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12. Préstamos

—¿Qué es eso? —inquirió Ikei, mirando a Anneke, pero ella no tenía una explicación al respecto. Negó con la cabeza y Alexandria, que pensó que podía ser su oscura magia la que tomaba el control de su mente y su cuerpo, intentó apartarse de él.

Sin embargo, Ikei solo le echó otra manta arriba, para protegerla de la desnudez, y la retuvo contra el colchón.

—No te levantes —le indicó.

Alexandria se limpió las lágrimas con la lana cardada y le dirigió una mirada de verdadera congoja.

—¿Es que no lo entiendes? —murmuró—. No tienes que tocarme. Podría lastimarte como casi lastimo a Anneke. Si le hubiese tocado con esa... cosa... ella habría muerto. No me toques. Soy peligrosa, ¡soy malvada!

Él negó.

—No eres peligrosa, ni eres malvada —replicó—. Ya hemos hablado de esto, Alexandria. Pero sin duda no podemos seguir así.

—¡Pues entonces déjame! —masculló Alex. En un arranque, se deshizo de su agarré. Empujó a Ikei lo suficiente como para ponerse de pie y caminar por encima de la cama lejos de su tacto—. ¡Déjame aquí, déjame sola, donde no tengas que ponerte en peligro por mi culpa! Ni tengas que cargar conmigo, con toda mi maldita existencia... —Bajó la voz—. Y mi pobreza y mi falta de cultura y de voluntad... ¡Es que yo no sirvo para nada! ¡Ni siquiera soy útil!

Anneke, junto a la puerta, se mordió el labio inferior. Luego, tuvo el reparo de cerrarla, para evitar que llegaran los curiosos.

—¡No eres inútil! —exclamó él, extendiendo las manos hacia ella, tratando de ser conciliador y se mostrarse atento y abierto. Alexandria sabía que él sería capaz de abrirle los brazos siempre, lo sentía en la carne tanto como en los huesos, y aunque había pasado poco tiempo desde que se conocían, sentía que Ikei era la persona más buena que conoció jamás.

Por eso mismo, no quería ser mala con él, pero más deseaba no lastimarlo, no matarlo.

—¡Por todas las diosas! —le gritó, con tono harto—. ¡DÉJAME EN PAZ!

Esperaba que hiriera sus sentimientos, que se enfadara con ella y aceptara no llevarla consigo a Norontus. Deseó que fuese suficiente, porque no quería insultarlo. Necesitaba que lo fuera, porque esa era la única manera en la que Ikei podría abandonarla. Cuando vio cómo su rostro se contraía, lleno de dolor, y sus ojos se agrandaban, producto de la sorpresa, lo lamentó.

Pero Ikei cerró los dedos en un puño y avanzó hasta arrodillarse en la cama.

—No. No voy a dejarte —dijo, serio. Su tono de voz se volvió grave, pero nunca perdió la amabilidad—. No voy a dejar que sigas creyendo que eres una carga, que eres inútil o que no vales nada. Me enseñaron a ayudar a quienes lo necesitan, pero sobre todo me enseñaron a estar para mis amigos. Y no pienso dejarte sola. ¿Y sabes qué? Los tres, nosotros tres, nacimos de esta manera y podríamos, si quisiéramos, causar mucho daño. Los tres somos peligrosos, Alexandria. El tema es justamente ese, ¿lo queremos? ¿Tú quieres ser peligrosa? ¿Quieres salir adelante o quieres que todo esto te consuma?

Alex se pegó a la pared, sorprendida por la voluntad de hierro de Ikei. Estuvo a punto de ser más hiriente, de decirle mentiras horribles sobre él para que pensara que no eran siquiera amigos, pero viendo esos enormes ojos y esa expresión fiera, no pudo hacerlo. Solo pudo balbucear.

—Yo no quiero —sollozó.

De pronto, Anneke estaba junto a Ikei. No le tendía la mano, como él, pero también parecía decidida como él.

—Entonces lucha contra eso. Tu voluntad es lo único que domina tus acciones. Ni siquiera esa voz —le dijo—. Eres más fuerte que eso. Has sobrevivido toda clase de cosas. Has llegado hasta aquí... ¿Y te vas a rendir ahora?

—Esa voz es solo tu miedo —siguió Ikei, cuando Alex parpadeó hacia ella, sin poder contestarle—. El miedo es normal, todos lo tenemos.

—Yo tenía miedo de que me mataras —confesó Anneke.

—Y yo tenía miedo de que colgaran por hacer magia —agregó Ikei, logrando que ambas contuvieran el aire—. Cuando empecé con los reclutamientos unos meses atrás, atravesando Norontus completamente solo, mucha gente me echó de los pueblos a piedrazos. Me persiguieron; luego aprendí a ocultarme. Namardar es muy distinto a mi reino, pero sé que aquí existe gente con talento que merece brillar. Como tu y como Anneke. Las dos serán muy buenas con este mundo.

Le extendió más la mano y Alex tragó saliva. Moría de ganas por tomarla y rendirse al apoyo incondicional que le estaban brindando. Pero temió muchísimo que al tocarlos, lo que quedaba de la voz, serpenteando alrededor de su cabeza, los lastimara. Ella ya no hablaba clara, pero Alex todavía podía escucharla refunfuñar. Detestaba la amabilidad de Ikei, detestaba que se entrometiera.

Eso fue, en realidad lo que hizo que sus dedos alcanzaran los de él. La voz desapareció por completo cuando lo tocó y supo que era una salida fiable, una que podría mantenerla a salvo.

—Lo lamento, lo lamento tanto. No quería hacerles daño —musitó, temblando como una hoja—. No quiero ser así. No sé qué me pasa... desde lo que pasó en la campiña... yo no actúo normal. Como yo misma.

Anneke la miró a los ojos, pero no dijo nada. Ikei la ayudó a bajar de la cama y dejó que ella se sentara.

—Lo que sucedió con tu amo fue un detonante, yo creo. Pero te estabas defendiendo —dijo él—. Te hubiera lastimado si no te hubieras defendido Alex.

—Pero lo maté.

—Eso es algo que no sabes.

Anneke frunció el ceño hacia ambos, molesta por perderse una parte de la conversación, pero no acotó nada. Otra vez, mantuvo la boca cerrada y le dio espacio a Alexandria para que hablara.

—Le hice algo horrible...

—¿Y si realmente fue él el que le hizo daño a la otra chica que murió? —preguntó Ikei, y los ojos grises de Alexandria se enfocaron en él—. Quizás él pensaba atraparte a ti antes; quizás después. Tu hiciste lo que tenías que hacer para sobrevivir. Quizás lo que hiciste fue proteger a todas las mujeres que estaban destinadas a ser heridas por esa persona.

Allí, Anne llamó la atención de Alex, chistando suavemente.

—Mira —suspiró—. Hay gente que merece morir, por más cruel que suene —dijo. Puso los ojos en blanco cuando todos la miraron con un poco de crudeza—. Cuando era pequeña, muy pequeña, predije que un hombre de mi pueblo iba a morir y lo dije en voz alta en medio de una festividad. La gente no me prestó atención, pero cuando esa persona murió, comenzaron las habladurías. Dos días después, predije que la persona que lo asesinó, que también había asesinado a dos niños en un establo, sería encontrado ahogado en la fuente en la que solíamos jugar todos los niños. Fue solo allí cuando descubrieron la identidad del culpable, con su muerte —explicó. Alexandria la miró, con una mueca en los labios. Era una historia horrible, casi tan horrible como las que ella vivió, como protagonista—. Y ese hombre merecía morir, porque seguiría matando y haciendo daño a otros. Las personas que mataste en el bosque para salvar a Ikei, lo habrían matado, así como lo hicieron antes. Son gente malvada.

—Pero tú no los mataste. Solo lo anunciaste —le recordó. Era muy diferente a lo que Alex hizo por sí misma.

—En realidad no lo sé —admitió ella, con un encogimiento de hombros. Se sentó en la cama a su lado y por primera vez desde que la conocía, no se irritó por su cercanía—, porque al decir mis predicciones en voz alta, yo podría haber sido la causante. Podría haber motivado al asesino a cometer el asesinato, en primer lugar. Y luego a otra persona a tomar venganza.

—No es lo mismo —insistió Alexandria, sorbió por la nariz.

—Pero salvaste mi vida —Ikei tiró de su brazo. La obligó a sentarse y luego le tendió un pañuelo. Cuando ella no lo aceptó, él mismo le limpió las lágrimas de las mejillas—. Sé que una vida no vale más que otra. Sé que no deberíamos ser los verdugos de las almas de los demás. Es la tarea de la diosas, pero yo creo que ellas pueden ver tu corazón y tus sentimientos reales. Que si, estás dispuesta, ellas podrían guiarte.

Esta vez, ella no contestó. Recibió más palabras de ánimos, y aunque una gran parte de su mente admitía que eso era cierto, que Peony había muerto por la mano de ese hombre, que esos ladrones seguro habían hecho mucho daño y casi asesinaban a Ikei, ella no podía escapar al hecho de que casi había herido de muerte a Anneke solo por ser Anneke.

—Lo que pasó, pasó —dijo Anne, de pronto, poniéndose de pie—. No te guardo rencor.

—Yo sí me lo guardó —Alex evitó mirarla—. ¿Qué hubiera pasado si te hubiese matado a ti? ¿Tu mereces morir, acaso? ¿Solo porque no me caes bien?

—Todos tenemos ganas de matar a alguien a veces —respondió ella, encogiéndose de hombros y logrando que Ikei le lanzara una mirada de advertencia.

—Chicas, ese no es el punto. Lo que sucedió es que te dejaste llevar por el miedo, Alex. Por el miedo y la culpa; no pudiste manejarlo y la discusión que tuvieron te llevó a eso. No está bien —aclaró, mirando tanto a Anneke como a Alex—, claro que no. Y es lindo que Anneke no te guarde rencor por ello. De la misma manera tienes que hacer un análisis de esto.

—¿Y no estaría llegando a lo mismo? —terció ella, pasándose el dorso de la mano por debajo de la nariz—. ¿A que lo que hice no está bien?

—Sí, no está bien. Pero tiene solución. Pediste perdón de corazón y entonces decidirás no volver hacerlo y trabajarás en ello —contestó Ikei—. Ahora, deberías descansar. Y mañana, hablaremos sobre esas asperezas entre ustedes. Aunque... comeremos primero.

Anneke no dijo nada, pareció aceptar esas palabras con su silencio. Pero fue Alex la que negó.

—¿No qué? —terció Ikei— ¿No vas a comer?

—Aunque duerma, tendré pesadillas —explicó ella—. Y es en mis pesadillas donde veo las cosas horribles que haré en un futuro...

—Es todo tu cabeza trabajando en ello, Alex —insistió él, pero Anneke ladeó la cabeza, atenta a sus palabras. Antes de que ella pudiera acotar algo, la envió a buscar la comida a la taberna. En cuanto Anneke abandonó la habitación, se sentó junto a ella y le pasó un brazo por encima de los hombros—. ¿Qué fue lo que ella te dijo...?

—No vayas a justificarme —susurró Alex, en respuesta—. No importa qué me haya dicho. Ni que haya contestado yo.

—No intentaba justificarte —replicó Ikei, con un suspiró. Le frotó la espalda, casual, y le pasó por el cabello. Casi sin darse cuenta, ella apoyó la cabeza en su hombro—. Yo sé que ella es...

—Insoportable —completó Alex—, pero no es excusa para hacerle daño.

—No, no lo es —corroboró él—. Pero me ayudaría para saber cómo puedo hacer que se lleven mejor.

—No creo que esa sea tu responsabilidad —dijo Alexandria, con un suspiro.

—Soy quien está a cargo de ambas...

—No eres nuestro hermano mayor o nuestro padre —replicó ella. Ser hombre no le daba la suficiente autoridad para mediar, aunque ambas lo habían tomado de ese modo, a ser verdad. Y, desde que estaban los tres juntos, las dos se habían molestado por su atención. Era patético.

Ikei también suspiró.

—No, pero... Somos amigos, y como amigos, puedo escuchar. Como ahora —añadió, girando un poco el rostro hacia ella—, contigo. Lo que sea que te suceda, que te está haciendo mal y que te asusta, no sé si pasará. ¿Sabes? Eso que dices que ves en el futuro... Tal vez seas una bruja de la Orden de Nyx, pero eso no significa que todo lo que sueñes sea el futuro.

Si lo pensaba de forma lógica, él podía tener razón. Pero Alex sentía esas imágenes tenebrosas en la carne y en la sangre. Estaba tan segura de ellas como que la voz que le ordenaba cosas horribles estuvo presente en ese cuarto, castigándola por no matar a Anneke.

—Veo que haré cosas espantosas —le dijo—. Así terminé viendo tu muerte a mano de los malhechores. Por eso sé que no son cosas de mi cabeza, que son temores y ya. Son cosas que ocurrirán en verdad. Mi magia dañará a muchísima gente. Me vi matando a decenas y decenas de personas a sangre fría.

Ikei se quedó rígido por un momento, pero se apresuró a relajar los hombros para no alterarla. Alex levantó la cabeza de su hombro.

—Pudiste cambiar mi destino, así que no son certezas —indicó—. No te preocupes. Tu magia será controlada y yo me encargaré de que no le hagas daño a nadie —dijo él, apartándola un poco contra su costado. Ella le miró de lleno al rostro tratando de buscar fallas en la fe ciega que él le tenía, pero no la encontró. Cuando Ikei sonrió, se sintió cálida y contenida—. Te fe en ti misma y en mí.

—El problema no eres tú —respondió ella en un susurro, apartando la mirada—. Soy yo. Lo mejor sería que ustedes sigan sin mí, y lo sabes.

—Ni de broma —volviendo al tono jovial, Ikei le palmeó el brazo—. Iremos a Norontus, vendrás con nosotros. No vamos a dejarte aquí —Cuando Alexandria hizo una mueca, él se inclinó hacia ella—, no voy a dejarte aquí. Si entre nosotros nos abandonamos, ¿qué será del resto del mundo?

No pudo responderle. Anneke entró al cuarto con cara de perro e Ikei se apartó de Alexandria como un rayo, como si algo raro hubiese pasado entre ellos. Eso la hizo ruborizarse y acordarse, por primera vez en todo ese rato, que debajo de las mantas estaba desnuda.

Se tapó hasta el mentón y clavó los ojos en la pared mientras Anne explicaba que la dueña de la posada le advirtió, de muy mal talante que, si volvía a oír gritos, los echaría a la calle. Le entregó un plato a cada uno y como parecía que Ikei también había recordado su desnudez, él se apresuró a dejarlas solas para que pudiera vestirse.

En el instante en que cerró la puerta, con la aclaración de que estaría en el pasillo, Alexandria bajó la mirada hasta el suelo. Seguía sin tener ropa limpia y no había más opción que volver a ponerse la sucia. No podía quedarse con la manta de Anneke toda la noche.

Sin embargo, antes de que se moviera, la muchacha se plantó delante de ella y le tendió una túnica vieja. Estaba hecha a mano, con hilos de diferentes colores y con un tajo remendado, pero la tela era gruesa, de un telar casero.

Alex no la tomó. La miró con la boca abierta antes de levantar la cabeza hacia la chica.

—Sé que no es lo mejor. Pero puedes usarla hasta que consigas algo de tu talla.

—¿Me estás dando... tu ropa? —soltó—. ¿Después de lo que hice?

—Es hasta que puedas lavar tus prendas y que Ikei te consiga algo. Yo tampoco tengo mucha —advirtió, con algo de impaciencia—. Es un préstamo, no un regalo.

Se la dejó sobre el regazo y se sentó en su cama a comer antes siquiera de que Ikei pudiese volver a ingresar.

Alex dudó solo un segundo más. Pasaron demasiadas cosas en esa habitación como para no aceptar la amabilidad de Anneke. Era un gesto de compañerismo y, quizás, también de disculpa por las cosas que le dijo.

—Gracias —susurró, tomando la túnica y deshaciéndose de las mantas. Se vistió con rapidez y, aunque le quedaba algo ajustada en la cadera, era mucho mejor que la ropa de Ikei. Se sintió abrigada y cómoda—. Y de verdad lo siento.

Anneke no levantó la vista de su plato.

—Yo también —murmuró.

Por alguna razón, ni una sola pesadilla había asomado a su mente. Había dormido extremadamente bien, como si no tuviera culpa alguna de lo que hubiese pasado. Se sentó en la cama cuando Ikei golpeó la puerta en la mañana y asomó la cabeza tímidamente.

Anneke, en cambio, continuó durmiendo como si estuviera inconsciente.

—¿Todo bien? ¿Has dormido, Alex?

Con cuidado, ella sacó los pies del catre.

—Sí.

—¿Y las pesadillas?

—No tuve ninguna.

En seguida, Ikei sonrió, feliz.

—¿Lo ves? —le dijo—. Todo estará bien —Levantó el dedo pulgar en el aire y el gesto por poco la hizo sonreír—. ¿Quieres comer ya? No sé si deberíamos despertarla o no —agregó, mirando la otra cama.

—Quizás se enoje si la despertamos —murmuró Alex, pasándose las manos por la cara.

—Pf, ya es tarde —se quejó Anneke, girándose hacia ellos de repente. Los dos se sobresaltaron—. Ya me despertaron.

Ikei sonrió, esta vez avergonzado, y cerró la puerta para dejar que ellas se alistaran para salir de la habitación.

Solas entonces, las chicas usaron el resto del agua que habían utilizado para asearse en la noche y lavaron sus caras, en absoluto silencio y, por un instante, Alexandria sintió que era un horrible Dejavú.

—No tiene nada de malo que hayas sido una esclava —dijo de pronto y Alex se tensó. «Ay, no», pensó. Sería tal cual la noche anterior. El miedo la dominó, por un segundo, hasta que Anneke se giró hacia ella—. Sé que ayer dije que parecías una esclava así vestida y no medí mis palabras. No hay nada de malo. Y... me alegro que le hayas hecho daño a tu amo, si es que él mató a esa chica.

Salió del cuarto, entonces, dejándola sin palabras. Se miró la ropa prestada y reconsideró todo lo que pensó sobre Anneke y que, al fin y al cabo, ella de verdad se había disculpado. No sentía que hubiese sido por miedo a que la dañara, o por precaución. Ella parecía sincera.

Se llevó una mano al corazón, buscando cualquiera rastro de la voz, que aprovechaba cualquier conversación con la muchacha para desatar su crueldad, pero no la encontró. Ni siquiera pudo escucharla enfadada por no haberla dañado. Había desaparecido.

Anneke, después de eso, en verdad estaba fuera de peligro. 

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