14. Luz
Durante la primera media hora, en la que cabalgaron confiando ciegamente en la premonición de Anneke, el cielo se mantuvo gris, pero claro. Estaban muy lejos de un pueblo o de encontrar un refugió y cuando Alexandria sugirió esconderse bajo los árboles de algún bosque, Ikei indicó que eso no era nada seguro.
—Los árboles atraen a los rayos —explicó, jadeando mientras cabalgaban a la velocidad adecuada para no dejar a Anne y a su pony atrás y para no tropezarse en ese suelo escabroso—. En las Ordenes no tenemos ese problema porque tenemos brujos de la Orden de Xanthe. Ellos acumulan energía en árboles en particular y los rayos se atraen a ellos. Como mucho, tenemos que preocuparnos por los incendios.
—Estamos muy fritos —exclamó Anne, señalando hacia atrás. El cielo se había vuelto negro, amenazante. Algunos rayos surcaban las nubes a varios cientos de kilómetros.
—Todavía tenemos tiempo —respondió Ikei—. Si no cambia el viento...
Solo podían rezar y seguir moviéndose. No se encontraron a nadie en la peligrosa ruta y entendieron que el clima los habría espantado a todos de los caminos. Solo ellos estaban ahí, avanzando contra corriente, con una tormenta persiguiéndolos cada vez más a prisa.
—¡Guarda aquí! —exclamó él, tirando de las riendas y frenando cuando el camino empeoró antes de descender por otra colina escarpada—. No conozco la zona, tendremos que avanzar despacio. ¡Anne! Fíjate por dónde pisas.
Esta vez, su voz sonó preocupada, alterada, y Alex tembló. Volvió a girar la cabeza y gimió, angustiada, cuando vio las nubes negras muchísimo más cerca que antes. El viento no estaba a su favor.
—Nos van a partir las cabezas —renegó Anneke, poniéndolos todavía más nerviosos, por lo que Alexandria se pasó las manos por la cara como si quisiese arrancársela. Si era a Anneke o a ella misma, no estaba segura. Al menos, la voz siniestra de la muerte no se manifestó.
—¡No tenemos opción! —le gritó, desde el caballo que compartía con Ikei—. ¡No nos pongas peor!
—¿Qué no ven que podemos morir? —chilló Anneke y se adelantó para buscar un paso más seguro. Ellos la siguieron, tratando de mantenerse en línea, pero no podían ir más rápido que eso. Los caballos podían tropezar y sería peor. Estarían varados con animales heridos, que sufrirían una muerte segura al igual que ellos.
—La luminosidad está bajando —murmuró Ikei, sobre su oído, a medida que descendían. Aunque era temprano, las nubes negras volvían el día noche, dificultándoles moverse y el ver las piedras más filosas y dónde terminaba el camino al final de la ladera.
Les tomó muchísimo alcanzar otra planicie, una que les permitiera galopar. Apuraron a los caballos, con mucha culpa por llevarlos al límite, mientras Alex se daba la vuelta, cada tanto, para ver la tormenta. Ya se distinguían las cortinas de lluvia cayendo estrepitosamente sobre la tierra, quizás sobre Castilia.
Le penumbra tomó control de la llanura y empezaron a percibir el cansancio de los caballos. No podían ir más rápido y, presa del pánico, Ikei empezó a rezar, susurrando una oración que ella no conocía.
«Por favor», le pidió a las diosas, también. «Ayúdennos, protéjannos. Que alguien nos ayude».
El viento sopló por detrás, furioso. Levantó pasto, tierra y ramas. Agitó las copas de los árboles que estaban a un kilómetro y les heló los huesos y la sangre. Cuando Alex volvió a girarse, vio la lluvia golpear el final de la primera colina de la que bajaron, una hora atrás.
—¿A cuánto está el próximo pueblo? —preguntó a Ikei, que tenía el semblante duro. Apretaba la mandíbula y estaba completamente pálido. La única razón por la que no agitaba más las riendas era que no podían dejar a Anneke atrás.
—Deberiamos haber llegado ya —exclamó, por encima del sonido del viento—. Pero no veo señales adelante. Ni algún cartel.
—¿Nos habremos desviado?
Observó el camino que se extendía delante de ellos, entre el pastizal. No parecía nada transitado. El césped crecía alto, desdibujando la ruta.
Ikei apretó los labios.
—Es lo que estoy suponiendo. Ha pasado ya un buen tiempo desde que abandonamos el pedrusco, ¡deberíamos haber estado allí hace tiempo!
En ese momento, un rayo azul cruzó el cielo por encima de sus cabezas, iluminando la planicie y dejándolos sin aire.
Alex volvió la vista en frente. Más adelante había un bosque.
—¡Vayamos allí! ¡No tenemos otra opción! —gritó, señalando los árboles—. Estoy segura de que será peor que quedarnos en medio de la llanura.
Ikei estuvo de acuerdo, pero Anneke pegó un grito aún más fuerte que el viento.
—¡No! Se incendiará con los rayos —soltó, poniéndose a su altura—. ¡Tenemos que evitarlos!
—¿Qué otra opción tenemos? —le contestó Alex—. ¡Ninguna!
—Ni siquiera puedo ver el mapa, mierda —insultó Ikei, sorprendiéndolas a ambas.
Ikei aporreó al caballo con los talones y Anneke los siguió por el camino, cubierto por pastos altos. Allí, Alex pensó que quizás la confusión podría haberse dado al salir de la zona de pedruscos. Posiblemente existiera allí una división de caminos y ellos, desesperados, tomaron el equivocado. Quizás, si hubiesen prestado atención, ya estarían a salvo en el siguiente pueblo.
—¡Solo busquemos un refugió y ya! —chilló Alex. Pero no había ninguno a la vista.
A menos de un kilómetro, donde estaban esos árboles que había visto a lo lejos antes, cayó un rayo. La fuerza bestial partió una enorme rama y este terminó en llamas.
—¡Se los dije! —gritó Anneke, mientras su pony se esforzaba por ir más rápido—. ¡Habrá fuego!
—¡Ya hay fuego! —chilló Alex, cuando las primeras gotas le golpearon el rostro.
—No creo que pueda llevarlo más lejos —contestó Anneke, preocupada, refiriéndose a su pony.
Otro rayó se estrelló en el suelo detrás de ellos, tan cerca que Alex se tapó los oídos y se apretó contra la cabeza del caballo. Estaban a nada de llegar al bosque y sentían cómo la muerte los perseguía. Entre el viento, que silbaba furioso, creyó escuchar su voz, burlándose de ella y de sus pobres acompañantes, pero siguió con los ojos fijos en los árboles, como una esperanza que pujaba contra la voz que salía desde la tormenta.
—¡Ya casi! —gritó Ikei—. ¡Último esfuerzo! ¡Y que Xanthe nos proteja!
Tenían solo una oportunidad y, aun así, no garantizaba nada. Alex lo supo cuando una maraña de rayos se dispersó por las nubes negras y los relámpagos casi los dejaron ciegos. Cerró los ojos durante un momento, y cuando los abrió, pegó un grito.
Como salidos de la nada, un par de personas apareció delante de ellos. Ikei tiró de las riendas del caballo para frenarlo y no llevarse puesta a la niña, al hombre y a la carreta con la que estaban cortando el camino. Anneke también chilló, frenando su pony, pero más bien señaló el cielo.
Alex se volteó y entendió lo que iba a ocurrir incluso sin verlo en el futuro. Un rayo se movió hacia ellos como en cámara lenta. Su luz explosiva lo inundó todo y ni siquiera tuvo tiempo para abrazarse a Ikei.
Entonces, se hizo un silencio que fue interrumpido por el silbido del viendo en sus oídos. No se escuchó el estruendo, no hubo fuego tampoco. Alexandria giró la cabeza hacia delante solo para ver a la niña, parada en la carreta, que atrapaba con sus dedos pequeños aquella descarga mortal del cielo. Toda la luz desapareció en su palma.
Anneke ahogó un grito. Ikei dejó de respirar y Alexandria dejó caer la mandíbula. Ninguno de los tres de movió cuando la niña les dedicó una reluciente sonrisa.
—Por las diosas —gimió Anneke.
—Por las diosas —repitió Ikei.
Alex no pudo decir nada. No sabía qué diantres acababa de experimentar, no podía dar crédito a lo que veía, pero, en el instante en que la niña cruzó una mirada con ella. Sintió algo extraño en el pecho. Una sacudida involuntaria que le puso la espalda rígida. Su corazón se retorció y, al principio, no pudo identificar ese sentimiento.
—¿Están bien? —preguntó el hombre que la acompañaba. Era joven, de cabello rubio igual que la pequeña, pero bastante más pálido que ella. La niña irradiaba una luz dorada y cálida que contrastaba con ese paisaje sombrío y húmedo. Ella era como un sol radiante en medio de esa tormenta.
—¿Cómo...? —susurró Ikei, también pasmado.
—Hola —saludó la niña, con los ojos clavados en Alexandria. Ensanchó la sonrisa y sin entender por qué, sintió que le sonreía, en realidad solo a ella.
—Por todas las diosas... —siguió balbuceando Ikei.
—Es un placer haberlos encontrado a tiempo —dijo el hombre, que le daba palmaditas a su yegua, para mantenerla calmada ante la tormenta que ya estaba encima de ellos.
—¡Casi nos matan de un susto! —chilló Anneke, directamente hacia él—. ¿Qué hacen en medio del camino?
—¡Hechiceros! —exclamó Ikei, mirando a la niña, reaccionando por fin—. ¿Orden de Xanthe o Eleni? No lo sé, yo no puedo...
La niña lo miró fijamente un segundo, pero volvió los ojos como oro líquido a Alexandria. Había una emoción contenida en ellos que volvió a retorcerle el corazón.
—No se preocupen, los rayos no nos harán daño —declaró la pequeña.
—Pero probablemente nos mojaremos —agregó el hombre; solo allí Alexandria se dio cuenta de que era mayor que ella e Ikei, pero no mucho más. ¿Unos veinticuatro años, quizás? La niña no parecía tener más de once—. ¿Gustan acompañarnos?
—¿Quiénes son ustedes? ¿Están buscando gente perdida bajo la tormenta? —insistió Anneke.
—Me llamo Celery —dijo la niña, con una sonrisa impecable, notando que ellos estaban abrumados, por el miedo que los persiguió hasta ahí y por lo que acababan de presenciar.
—Soy su hermano, Eivor —explicó el hombre—. Estábamos buscándolos. A ustedes. Solo a ustedes.
Ikei bajó del caballo, todavía perturbado.
—Has salvado nuestra vida —dijo, inclinándose ante la niña, metros más allá—. Te lo pagaremos.
La pequeña lo miró casi con ternura, antes de regresar la vista hacia ella, y Alexandria tuvo la sensación de que esos ojos eran muchísimo más antiguos de lo que aparentaban.
—No es ningún problema —dijo Celery—. No estamos aquí por dinero. Me alegra haberlos encontrado a tiempo, sobre todo porque la tormenta aún no pasa y se pondrá peor en los próximos dos minutos, estimo.
En definitiva, al menos, hablaba como una anciana. La mención de lo que podría pasar en el futuro hizo que Anneke, que también estuvo analizando sus palabras y gestos con meticulosidad, espabilara.
—¿Lo has visto? —inquirió.
La niña negó, sin dejar de ver a Alex, que empezó a sentirse un poco incómoda por tener esos orbes tan profundos encima suyo. Se encogió sobre el caballo, como si quisiera fundirse con él.
—No, pero no es difícil suponerlo —contestó. Luego, se giró hacia Ikei—. La tierra en el bosque está lo bastante firme como para armar un techo.
Ahí, los tres parpadearon. Ikei se señaló lentamente el pecho.
—¿Yo?
Celery también parpadeó, como si su pregunta la desconcertara.
—¿No eres tu el brujo de la Orden de Kaia?
Estupefacto, el asintió. Tiró de las riendas del caballo y guió a este y a Alex hacia los árboles, que no se atrevió a mirar a la niña cuando rebasaron la carreta. Anneke, en cambio, con la boca cerrada, pasó no sin antes echarle una miradita a Eivor.
El cielo volvió a iluminarse otra vez, seguido por otro fulgor intenso a sus espaldas que les hizo suponer que Celery se había apropiado de otro rayo. Alex no se volteó para verlo y solo le prestó atención a Ikei mientras esté se alejaba de la linde del bosque, donde el viento era menos fuerte y donde la tierra podría aguantar mejor la lluvia cuando creara un techo y paredes con sus poderes.
Se bajó del caballo cuando él empezó, moviendo los dedos y estirando los brazos hacia arriba, esforzándose en crear algo grande que les permitiera también resguardar a los tres animales que ahora estaban con ellos.
Alexandria observó su espalda y cómo se le tensionaron los músculos del cuello y de los brazos debajo de la camisa. Pensó, en ese ridículo momento, que él tenía un buen porte, que era alto, delgado y que sus hombros eran anchos y...
Sacudió la cabeza, cuando sintió de nuevo los ojos de la niña, esta vez en su nuca. Eivor había llevado la carreta a través del bosque, hasta ellos, y no necesito voltearse para saber dónde, exactamente, estaba la pequeña. Fue como si pudiese percibirla moverse a la distancia, como si todo su cuerpo y consciencia estuviese pendiente de ella.
—Es lo mejor que puedo hacer —jadeó Ikei, cuando consiguió algo parecido a un pesebre. Se derrumbó contra un árbol y Anneke desmontó, dispuesta a ayudarlo, cuando Alexandria se apartó del camino de Eivor y de la yegua, a la que llevaba al refugio.
—¿Estás bien? —le dijo, pero él rechazó su ayuda. Se volvió a enderezar y Alex sintió que el corazón se le retorcía otra vez, pero por una razón diferente a antes. No tenía que ver con la niña, tenía que ver con él.
—Solo que... no suelo hacer cosas tan grandes —explicó Ikei y cuando se tambaleó, Alex corrió a sostenerlo. Se pasó su brazo por encima del hombro y él no rechazó su ayuda. La miró, más bien, con una expresión de ternura.
—No te excedas —le susurró ella, mientras Anne se alejaba. Si se había sentido molesta por la actitud de obvia preferencia de Ikei hacia ella, no hizo mención alguna y solo se ocupó de ocultar a su pony de la lluvia que, al fin, se les largó encima.
Alex ayudó a Ikei a ponerse bajo el techo y luego ella misma guardó a su caballo. En ese mismo momento, Celery, que había estado ayudando a su hermano a bajar las cosas de la carreta, se plantó junto a ella con una emoción que ya no se podía ocultar. Pegaba saltitos en el lugar.
—Celery —la llamó su hermano, como si estuviese retándola por pegarse tanto a una desconocida, pero la niña lo ignoró.
Fue Ikei el que, en realidad, consiguió atención de su parte.
—Disculpa, pequeña —dijo, mientras se sentaba en el suelo e intentaba recuperar el aire que perdió después de tanto esfuerzo—. Tus poderes, ¿qué es lo que puedes hacer?
La niña se giró hacia él.
—Oh, bueno, en realidad no tengo nada que ver con los rayos. Lo mío es más bien la luz —explicó—. Pero la electricidad de los rayos son ondas de luz, así que por eso soy capaz de absorberlos.
Todos la miraron sorprendidos. Alexandria nunca había escuchado de un poder tan fuerte como ese. Pensó que se debía a que ella no conocía mucho de brujos en general, pero como Ikei estaba absolutamente fascinado, supo que esa niña era increíblemente poderosa. No era una bruja común.
—Eres la primera de la Orden de Eleni —susurró Ikei. Parecía que había tocado las puertas del cielo, que acababa de ver a una diosa misma—. Las dos primeras de la Orden de Nyx y ahora, de la nada, por fortuna divina, la primera de la Orden de Eleni. Esto debe ser algún tipo de señal de las diosas. ¡Ellas nos escucharon cuando les rogamos por ayuda!
En eso tenía razón. Alex se abrazó a sí misma, consciente del frío por primera vez en un largo rato, pero se sintió cálida cuando se aferró a esa noción, la de que sus deidades habían estado protegiéndolos y que les habían puesto en su camino a esa gente.
—Ya lo creo que escuchan —dijo Eivor, acomodando sus últimas posesiones dentro del pesebre—. Mi hermana te lo explicará bien.
Dentro de la tosca creación de Ikei, Eivor parecía mucho más alto. Pasaba a Ikei por casi una cabeza y aunque no era robusto, daba la sensación de que era mucho más ancho y de que incluso comía más.
—¿Y tú? ¿Cuáles son tus habilidades?
—¿Mis habilidades? —preguntó él y Celery respondió con una risa cantarina—. Pescar, talar árboles. Soy un buen constructor también.
Ikei asintió, comprendiendo entonces.
—No tienes magia.
—No soy como ustedes, no —respondió Eivor con calma, con otra sonrisa. No parecía nada afectado por ello. Lo único que pareció preocuparle fue seguir llamando a su hermana, que con cada segundo que pasaba parecía estar medio paso más cerca de Alexandria.
—No se preocupen por la tormenta —dijo Celery, levantando su carita hacia Alex, como buscando su atención, su aprobación, cualquier gesto de su parte. Pero ella, que no entendía la fijación de la niña, ni tampoco entendía la manera extraña en la que la percibía y en cómo se sentía ante su presencia, evitó mirarla de lleno—. Yo mantendré los rayos apartados.
—Es increíble tu poder, jamás había visto algo parecido —exhaló Ikei, pasándose una mano por el cabello húmero.
Celery hizo algo parecido a una referencia. Pareció divertida con sus palabras.
—Gracias. No fue nada.
—¿Nada? —soltó Anneke—. Lo que hiciste fue tremendo. Podríamos haber muerto, todos.
La niña ladeó la cabeza hacia ella. La miró con picardía.
—Tienes un excelente don —le dijo, logrando que Anneke retrocediera estupefacta, casi tanto como cuando ella adivinó que Ikei era un brujo de la tierra—. Cuando lo perfecciones, seguro serás de gran ayuda.
Se hizo un silencio que solo fue interrumpido por el relinche nervioso de los caballos y la lluvia que golpeaba contra las paredes de lodo de, refugio.
—Se acostumbrarán a ella —dijo Eivor, con una sonrisa cómplice. Anneke giró la cabeza hacia él, poco dura.
—¿Estás seguro? —susurró, pero Eivor solo le guiñó un ojo, que resultó en las mejillas más rojas que Alexandria había visto jamás.
Ikei, entonces, logró ponerse de pie. Exhaló y se recompuso para adoptar una postura más confiada, más vendible. Alex sabía para qué se estaba preparando.
—Bueno, entonces deben saber sobre las Ordenes de magia y que estamos reclutando hechiceros para contribuir con la visión de Calipso sobre el uso de nuestros dones, ayudando al planeta —dijo, con su mejor tono formal. No era el mismo que usó cuando intentó convencerla a ella de que tenía que unírsele. Probablemente, se debiera a Eivor, a que tenía que impresionarlo a él para que permitiera que Celery se uniera a la causa.
Sin embargo, aunque Ikei estaba listo para empezar con su discurso, la niña lo cortó de una.
—Si sabíamos de los hechiceros, por supuesto, pero no los buscaba por eso. Mi intención no es unirme a las Órdenes —dijo. Su hermano no dijo ni media palabra. Ikei se quedó estupefacto y sus ojos se llenaron de una palpable desilusión.
—¿No?
—¡No! —soltó Calery, completamente feliz, para nada concordante con su respuesta. Hasta ahí había llegado esa actitud extraña y antinatural para una pequeña de su edad. La emoción se le escapó por cada poro del cuerpo. Se giró, de pronto, hacia Alexandria—. ¡Yo la estaba buscando a ella!
Alexandria retrocedió, con los ojos como platos.
—¿Disculpa? —le dijo, las primeras palabras que le dirigió de forma directa.
—¿A Alexandria? —preguntó Anneke.
—Ha sido un viaje largo —intervino Eivor, dándole un asentimiento a Alexandria que ella no supo interpretar. En unos segundos, todos cruzaron miradas, la única que mantenía una sonrisa radiante era Celery y que ya no podía dejar de brincar.
—¿A Alex? —repitió Ikei—. Creo que me estoy perdiendo de muchas cosas.
—¡Lo siento! —exclamó Celery, llevándose las manos a la espalda y retorciéndoselas, como si así pudiese contenerse—. No he sido muy clara.
—Deberían sentarse —siguió Eivor, pero ninguno lo hizo. Alexandria, menos.
—Lamento tener que decirlo así —siguió la niña—, pero es que he esperando este momento por mucho tiempo y vengo pensando cómo sería desde hace meses y meses y hemos recorrido un largo camino y...
—Celery... —Eivor le dirigió una sonrisa.
—Sí, si —La niña junto las manos, esta vez, por delante. Tomó aire, para serenar su verborrea, sí típica de un infante, y exhaló hasta tomar la postura de suficiencia y calma adulta—. No me uniré a ninguna Orden porque yo no soy una hechicera —explicó—. Ni nombre real es Eleni y soy la diosa de la luz.
El impacto que recibieron fue cantado por un rayo estrellándose contra un árbol, a la lejanía. Alexandria sintió un vuelco en el corazón, como si el rayo le hubiese dado en el pecho, y esta vez no pudo escapar de la mirada brillante de la pequeña, de la diosa, que la observaba con una mezcla de alegría, ansiedad y divina esperanza.
Retrocedió un paso, presa de la sorpresa, con la idea de que esta invadiendo el espacio personal de una deidad deambulándole por la cabeza. Ikei no dijo nada, Anneke tampoco, pero ambos estaban lo suficientemente pasmados como para mirarla absortos, al igual que ella.
—Siento ser así de directa —se disculpó Celery, quitándose el chal de lana que llevaba alrededor del cuello, idéntico al que llevaba su hermano—. Pero tampoco es que haya mucho más que decir —Y, así nada más, dejó expuesto un brillante collar dorado de cristal. Era una piedra circular, que brillaba dorada, más incluso que los rayos del engarce que la sostenía, imitando el sol. Refulgía de una forma espectacular, tanto como la misma niña, bañada en oro y en luz.
—Por todas las... diosas —musitó Ikei, cayendo de rodillas. No esperó ni un solo segundo para rendirle una reverencia. Llevando las manos a la frente, juntando los dedos para formar un triángulo y apoyando los pulgares contra las cejas, se inclinó hasta que su rostro tocó la tierra.
Anneke, saliendo de su impresión, hizo lo mismo. Pero Alex no se movió. Su cuerpo no se movía y toda su atención estaba acaparada por Celery, que ignoró la muestra de respeto. Se acercó a Alexandria temblando de los pies a la cabeza, algo que no debería hacer una diosa. Le tiró los brazos, algo que tampoco debería hacer una diosa.
Ella no pudo reaccionar.
—¡Yo te buscaba a ti, hermana! —exclamó Eleni, abrazándola, justo cuando otro rayo partía otro árbol al medio.
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