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9. La esencia de una diosa.


Calipso estaba deshidratada. Tal vez era el colmo de los colmos: una diosa del agua deshidratada por no poder hacer el agua que necesitaba. En esos momentos, no tenía ni fuerzas como para reírse o enojarse consigo misma.

Cayó de boca al suelo, casi fuera de sí. No supo dónde se había detenido Odín o si, al fin y al cabo, había continuado sin ella. Si él estaba deshidratado, lo manejaba mejor.

Entonces, descubrió que la inconsciencia era hermosa. Sin embargo, cada vez que estaba a punto de alcanzarla, algo tiraba de ella hacia la realidad.

Ni lo sueñes —despotricó una voz aguda en su oído y Calipso refunfuñó como una niña pequeña.

—Rhodanthe —se quejó. Su hermana podía ser realmente muy pesada; hasta sentía que con eso recordaba más cosas de ella.

Levanta la cara del barro, Calipso, o iré por ti —le dijo su hermana en el oído.

—Ven por mi —le contestó sin saber si hablaba en la vida real o solo en sus sueños. Pensó en ese lugar que no se encontraba en ningún sitio del mundo terrenal y deseó estar allí—. Realmente, ven por mí y líbrame de esto.

—Estas esperando que todo sea sencillo. ¡Eres una diosa! —Rhodanthe le dio una palmada en la cabeza que sintió en verdad y Calipso abrió los ojos de golpe.

Ya no estaba de cara al suelo, al menos, pero la piel la sentía fría. Pestañó y se encontró con un cielo negro y gris. No era de noche, solo estaba nublado y su cara estaba fría porque estaba mojada. ¡Llovía!

—Calipso —jadeó Odín cerca de su oído—. Maldita sea, mujer, lo has hecho.

Confundida, ella giró la cabeza hacia él. Se dio cuenta enseguida de que estaban apartados del camino y de que la lluvia había comenzado hacia minutos, al menos. Él estaba sentado en él suelo y la sostenía sobre su regazo, como si fuese su protección de la tierra misma.

—¿De qué... de qué hablas? —susurró ella, notando lo cómoda que se sentía entre sus brazos. Una parte poco consciente de su cabeza le preguntó porqué no había dormido encima de él hasta ahora.

Odín sonreía anchamente, ajeno a todos sus delirios.

—¡La lluvia! Lograste que lloviera —Le levantó la cabeza y le puso el odre contra los labios. Calipso bebió torpemente, aún llena de confusión. Hacía un segundo estaba deshidratada e inconsciente; hacia una milésima de segundo Rodhanthe le estaba golpeando la cabeza. Ahora llovía y Odín le metía agua por la boca. Tragó el líquido, notando también que no se sentía mal como antes.

—No entiendo —balbuceó.

—¿Qué no entiendes? —replicó Odín, encantado de la vida. Calipso miró a su alrededor antes de volver a mirar el cielo encapotado—. Te desmayaste, te sujeté y hablaste dormida. No entendí lo que dijiste, pero de la nada comenzó a llover. ¿Ahora vas a decirme que tú no fuiste?

—Yo no fui —dijo, efectivamente. Se sentó y se apartó el agua de la cara.

—Lo que digas —Odín cerró el odre, que había recargado con agua de lluvia, y metió las manos por debajo de su cuerpo. La alzó y se levantó con ella aúpa—. Vamos a refugiarnos y a beber hasta cansarnos.

La arrimó a un árbol grueso que los protegió de la mayoría del agua. Calipso miró cómo las gotas humedecían la tierra y las plantas, incrédula. Estaba muy segura de que ella no había sido.

—Odín —dijo, mucho después, cuando estaba bastante más espabilada. Además, Odín ya la había dejado en el suelo y la falta de comodidad la asaltaba de nuevo—. Yo no fui —aseguró.

—¿En serio? —Odín estaba de muy buen humor, tragándose toda el agua que había recolectado en el odre—. Iré por más y beberás, ¿oíste?

—Ya no tengo sed —replicó Calipso, con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo que no? Te fuiste de boca al suelo, incluso me sorprende que no te hayas roto la nariz.

Ella se llevó los dedos a la nariz, solo para cerciorarse de que en verdad no hubiera nada roto. Tampoco entendía cómo es que ahora estaba tan bien. Incluso Odín, que estaba feliz y que había bebido más agua que ella, se veía como si hubiera caminado por un desierto por largas y largas horas.

—Pero...

Odín se alejó de ella, metiéndose bajo la lluvia que crecía. Calipso lo observó llenar el odre con las gotas de agua que se atascaban en algunas plantas. Supuso que también debían agradecerle a sus hermanas que hubieran pasado los campos hacía horas.

Él regresó y le tendió el odre. Calipso lo tomó con pocas ganas. Impresionantemente, no tenía sed, ni un poco. Bebió un sorbo y se ganó una mirada aireada de su acompañante.

—Mujer, bebe el agua o te la meteré a través de la garganta.

Calipso tomó un poco más.

—Haz esto o te haré lo otro. Tú y mi hermana son realmente autoritarios —respondió ella, tendiéndole la botella de vuelta—. No tengo sed.

Odín alzó las cejas y cerró el odre.

—Tú hermana... Y resulta que ahora no tienes sed. ¿Alguna explicación coherente que te estés guardando?

—Rhodanthe es algo insistente —fue lo único que dijo y Odín alzó ambas cejas en desconformidad por un momento.

Calipso no estaba segura de lo que había ocurrido, pero seguía convencida de que ella no había traído la lluvia. Es más, ¿estaba eso entre sus poderes? A ella le parecía que no. La lluvia era más bien tema de la diosa de los cielos, Zephir, también conocida como la diosa del viento, del aire. El clima era algo que se reservaba para ella.

—Lo que digas. —Odín se dejó caer contra el tronco del árbol y estiró las piernas mojadas—. Ahora intenta que no se desate una tormenta o tampoco será bueno que terminemos pasados por agua.

Ella no le respondió, a pesar de que estaba a punto de decirle lo de Zephir. Después de todo, él había sido algo despectivo al nombrar a Rhodanthe. Tal vez no valía la pena decirle lo que ella creyera de sus hermanas. Aunque él sabía muchísimo de las diosas, quizás por su crianza, Odín había dicho también que no era un creyente. Evidentemente, su respeto hacia las diosas no se basaba en la fe.

Esperaron debajo del árbol largo rato, valiéndose de la apacible imagen que tenían frente. Calipso se relajó al ver a la naturaleza actuar de esa forma tan simple. Había visto llover miles de veces desde el palacio, pero... Pero nunca se había mojado con ella. Nunca había estado debajo de la lluvia.

Se paró de un salto y Odín dio un respingo, mirando a todos lados buscando alguna fuente de peligro.

—¿Qué pasa? —preguntó, pero ella lo ignoró y salió del refugió escaso del árbol. Se detuvo debajo de la lluvia, encogiéndose cuando las gotas frías humedecieron su rostro y cuello.

No podía decir si era o no placentero. Por una parte, era algo totalmente nuevo, algo que conllevaba esa nueva sensación de libertad, pero, por otra parte, lo frío era incómodo.

Se quedó allí, mirando el cielo gris hasta que las gotas le entraron en los ojos. Pestañeó y volvió a alzar la cabeza. No, no era extraño. Estaba frío, sí, pero no era desagradable. Era algo... natural.

—Es porque el agua tiene que ver conmigo —dijo en voz alta—. El agua soy yo, el agua no me molesta —susurró, sorprendida de sí misma.

La lluvia se detuvo de golpe y Odín soltó una exclamación desde el árbol.

—¡Hey! Enciéndela otra vez —exclamó, poniéndose de pie y corriendo fuera del alcance de las ramas—. ¡Pensaba llenar un poco más el odre!

Calipso se giró hacia él y negó con la cabeza.

—¡Que yo no he sido!

—Calipso, lo he visto. No soy estúpido.

Ofuscada por no obtener otra respuesta de él, volvió a mirar el cielo, con esas nubes grises apartándose lentamente a causa de las ventiscas que reinaban en las alturas.

—No fui yo —repitió ella, con los ojos azules fijos en la altura—. Fue Zephir.

No supo si Odín la había oído o no, pero lo buscó con la mirada apenas un segundo después. Lo halló mucho más allá, buscando agua en las hojas para rellenar lo que pudiera. Cuando él regresó, ella se quitó la manta de lana húmeda y sucia y la dejó en el suelo.

—No creo que quieras dejar esto aquí —indicó Odín, estirando los brazos.

—Es una carga algo pesada —contestó ella—. Será peor si la llevo encima mojada.

—Pero cuando se seque querrás tenerla contigo. No sabemos qué tan lejos estamos de Devanna.

En eso tenía razón, pero la manta estaba tan asquerosa que no quería seguir acarreándola durante mucho más.

—Podría pescarme un resfriado si me cubro con ella —se excusó.

—Olvídalo —Odín levantó la manta del suelo y volvió al árbol—. Hoy nos quedaremos aquí, así que tendrá tiempo de secarse si no invocas otra llovizna.

El aire se puso seco antes de que cayera el sol. No fue suficiente para ellos, ya que Odín no consiguió encender un buen fuego con toda esa madera húmeda por el bosque. Al menos el suelo no había quedado tan mojado como para dormir sobre él.

A la mañana siguiente, la manta de lana estaba seca y el guerrero había encontrado algunas ramas lo bastante secas como para prender una llama y cocinar unos huevos de codorniz que había encontrados abandonados en un nido.

Calipso hizo una mueca al pensar en qué tan formados podrían estar esos huevos. No lo sabrían hasta que los abrieran, así que mantuvo los dientes apretados hasta que dejó caer las claras y las yemas sobre una tajada de piedra que él mismo había quebrado al golpearla contra otra más dura.

Los pequeños huevos de codorniz no tenían ningún pajarito a medio formar, lo que la tranquilizó. Ahora el tema era cuánto iban a comer cada uno.

—Bueno —Odín pinchó un huevo frito con la punta del palo, minutos después—. Hay que usar las manos, muñeca.

Calipso esperó a que él apartara la roca caliente de las brasas e intentó agarrar un huevo con los dedos. Obtuvo solo un pedazo roto, pero era mejor que nada. Estaba caliente y bien cocido.

—Yo solo comeré uno —le avisó. Odín necesitaba comer más que ella, porque era, por lejos, mucho más grande y alto, así que no tenía problema en dejarle los otros dos pequeños huevos. Seguramente conseguirían más comida en adelante.

—¿De verdad? Tienes que comer bien —dijo él.

A ella le sorprendió la expresión de preocupación que se instaló en el rostro del ladrón. A pesar de que la barba ocultaba la mayoría de sus facciones, a Calipso se le había hecho costumbre leer el brillo de sus ojos y la forma en la que las arrugas de sus párpados se acentuaban cuando algo no le parecía divertido.

—Soy pequeña, puedo alimentarme bien con esto —dijo, aunque su estómago no iba a quedar conforme con tan chico alimento. Intentaría ocultarlo por su bien, porque también consideraba que, si Odín no estaba fuerte, no podrían llegar a Devanna.

—Bueno, sí, sí eres pequeña —replicó él, metiéndose un huevo entero en la boca—. Es cierto que te llenas con menos que yo. —Y se zampó el otro huevo de un bocado—. Intentaré cazar algo para la noche, pero por ahora tendremos que avanzar con esto en la panza, ¿está bien? —Se puso de pie de inmediato y tomó un trago del odre—. ¿Tú no quieres, ahora? ¿Todavía sigues sin sed?

Calipso captó la burla en su voz y estiró la mano para pedir la botella.

—Me vendría bien para pasar el huevo. Estaba algo caliente.

Odín sonrió y le dejó el odre en las manos.

—Claro.

Pero, a pesar de que necesitaba el agua para pasar la comida, no sentía sed, al igual que ayer. Bebió como un ave y le devolvió el odre de inmediato.

—Estoy perfecta —contestó.

—Por supuesto. —Odín se guardó el odre y pateó el fuego, echándole tierra encima para apagarlo—. Y gracias.

Calipso levantó la vista, confundida.

—¿Eh?

Él curvó los labios en una sonrisa sin dientes, sincera y cálida.

—Por dejarme la comida.

Ella lo miró, embobada, por unos cuántos segundos. Creía que esa la primera vez en todo ese tiempo que le agradecía por algo. Hasta ahora, siempre había sido ella la que había tenido que agradecer por cualquier cosa. Así había sido el trato también.

—De... nada —contestó, llevándose una mano a la mejilla.

Odín se limpió los restos de huevo de la barba, sin darle mayor importancia, y se inclinó hacia ella.

—Entonces, diosa, ¿está lista para irse, también?

Calipso se puso de pie de un saltó y tiró de su manta de lana, colgada del árbol, hasta dejarla libre. Siguió pensando en el agradecimiento, con una sensación cálida en el pecho que nada se asemejaba a los gracias que recibía de los pueblerinos durante las procesiones. Quizás, se debía a que, en esas ocasiones, no había hecho nada por merecerlo.

—Voy a darle un punto de razón, guerrero —puntualizó entonces, mirando de reojo la espalda de Odín—. Tenía razón en que iba a desear seguir teniendo esta manta —confesó, mostrándole también así cuanto agradecía ella su sinceridad y, sobre todo, cuánto había aprendido a confiar en él.

—Se lo dije. Nunca sabemos cuándo el tiempo puede cambiar —bromeó Odín, sin más, dándole la espalda y avanzando hacia el camino, haciendo una clara referencia al día anterior—. Incluso aunque usted no lo sepa.

Ella chistó y negó con la cabeza. Ahí estaban de vuelta con ese tema.

—Odín, ya te he dicho que yo no he sido —le explicó, caminando hasta él—. Se supone que el clima es poder de otra diosa —insistió—. Yo soy la diosa de los mares, del océano. No del clima.

Odín se detuvo y arqueó una deja en su dirección.

—¿Ah, sí?

—Zephir es la encargada de los cielos y del tiempo —aclaró Calipso, dándole alcance, a medida que se anudaba la manta al cuello—. Tienes que saberlo.

—Si hubiera visto lo que yo vi, no pensaría que fue Zephir.

Calipso tiró de su manga, curiosa por su respuesta.

—¿Exactamente... de qué estás hablando?

—Caíste al suelo completamente deshidratada —relató Odín, alzando un dedo para puntualizarlo—; podrías haberte abierto la cabeza, pero no fue así. Cuando te levanté, comenzaste a hablar en un idioma que no pude entender y entonces... el cielo se cerró de pronto y comenzó a llover. Tú lo hiciste.

A pesar de estar sorprendida por su relato de los hechos, Calipso volvió a negar.

—Que no. Es imposible.

—Fuiste tú, Calipso. ¿Es que te enseñaron a ser cabeza hueca en ese castillo también?

—No hablé ningún extraño idioma, solo hablaba con mi hermana —replicó ella, alzando el mentón. Fuera lo que fuera, lo que él decía tenía que ser nada más una coincidencia. No conocía ningún otro idioma que no fuese el Terrense, propio de ese reino, de Liuberry y otros en el sur como Namardar y Norontus.

—¿Y qué hermana era, precisamente?

—Rhodanthe. Siempre es Rhodanthe. Ella me estaba golpeando —musitó. Ahora recordaba que Rhodanthe, aún en su forma espiritual, había conseguido golpearla en la cabeza en el sueño y esto se había sentido muy real.

—Por supuesto, la hermana mayor abusa de la menor, ¿cierto?

Calipso miró a Odín seriamente. Ahora sí, sin ninguna duda, estaba segura de que él sabía mucho sobre diosas y sus papeles. Sabía muy bien que supuestamente Calipso había nacido, o había sido creada, después que Rhodanthe. Aunque eso era pura lógica por el tipo de elemento que cada una manejaba, Odín lo tenía bien claro y a veces eso sólo lo sabían quienes hubiesen estudiado a fondo las características unitarias y grupales de las nueve diosas dionnacas.

—Ella no parece mayor que yo en realidad. Si no fuera porque los eruditos y monjes dicen eso, no creería que ella es la mayor. Además, apenas estamos Candace y yo por detrás de ella.

Rhodanthe sonaba a menudo mucho más infantil que ella y tampoco había sido abusiva, como ella imaginaba que lo sería una hermana más grande. El único momento en el que había sonado más dura había sido al principio de todos esos sueños, hasta que Calipso se dio cuenta de quién era. Allí Rhodanthe bajó sus aires de superioridad y comenzó a actuar como era verdaderamente.

—Bueno, no se sabe de verdad si lo que dicen los mitos y los cuentos es real. ¿No sabe ese cántico ancestral? —contestó él—. Primero nació Rhodanthe, con una explosión y no sé qué, y luego de ahí surgieron Candace y Calipso, que pelearon entre ellas y mientras mezclaban sus elementos para crear la tierra, aparecieron Nyx y Eleni y... —Odín se mordió el labio inferior, pensativo, mientras Calipso arqueaba una ceja—. Después decía que venía Kaia con Daphne y Zephir con Xanthe. Y bla, bla bla...

Ella esbozó una sonrisa, divertida. Claro que conocía ese canto o poema. Era común en Liuberry también y los monjes lo habían utilizado para explicarle quién era ella.

—Sí, pero no dice exactamente así. Es más... encantador.

Odín bufó y sacudió el brazo.

—Lo dije de forma encantadora también, por favor.

Calipso rió y negó con la cabeza. Empezaba a crear que en verdad los chistes de Odín eran algo divertidos cuando la situación lo ameritaba.

—Rhodanthe es la diosa del éter, del vacío. Se supone que de ella ha surgido todo. Por eso, en muchas partes, se dedica un culto especialmente para Rhodanthe —explicó.

Él resopló.

—Lo cuál es muy ofensivo, ¿no? En Terranova y en muchos otros sitios se cree en las nueve, en todas. Tener culto solo para una podría ofenderte, ¿no?

Calipso se encogió de hombros. Sabía que en algunos sitios de Dosonia, al norte, en dónde aún quedaban restos de culturas absorbidas desde tiempos anteriores a Kalama, se alababa a una o dos diosas dionnacas, pero nada más. Se trataba de pueblos pequeños y alejados de la capital que el reino de Dosonia no podía controlar.

—No me molesta eso, la verdad. Me molesta que ella me hable y no me diga las cosas claras. Sería bueno si ella me lo explicara todo: lo que tengo que hacer, cómo se hace la magia, etc.

—¿No sería eso muy sencillo?

—Ella dice lo mismo.

Una nube ocultó el sol y Calipso suspiró. Parecía que todo se volvía sombrío cuando no tenía razón o le tocaba admitirlo. A decir verdad, sí, sería mucho más sencillo y quizás debía probarse a sí misma la diosa que debía ser

O no ser, se recordó entonces. Ella estaba ahí para ser libre, para decidir por sí misma cuál era su futuro y todavía no estaba en sus planes actuar como una diosa. En su mente, seguía presente la idea de tener una familia y una vida lejos de tumultos y de adoración de la gente. Y... sin embargo, seguía pensando en las personas que había dejado a su suerte. Deseó salvarlas y eso no se compaginaba con ser una persona normal.

Más nubes ocuparon el cielo y cuando se nubló por completo, aunque sin rastros de nuevas lluvias, Odín se ajustó a su pasó, más lento, para caminar a su lado.

—¿Y qué hay de Zephir? —preguntó—. ¿No la viste?

Calipso miró hacia arriba.

—Nunca he visto a nadie. Solo oigo la voz de Rhodanthe. Está empecinada en que recuerde algo que no puedo estimar.

—¿Qué podría ser? —Odín se llevó un dedo a la barba sucia—. ¿La ubicación de la Estrella, tal vez?

Calipso cerró la boca abruptamente y lo miró de lleno. Ella nunca había dicho desconocer la ubicación de la mítica estrella, así que se suponía que Odín no tenía ni la menor idea de que ella había mentido al respecto.

—¿Disculpa? —susurró.

Odín se cruzó de brazos y se interpuso en su camino.

—No tienes ni la menor idea de dónde está —terció, con una sonrisa lobuna—. Deja de fingir que me llevarás a algún lado. Ya admitimos que no sabes qué deseas hacer de tu vida y que no recuerdas nada de tus momentos espirituales. Por lo tanto, no puedes saber dónde diantres está la maldita estrella.

Se alejó de ella, retomando otra vez el camino. Calipso se quedó quieta, reteniendo un jadeo y las ganas de matarse. Como una idiota, le abrió sus pensamientos, dudas y miedos sin notar los detalles obvios de su mentira. Se dio un manotazo en la frente que sonó bien fuerte y terminó frotándose la nariz del dolor. Odín se giró a verla, sorprendido por su actitud y luego no pudo evitar reírse en voz alta de ella.

—Confía en mí, Calipso. No te abandonaré aquí ahora. Aunque has faltado a nuestro trato, todavía hay cosas que puedes hacer por mí, ¿no? —le dijo, guiñándole un ojo.

Calipso contuvo el aire y, cuando él se volteó, se tapó la cara con las manos y ahogó un grito frustrado. Tenía que aprender a ser más rápida, más suspicaz. Tenía que aprender de él, por todas las diosas.

Y, además, tenía que aprender a ignorar esos gestos sutiles escondidos detrás de su barba y la suciedad, porque cuando le revolvían el estómago de una manera extraña, no podían significar nada bueno.


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