo poder maldito con el que ella atacó a su amo—. ¡Qué haces, Alex!

Alexandria ni siquiera pudo escuchar el tono herido de Ikei. No pudo ver su expresión traicionada. Se llevó una mano a la garganta mientras la voz jugueteaba con sus entrañas, produciéndole un dolor que no había experimentado jamás. Le retorcía las venas y le contaminaba la sangre.

—¡NYX! —exclamó Celery, con una autoridad digna de una diosa. Empezó a brillar y dejó de ser solo una niña. Se convirtió, pese a su estatura y voz pequeña, en Eleni—. Levanta la cabeza y escúchame. ¡Tú eres una diosa! ¡Tú eres la diosa de la eterna oscuridad! ¡Tu eres mi gemela y mi otra mitad! ¡Y tu misión no haz de fallar!

La luz que pendía de su cuerpo se extendió. Bañó en oro a Ikei y a todo lo que estaba a su paso. El viento de la tormenta respondió a la voluntad de la diosa cuando la onda de luz, tan cálida y pura, arremetió contra las sombras congeladas de Nyx.

Alexandria gritó una vez más, pero Eleni alzó el mentón y cubrió, por completo el capullo oscuro que la envolvía. Entonces, lo obligó a reducirse. Ya a salvo de aquella mortal maldición, avanzó por el bosque hasta detenerse a su lado. Cuando no quedaban más que tenues sombras deslizándose por la piel de Alex y ella bajaba el tono de sus gritos adoloridos, le puso un dedo en la frente.

De un segundo al otro, la luz se terminó y Alexandria se desplomó en el suelo, inconsciente. Ikei tardó un segundo en reaccionar y arrastrarse por el barro hasta ella.

—¿Qué pasó? ¿Qué le hiciste? ¿Por qué gritaba? —le preguntó a Celery. Aunque la había visto actuar como una diosa, ser una diosa, en ese momento, sintió que ella le había hecho daño y que no podía tratarla con el respeto que merecía.

Celery suspiró y observó el rostro blanco de Alex con su pequeña cara cubierta de dolor.

—Llevémosla bajo techo —le ordenó, dándose la vuelta y regresando al pesebre.

Ikei lo aceptó porque era lo único que en verdad podía hacer. Levantó a Alexandria y, con muchísimo esfuerzo, regresó bajo el techo que él mismo había montado. La dejó en el suelo y aceptó las mantas que Anneke ya había preparado para ellos.

—¿Qué pasó? —susurró ella.

Él negó con la cabeza, justo cuando Celery se sentaba en el suelo, del otro lado de Alex. Le puso ambas manos en la frente y estas emitieron un cálido resplandor.

—En principio —explicó la niña—, se asustó. Le dio pánico. Es normal sorprenderse si te dicen que eres una deidad —añadió—, pero ella está asustada por algo más y quiero saber qué es.

Deslizó sus pequeños dedos por la cabeza de Alexandria y frunció el ceño casi un minuto después.

—Ella ha hecho esto antes —dijo, logrando que Ikei apretara los labios. No quería que ella juzgara mal a Alex—. Pero nunca se ha cubierto de sombras así. Estaba intentando protegerse.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Anneke, arrodillándose en el suelo junto a ellos—. Digo, como lo sabe, su santidad.

Celery apenas si le sonrió, Ikei, sin embargo, tartamudeó otra pregunta.

—¿Se estaba protegiendo de qué? ¿De usted? ¿De mí?

Ella hizo una mueca.

—Definitivamente no de ti, pero no... tampoco se estaba protegiendo de mí.

—Nos atacó —recapituló Ikei, observando a Celery con seriedad. Ella se mordió el labio.

—Tampoco creo que nos estuviese atacando a nosotros. Hay algo más.

Anneke carraspeó.

—¿Los atacó? —murmuró—. ¿Sus ojos se pusieron todos negros?

Ahí, Celery arrugó toda la cara.

—¿Cuántas veces ha hecho eso antes?

Ellos cruzaron una mirada, como si estuviesen preguntándose qué tanto podrían hablar, qué tanto podían exponerla. Cuando Ikei guardó silencio, Anneke se adelantó.

—Cuatro veces —explicó—. La primera vez que Ikei la vio, fue cuando atacó a su antiguo amo. Lo maldijo. La segunda, fue cuando lo defendió de unos ladrones. Todos terminaron muertos. La tercera vez... me atacó a mí. Y la cuarta...

La niña asintió y presionó sus dedos sobre las sienes de Alexandria. Ella, aún dormida, se estremeció y sollozó. Ikei aferró su mano y miró a Anne con una expresión de reproche, como si hubiese traicionado la confianza de Alex, como si Eleni fuese a castigarla por las cosas que había hecho.

—Ella necesita ayuda —terció Anneke, devolviéndole la mirada—. Te dije que había algo que la estaba consumiendo.

—Alex no es mala persona —dijo Ikei, entre dientes—. Ella...

—Por supuesto que no es mala —interrumpió Celery, alejando sus dedos del rostro de Alexandria. Se enfrentó a Ikei y él, avergonzado ante los ojos dorados de la diosa, se encogió—. Ella es Nyx, ella es una deidad. Ella está en este mundo para cumplir con una misión, como todas nosotras. Y es mi hermana, es mi responsabilidad ayudarla.

Él apretó los labios, cohibido. Bajó la cabeza, en señal de respeto, pero se negó a alejarse de Alexandria. Tomó sus dedos helados y temblorosos y se los frotó, tratando de hacerlos entrar en calor.

De pronto, Eivor estaba junto a ellos, tendiéndole ropa seca y más mantas.

—No es buena idea que esté mojada por más tiempo —dijo. Anneke se estiró para tomarlas, sabiendo que estaba bajo sus posibilidades cambiarle la ropa, pero se quedó con la boca abierta cuando él se quitó su propio chal tejido y se lo colocó respetuosamente sobre los hombros—. Tampoco te resfríes.

Anneke le sonrió, embobada.

—Gracias —susurró, olvidándose de todos. Estrechó la ropa contra tu pecho, como si Alexandria no fuese ya relevante—. Soy Anneke, primera de la Orden de Nyx —agregó, con un tono tan dulce que Ikei arqueó las cejas.

—Un placer conocerte, Anneke —respondió Eivor, con un asentimiento de la cabeza, y Anne estuvo a punto de suspirar, embelesada.

Él regresó a su lugar, dejándoles espacio, y Celery tuvo que darle unos golpecitos en el brazo a la muchacha para que ella reaccionara.

—¿Qué quieres...? —soltó Anne, girándose hacia ella. Segundos después, recordó de nuevo que estaba hablando con una diosa—. ¿Sí?

—¿Qué pasó cuando ella te atacó? —inquirió.

Anneke se obligó a serenarse y a bajar el calor que se había acumulado en sus mejillas. No miró a Ikei, no esperó su aprobación, ni una sola vez antes de comenzar a relatarle a Celery exactamente qué había ocurrido la noche anterior y cómo él pudo solucionarlo todo.

—Parece que Alexandria tiene una preferencia por el trato de Ikei —declaró Anneke, con calma, pero él se puso tan rojo como su cabello.

—Solo soy amable con ella —le espetó él—. No tiene a nadie en el mundo, y huyó del único hogar que conoció, por muy horrible que fuera.

Celery se acomodó mejor delante de Alexandria y volvió a pasar sus manos por su cara. Su piel se llenó de ese brillo dorado y cálido otra vez y, cuando terminó, Alexandria dejó se temblar tanto. Su piel recuperó algo de color y sus labios se volvieron rosados otra vez.

—Espero haber serenado su mente —dijo, con un suspiro. De pronto, parecía frustrada—. Lo que hizo recién fue protegerse y atacar, pero a pesar de que soy la diosa de la sabiduría y debería saberlo todo, no sé exactamente qué está pasando por su cabeza. Ese no es mi don. La mente es el dominio de Nyx y no creo poder curar afecciones que pasen por la psiquis.

Ikei se mojó los labios, repasando muy bien sus palabras antes de decir algo.

—¿Usted dice que ella está enferma?

Celery torció el gesto.

—No. Pero la mente es muy amplia y compleja y puede ser fácilmente traspuesta. Los traumas, los temores, pueden generar desorden en ella. No son como las enfermedades físicas, pero pueden convertirse en cuestiones muy graves —explicó—. Ella está lidiando con miedos y traumas fuertes, es por eso que su magia reacciona de la manera incorrecta, de forma agresiva. Pero la ayudaré a salir adelante, como la has estado ayudando tú.

Le sonrió a Ikei y esté hundió los hombros, un poco contrariado por haber creído que, alguna manera, Eleni castigaría a Alexandria por sus errores. Pero era todo lo contrario, tocaba y acariciaba a su hermana con un verdadero cariño, algo que él jamás creyó que podría existir de tal manera entre las deidades dionnacas.

Asintió y la agradeció, pero Eleni solo se acomodó su cabello rubio dorado antes de pedirle a Anneke que cambiaran y secaran a Alex de una buena vez, incluso, aunque ella también estaba bastante mojada.

Él se puso de pie y fue a pararse junto a Eivor, a observar el bosque, mientras las chicas hacían su trabajo. Los dos no habían tenido la oportunidad de presentarse correctamente, así que le tendió la mano y esperó que se la tomara.

—Lamento que todo haya sido de forma tan abrupta —le dijo Eivor, aceptando su saludo—. Mi hermana es difícil de controlar. Nadie le dice qué hacer, te imaginarás.

—Debe ser emocionante —susurró, en respuesta—, conocer a una diosa y que esta sea tu hermana.

Eivor rió.

—O que sea una posible acólita para tus Ordenes, ¿no?

Ikei exhaló. Se pasó una mano por el cabello húmedo y luego se frotó la cara, hasta sentir que las mejillas le ardían por el frío que se condensaba en sus dedos.

—Creo que no estoy asimilándolo.

Le hubiese gustado girarse para ver el rostro de la muchacha que había aprendido a cuidar en el último tiempo, verla con nuevos ojos y encontrar a la diosa en ella.

—Bueno, toma un tiempo —contestó Eivor, cruzándose de brazos—. Celery es... decidida. Te acostumbrarás a ella.

A sus espaldas, Anneke exhaló abruptamente y los dos estuvieron a punto de voltearse, asustados, pero Celery les gritó que no fueran mirones. Los dos regresaron a sus posturas originales y se quedaron en silencio.

—Soy la primera de la Orden de Nyx... —exclamó Anneke—. ¡Y mi propia diosa ha querido matarme! ¡Porque está traumada! Es decir, yo sabía que había algo raro en su mente, pero nunca pude obtener algo de su cabeza.

—Bueno, ¿por qué crees que intentar leer la mente de un ser que tiene millones de años más que tu va a ser sencillo? —le dijo Celery—. Nuestros cuerpos son humanos y mortales, pero nuestras mentes y almas no. Hay decenas de siglos de recuerdos, vivencias extraterrenales y espirituales y cuestiones divinas que jamás comprenderías. Que no puedas obtener nada claro de su cabeza debería ser normal.

Eivor se mordió el labio inferior para no reírse cuando Ikei puso los ojos como platos ante semejante idea. Por supuesto, ella tenía razón, Alexandria era un ser milenario.

—... Y también es una sabelotodo —siguió Eivor, todavía refiriéndose a su hermanita.

—No hay otra cosa que pueda ser —le espetó Celery, de pronto detrás de ellos. Se giraron apenas para notar que ella también se había quitado la ropa húmeda—. Ya está lista, deberían cambiarse también. Ahora, si me disculpan, voy a rezar.

Se apartó de ambos y se plantó de rodillas al final del pesebre, de cara al bosque. Llevó sus manos a la frente y formó el símbolo que Calipso le había enseñado a las Ordenes que era el correcto para saludar a las deidades, el mismo que él utilizó para rendirle respeto a la diosa de la luz.

Siempre le dijeron que ese símbolo significaba unidad, que representaba a las nueve diosas en armonía, todas las creadoras del universo, protegiendo el cuerpo y el alma de cada ser humano que las honrara de esa manera. Pero Ikei sabía que ese conocimiento estaba perdido en la mayoría del mundo. La gente común, la gente del campo, la gente a la que Calipso no llegó a visitar ni a influir, lo habían olvidado en lo profundo de la memoria de sus antepasados.

Pero ahora, a diferencia de décadas atrás, había una diosa que era oriunda de ese continente, que lo recorría a pie y a carreta. Ikei se giró a ver a Alexandria, que dormía entre las mantas que Anneke todavía le estaba acomodando, y pensó que todo sería muy diferente, porque en realidad no tendrían a una sola deidad repartiéndose entre todos los reinos, tratando de llegar a cada rincón. Había dios diosas, dos que llegarían más lejos de lo que alguna de sus hermanas lo haría jamás.

Celery movió los labios en un rezo que él no pudo escuchar. Su piel adquirió un reflejo delicado, nada comparado con la fuerza luminosa que la cubrió un rato nadas, pero igual de hermoso y relajante. Llenó el pesebre con un aura de paz y de tranquilidad que el clima replicó momentos después, con la lluvia aminorando y los rayos desapareciendo en el horizonte.

El viento se volvió suave y hasta cálido.

—¿Esa fue toda la tormenta? —preguntó Anneke, sorprendida—. Yo vi fuego.

La pequeña diosa abrió los ojos, bajó las manos y se puso de pie. Se giró hacia ellos y se sacudió la tierra de su ropa seca.

—A veces, cuando tienes vía libre hacia el cielo —dijo, con una risita aniñada—, las súplicas se escuchan más rápido. 

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