13. Sensibilidades
Como Anneke era más delgada y alta que ella, la túnica le resultaba un poco incómoda a la hora de montar. Le apretaba el culo, no le permitía abrir mucho las piernas y se le subía por encima de las rodillas.
Por suerte, Ikei no pudo verla subirse al caballo, antes de que ella se cubriera con una manta, porque él seguía dentro excusándose con la dueña. Les había inventado que vieron un horrible insecto en la habitación y la mujer se ofendió peor. Podían escucharla gritar desde afuera, desde el establo, mientras su amigo intentaba disculparse.
—Ni siquiera nos dejó comer —se quejó la muchacha pelirroja, mientras Alex comenzaba a temblar. Ese día seguía nublado y el viento del sur soplaba fuerte.
—Será mejor que consigamos algo más de comida en el camino —susurró Ikei, saliendo de la taberna con la cara colorada. Al parecer, la pelea con la mujer lo había puesto nervioso—. Qué bueno que Anne te prestó esa túnica, porque hoy está más fresco, ¿eh?
Se montó detrás de ella sin darse cuenta de que tenía la manta sobre las piernas porque era corta. Más bien, parecía enternecido y emocionado por ese gesto amistoso entre ambas y no paró de señalar cualquier cosa que ellas pudieran tener en común. Pero, sabiamente, no dijo absolutamente nada sobre la posibilidad de ser compañeras de Orden.
—Bueno, las dos somos terriblemente pobres —lo cortó Anneke, después de que encontraron un puesto de pan y pudieron llenarse las bolsas de tela de bollos calientes. Ikei se guardó el dinero en la chaqueta de cuero y las guio por el pueblo para buscar más provisiones, explicando que las Ordenes le proporcionaban a los viajeros una buena cantidad de monedas para subsistir y atender a los futuros acólitos.
—¿Cómo es que tienen tanto dinero si usan sus habilidades en la caridad? —preguntó ella, con la frente arrugada. Alex frunció el ceño, pensando que esa era una excelente cuestión—. Se supone que no cobran...
Ikei se alarmó por la sugerencia.
—¡Oh, no! Claro que no —exclamó, justo cuando llegaron a un puesto de frutas y verduras, bastante atestado por la gente del pueblo—. Los grandes reyes y reinas hacen donaciones, también los lores. Nos ayudan a seguir ayudando. No somos ricos, eh. Yo no lo soy. Crecí en una familia humilde, del campo.
Anneke estrechó los ojos ante esa respuesta, sin que Ikei se diera cuenta, y de alguna manera, Alexandria supo lo que estaba pensando: que si los reyes y los lores pagaban era para tener favores. Los que estaban en lo alto tenían cómo obtener los mayores beneficios de esa magia. No parecía que eso estuviese aceptado por las diosas.
Tuvieron que esperar un largo rato para comprar. Ikei eligió unas zanahorias y algunas frutas de la zona, lo suficiente como para completar sus provisiones y poder resistir hasta el siguiente pueblo.
—Aunque no les voy a mentir —dijo él, cuando terminó de pagar y volvió junto a ellas, con los caballos—. No tenía presupuesto para dos personas conmigo, así que tendremos que ahorrar y asegurarnos de acampar cerca de los ríos, para poder pescar con regularidad. Lamentablemente, no tengo ni idea de cómo cazar, así que nos limitaremos a eso.
Alexandria asintió, pero arrugó la nariz para contener el desagrado que le bajó por la garganta. Iba a tener que acostumbrarse al pescado. A su lado, Anneke hizo exactamente la misma cara. Seguramente las dos preferían comer zanahorias crudas y sin pelar por el resto del viaje a que comer un solo pez de río más.
Cuando Ikei ató la bolsa recién comprada a su caballo lanudo, las chicas giraron para avanzar por la calle. Allí, de la nada, una anciana pequeña y arrugada tomó la mano de Alexandria con mucha fuerza, casi bajándola del caballo.
—Tú hermana, yo conocí a tu hermana —le dijo, con un grito ahogado. La voz le salía rasposa y nadie más que ellos tres le prestó atención. Cuando Alex la miró de lleno, la mano de la señora se suavizó. Entrelazó los dedos con los suyos y la observó con una infinita gratitud.
—¿Señora? Yo a usted no la conozco —respondió ella, inclinándose hacia abajo, como si eso fuera lo que le hubiese preguntado. No pudo mantenerse erguida debido a su agarre.
—No, no —insistió la anciana—. Yo conocí a tu hermana. Vino una vez aquí. Ella era tan buena, tan dulce. Yo era pequeña y ella me dio un beso en la mejilla —rememoró la vieja, dejando a los chicos más mudos que antes. Ikei parpadeó, sin entender un pepino—. Tan grande, tan divina.
—Está loca —murmuró Anneke, con una mano sobre la boca.
—Fui tan feliz —siguió la mujer, ignorándola.
—Señora... —Alexandria tiró de su mano. Al principio se había sorprendido, ahora estaba de acuerdo con Anne; esa señora estaba desvariando—. Usted se confunde —intentó explicarle—. Yo no tengo hermanas. No tengo familia, ¿entiende?
Con un esfuerzo, logró liberarse de los dedos de la mujer. Sin embargo, aunque creyó que la señora se ofendería, esta solo siguió mirándola maravillada.
—Calipso era tan buena.
Ikei tosió y Anneke alzó las cejas.
—¿Calipso? —terció Alex.
—Sí, definitivamente Calipso fue excepcional —se metió Ikei, llamando la atención de la anciana en vano—. Nuestra diosa revolucionó el mundo. Lo convirtió en un lugar mejor.
—¡Pero tu has venido a mejorarlo, como tu hermana! —exclamó ella, estirándose hacia el caballo. Como no pudo agarrar la mano de Alex, le atrapó un pie.
—¿Qué? —balbuceó Alexandria. Intentó retirarse el pie, pero la señora quiso besárselo.
—Mejor vámonos —pidió Anne en un susurro e Ikei asintió.
—Gracias por sus palabras, querida señora —le dijo él, metiéndose entre Alex y la anciana. Le obsequió una fruta y ella la tomó, primero sin entender por qué. Al menos, funcionó para que soltara su pie—. Ya debemos irnos, así que... Un placer.
La señora continuó viendo la fruta y luego alzó la cabeza para buscar el rostro de Alex. Sus ojos añejados se llenaron de lágrimas. Le tendió la fruta, para sorpresa de los tres, y dio saltitos emocionados.
—¡Bendice mi huerto! Mi gran señora —exclamó. Toda la calle se volteó a verlos. Alexandria se sintió automáticamente nerviosa con toda esa atención. Ya no solo se sentía desconcertada—. Me alegra haber vivido para verte, mi señora Nyx —siguió la anciana y los tres se quedaron pasmados. Algunas personas que pasaban cerca o aquellos que estaban últimos en la fila del puesto de verduras, también.
Alex abrió y cerró la boca varias veces, sin saber qué decir. Esa pobre mujer deliraba y lo confirmó cuando la gente que la miraba y parecía conocerla ponía los ojos en blanco y seguía con lo suyo.
No atinó siquiera a tocar la fruta y le dio unas pataditas ligeras al caballo para hacerlo avanzar y alejarse, por fin, de esa calle.
—Lo lamento, usted se confunde. Que tenga suerte con su huerto —le dijo, con algo de pena. Parecía tan emocionada que le dio pena romper su ilusión, pero como Ikei y Anneke tampoco dudaron, miró hacia el frente como si nada hubiera pasado.
Ninguno de los tres dijo nada hasta que doblaron la esquina, en dirección a la salida del pueblo.
—¿Y todo eso? —preguntó Anneke.
—No tengo ni idea —soltó Alexandria, exhalando con brusquedad, mientras Ikei guardaba las compras y montaba detrás de ella—. Primero pensé que hablaba de mi hermana de verdad... Como yo nunca conocí a mi familia.
—Definitivamente estaba loca —siguió la muchacha.
—Sí, supongo —musitó, encogiéndose de hombros—. A veces la gente mayor no piensa bien. Había una esclava que vivía en las barracas conmigo. Su mente empezó a fallar antes que su cuerpo y decía tonterías todo el tiempo. Un día, la señora Maeve mandó a que se la llevaran y nunca la volví a ver.
—Pues esta tiene suerte de ser libre —contestó Anneke, levantando ambas cejas—. O si no hubiese terminado igual.
—Sí... —susurró Alex, siendo consciente por primera vez de lo que le había pasado a esa esclava.
Cabalgaron sin hablar más de tema hasta que salieron a las secas rutas, empinadas y llenas de piedritas. Pasó un largo rato hasta que Ikei, que no había acotado nada antes, dejó una de las riendas para llevarse una mano a la frente.
—¿Nyx? —murmuró.
Alex y Anneke lo miraron al mismo tiempo.
—Debía estar insolada, Ikei —le recordó Anneke, pero él dudó un segundo más.
—Lo sé, pero... Algunas personas, como ustedes saben, tienen dones. Los brujos pueden ser muchísimas cosas. Pueden ser oráculos, como los que existían antaño y que seguro eran brujos de Nyx. O pueden ser druidas, especializados en el arte de la sanación. Sin embargo, también existe gente que tiene sensibilidad. Que no tiene el suficiente poder para ser un oráculo o un druida o cualquier otro tipo de brujo —explicó—. Quizás esa señora tiene algún tipo de habilidad oculta.
—¿Qué intentas decir? —respondió Anneke, alzando un dedo hacia la cara de Alexandria, a su lado—. ¿Qué la vieja tiene razón y ella es la diosa de la oscuridad?
Por un momento, Alexandria tuvo deseos de echarse a reír. Era disparatado.
—No —Ikei se encogió de hombros—, solo que posiblemente, esta mujer haya sido una persona muy sensible a la magia, haya conocido realmente a Calipso en su niñez y haya sentido los poderes de Nyx en Alex, ya que ella pertenece a la Orden de Nyx. Igual que tú.
Anneke se cruzó de brazos.
—¿Y entonces por qué no sintió mis poderes?
Para eso, Ikei no tenía respuesta, por lo que Anne volvió a resolver que la anciana solo estaba loca y que nada de lo que dijo debía quitarles el sueño. Alex también prefería pensar eso, porque la otra idea, la descabellada, ni siquiera le entraba bien en la cabeza.
—Esto es lo genial de ser las dos primeras oficiales de la Orden de Nyx —dijo Ikei, en cambio—. Podremos descubrir cosas de sus poderes. Ustedes dos son muy distintas y...
—Te pasaste la mañana diciendo en qué éramos parecidas —susurró Anneke.
—... por lo que sus habilidades seguro podrán ayudar en campos diferentes y ampliar el espectro de lo que se piensa que hace un brujo de esta orden —siguió él—. Tal vez, otros compañeros míos hayan hallado a más de sus compañeros. ¡Sería increíble!
Alex apretó los labios.
—Sí, bueno —le dijo, más bien, le recordó—. No te olvides que aún no es cien por ciento seguro que me vaya a quedar. Todavía no estoy del todo convencida.
Anneke le dirigió una sonrisa lobuna mientras descendían por la ladera de una colina.
—Sí, no vaya a ser que te confundan con la diosa de la oscuridad otra vez. Ahí sí que me molestaré por tu protagonismo —la tentó, pero, aunque seguro eso la habría molestado el día de ayer, Alexandria pudo captar el tono bromista de sus palabras.
—Ya —le dijo, sin malicia, agitando una mano en su dirección—. No te burles.
Ikei inhaló, listo pare meterse en la conversación antes de que ellas se pelearan, sin entender que de alguna forma y sin que él tuviera algo que ver, las dos estaban en una tregua.
—Eso no va a pasar —se apresuró a decir—. Aunque Alex sí se parece físicamente a las descripciones que se han hecho de Nyx en todas las leyendas, eso no indica nada.
Fue allí cuando Anneke comenzó a escudriñar el rostro de Alexandria, el cabello rubio claro, los ojos grises y la cara ovalada. Alex, en cambio, prefirió voltearle la cara. Tenía la sensación de que Anneke también lo usuaria para hacer chistes.
—Cualquier podría ser rubia y de ojos grises —replicó ella—. También podrían decir que yo tengo el color de cabello y los ojos de Candace, ¿o no?
—Tus ojos son pardo —le indicó Alex, cruzándose de brazos, como si fuera obvio que no—. Los de Candace eran del color del caramelo líquido.
Ikei se inclinó sobre su hombro.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió y Alexandria se quedó muda, preguntándose de dónde demonios había sacado ese dato. Para empezar, ella nunca había visto el caramelo líquido. Y, aún así, tenía una imagen muy clara de cómo era, deambulando por su mente.
—Lo habré escuchado por ahí.
Anneke chistó.
—¿Y qué hay si sí eres Nyx y la mujer no está loca, eh? —la tentó, sonriendo. Alex le frunció el ceño casi al mismo tiempo—. Quizás recuerdas los ojos de tu otra hermana, ¿no?
—Cállate —le espetó y sorpresivamente ella obedeció.
—No te burles de ella —la retó Ikei, pero él también sonreía.
—Oh, cállense los dos —Alex puso mala cara—. ¿Podemos apurarnos? Tengo frío.
Le quitó las riendas a Ikei y las agitó hasta hacer al caballo entrar en trote. Dejaron a Anneke atrás y sonrió cuando la oyó protestar.
Ese tramo del viaje fue menos traumático que el anterior. Si bien hacía frío y ella lo sentía por la ropa corta, el viento fuerte y la lluvia no se hicieron presentes. Hacia la noche habían atravesado un buen tramo de camino hacia la capital de Namardar, Agripus, y pararon antes del anochecer para comer algo de fruta y para dejar que los caballos pastaran y tomaran agua de un riachito. Durmieron allí mismo, sin ninguna fogata y Alex despertó a la mañana siguiente sin tener pesadillas otra vez.
Entonces, Anneke fue amistosa con ella y le contó que nunca había tenido amigos en su infancia, pues luego de haber predicho esas muertes, sus padres decidieron alejarla de todos y se fueron a vivir al bosque. También le contó que desde que su papá había muerto, pasaban muchas penurias. Su mamá y ella cosechaban sus propias verduras y hacían sus propias prendas y, aunque intentaban vender las telas y utensilios de madera, nadie en el pueblo se les acercaba jamás.
—Nunca comíamos carne —explicó, cuando pararon para almorzar. Hizo girar el trozo de carne seca en sus dedos y alzó la mirada hacia ella—. No nos comíamos a nuestras ovejas o gallinas. Pero alguna que otra vez lográbamos atrapar alguna paloma.
Sintiéndose obligada a contar algo de sí misma, Alex le dijo que en su vida como esclava solía comer mucha legumbre y pan y que muchas veces era contraproducente porque traía enormes dolores de panza. Sin embargo, ella debía trabajar aun cuando se sintiera mal por lo comido. Nadie se preocupaba por el bienestar de los esclavos.
Ikei escuchó la conversación sin intervenir, feliz de que las chicas se trataran con cordialidad y aceptando que al final no hizo falta que siguiera intentando amigarlas. Comprendió que ellas lo hicieron solas y que no tuvo nada que ver.
Montaron a los caballos apenas terminaron y continuaron el viaje descubriendo una llanura agradable para cabalgar, pero mucho más helada. El maldito viento del sur azotaba otra vez.
—¿Alguna vez has visto la nieve? —le preguntó Anneke a Ikei y él negó, contando que en su país nunca hacía tanto frío como para recibir nevadas. Les dijo que Norontus era un buen lugar para vivir y que el bosque donde estaban las Ordenes les daba muchísimo alimento y protección.
—Aquí tampoco nieva —intervino Alex, pero se tapó mejor las piernas con la manta.
—No —Anneke alzó las manos al cielo—, pero a que cae hielo en cualquier momento. Nunca había sentido tanto frío en mi vida.
Y tenía razón. Ambas vivían más al norte y ni siquiera en invierno se sentía tan helado. Alexandria miró sus dedos helados y volvió a enterrarlos en el pelo del caballo. Si seguían avanzando así, para la noche estarían azules.
—Yo pensaba que sería al revés —confesó, demostrando cuan ignorante era sobre el mundo—. Que si íbamos hacia el dentro del país, sería más cálido.
—Mientras más nos acerquemos a Agripus, más frío hará. Luego, iremos hacia el norte y todo pasará —explicó Ikei.
—Espero que en la Capital haya buenas casas de hospedaje —dijo Anneke—. Una donde no nos echen sin comer.
La llanura se terminó horas después y se encontraron con una colina empinada que costó subir. Fueron lenta y cuidadosamente hasta llegar a la cima y allí Ikei optó por bajarse y guiar a los caballos él mismo ante la aparición de un precipicio, justo donde el camino se hacía más angosto. Asustada, Anneke también se bajó del pony.
Cansados después de esa travesía que les llevó un buen tiempo, se detuvieron y descansaron. Bebieron agua y dejaron a los animales pastar al pie del risco.
—Bueno, deberíamos intentar llegar a Pahem antes de la noche —dijo Ikei, sentándose en una roca y extendiendo el mapa—. Serán unos quince kilómetros, tal vez.
Frotándose los brazos y enredándose la manta alrededor de las piernas, Alexandria asintió. Estaba totalmente de acuerdo con pasar la noche en un pueblo.
—Creo que hace demasiado frío como para intentar dormir sin fogata.
—Si podemos conseguir, aunque sea, un techo.... No creo que Pahem sea muy grande. Nunca estuve ahí —contestó él. Cerró el mapa y se levantó para chequear los nudos de las bolsas que colgaban de la silla del caballo. Todo, por suerte, estaba bien amarrado—. ¿Alguna quiere algo de comer?
Las chicas aceptaron manzanas, pero cuando Anneke tomo la suya, soltó un gritito. Alexandria casi suelta la manzana del susto.
—¿Qué?
El rostro usualmente pecoso de Anneke se había vuelto tan pálido que no podían distinguirse las pecas.
—¿Anne? —preguntó Ikei.
—¡Tenemos que movernos! —exclamó ella, alarmada. Tiró la manzana al suelo y corrió por su pony—. ¡Vámonos ya!
Alexandria la miró con absoluta confusión e Ikei recogió la manzana que se fue al suelo después del chillido.
—¿Qué pasa? —le dijo, tratando de mantener la calma. La persiguió hasta el caballo, pero no pudo evitar que montara antes de explicarse.
—Si no nos movemos podríamos ser alcanzados por una tormenta horrible —murmuró Anneke, con la mirada perdida durante un momento. Luego, enfocó los ojos en él—. No bromeo, es peor que la del otro día. Mucho peor. Estoy segura, tan segura como cuando predije esas muertes.
Los chicos miraron el cielo de la tarde. Estaba nublado, bastante gris, pero no auguraba una tormenta inminente. Y, sin embargo, Ikei asintió, con plena confianza en sus palabras.
—De acuerdo.
Alex se aferró a su manzana, como una tonta. Por un instante, volvió a sentir que era una inútil. Claramente el poder de Anneke serviría en las Ordenes. No sabía dónde podría encajar ella, en cambio.
—¡Pero ya! —chilló Anne—. Si no nos largamos ahora, los rayos nos partirán la cabeza.
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