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10. Calor

Alexandria no dijo nada cuando regresaron al hospedaje. A decir verdad, mantuvo la boca cerrada durante todo el trayecto. Anneke tampoco habló demasiado, por lo que Ikei, en medio de esa tensión, permaneció extrañamente callado, sin intentos de animar la caravana.

Sin embargo, cuando se adentraron en la casona de madera oscura, con el viento filtrándose a través de sus pies y enfilaron hacia su cuarto, la muchacha hizo la primera pregunta desubicada.

—¿Ustedes dormían juntos? —dijo, dejando caer las manos al ver al interior de la habitación.

—No dormíamos juntos —terció Ikei, frunciendo el ceño—. Esa es mi cama. La otra es de Alexandria. Iré a avisar que ya nos vamos. Qué mal que ni hayan cambiado las sábanas, eh...

Desapareció en el pasillo y Alex no apretó los labios. Había pasado un largo rato desde que dejó esa habitación y las sábanas de su catre estaban hechas un bollo en el suelo. La bandeja con comida seguía apoyada sobre el colchón fino y viejo.

Se quedó de pie, a solas con Anneke hasta que Ikei regresó. Él comenzó a juntar las pocas pertenencias que había sacado de su bolso y recogió todo. Alex siguió quieta.

—¿Y tú no llevas nada? —preguntó Anneke.

—Yo no tengo nada —dijo simplemente. Anneke arqueó las cejas, pero volvió a guardar silencio.

No colaboró cuando se sentaron en las mesas de las posadas, reunieron comida y debatieron sobre el camino que seguirían y cuánto les tomaría llegar al siguiente pueblo. A pesar de que Ikei era amable y no quería despreciar su opinión, en seguida se hizo evidente que la chica nueva tenía tanta idea del mundo como la misma Alex: Nada. Jamás se había alejado de su casa, nunca había dejado el pueblo.

—He oído que el bosque de cipreses que está más al sur es un buen sitio para acampar, ¿les parece bien? —inquirió él, incluyendo a Alex para que participara.

Asintió, porque la verdad es que cualquier lugar a ella le parecería demasiado oscuro y demasiado tenebroso. En cualquier sitio, su mente daría vueltas alrededor de verdades demasiado crudas.

Anneke acotó algo que ella no escuchó y en seguida estuvieron montándose en los caballos otra vez. Apenas enfilaron por la calle principal del pueblo, Ikei se inclinó sobre su hombro. Su aliento tibio le acarició la oreja.

—¿Estás bien?

Era una pregunta amable, sincera. Tanto que a ella se le revolvió el estómago con solo pensar en decirle que no.

—Sí —mintió. Se sentía fatal, pero no quería seguir dando lástima como en el bosque, con los ojos de Anneke analizando todo, juzgándolo todo.

—El viaje te despejará la cabeza. Y no dejaré que vuelvas a beber nunca —prometió Ikei, indicándole a Anneke que los siguiera.

Alex bufó. El tono firme y decidido del joven le arrancó una risa baja.

—Tu no puedes decirme qué hacer —le recordó. Ahora ella era libre, ya no era una esclava. Nadie podía imponerle nada.

—Bueno, intentaré que bebas con moderación. Y con supervisión —aclaró él. Pudo sentir que su sonrisa le cepillaba el cabello.

—No quiero volver a beber en mucho tiempo —le confesó ella, estremeciéndose ligeramente ante su cercanía. El corazón se le agitó un poquito. La voz de Ikei en su nuca le provocó un calor en las mejillas y tuvo que apartar esa sensación antes de volver a hablar—. La gente dice que el alcohol te hace olvidar. Eso es mentira.

Ikei se rio.

—Te hace olvidar, a veces. La mayoría, te hace acordar con más fuerza.

Salieron del pueblo con prisa, con ganas de aprovechar la luz del día. Pareció que Ikei resintió esa pequeña charla íntima que tuvieron, porque al comenzar la ruta se apresuró a acaparar toda la atención, la de ambos. Contó sobre sus poderes, sobre cómo su padre y su madre habían sabido esconderla bien para alejarla de las malas leguas y de como siempre habían sabido que sería buena en ello. Incluso que había pensado que era una tocada por las diosas. Una elegida, casi una santa.

Por supuesto, aunque Anneke se dispensó a sí misma de tal título, toda esa charla hizo que Alex sintiera otra vez un nudo en el estómago. Le hizo compararse en cada aspecto con esa jovencita que fue amada desde el comienzo de su vida, cuya familia aceptó sus dones y nadie jamás la acusó de maldecir o matar a alguien.

Tragó saliva y mantuvo los ojos clavados en el horizonte, mientras Ikei, ajeno a los nudillos cada vez más blandos de Alexandria sobre las crines del caballo, le preguntó cuáles fueron sus mejores predicciones y qué rutina tenía para obtenerlas.

Anneke habló el resto del día. Alardeó con calma de su talento nato para leer las estrellas y predecir desastres climáticos, aunque también aclaró que nunca en el pueblo le hicieron caso. Ni con las grandes tormentas, ni con las sequías, con nada. También explicó que podía captar pensamientos sueltos de algunas personas, sobre todo si estas estaban alteradas, asustadas o muy felices.

—Normalmente, tengo que interpretarlas por mi misma —dijo ella, levantando el mentón. Era la viva imagen de la gracia y la sabiduría y, por varios instantes seguidos, Alexandria la odió. Porque sus poderes no le ayudaban a predecir desastres, ni siquiera estaban pensados para ayudar, como lo de Anneke. Los celos la carcomieron profundo.

Cuando fue consciente de eso. Una sombra sigilosa se posó junto a su mente, se rió profundo, grave. Deslizó su voz maliciosa por oído de Alexandria, como si la risa y el entusiasmo de Ikei del otro lado no existieran. Le susurró que Anneke era una perra presumida, creída y estúpida. Que solo estaba alardeando porque la subestimaba, pero no era más que una inútil, porque esos poderes rídiculos no tenía nada de... fuerza. No como los suyos, tan letales, tan hermosos... Quizás, Anneke se vería mejor muerta, cuando ya no pudiese hablar.

Alex casi se cae del caballo. Ikei le sujetó a tiempo y ella jadeó, sin aire, aferrándose aún más al caballo e incapaz de mirar a Anneke en cuanto ella tuvo que cortar sus cháchara para prestarle atención, a ella, que ni siquiera podía mantenerse derecha en una montura.

No pudo mirarla, porque a duras penas las preguntas cuidadosas de Ikei apartaron la voz de la muerte de encima de su hombro. No pudo mirarla porque temió que, si lo hacía, tendría otra vez esos pensamientos horribles, que cantaban con la voz de alguien más, sobre cómo debería matarla.

Se estremeció.

—Mejor descansemos, ya está anocheciendo —dijo Ikei.

Todavía estaban muy lejos del bosque, así que acamparon entre unos matorrales y unas piedras grandes que sobresalían de la ladera de una colina. El viento no llegaba hasta ahí y fue sencillo encender un fuego y sentirse cómodos, por lo menos para ellos dos. Alex se sentó en un tronco caído y aceptó la comida todavía sin atreverse a mirar a Anneke.

—¿Cuántos hay de la Orden de Nyx? —preguntó la muchacha, de golpe, arrimándose a Ikei sobre el suelo de grava.

—No muchos —dijo él, sin mirar a ninguna en particular, y Alexandria se relajó por un segundo. Lo más seguro es que ella lo supiera, que pertenecían a la misma orden, pero prefería no tocar el tema—. Lo cierto es que la Orden de Nyx ha estado vacía desde que los hechiceros comenzamos a nuclearnos hace cosa de cuarenta años. La más llena es la Orden de Calipso, por supuesto.

—Por supuesto —respondió Anneke, como si lo supiera todo—. ¿Es cierto que Calipso los visitó en persona? —siguió.

Alexandria casi soltó su comida. ¿Calipso había conocido a los disque hechiceros de la disque Orden? Eso era... nuevo. Y sorprendente. Si una diosa realmente había visitado a brujos y hechiceros, era porque estaba de acuerdo con sus actividades, ¿no era cierto? Miró a Ikei con reflejado interés y curiosidad.

—No —dijo Ikei, dedicándole una sonrisa antes de girarse a ver a la pelirroja—. Calipso no ha estado en nuestra zona nunca. Ha estado en Norontus, por supuesto, pero solo ha visitado las costas y la capital. Y eso fue mucho antes de que las Ordenes existieran.

—Bueno, pero ella ha muerto solo hace veinticinco años —terció Anneke, sin ceder.

—Algunos de los hechiceros visitaron a Calipso en Acalli. Ella los recibió allí al inicio de la creación de las Órdenes. La Orden del Agua está muy orgullosa de decir que fue la misma diosa la que dijo que debían hacer eso. Esto.

Los señaló. A los tres. Se refería a reclutar, a agruparse, a compartir esos poderes.

Alex se quitó el pan de la boca.

—Entonces... ella misma dio su permiso —musitó—. Para ella, nuestros poderes estaban bien.

Ikei levantó los ojos hacia ella. Volvió a sonreírle.

—Sí. Confió en que, en su ausencia, ayudaríamos a los más necesitados. Y, además, ella les enseñó su magia y les mostró cuales era el alcance de la nuestra. O bueno, eso dice el líder de la Orden de Calipso. Hay que tener en cuenta de que se la creen mucho porque su diosa encarnó hace poco —rió.

—Las diosas son de todos —dijo Anneke y él le sonrió.

—Claro, pero hay gente muy estúpida en el mundo que piensa que es mejor que los demás por ser de la Orden de la diosa más famosa de todas. Hoy por hoy, Calipso lo es. Quizás, en otro momento, tengamos otra diosa. Quizás me toque ver a Kaia —añadió, con la esperanza reflejada en el rostro pecoso.

—Seguro falta mucho para eso —contestó Anneke—. Entre Calipso y Candace hubo 500 años. Así que tardaremos siglos en ver otras.

La ilusión en el rostro de Ikei flaqueó y sus mejillas se tiñeron de rojo, avergonzado por ser tan inocente delante de una joven que afirmaba que sus esperanzas eran nulas. Ella, por supuesto, no se dio por aludida y continuó diciendo qué deberían esperar siquiera antes de ver a otra diosa.

Esa fue la primera vez, en todo el día, que Alex la miró de lleno. Frunció el ceño y quiso decirle que se callara, que dejara a Ikei soñar en paz. Anneke se percató su expresión y le devolvió la mirada con grandes incógnitas en sus ojos pardos.

—¿Qué? —dijo, con simpleza.

Alexandria mordió el pan con furia.

—Nada —le espetó.

—Los líderes de la Orden del Agua dicen que Calipso incluso ya sabía que gente como nosotros estaba en el mundo. Que ella mencionó que existían desde antes, de ahí a que los oráculos sean tan populares —explicó Ikei, tartamudeando un poco antes de recuperarse y repartir más comida. Le tendió el trozo de queso más grande a Alex, con una sonrisa amistosa grabada en el rostro, y eso para Anneke no pasó desapercibido. Alex lo tomó, todavía mirándola con la intensión de que se callara, y lo colocó encima de su pan—. Dicen, también, que ella eligió a la actual estirpe que reina en Dosonia, porque eran especiales. Dicen que el fuego corre por sus venas. Que son descendientes de Candace.

Anneke miró a Alexandria y arqueó las cejas antes de meterse su trozo de queso en la boca. Había un desafío implícito en sus ojos.

—¿Tienen la magia de Candace porque son descendientes de ella? —preguntó Alexandria, respondiendo el desafío. Por suerte, la vocecita esa oscura y tenebrosa no le sugirió que matar a Anneke, de nuevo.

Ikei chasqueó la lengua.

—Quién sabe, ¿no? No se ha visto a la reina de Dosonia hacer magia, ni tampoco a su princesa. Hay quienes dicen que su cabello puede prenderse fuego, como el de Candace en la guerra. Pero no ha habido guerra desde que ella está en el trono, desde que Calipso la puso ahí. Así que, si hay una relación sobre su herencia de sangre y la magia, no lo sé. Pero lo que sí sé es que no es estricto. Yo, por supuesto, no desciendo de Kaia. Kaia no ha encarnado y aún así tengo su magia.

Por un instante, todos comieron en silencio. Anneke finalmente dejó de mirar a Alexandria y aunque eso hubiese significado que ella ganaba la batalla de miradas, no se sintió mejor.

—¿Y qué hay de los subversivos? —le preguntó a Ikei, reclamando su atención otra vez—. Se escuchan rumores, de que pueden quebrar montañas e imitar volcanes. Pero ningún brujo es tan fuerte como para eso. Es imposible, ¿no?

Él asintió.

—Solo tenemos una sombra de los poderes de nuestras diosas. Solo para ayudar, no para hacer daño. Sin embargo, los Subversivos se están convirtiendo en un problema.

—¿Por qué? —terció Anneke, ladeando la cabeza—. Son unos pocos.

—Pero si se nuclean más —replicó Alexandria, mirando ahora sus manos vacías—, si todos ellos compartieran una idea y decidieran usar su magia para confundir y manejar a la gente... Podrían hacer mucho daño.

Empezaba a crear que solo se necesitaría a alguien con un poder de convencimiento enorme. O a alguien con un poder terrible como el de ella.

—Pues entonces una Diosa tendría que venir a poner orden otra vez —dijo Ikei, encogiéndose de hombros—. Ellas no habrían dejado estos poderes en manos de tanta gente peligrosa. Si no ha llegado ninguna, es porque los Subversivos son pocos e insignificantes. Muchos gritos, pero pocas acciones.

Alex no contestó. Sentía que había fallas en esa lógica, que probablemente ella era una de esas fallas. Quizás, pensó en un segundo, si ella se volvía peligrosa, como temía, alguna diosa tendría que venir a pararla.

—Bueno, muchachas —Ikei sonrió y les tendió la cantimplora—. Cuando lleguen allí podrán hablar con mucha gente de la Orden del Agua. Ellos tienen fantásticas historias de cuando sus antecesores visitaron a Calipso.

—Yo quiero saber de la Orden de Nyx —insistió Anneke, sin tomar la cantimplora, así que Ikei se la pasó a Alex, que aprovechó a beber para hacerse la tonta—. ¿Cuántos son?

Se hizo un silencio extraño en el que solo se oyó el crepitar del fuego. Ikei suspiró.

—Por ahora, solo hay sospechosos —dijo, sin mirar a ninguna de las dos—. Tengo compañeros que buscan miembros en todo el mundo.

Anneke arrugó la respingada nariz.

—Yo no tengo sospecha, yo sé que lo soy.

—¿Lo has visto en las estrellas? —terció Alexandra, sin humor. Los ojos de la muchacha se clavaron en ella. De nuevo se estaban enfrentando y Alex no pensaba perder la batalla. Casi que deseo que pudiera leerle la mente y ver cuánto la estaba fastidiando con su actitud.

—¿Ambas quieren más comida? —preguntó Ikei, sin darse cuenta del intercambio entre ellas, como si el tema de la Orden de Nyx se hubiese terminado.

—No —contestaron las dos al mismo tiempo, dando por culminada la conversación.

Apagaron el fuego y cada uno se acomodó en sus lugares con algunas mantas. Alexandria observó el cielo nocturno, preguntándose si las estrellas dirían algo sobre ella, sobre el futuro que ella veía en sueños. Se preguntó si Nyx tendría, aunque sea, alguna dirección para que pudiera seguir.

La mañana los recibió con cansancio y frío. Había un viento del sur que atraía nubes negras y, aunque ninguno de ellos creía que fuese a caer una tormenta, se apresuraron a levantar campamento y avanzar por el camino rumbo sudeste. Por allí cruzarían de Namardar a Norontus y, cuando atravesaran los parajes que se volverían cada vez más áridos, secos y helados, tendrían problemas con la poca ropa que llevaban. El otoño llegaría más pronto que tarde.

Esta vez, Anneke mantuvo la boca cerrada. Alex no supo si porque estaba cansada, adormilada o porque su caballo iba muy por detrás y no tenía sentido realizar una conversación a gritos.

Mejor así. Por la noche, había dormido libre de pesadillas y para ella había sido renovador. Se quedó pensando en Calipso, en Nyx y en sus hermanas y en cómo serían en persona. Estaba de bastante buen humor, a pesar del frío creciente.

—Pronto llegaremos al Río Tárano. Es una cosa enorme, ¿has escuchado hablar de él? —le dijo Ikei, inclinándose hacia delante en el caballo, para llamar su atención. Como el día anterior, su aliento le dio cosquillas en la mejilla.

—No —le dijo Alex, dejando que la curiosidad se apoderara de ella. Si Anneke no estaba cerca, no tenía que aparentar nada—. No he visto más que un riacho. ¿Tan grande es?

—Sí —dijo Ikei, emocionado—. Te gustará, pero luego tendremos que bordearlo para llegar al puente de Castilia. Es una ciudad bonita.

En ese momento, como si no quisiera que hablasen entre ellos y la ignoraran, Anneke acercó su caballo.

—Cuando dices pronto, ¿cuánto es eso? —preguntó.

—Uno día o dos. Creo que podemos hacerlo en un día si dormimos poco esta noche y si hoy logramos al menos pasar las colinas de Synerran.

Anneke asintió y mantuvo a su pony junto a ellos. Alex, a su vez, buscó las colinas con la mirada. Eran visibles, pero todavía bastante lejanas.

—Son colinas encrespadas, pero quizás aún tengan flores del verano —dijo Ikei, haciendo que Alex se girara hacia él—. No había muchas flores en tu pueblo y...

—Mi pony no puede ir tan rápido como el de ustedes —terció Anneke, interrumpiendo, y tanto Ikei como Alex suspiraron sin que los viera. Ella, hastiada; él, un poco frustrado.

Sin embargo, pese a las quejas de Anneke, se vieron obligados a avanzar con más prisa cuando el viento aumentó y comenzaron a helarse. La ventisca luego se puso de frente y se congelaron hasta los huesos mientras intentan llegar a las colinas.

Así, cabalgaron por horas. Se atrasaron cuando cayó una fina lluvia que incomodó a los caballos e hizo patinoso el camino de roca y tierra. Pero no pararon. Ikei puso una manta sobre la cabeza de Alex, en un intento de abrigarla, y ella soportó el sopor y el frío de mejor manera que él. Anneke hizo lo mismo y luego de que ellas cruzaran una mirada de reojo, se notó que ambas buscaban demostrar sus fortalezas sin siquiera cantar guerra.

Para el atardecer, no habían logrado llegar a las colinas y optaron por descender de los caballos y buscar unos árboles que les dieran un poco de seguridad contra el viento y el agua. Por suerte lo hicieron, porque minutos después de bajarse y arrimarse a unos troncos gruesos de ramas bajas, pero lo suficientemente altas como para que los caballos entraran, una tormenta estalló sobre el camino.

Ikei realizó con dificultad su magia. Utilizó el barro para montar una especie de casita, pero el agua caía con tanta fuerza que solo logró levantar media pared. Fue suficiente para frenar el viento, pero se deshacía a cada rato.

Esperaron allí hasta que se hizo de noche y esa fue la peor que Alex experimentó en libertad, incluso peor que la había pasado sola antes de que Ikei la encontrara. El frío era notoriamente mayor y sentía que había perdido los pies, las manos y la capacidad de dejar de temblar.

No le quedó otra que acurrucarse con Anneke, que también temblaba de forma incontrolable. Fue la única forma de pasar las horas y no morir en el intento. Ninguno, por descontado, durmió.

Cuando aclaró, la lluvia se esfumó y el viento cambió de dirección, subirse a los caballos fue difícil. Estaban agotados, agarrotados y con los dedos morados. Cabalgaron, si era posible, todavía más lento que el día anterior.

Hacia el mediodía, se sentaron en unas rocas junto al camino e Ikei se alejó de ellas para buscar madera seca que utilizar. Ansiaban un fuego más que nada en el mundo y Alexandria y Anneke quedaron juntas y en silencio, porque ninguna podía en realidad moverse. Los caballos pastaron, como si el frío no fuese nada, pero ellas continuaron temblando.

Observaron a Ikei rastrillar la zona cerca al camino y cuando él tropezó, Anneke saltó en su lugar.

—¿Estás bien? —le gritó, pero él se limitó a hacer un gesto con la mano y ella volvió a su lugar en la piedra, con el ceño fruncido. El silencio entre ambas comenzó a hacer incomodo, pero Alexandria no quería deseaba hablar con ella y la chica prefería ignorarla.

Más allá, Ikei volvió a caerse y Anneke suspiró, alzando las cejas.

—No pareces emocionada por ir a la Orden de Nyx.

Alex giró lentamente la cabeza hacia ella.

—Qué sabes si voy hacia esa —le dijo.

Anneke entrecerró los ojos. Apoyó el mentón en las manos y continuó mirando a Ikei juntar leña.

—Por supuesto que vas a esa. Lo sé.

—No sabes todo —le recordó Alexandria—. Podría ir a otra Orden. No puedes leer la mente realmente.

Ella la miró de reojo.

—No encajas en ningún otro lado —respondió—. No necesito leer la mente para eso. Y, además, tu mente es un desastre, no quiero estar allí —replicó con dureza, logrando que Alexandria apretara los dientes y le volteara la cara. Entonces, la chica arrugó la nariz e hizo un gesto agotado—. ¿Tienes miedo de hacerle daño a todo el mundo con tu magia? —preguntó con un tono más educado.

Alex continuó con los ojos fijos en el paisaje. Ikei volvía a caerse por allí.

—No es asunto tuyo. No me gusta hablar de eso.

—Bien —masculló Anneke en respuesta—, iba a decirte algo para animarte, pero como no...

—No necesito que me animes —la interrumpió Alexandria—. Maté gente. ¿Tú podrías vivir con eso? —le gruñó—. Nada de lo que tú o él puedan decirme va a animarme. Yo solo voy a las Ordenes porque no quiero asesinar a nadie. No porque me creo especial.

Anneke alzó el mentón, orgullosa. Por detrás de su expresión de suficiencia, se notó que estaba ofendida.

—Por eso tu mente es un desastre, porque no dejas que nada bueno entre en ella —murmuró—. Lo único que hay allí es oscuridad.

—Bien, tú eres la experta en oscuridad, ¿cierto? —Cada vez más cabreada, Alexandria se giró de nuevo hacia ella—. Dime tu lo que hay allí dentro, con todos los poderes que Nyx te ha dado.

Se miraron a los ojos con pocas intenciones de ser amables la una con la otra, tanto que por un momento Alex tuvo que pellizcarse. Empezó a oír esa voz siniestra en el oído, diciéndole que se deshiciera de Anneke. La ahogó, con un terrible esfuerzo. La ignoró, concentrándose en esos ojos pardos. Si se dejaba llevar por eso, todo terminaría muy mal. E Ikei estaría decepcionado de ella.

Sus diosas estarían decepcionadas de ella. Calipso, Candace, Kaia, Nyx... Pensar en eso fue lo único que apagó la voz de verdad.

—¿Quieres que te diga lo que hay allí? —terció Anneke, mostrando los blancos dientes—. Bien, hay odio y tanta maldad que me hiela la sangre —escupió—. Lo que hay allí dentro es espantoso y si realmente no quieres dañar a nadie, deberías intentar expulsarlo.

Le dio la espalda con tanta violencia que Alexandria se quedó con deseos de golpearla. Estuvo a punto de gritarle algo, pero descubrió que sus manos eran puños cerrados y morados. Los dedos los tenía resentidos y acalambrados. Se haría más daño del que Anneke recibiría.

Se retiró hacia atrás y relajó las manos antes de tocarla. Se puso de pie y se alejó de ella al menos un metro. Anneke la miró, pero no volvió a hablar. Entonces, Ikei regresó con algunas maderas secas que servirían para encender un fuego, pero no para calentar la relación entre ellas. 

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