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1. Oscuridad


Alexandria tiró de los últimos hierbajos con una mueca entre los labios. El sol caía fuerte y picante sobre su nuca descubierta. Le ardía, pero si se quejaba solo un poco y su ama la veía, tendría el doble de trabajo y tareas más pesadas que realizar bajo ese calor tan penetrante.

Y es que, si había algo que ella odiaba, era el maldito sol. Si bien le dolían los dedos llenos de cayos, no hubiese sufrido tanto si la tarea se la hubiesen encomendado durante la noche.

Pero eso, obviamente, en ese mundo tan cuerdo, no pasaría jamás. La mayoría de los humanos normales dormían en la noche y trabajaban de sol a sol, pero Alex siempre había creído que era una locura. No entendía la necesidad de sufrir quemaduras, deshidratación y cansancio extremo por culpa del gran astro. Si la oscuridad era más fresca y segura, deberían elegirla con lógica.

Alguna vez se lo había planteado a una esclava mayor que ella, cuando todavía era una niña y le costaba entender el porqué de las cosas. Por supuesto, la trataron de loca, no sin antes advertirle que se guardara esa sugerencia para ella misma si no quería ser azotada.

Con el tiempo, entendió porqué debía guardarse las sugerencias. Pero hasta ese día, había muchas cosas que se había preguntando de pequeña que todavía no comprendía. Por ejemplo, se preguntaba porqué había sido una propuesta tan descabellada, si se podía ver bastante bien en la oscuridad solo con la luz de la luna.

A veces, también se preguntaba por qué había terminado siendo una esclava. Ahora mismo, se preguntaba si hubiera existido alguna forma de librarse de ese castigo tan ridículo.

«Bueno, quizás no».

Probablemente, no habría nada que pudiese haber cambiado. En realidad, no era su culpa de forma directa. No era algo que pudiese controlar, aún cuando no le pusiese anhelo al control. La realidad, es que estaba siendo castigada por alguien más, alguien que era muchísimo más importante que ella y a quien, por supuesto, no podían reprender de igual forma.

Hacia un tiempo, su joven amo comenzó a demostrar interés en ella. Alexandria no había contestado sus coqueteos, pues no lo tenía permitido al ser una esclava, pero tampoco se había negado. No es que pudiera.

Thielo era un hombre guapo. De alguna forma, ella lo encontraba interesante y encantador. Le gustaba el tono de su voz, sus ojos pardos y las sonrisas encantadoras que le dirigía al verla. Y sobre todo, le gustaba el trato: desde que se había vuelto su mayor interés, él la trataba con dignidad, como una persona y una esclava, sin derechos ni alma.

Pero su ama Maeve no lo veía bien. Quería mantener a su hijo alejado de todas las tentaciones que podrían darle bastardos, hijos no deseados. Ya lo había comprometido con la hija de un comerciante muy rico del pueblo, y estaba segura de que su familia no toleraría que Thielo embarazara a una esclava antes que a su esposa.

Por eso estaba ahí, para permanecer fuera de la vista de Thielo. Para terminar cansada, sucia y con las manos tan porosas que nadie querría sus caricias.

No era la primera vez que recibía quehaceres tan retorcidos e inútiles. Arrancar los hierbajos del jardín no era su tarea. Para algo tenían un jardinero, pero tal y como con la hilarante última idea de Maeve, ordenándole abrir un nuevo camino en el campo, corriendo ella mismas las piedras y la tierra solo con una escoba raída, ya podía contar con todos los dedos de la mano a los empleados que había privado de sus tareas para que Alexandria las ocupara.

Alex se quitó el sudor de la frente, resignada. En verdad, no había nada que pusiese hacer en su posición. Lo único que podía hacer era esperar a que el doloroso plan de su ama funcionara y su hijo se olvidara de ella.

Sí, Thielo era guapísimo. Incluso, podía pensar que le gustaba mucho. Pero estaba dispuesta a alejarse tanto como le fuera posible de él si esas tareas se terminaban. Sabía cuáles serían los problemas a enfrentar si realmente el joven amo se salía con la suya.

Probablemente, seguiría tratándola de forma amable durante un tiempo. Si tenían un hijo, incluso podría protegerla durante su embarazo, pero ya sabía bastante de la mano de las criadas y de otras esclavas para entender que los hombres se olvidaban de las mujeres cuando ya tenían todo de ellas.

Sin embargo, el problema con ser una esclava era que, si Thielo un día lograba acceder a ella sin la supervisión de su madre y le ordenaba tenderse desnuda en su lecho, no tendría más remedio que hacerlo. Era eso, o ser todavía más castigada.

Suspiró y se apartó los mechones rubios y rizados que se le habían escapado del moño. Se tocó despacio la frente y emitió un gemido. Sentía la piel tirante y seca, a causa de las quemaduras que el sol le estaba ocasionando. Realmente, odiaba el sol.

—¡Alexandria! ¡Deja eso y ven aquí ahora mismo!

Giró la cabeza hacia la casa. Su ama apenas si se había quedado más de un segundo fuera de la sombra de las galerías, haciendo un claro alarde de su privilegiada posición. Le hizo señas con las manos y luego desapareció entre los rosales.

Seguro Thielo acababa de marcharse, lo que significaba que por fin podría volver a dentro, al reparo de una buena sombra, oscura y deliciosa.

Recogió los últimos hierbajos arrancados con las manos y los metió dentro del saco de tela donde los ponía al arrancarlos. Volvió a acomodarse el cabello y marchó hacia el patio de la casa. Maeve la esperaba bajo las enredaderas con una decidida expresión molesta.

—¿Has terminado ya?

—Sí, señora.

—Muy bien, niña —respondió la señora, descruzando los brazos—. Mi hijo se ha marchado a visitar a su prometida, así que aprovecha para fregar dentro mientras tanto.

Sumisa como debía ser, Alexandria bajó la cabeza lo suficiente como para rendir respeto a su ama y pasó de ella en dirección al patio delantero. Todo eso significaba que tendría que fregar como loca y en tiempo récord para no cruzarse con el joven amo.

Pero, aún así, lo agradecía. Sus manos resecas estarían en contacto con agua fresca y podría descansar de tener el sol clavado en su nuca. Al menos durante una hora.

Arrojó balde tras balde de agua sobre la losa llena de tierra y empujó la escoba contra el piso. A sus diecinueve años era una chica bastante experimentada en las tareas domésticas. Sabía limpiar, cocinar, labrar, cosechar y servir. Cualquier hubiera dicho que era una ama de casa ejemplar, una buena esposa. Pero claro, ningún hombre en su sano juicio se comprometería con una esclava. Por eso estaba bien tener en claro que Thielo jamás la miraría como algo más que un juguete de temporada.

Casarse era una posibilidad que no existiría, a menos, claro, que el novio sea igual de esclavo que ella; pero para eso, el muchacho debería pedir el permiso de Maeve y hasta ahora nadie lo había hecho. Otra opción era que la misma Maeve la emparajaba, pero tampoco había ocurrido.

No importaba cuán bonita Alex fuera cuando estaba un poco más limpia. Nadie había intentado pedir su mano, ni ningún arreglo de su ama había funcionado, desde que el último hombre que la había besado había caído enfermo al día siguiente.

Esa era una etapa oscura en su vida. Alexandria prefería no recordarla. Había estado enamorada hacia dos años de un peón y, para su desgracia, había intimado con él. Por suerte, eso era algo que nadie más sabía, sino la vergüenza sería todavía peor.

Piers había sido el peón del campo de Maeve. Y aunque tampoco habría podido casarse con él, Alex se dejó embeber por tantas caricias y por toda la dulzura de sus palabras. Era mucho más inexperta y joven en aquel entonces, así que mayor fue su decepción al saber que el atractivo joven tenía una colección de niñas a las cuales visitar, muchas de las cuales eran todas esclavas, sin futuro ni posibilidades. Él se aprovechaba de ellas y luego pasaba a otra cosa.

Con el orgullo herido, Alexandria decidió romper la relación primero, antes de que él le dijera a todo el mundo que se habían acostado, que ella ya no era virgen. Todos en la taberna del pueblo, donde Piers cenaba, vieron como ella lo besó en los labios y luego le asestó un buen golpe en la mandíbula.

Piers cayó enfermo la mañana siguiente y murió cuatro días después. Ningún médico pudo establecer porqué, pero lo que la ciencia no puede resolver, la imaginación lo completa.

Ahora, cierta parte del pueblo creía que Alexandria lo había embrujado. Y por supuesto, nadie quería meterse con una chica que podía asesinarlo con un beso.

Maeve estuvo furiosa esa temporada. Le hizo permanecer fuera, sosteniendo dos baldes pesados llenos de piedra durante horas y horas. También le había golpeado las muñecas con una varilla, insistiéndole en que, si baja los brazos, la castigaría aún peor.

Probablemente, Maeve nunca hubiese creído lo de la brujería. Pero las habladurías si le molestaban y tardó meses en olvidarse del suceso. Seguro, ahora lo recordaba para insistirle a su hijo en que mejor no meterse con una chica asesina.

Fregó el patio con rapidez, apretando las cerdas de la escoba contra las grietas de los adoquines y arrojó el último baldazo justo cuando Thielo regresaban de su paseo, sin novia, aparentemente.

Cuando Maeve salió a su encuentro y casi se patina sobre el piso húmedo, pasó directamente agredirla.

—¡Niña! —despotricó—. ¡Mira lo que has hecho!

—Discúlpeme, señora —farfulló, evitando ver a Thielo a la cara. Sabía que él ya estaba mirándola con una expresión soñadora y llena de deseo. Y si le sonreía, terminaría riendo como una tonta.

Y, por ende, Maeve le arrancaría la piel.

—¿Es que no te dije que terminaras pronto? Thielo, no te quedes ahí o te mojará a ti también.

Thielo pasó junto a ella, dedicándole una coqueta reverencia, algo que jamás en la vida estaría permitido, y un guiño encantador y siguió a su madre, que por supuesto no lo vio, dentro de la casa.

Alexandria lo siguió con la mirada, conteniendo el aire, y suspiró aliviada cuando ambos desaparecieron de su vista. Odiaba que él fuera tan malditamente hermoso y que además fuera tan amable con ella, cuando debía resistirse, por su propia supervivencia. Pero sus hormonas y su corazón no paraban de agitarse cada vez que él la miraba.

Tonta, tonta —se dijo. Thielo era más peligroso que una insolación. Mejor era siempre evitar meterse en el camino de Maeve.

La luna parecía una sonrisa. Ah, parecía que le sonreía a ella. Alex estaba aliviada con el frescor de la noche, con su suave oscuridad, con el brillo de las estrellas. Con la calma.

Las horas nocturnas eran las únicas en las que podía llamarse a sí misma una persona libre. Los amplios jardines y campos de la casona de los Preben estaban prácticamente desiertos y ella se acurrucaba entre las flores para escribir sus memorias.

Acostumbraba a hacer eso desde que era capaz de recordar, desde los cuatro años. De alguna forma, una de las primeras cosas de las que fue consiente fue su capacidad lectora. Ella sabía leer y escribir, algo insólito para una huérfana esclava. Alguien se lo había enseñado antes, seguro, pero no era capaz de recordarlo. Si lo hubiese hecho, quizás hubiese tenido el valor de huir y encontrarlo.

Jamás se lo había dicho a nadie. Por alguna razón, siempre sintió que estaba mal saber hacerlo. Ninguna de las esclavas tenía tales habilidades y ninguna se mostraba deseosa de aprenderlas. Tenían tanto trabajo y tantas miserias que escribir era lo de menos. Eso la había sentirse fuera de lugar, como si tuviese algo de la gente privilegiada, cuando no lo era, algo que no le pertenecía y que el resto de su gente detestaría.

Con el paso de los años, aprendió que estaba bien tener algo para disfrutar en soledad. Algo que pudiese hacerlo suyo a un nivel tan profundo como escribir lo que le había sucedido cada uno de sus días, explayando sus sentimientos, anhelos y miedos. Si algún día perdía la memoria otra vez, tendría esos documentos para recordar quién era. También, comprendió que, si sus recuerdos se iban, esa habilidad permanecería intacta, porque en verdad venía con ella.

Relajada como estaba, al fin cómoda en la oscuridad, apoyó el trasero en la tierra y estiró cuidadosamente los viejos pergaminos que había recolectado y hasta robado a lo largo de los años. La mayoría eran recortes pequeños y rotos, pero los hacía durar con su ínfima caligrafía.

Apretó el rollo contra sus muslos y extrajo el tintero de entre los pliegues de su túnica. Otra cosita que había robado.

Escribió con el palito de madera, que suavemente había tallado, todo lo que había pasado. Desde el detalle de cada trabajo, el dolor de sus dedos magullados, hasta su atracción por Thielo. Su pequeñita letra llenó un buen pedazo, más aún al describir la sonrisa del apuesto joven.

Acabó el papel más rápido de lo que había esperado e hizo una mueca al pensar que debería arriesgarse para conseguir más trozos. Pocas veces la señora Maeve salía de la casa y quedarse sin papel significaba que ella tendría que esperar días sin poder escribir para conseguir un hueco en las actividades de su señora.

Apartó el tintero y agitó el pedacito de papel en el aire, esperando que se seque.

—Perfecto —murmuró, frustrada. Escribir era lo único que le mantenía feliz, era lo único que podía hacer por sí misma, por sus propios medios y decisiones.

—¿Quién está allí? —gaznó una voz masculina, sobresaltándola y haciendo que volcara parte de la tinta.

Se encogió entre las flores y apartó todos los papeles rápidamente para esconderlos debajo de su túnica. Los pasos en la grava se acercaron y solo tuvo un segundo más.

Levantó la mirada a tiempo para ver al mismísimo Thielo frente a ella, agudizando la vista hacia su rostro. Él no estaba tan acostumbrado a la oscuridad.

—¿Tú...? —preguntó, inclinándose. Alex comprendió enseguida que él no se dio cuenta de que era ella en realidad. No la reconoció en la penumbra de la noche—. ¿Qué estás haciendo fuera? Deberías estar dentro, con las demás.

Alex supo que debería pararse. Sin embargo, si lo hacía, sus papeles podrían quedar a la vista, lo suficiente como para que él supiera que tenía algo que no le pertenecía a una esclava.

—Señor —musitó, tratando de que su voz no sonara como la de ella. Estaría en más problemas si él la reconocía—, le ruego que me perdone. Aprovechaba las horas de noche para... para descansar.

Thielo arqueó las cejas, visible para ella, y luego las juntó, contrariado.

—Vete para adentro —ordenó—. Deberías estar en tu cama, muchacha.

Con una mueca en los labios, Alex se levantó. Tendría muchísima suerte si los papeles no hacían ruido. Por desgracia al ponerse de pie, aunque ella se encogió y quiso esconder el rostro, el joven amo tuvo una mejor vista de ella.

—Lo lamento mucho...

—¿Alexandria?

Con la boca abierta, ella retrocedió un paso y aplastó con la tosca sandalia uno de sus pergaminos.

—Sí, señor.

Thielo sonrió, como si acabase de encontrar un tesoro.

—¿Por qué dijiste que estabas aquí? —preguntó, relajando la postura y mostrándose igual de encantador que siempre, aún en esa pétrea oscuridad.

—Me gusta...ah, estar...sola.

Thielo avanzó un paso hacia ella y apresuradamente, antes de correrse de su camino, Alex pateó los pergaminos lejos.

—¿Está todo bien? No es seguro para una muchacha estar fuera. Sobre todo, teniendo en cuenta los peligros de hoy en día —replicó él, aún con tono afable—. Vuelve dentro, por favor.

—Ah... yo quisiera quedarme un minuto más, señor. Es la... —Pensó qué podía justificar desobedecer esa orden y al final apeló al sentimiento—, es la única hora del día que tengo para mí sola.

—¡Ah! Ya veo, es tu momento de libertad. Si —musitó él, llevándose un dedo al mentón—, se lo que se siente.

Ante eso, Alex frunció el ceño. Él no era un maldito esclavo, no tenía ni la menor idea de lo que hablaba. Estuvo a punto de soltárselo en la cara, medio indignada, pero recordó que Thielo era su señor.

—Ya sabes —siguió él, para excusarse, seguramente notando su expresión—, mi madre es una bruja.

Pensó que tenía razón, pero tampoco era comparable. Como no supo que decir, se limitó a inclinarse y a esbozar unas palabras bajas:

—Lo lamento mucho, señor.

—No, no lo lamentes. Lo único que me preocupa es que te quedes aquí sola. Los peones últimamente se están emborrachando mucho, muchacha. Puede ser peligroso para ti. En la oscuridad uno nunca sabe con qué va a encontrarse.

Alexandria retrocedió de golpe, como si le hubiesen dado una bofetada. Un sonido agudo se desató dentro de su cabeza, algo que, aunque le dejaba pensar y oír bien, tenía un tinte ansioso y temeroso. No tenía idea de por qué ni cómo, pero aún en las palabras suaves y preocupadas de Thielo ella intuía que algo no estaba bien.

Alzó los ojos grises hasta él y observó su rostro, en penumbras para cualquier otra persona.

—Sí, puede ser... algo peligroso —respondió, con miles de dudas agolpándose dentro de su cabeza.

—¿Y no te preocupa?

Otra vez la alarma chillaba aguda en su cabeza. Alex abrió y cerró la boca varias veces, mientras inspeccionaba el rostro de su señor con cierta confusión.

No tenía ni la menor idea de lo que estaba pasando. Pero por alguna razón, recordó todas las veces en las que creyó que no tendría opciones de resistirse a Thielo y se dio cuenta de que prefería omitirse la triste vida que le depararía si se volvía su amante.

—N-no —tartamudeó, dando otro paso hacia atrás—. Me gusta la oscuridad, es relajante. No me da miedo —soltó, de forma atropellada.

La alarma se apagó en ese justo momento y su mente quedó en silencio. Alexandria se quedó totalmente pasmada y desconcertada.

Thielo suspiró y su expresión se volvió más amena, más suave.

—Eso es muy valiente de tu parte —la halagó—. Pero la oscuridad puede ser engañosa. Incluso ahora, con lo poco que te veo, sé que eres muy bonita.

Sin darse cuenta, ella había vuelto a retroceder. Uno de los pergaminos que había pateado crujió bajo sus pies.

—Señor...

—¿Y eso?

Él se agachó y atrapó uno de los trozos de papel. Alex no lo dudó ni un instante, estiró la mano y atrapó un extremo del pergamino.

—¡No!

Su amo la miró estupefacto y ella no pudo hacer más que soltar el papel y callar, incluso aunque estuviera muerta de vergüenza cuando leyera lo que había escrito. Sin duda lo tomaría como aceptar sus galanterías. Y desde hacia unos segundos, Alex ya no estaba tan segura de sentirse atraída hacia él.

—¿Alexandria?

—Por favor, por favor —suplicó, sin poder verlo a la cara—, devuélvamelo.

—¿Esto es tuyo?

Tomó aire, no era fácil de admitir, más después de haber guardado ese secreto durante toda su vida.

—Sí... Por favor.

Thielo agudizó la vista y acercó el papel a su cara, incluso ante el gemido angustiado de Alexandria.

—¿Tu escribes? —preguntó, con tanta incredulidad que, de alguna manera, hirió su orgullo.

—... S-sí. Pero por favor, señor, no es nada. ¡Solo escribo tonterías, se lo juro! —exclamó, levantando los ojos.

Él sonrió de una manera muy extraña y negó lentamente, dejándola en una situación todavía más incómoda.

—¿Y de dónde sacaste el papel, eh? ¿Y la tinta? Eso sí que no era tuyo —susurró, sabiendo que la había atrapado donde quería. Alex se mordió el labio y se mantuvo en silencio—, ¿se lo robaste todo a mi madre?

Bajó la cabeza y luchó contra los deseos de huir.

—Por favor —repitió—. No se lo diga a su madre, eso lo único que tengo.

—¿Son tus menorías?

—No las lea, se lo suplico.

—Si me lo pides así, lo único que tengo son más ganas de leerlas.

Una vez más, ella no pudo contenerse. Estiró la mano y le arrancó el pergamino. Lo apretó contra su pecho y evitó la mirada de su señor. No quería aguantarse la que venía con esa falta de respeto cometida, así que se agachó y tomó todos los papeles que estaban a su alcance, aún a riesgo de arrugarlos. Mejor iba a ser que los quemara.

—Aguarda un momento —terció Thielo, con un tono que se iba del buen humor, dio un paso hacia ella, pero Alexandria lo esquivo con una agilidad que los sorprendió a ambos—. ¡Deja todo eso!

—Lo siento, ¡pero no! —contestó ella, apretando todos los pergaminos contra tu pecho, tratando de rodearlo para volver a las habitaciones de las esclavas—. ¡No tengo nada en la vida más que esto! Y no puedo dejar que husmee mi vida en ello.

—Eres una esclava, Alexandria —gruñó Thielo, dando un paso hacia ella y activando ese sonido agudo de nuevo en su cabeza. Todo estaba mal otra vez y Alex lo sabía bien—. ¿Cómo se te ocurre contestarme así? —gaznó, hecho una furia, atrapándole la muñeca antes de que pudiese alejarse. Alex dejó salir un quejido, pero nadie más que él lo oyó—. Si yo digo que dejes esos pergaminos, lo harás, si yo digo que te vayas a la casa lo harás. Y si yo digo que te saques la ropa también —añadió, bajando la voz.

En ese momento, Alexandria sintió que la cabeza le iba a estallar. La alarma era cada más vez aguda y se volvió hasta dolorosa. Súbitamente comprendió que las intenciones de Thielo, desde que la había reconocido, habían sido llevársela a la cama. Por las buenas o por las malas.

—No haré eso —contestó haciendo ápice de toda su valentía. Los ojos de Thielo brillaron con el desafío.

—¿Y quién eres tú para decidir eso?

Alexandria tiró de su mano, consciente de que él no era tan encantador como había recitado en sus memorias. Seguía siendo un hombre rico que estaba acostumbrado a tener todo lo que quisiera. Y ella era una cosa, una cosa que iba a romper en cualquier momento.

—Por favor... —suplicó, pero fue en vano soltarse. Thielo era enorme. Era muchísimo más alto que ella y tenía unos brazos fuertes y robustos. Para una esclava alimentada a duras penas y cansada de tanto trabajo, no había oportunidades.

—¿Quieres que guarde tu secretito? —murmuró él, atrayéndola a su pecho, con un tono mordaz y perverso—. Entonces hagamos un trato.

—¿Un trato? —terció ella, retorciéndose entre sus brazos. No entendía cuál era el chiste de todo eso. La tomaría dijera lo que dijese.

—Ven conmigo ahora —contestó Thielo, dándose la vuelta y arrastrándola por el jardín.

—¡No...! —gimoteó ella. Sabía en ese momento, tendría que haber aceptado sus indicaciones, para pasarla de la mejor manera posible. Para no sufrir su violencia desmedida. Y, sin embargo, no fue capaz de aceptarlo.

Trató de clavar los pies en la grava, pero era imposible detener a su amo. No tenía la fuerza suficiente como para hacerlo. Se dio cuenta de que estaba llorando cuando la alarma en su cabeza se apagó y una súbita idea, salida de la nada, ocupó su lugar.

Sin razonar siquiera, sin saber lo que estaba diciendo en verdad, pero un grito que podría haber despertado a toda la casona.

—¡Si me obliga le contaré a su madre que tiene por amante a la viuda de Jurano!

Thielo se quedó duro y ella misma se quedó estupefacta. La idea flotaba en su mente, como si alguien se la hubiese dicho hacia tan solo un instante, pero no pudiese recordar quién.

—¿Cómo dijiste...? —susurró su amo.

Ese momento de desconcierto fue suficiente como para que consiguiera soltarse y alejarse al menos dos metros de él. De pronto, con cada paso que daba para ponerse a salvo, más datos sueltos le llegaban a la cabeza sobre esa loca historia.

La viuda tenía dinero, pero le gustaba Thielo, tanto como a Thielo le gustaban las mujeres y la fortuna. Y los dos tenían un plan, uno que involucraba deshacerse de la novia del joven amo y de su propia madre cuando ya estuviese casado y fuese el dueño de su inmensa dote.

—Si me obliga, le diré a su madre la verdad... —insistió Alexandria, con un tono un poco más firme, aunque por dentro estaba horrorizada. Si esa información era cierta, salida de quién sabe dónde, él era un monstruo demente.

—¿Cómo sabes eso? —replicó Thielo, volteándose con lentitud y una expresión de ultratumba—. ¿Quién te lo ha dicho?

Con la boca abierta otra vez, ella negó. No podía explicarlo, lo único que le pareció, cuando de pronto también supo que él planeaba casarse con la viuda luego, era que las palabras le llegaban en un tono de voz parecido al del mismo Thielo. Como si él las estuviese susurrando en su oído, muy pero muy bajito.

—Ese es mi trato —le planteó, no muy segura de si revelar que también sabía que planeaba matar a la ama Maeve—. Yo guardaré su secreto, y usted me deja en paz y guarda el mío.

—Puedo lapidarte por esto —masculló él, temblando de la rabia, dando un paso hacia ella y Alex volvió a retroceder.

—Pero eso significaría dar explicaciones a su madre —acotó ella, con un tono de voz muy bajo.

Thielo la miró desde su posición, entre enojado, nervioso y pensativo.

—¿Es todo lo que vas a decir? —soltó—. Si te poseo y luego me deshago de ti, ¿qué importará?

La premisa le produjo escalofríos. Ya lo sabía, pero escucharlo lo hacía más real.

—Pero su madre dudará de usted... —musitó—. Dudará tanto como para entender lo que usted es capaz de hacer... de hacerle.

Por un segundo, él se quedó helado otra vez.

—Tú no sabes lo que soy capaz de hacer.

—Lo sé todo —contestó ella—. Y lo gritaré aquí mismo.

Thielo apretó los labios y se lanzó por ella. Alex tuvo el tiempo justo para darse la vuelta y correr por el campo.

Él no podía ver en la oscuridad tan bien como ella, pero enseguida notó que los pergaminos que se le iban cayendo de los brazos no eran más que una guía y terminó por arrojarlos todos y aumentar la velocidad.

Esquivó piedras, árboles y arbustos que el señor se los comió todos. Lo dejó atrás con rapidez y se perdió en el monte, rezándole a todas sus diosas para que salvaran su vida.

La siguiente mañana, cuando el sol todavía no había despuntado, se sentía miserable y asustada. Todo el mundo debía estar buscándola. Thielo debía haber inventado un cuento interesante para acusarla de alguna fechoría, como robo o intento de asesinato. Si la encontraban, la quemaría viva después de colgarla azotarla sin descanso.

Se pasó las manos por la cara. Había pasado toda la noche subida a un árbol en el monte, tan lejos de la casa que ni siquiera podía verla. En esa parte desolada era poco probable que la buscaran, así que se bajó y optó por buscar alguna otra forma de la bajar por las colinas y salir de la ciudad sin ser vista.

Era difícil. Si bien esas tierras le seguían perteneciendo a sus amos y no eran utilizadas para nada, estaban cerca de las chacras de otros señores. En algún momento, alguien podría verla de camino al pueblo, pasando por los alambrados de las tierras vecinas.

Suspiró y caminó por entre los pastos secos y las rocas bajas. Sabía que no iba a durar mucho en ese lugar, pero no veía otras opciones. Ya no consideraba siquiera volver, porque no era capaz de afrontar la ira de sus amos.

Aunque, si la atrapaban en pleno intento de fuga, sería aún peor.

Bajó por la ladera y trató de colarse por los caminos menos utilizados, con el afán de rodear la ciudad. Si lograba robar algo de ropa y comida, tal vez podría moverse hasta el próximo pueblo y de allí a otro.

Llegando a las caballerizas de las tierras de los Lore, encontró una bolsa de tela raída colgando de una de las vallas y se la apropió después de mirar hacia todas partes para asegurarse de que estaba sola. Allí apresuró el paso y se anudó la bolsa en la cabeza, cubriéndose el cabello rubio claro de las miradas. Solo faltaba algo como una capa y comida y podría huir para siempre.

La idea la excitó más de lo que la había emocionado Piers alguna vez, presa de la inocencia. Nunca antes se había planteado la posibilidad de ser realmente libre y de pronto estaba ahí, contemplando el futuro como si pudiese tocarlo con la punta de los dedos.

Por primera vez en su vida, sentía que, aunque el destino era bastante incierto, la oportunidad era mejor que cualquier otra cosa. Solo tenía que sobrevivir las próximas horas... o días.

Sin embargo, al llegar al extremo de la ciudad, cargada de emociones encontradas, entre el miedo y la ansiedad, esperando ser encontrada rápidamente, descubrió que el tema principal de conversación no era justo ella.

—¿No lo has oído? ¡Parece que fue un peón borracho! —exclamó una campesina, junto al puesto de huevos del mercado.

—¡Es una increíble tragedia! —dijo otra señora, que se llevaba la compra.

Alex miró las mujeres, que pasaban delante de sí, totalmente confundida. Se preguntó si el cuento de Thielo había llegado tan lejos como para hacerla pasar por muerta.

Apretó los labios y se dijo que eso no tenía sentido. Él no se arriesgaría a decir que había muerto cuando todavía cualquiera podía encontrarla, no cuando además tenía información importante. Entonces, pensó que quizás había matado a la viuda, ¡o a su propia madre! Tembló, recordando la furia que él tenía el día anterior. Era muy capaz, desde ya.

Intentó oír algo más, pero tuvo que buscar otras fuentes de información antes de comprender del todo lo ocurrido.

—La muchacha fue estrangulada, es lo que dicen. Apareció en el campo de los Preben con una cuerda en la garganta.

—¡Y estaba desnuda! —dijo un señor bajito que Alex conocía de pequeña solo de vista. Se apretó la bolsa contra la cabeza y se acercó para oír mejor, frunciendo el ceño. Claramente, no hablaban de su ama y tampoco de la viuda. Pero el asesinato había ocurrido en sus tierras.

—¿Y qué es lo que dicen entonces? —inquirió una mujer, que tenía a su bebé colgando en la espalda.

—¡Pues dicen que la chica se salió de la casa sin permiso y que se lo tenía merecido! —contestó el señor bajito—. ¿Su nombre no era Peony?

A Alex se le detuvo el corazón. Conocía a Peony, era la hija de un mozo de cuadra, no una esclava como ella. Se llevó una mano a la garganta y tragó saliva.

Todo eso había sucedido justo anoche, mientras ella huía por el monte de las garras de su amo. Negó con la cabeza mientras oía las especulaciones de los habitantes de la ciudad. Todos ellos se preguntaban quién sería capaz de hacer algo así. Y Alexandria sabía quién podría haberlo hecho.

Es más, sabía que Peony podría haber sido, justamente, ella. 

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