11. Voces
—¡Maderas secas! —canturreó Ikei al llegar hasta ellas—. Un verdadero milagro, ¿no lo creen? Estaban metidas en un hueco entre las rocas. Se ve que alguien las dejó ahí, un refugio habitual. Quizás de algún comerciante. Le dejé bronce a cambio, aunque dudo que en una noche helada como esta le sirva... —Pareció mortificado, pero luego se dio cuenta de la tensión que oscilaba entre ellas—. ¿Chicas?
Anneke le hizo un gesto parecido a una sonrisa.
—Qué bueno —murmuró, como si ella y Alex no hubiera tenido ningún tipo de encontronazo—. ¿Esta noche tendremos un buen fuego? Es una alegría.
Alexandria, al contrario, mantuvo el ceño fruncido y cambió de posición, pasando el peso de un pie a otro, y se negó a mirar a la muchacha, que ahora parecía una santa.
—¿Está todo bien? —preguntó Ikei y, sin embargo, ambas asintieron con la cabeza—. ¿Seguras?
—Si —espetó Anneke, cruzándose de brazos—. ¿Podemos armar el campamento ya? Estoy muy cansada.
Se movieron por el campo hasta encontrar una tierra más plana, sin tantas piedras en el suelo. Anneke se apresuró a seguir a Ikei de cerca y Alexandria se mantuvo detrás, tirando del caballo lanudo.
El brujo invocó unas paredes de barro que con el viento se endurecieron pronto y armaron el fuego en el centro de la improvisada cueva. Esta vez, no tuvieron que acurrucarse para mantener el calor y pudieron tomar espacios cómodos en donde secar las prendas que todavía estaban húmedas sin tener que quitárselas.
El pan que cenaron ya estaba gomoso, pero Alexandria lo tostó con algunas de las llamas, algo que había acostumbrado a hacer durante toda su vida. Ikei y Anneke la imitaron y repartieron los trozos del queso antes de acabarlo y devorar una fruta entera cada uno.
Esa noche se quedó con hambre, pero debían racionar el otro queso que Ikei guardaba. El resto de las manzanas serían para el almuerzo. Además, tenían unas rodajas de carne salada que preferían dejar para último momento. Si todo salía bien, al día siguiente estarían llegando a las colinas y de allí no faltaría nada para la siguiente ciudad y el gran río del que le habían hablado.
Se durmió, pensando por un momento en las pesadillas, pero estaba tan cansada que no estuvo segura, a la mañana siguiente, de si las había tenido o no. Tal y como Anneke había dicho, su cabeza era un desastre.
Ansiosos por llegar de una vez a destino, cabalgaron más a prisa y aunque al pony de Anneke le resultó complicado seguirles el paso, las colinas se acercaron y se sintieron casi esperanzados. Casi, porque al llegar a la cima, el viento sopló todavía más helado que el día anterior.
—¿Es que aquí llega más rápido el invierno? —terció Anneke, de mala gana—. Tampoco hemos avanzando tanto.
—El viento sopla del sur —explicó Ikei, que ya tenía dos manchas moradas bajo los ojos por lo poco que había dormido, también, la noche anterior. A pesar de que ellas se habían recuperado bastante ante el calor del fuego y el refugió, él hizo guardia. Era, al final, el que más sacrificaba con dos chicas super pobres a cuesta.
Alex se sintió agradecida con él. A pesar de lo mal que lo había tratado cuando lo conoció, aunque lo rechazó, Ikei no perdía la simpatía y no se dejaba vencer por nada y nadie, ni siquiera el clima. Por eso mismo, también lamentó que no hubiese podido descansar por su culpa. Y, antes de que pudiera controlar sus pensamientos, estaba considerando que las ojeras le quitaban el encanto que poseía
—Tendremos que conseguirte ropa nueva, Alexandria —dijo él, de pronto. Alex se sobresaltó y se sonrojó al darse cuenta de la manera en la que había estado evaluando sus atributos. De la nada, fue consciente de cada centímetro en los que ambos se estaban tocando, mientras montaban al caballo.
Lo único que la alejó de esos pensamientos fue la mirada de Anneke, que estrechaba los ojos ante esa supuesta muestra de preferencia.
Tuvo ganas de decirle que Ikei se lo ofrecía porque en realidad no tenía ropa, ni abrigo, ni nada propio. Lo que llevaba puesto eran las prendas que Ikei mismo le había colocado la primera noche en el bosque; prendas que le quedaban grandes, pero que eran más gruesas que sus telas de esclava. Pero se calló. No quería que Anneke supiera lo que ella fue y tuviera algún motivo más para sentir lástima. No quería ponerse en ese lugar.
—Estoy bien así —dijo, pero era mentira. Necesitaba algo que le cubriera mejor las piernas, alguna capa o manta que enrollarse en el cuello y que no tuviese que compartir con él.
—No podrás atravesar el país en estas condiciones. Enfermarás de verdad.
Anneke arrugó la nariz.
—¿No sería mejor algo que sí fuera de su talle? Parece una esclava así vestida —terció, como si Alex no estuviese allí.
Ikei se giró hacia ella, alarmado por sus palabras y la forma despectiva en la que dijo "esclava". Alexandria apretó los labios y los dientes.
—Es ropa mía —le dijo Ikei—. La suya era demasiado delgada y estaba muy mojada cuando nos encontramos. En donde vivía no necesitaba abrigarse tanto. El clima en su pueblo era mucho más estable que aquí y estaba situado en la parte baja de un valle. Las sierras impedían la llegada del aire del sur. Aunque no parezca, porque hemos ido lento y las lluvias nos han atrasado, llevamos muchísimos kilómetros desde el pueblo de Alexandria.
Con eso, Anneke no volvió a hablar. Clavó los talones en las costillas de su pony para hacerlo avanzar un poco más a prisa. Más abajo, a unas millas de distancia, se apreciaba el enorme y ancho río Tárano.
Cuando bajaron la mayor parte de la ladera de las colinas, el viento aminoró y el siguiente tramo fue más sencillo. Poco después, Alex se maravilló con la mayor cantidad de agua que había visto jamás. Su pueblo era árido, apenas si existían riachos que bajaban del valle. Durante la primavera eran más intensos, pero nunca, nunca, algo como eso.
—¿Y qué les parece? —preguntó Ikei, como si estuviese orgulloso del río, como si él hubiese tenido algo que ver con la enorme gracia de las diosas al crearlo.
Sin embargo, cuando se detuvieron cerca de la orilla, Alexandria dejó de sentirse maravillada. La corriente era atroz. Las aguas se veían oscuras en ese día nublado.
—¿Cómo cruzaremos eso? —susurró, temblando, y no solo de frío.
—Seguramente la zona donde está el puente es más angosta —le dijo Anneke, pero ella no le contestó. Ikei corroboró su punto de vista y las guió por la orilla contándoles qué tan encrespado estuvo cuando él tuvo que cruzarlo para llegar a sus tierras de origen.
El puente estaba lejos, por lo que, para el medio día, se detuvieron. Montaron un campamento improvisado e Ikei, emocionado, les dijo que iba a pescar.
Anneke se bajó del pony casi de inmediato.
—¿Con magia? —preguntó.
Ikei alzó las cejas, sorprendido por la propuesta.
—No creo que mi magia funcione para eso —rió, sin burla, mientras se bajaba del caballo—. Pero tengo una caña.
De uno de sus bolsos, sacó unos palitos de madera que comenzó a ensamblar con calma y precisión.
Alexandria desmontó al mismo tiempo que Anneke y observó como ella se desinflaba antes de acercarse a la orilla. La miró inspeccionar el agua durante un minuto antes de volver a concentrarse en Ikei y en cómo terminaba de armar su caña con un hilito que tenía cuidadosamente doblado en un bolsillo de cuero.
—Ya casi estoy —explicó Ikei, al sentir sus ojos sobre él y Alexandria le sonrió para brindarle confianza. No tenía ni idea de cómo funcionaban esas cosas, a decir verdad.
—No va a hacer falta —dijo Anneke y, entonces Ikei se puso pálido.
Alex se volteó a ver y encontró a la muchacha hundiendo los pies en el agua fría. Ikei casi suelta la caña del pánico.
—¡Anneke, es peligroso! ¡La corriente es muy fuerte y...! —dijo él. Pasó corriendo junto a Alex, justo cuando ella pensaba que esa podría ser una acción para recuperar la atención de Ikei, pero la muchacha se inclinó hacia delante, metió los brazos en el agua de un saque y cuando se levantó, tenía un pez, que se retorcía desesperado por liberarse.
Ikei se detuvo a mitad de camino y Alexandria dejó caer la mandíbula.
—¿Cómo...? —balbuceó él.
Anneke alzó las cejas con suficiencia y sonrió. Por un instante, cuando arrojaba el pez a la tierra firme, cruzó miradas con ella, como queriendo decir que ella sí era útil.
—Sabía que iba a pasar por allí —declaró—. Lo presentía.
Alex le arrugó la nariz, pero la muchacha ya estaba observando el agua otra vez, con aparente concentración. No pasó mucho tiempo antes de que sacara dos peces más. Pronto, hubo una pila de alimento fresco sobre el césped e Ikei dejó la caña para preparar el fuego.
Ella se mantuvo callada mientras él limpiaba las escamas y las entrañas con gran habilidad. No se atrevió a mirar a Anneke una vez salió del agua, porque no necesitaba que potenciara la sensación que la embargaba.
Se tragó cada uno de los pensamientos y el rechazo que Anneke le producía, así como la desesperante necesidad de demostrar que también servía para algo. Pero la verdad es que Alex no necesitó que la vocecita oscura que se le parara en el hombro le recordaba que fuese buena para trabajar hasta desmayarse bajo el rayo del sol y para matar. Lo pensó antes de que apareciera y la atormentara mientras el pescado se cocinaba a fuego lento, bajo el cielo encapotado.
Cuando estuvo listo y Alexandria se metió en la boca el primer bocado, hizo una mueca. Nunca había comido pescado antes y no estaba segura de si el sabor le agradaba. Levantó la cabeza cuando deseó escupir un pedazo con una espina y encontró a Anneke haciendo lo mismo con el suyo. Eso la reconfortó. La voz que bailaba sobre su oído se carcajeó. Un pensamiento fugaz sobre que quizás ella se atragantara con el otro bocado latió en el fondo de su consciencia.
—Deben revisarlo con los dedos antes —indicó Ikei, inclinándose sobre Anneke para ayudarla, y otra vez Alex rechinó los dientes. Sintió ira crecerle desde las manos temblorosas que sujetaban el pescado. No se movió, porque si lo hacía, apuñalaría a Anneke con la rama con la que hicieron las brochetas—. Destrózalo así y podrás encontrar las espinas antes de comértelas.
Trató de concentrarse en las indicaciones que él dio, para no atragantarse ella misma con una espina. Silenció esa voz en su hombro con el tono amable de Ikei, imaginando que no iba dirigido a la muchacha, sino a ella.
Pero a pesar de las instrucciones claras, el único que si pudo terminar su pescado fue Ikei. Anneke lo dejó por la mitad y demostró que solo comió lo estrictamente necesario para sobrevivir.
No tardaron en apagar el fuego y dejar los restos de comida para los animales. Volvieron a los caballos y bordearon el río con paso lento para que le comida no les cayera mal. Aunque Ikei se mostró contento y animado después del almuerzo, las chicas permanecieron en silencio, con más hambre que la panza llena.
Hacia la tarde, llegaron al puente de Castilia. Ellos tuvieron razón al decir que estaba construido sobre una zona más angosta del río, pero su estructura de roca y madera no dejaba seguro a nadie con una corriente tan fuerte fluyendo por debajo. Ikei instó a las chicas a bajar de los caballos y lo cruzaron a pie, para evitar el sobrepeso.
De allí, les quedó un tramo más río abajo hacia la Castilia. Al anochecer, la ciudad más grande que tanto Alex como Anneke habían visto jamás las recibió con sus lámparas de aceite en las calles y las personas que se apresuraban a llegar a sus hogares para preparar la cena.
Los caballos ingresaron a las calles empedradas y Alexandria dejó caer la mandíbula sin reparos. Jamás había visto calles con adoquines de ese tamaño. En su pueblo, había solo una con rocas en el suelo y eran grandes y desordenadas. Aquel suelo estaba pensando con un diseño simple, pero prolijo.
En seguida, Ikei las guió por las calles, en busca de un algún lugar donde pudieran pasar la noche y reabastecerse, pero esa tarea fue más complicada de lo que pensaban. Para esa hora, la gente no estaba dando tantas vueltas y no tuvieron a quién preguntar.
Llegaron a la posada de casualidad, casi veinte minutos después, al otro lado de la ciudad. La taberna estaba silenciosa, pero los recibió un mozo de cuadra que se encargó de los caballos. Dentro, el ambiente estaba caliente y las voces bajas de otros viajeros recién llegados flotaban por el aire.
Por desgracia, a las muchachas les tocó compartir habitación. Tanto Alexandria como Anneke se miraron de reojo antes de elegir las camas y de sacarse algunas prendas para asearse. Las fuentes con agua que les proporcionaron alcanzaron para darse un baño de paños que realizaron dándose las espaldas en absoluto silencio.
Apenas dejaron de chapotear, Alex extendió su única pertenencia en el aire: sus prendas sucias y arrugadas de esclava que olían a humedad. Necesitaba cambiarse las prendas de Ikei, ya que llevaba días usándolas, pero eso no era una opción. Si se la ponía, olería igual de mal que antes.
La arrugó rápidamente contra su vientre, temerosa que de Anneke notara más en eso.
—Realmente no tienes más ropa, ¿verdad? —le dijo, sorprendiéndola. Alex cuadró los hombros.
—No.
—¿Huiste de algún lado? —siguió Anneke, y ella se volteó a verla. La chica miraba el techo con la frente arrugada. Se había acostado en la cama y se había puesto ropa limpia.
—¿Por qué te gusta ser tan inoportuna? —le dijo—. Mi pasado no es asunto tuyo.
—Son cosas que me llegan de ti —respondió Anneke, encogiéndose de hombros, sin mirarla—. No es mi culpa si dejas que sea tan obvio. Huiste de algún sitio sin tenerlo planeado. Te sentiste amenazada. ¿Alguien iba a hacerte daño?
Alexandria suspiró y lanzó el bollo de ropa a la cama. Se puso de pie y apartó la fuente con agua. Aunque la ignoró, esta vez sí sintió los ojos de Anneke encima.
—¿En verdad que te confié mi vida? —terció, logrando que Anneke estrechara los ojos.
—¿Sabes? Intento ser amable.
—No estoy segura de que lo estés intentado de verdad —replicó, encarándola por fin. No importaba que estuviese desnuda y a Anneke tampoco pareció molestarle—. No sé si de verdad lo haces a propósito o qué, pero sé que te estorbo. Buscas todo el tiempo acaparar la atención y demostrar que eres mejor que yo. Y yo no estoy para estas cosas.
—¿En serio? —Anneke se irguió hasta sentarse y llevo ambas manos a su cintura—. No es mi problema si eres una amargada loca de mal genio.
—¿Amargada...? —chistó Alex, olvidando por completo que perder el control de esa manera podía desatar otra vez sus más oscuras pesadillas. La voz se instaló de nuevo en su oído, pero no la escuchó al principio, solo escuchó a Anneke repetir sus palabras una y otra vez en su cabeza—. ¡Yo no soy una egocéntrica, altanera y perfecta señorita vidente!
Anneke dejó caer la mandíbula, indignada.
—¿Vidente? —le chilló en respuesta—. ¿Es eso? ¡Estás celosa!
—¡Claro que no! —le espetó Alex—. A mí no me importa que tan bien hagas tus truquitos estúpidos. ¡Ni siquiera quiero ser bruja!
—¿Entonces por qué no dejas de fijarte en lo que yo puedo hacer y te ocupas de lo tuyo? —le contestó ella, poniéndose de pie y dando un paso hacia adelante. Alexandria se echó automáticamente hacia atrás, sintiendo el nudo en el estómago regresar. La voz canturreó con fuerza y esta vez la escuchó. Pujó en su pecho la misma necesidad que surgió al medio día, esa de ver a Anneke atragantándose y muriendo—. ¡Lo único que haces es dar lástima frente a Ikei porque no puedes contigo misma! ¡Si tienes celos de mis poderes no es mi culpa!
«Hazle daño», le ordenó la voz. Fue seductora, intentaba mostrarle el placer que sentía. Pero como Alex la escuchó con tanta claridad, casi que hubiese jurado que había un hombre ahí con ellas, se aterró.
Tuvo que retroceder hasta la diminuta cama, con las manos temblando. Las escondió detrás de su cuerpo y sintió un tirón desesperante en todos los músculos: un impulso por atacar, por dañar.
«Hazlo», repitió la voz, más firme. A Alexandria le castañearon los dietes y Anneke no comprendió su repentino temor hasta que la vio jadear y negar con la cabeza.
—¿Alexandria? —inquirió, bajando el tono de voz. Sus ojos pardos se volvieron cautelosos. Dejó de existir rencor en ellos. Hubo preocupación y cuando Alexandria le devolvió la mirada, sintió que Anneke no estaba preocupaba por sí misma, sino por ella.
Esa preocupación hizo que controlara el impulso. La voz se enfadó. Rugió en su oído.
«¡HAZLO!». Se estremeció. Era aterradora.
—No quiero hacerte daño —musitó, pegando la espalda desnuda a la pared.
Anneke le dio espacio. Retrocedió sabiamente hacia la cama.
—Cálmate —le indicó—. Inspira profundamente. Cuenta conmigo...
«Mátala», siguió la voz maldita en la mente de Alex. La furia que estaba contenida en sus órdenes se condensaba en la habitación, como si hubiese una presencia tangible que acaparara cada centímetro del cuarto.
Anneke no podía verla ni sentirla, estaba claro. Pero Alex sintió que se ahogaba, como si, en venganza por resistirse a los impulsos, la voz la castigara, quitándole el aire e impidiéndole seguir las instrucciones de la muchacha para respirar con tiempos.
Cerró los ojos para intentar mitigarla, a sabiendas ahora de que era el origen total de toda su desesperación. Cuando aparecía esa voz, aparecían las pesadillas, la sensación de ahogo y dolor en el estómago. Y los deseos asesinos.
Se retorció contra la pared, a medida que le faltó el aire. Se llevó una mano a la garganta y cayó rendida en el suelo. Mientras más intentaba ignorar a Anneke y no cumplir los mandatos, más y más le costaba respirar.
Entonces, la chica saltó hacia ella y le asestó un bofetón.
—¡Deja de tener miedo! —le gritó—. ¡Lucha contra eso! ¡Expúlsalo!
Totalmente pasmada, Alexandria abrió los ojos y la miró. Anneke estaba demasiado cerca para que fuese seguro, pero no pudo hacer nada cuando ella la agarró por los hombros.
La voz rugió: «Hazla sangrar, se lo merece. Te golpeó. No es inocente, ¡mátala!».
Pensó en alejarse, pensó en salir huyendo por la puerta. Ni siquiera se acordaba que estaba desnuda. Anneke no la dejó moverse, le apretó los hombros y se agachó frente a ella. Fue su tacto el que aflojó esa aura pesada en la habitación, lo que le permitió respirar otra vez.
Pudo llenar sus pulmones de aire.
—Lucha contra lo que te está afectado, Alexandria —le dijo, con un tono más tranquilo, casi dulce—. Te infecta, te hace daño. Esta no eres tú.
—Tú no sabes nada —le recriminó, con la voz cortada.
—No —corroboró ella, en voz baja—. No lo sé de verdad, pero me llegan ecos. Tu cabeza sí es un desastre, pero puedes pelear contra eso. Eso también me llega de tu mente, que eres fuerte. Cada vez que algo te estresa, te enfada o te asusta, algo te lastima y eso no es normal.
«Ella se equivoca. No sabe nada de nosotros», susurró la voz, dejándola respirar otra vez. Le recordó que si ella no se resistía, podría continuar existiendo, moviéndose, llenando sus pulmones.
—¡Tú no sabes lo que me sucede! —gritó Alex, empujando sus manos, pero Anneke se aferró a ella. Quería quitársela de encima tanto como quería matarla.
—¡No dejas que nadie te ayude! ¡Quiero ayudarte!
—¡No es cierto! —exclamó. Alexandria sacó fuerza de donde no tenía y empujó a Anneke al suelo. Se levantó tan rápido que Anneke chilló y retrocedió por el suelo de la habitación.
—Tus ojos —murmuró, pero Alexandria, con las pupilas totalmente dilatadas, que ocultaban todo el gris de sus ojos, levantó una mano hacia ella. De pronto, ya no era ella.
Anneke pegó un saltó. Se arrojó junto a la cama y esquivó la magia negra que salió de los dedos de Alexandria como un chorro de agua. Se arrastró por el suelo y, en un acto desesperado, tomó su bolso y se lo arrojó a la cara.
Alex trastabilló, casi de vuelta a la cama, y en ese momento, Ikei abrió la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó, nervioso por los gritos que había oído—. ¿Chicas, qué sucede?
Anneke se puso de pie de inmediato, justo cuando él se daba cuenta de que una de ellas estaba totalmente desnuda. Se quedó inmóvil, con los ojos como platos, sin saber cómo reaccionar.
—¡Tiene una crisis! Ayúdame a calmarla —terció Anneke, saltando por delante de las camas para llegar a la puerta, a su lado, cuando Alexandria atajaba el bolso con las manos. Lo observó, todavía con las pupilas dilatadas, como si no entendiera qué había pasado ni qué era eso—. Mira sus ojos.
Alexandria giró la cabeza hacia ellos e Ikei sintió que el cuerpo entero se le congelaba. Otra vez estaban esos ojos oscuros, sin vida, malignos. Estaba seguro que nada de eso era normal. Y la forma en la que observaba a Anneke era terrible. Tuvo dos segundos para ponerse delante de la muchacha.
—¡Alex! —le gritó.
Ella parpadeó. Cuando lo enfocó, cuando verdaderamente lo notó, soltó el bolso. Sus ojos perdieron el desagrado, el odio. Él alzó las manos y dio un paso hacia delante.
—Alex —repitió—. Escúchame.
Alexandria retrocedió. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Sus pupilas parpadearon, hasta que, lentamente, comenzaron a retroceder.
—¿Ikei? —susurró ella.
Él asintió. Avanzó y tomó la manta de la cama de Anneke. Sin miedo, la envolvió con ella. Para cuando la sentó en la cama, Alex había recuperado el control de sus pensamientos y la voz protestaba, frustrada. Odiaba a Ikei, no lo quería en el medio, pero no fue capaz de influir ya sobre sus pensamientos. Alexandria no podía odiar a Ikei.
—Sí —le dijo él—. ¿Estás bien?
—Sí... —gimió ella, con muchos deseos de llorar de verdad. Había atacado a su compañera sin siquiera dudarlo y ahora que volvía a tener consciencia de todo, sentía terror de sí misma otra vez. Ni siquiera había actuado pensándolo de verdad. Solo lo había hecho. Había caído en las ordenes de la voz en su cabeza. Resistirse no funcionó—. No... no estoy bien. Oh, por las diosas —musitó, agachándose y encogiéndose. No se atrevió a mirar a Anneke, aún junto a la puerta—. Lo siento, lo siento tanto.
Ikei arrugó la cara, conmovido, y la abrazó. La estrechó contra su pecho y Alexandria, ablandada por fin, rompió en llanto.
—Lo siento, lo siento. No quería hacerlo, por las diosas que no —berreó ella, pero Ikei solo giró la cabeza hacia Anneke.
—¿Qué ha pasado, Anne? —preguntó, pero Anneke se limitó a apretar los labios. No dio ninguna explicación—. ¿Por qué gritaban? ¿Estaban peleando?
—No —dijo—. No peleábamos.
—No es cierto —contestó Alexandria a su vez, apartando a Ikei. Por un segundo, pudo mirar a la chica a los ojos. Anneke mantuvo los labios apretados—. ¡Te ataqué!
Ella continuó de pie, poco dispuesta a decir algo.
—¿La atacaste? —dijo él. Aunque no había visto el ataque en sí, él si había visto esos ojos malditos y la expresión asesina dirigida a la muchacha pelirroja—. ¿Por qué, Alex?
Ella se envolvió con la manta, aunque no estuvo totalmente consciente de que estaba desnuda debajo de ella.
—¡Porque soy un monstro! —chilló, con voz quebrada. Sus iris, de nuevo grises, mostraron un gran dolor—. ¡La ataqué porque no me cae bien y porque peleamos! Y luego esa maldita voz en mi cabeza que me gritaba una y otra vez que le hiciera daño, que la asesinara, que fuera cruel...
—¿La voz? —la interrumpió Ikei, sin intentar tocarla.
Anneke carraspeó.
—Eso... —musitó—. Eso es lo que la está afectado.
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