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6. Ojo de liebre


Odín se giró, junto a ella, muchísimas horas después.

—¿Estás despierta?

—Hace mucho —contestó, con los ojos clavados en el cielo azul.

No había podido dormir luego de eso. La voz seguía resonando en su cabeza, con esa dura orden de cumplir lo que era. Tal vez le estaba queriendo decir que debía volver al palacio y atenerse a su papel, a ese que le habían dado los monjes.

Pero, ¿era eso lo que tenía que hacer? Ella había insistido en que ya lo sabía, pero Calipso no tenía ni la menor idea de qué era lo que debía recordar y pasó los segundos y los minutos restantes devanándose los sesos.

—Debemos movernos —dijo él, sentándose. Bostezó y estiró los brazos—. No creo que tus hombres te busquen por los bosques, pero aún no estamos muy lejos de Fyrisse.

Con la cabeza en la voz de la mujer, Calipso se incorporó.

—¿Cómo haces para recordar algo que olvidaste? —le preguntó.

Odín se detuvo en seco.

—¿Cómo haces qué? —preguntó, incrédulo.

—Cuando quieres recordar algo que olvidaste.

Él arqueó solo una ceja.

—¿Cómo se supone que sepa eso?

—Ya —respondió ella—. Era solo una pregunta.

—Una pregunta tonta... Al menos que te refieras a tu saco de ropa, claro —Odín estiró las piernas y le hizo señas con las manos, mientras Calipso lo miraba con la boca abierta.

Como si le hubiesen dado una bofetada, reaccionó y empezó a rebuscar a su alrededor. Había dejado el saco que había hecho con la manta en la hostería de Fyrisse.

—¡No es cierto! —gritó—. ¡Me la olvidé!

—Me estaba preguntando cuándo te darías cuenta —contestó Odín, sin ganas de burlarse de ella, en realidad—. Vámonos, tal vez así pueda conseguirte algo para comer. En otro pueblo podrás conseguir más ropa.

Calipso se levantó de un golpe y se palpó la bolsita con sus joyas y dinero por debajo de la capa. Por suerte, eso no lo había perdido.

Suspiró, desganada, sabiendo que no había forma de recuperar sus cosas, y decidió concentrarse en lo que él había dicho.

—¿Algo cómo qué? —preguntó, dándole alcance.

—Algo como un conejo, alguna ardilla.

Ella hizo una mueca.

—Una ardilla, una dulce ardilla —susurró, pensando en esa tierna imagen que venía de la mano con ese animalito.

—¿Tienes hambre o no?

—Claro que sí.

—Entonces —Odín se tronó los dedos de las manos, como si estuviera a punto de golpear salvajemente a alguien—, cállate y observa.

—Liebre, no ardilla —dijo Odín, tendiéndole el animal, sin pelo, clavado en una rama. El olor de la carne cocida era tentador, pero Calipso frunció la nariz al ver los ojos blancos del conejo.

—Ugh —gimió, con deseos de vomitar.

—¿Ugh? No es una ardilla —soltó él, confundido.

—Los ojos —contestó Calipso, tapándose la boca con las manos.

Él alzó las cejas y retiró el conejo de su alcance.

—No tienes nada qué vomitar, pero si no quieres los sabrosos ojos asados —susurró, zarandeando el animal— me los comeré yo.

Calipso se alejó y cerró los ojos cuando Odín metió los dedos en la cavidad de la liebre. El sonido no fue repugnante y mucoso, como ella esperaba. Sonó a algo crujiente.

—Es asqueroso —murmuró, abriendo los ojos, pero aún con la mano en los labios.

—Delicioso —Odín se chupó los dedos y Calipso tuvo arcadas.

—Oh, ya basta —pidió.

Odín se carcajeó en voz alta. El sonido se expandió en el bosque solitario. El pequeño claro donde estaban apenas dejaba pasar la luz de sol y las ramas de los árboles altos y semi tropicales eran perfectas para ocultar el humo del fuego.

Él le tendió la pata de la liebre, ignorando sus gestos.

—Sin ojos —prometió.

Ella se miró las manos, un poco sucias, y se las pasó por el vestido, ya lleno de tierra por haber dormido en medio de las plantas. Tomó la pata con la punta de los dedos y la miró por todos lados.

—¿Es que vas a buscarle la quinta pata al conejo? —preguntó Odín—. Ya comételo.

Alzando ambas cejas, Calipso se llevó la carne a los dientes. Mordió con cuidado, sintiendo el sabroso calor entre los labios. Masticó con cuidado y cuando tragó, el alivio se notó en la boca de su estómago.

Nunca había experimentado el hambre. Quién sabía si alguna vez, antes de convertirse en Calipso, había sentido algo así. Dejó de masticar cuando se dio cuenta de que no lo recordaba y que tal vez algo en sus primeros años era lo que estaba buscando.

Algo en ella le decía que esa voz pertenecía a otra diosa, a una de sus renombradas hermanas. A cuál de las otras ocho, no tenía idea. Aunque conocía sus leyendas y las historias, pues lo había aprendido en el templo durante su infancia, su conocimiento sobre sus hermanas tenía un límite. En su pequeño mundo solo se nombraba a una única diosa, a ella.

Sus hermanas eran Eleni, Daphne, Rhodanthe, Zephir, Kaia, Candace, Xanthe y Nyx. Hasta ahora, solo sabía de la encarnación de Candace. Sus grandes hazañas como diosa guerrera y la magnitud de sus poderes habían marcado mucho las últimas generaciones de habitantes de Terranova y sus alrededores.

Entonces, ahora mismo, una de sus hermanas le estaba marcando un deber, algo que no recordaba que tenía que hacer. ¿Y a qué se refería, entonces? ¿A sus primeros años de vida mortal o a su vida inmortal de la cual no tenía ni una nítida imagen? 

En verdad, de su infancia tampoco tenía recuerdos. No se acordaba nada antes de que la encontraran los ancianos monjes y, además, tampoco recordaba el momento exacto en el que la habían recogido. Por ejemplo, de Lonkhuon solo tenía recuerdos de una visita posterior. Luego, nada más y jamás se lo cuestionó demasiado. ¿Y si en verdad no la habían hallado ahí? Quizás tenía padres que aún la buscaban...

Suspiró, mordiendo otro pedazo de carne, convenciéndose de que todo lo que no recordaba era demasiado en comparación con lo que sí tenía presente.

—¿Crees... —murmuró— que, si hubieras reencarnado, recordarías tu antigua vida?

Odín alzó las cejas, masticando grotescamente. Algunos pedazos de carne se le atoraron en la barba descuidada.

—¿Reencarnar? ¿Tiene algo que ver contigo?

—Yo nunca he reencarnado —sonrió ella—. Esta es la primera vez.

—¿Cómo estás tan segura? —preguntó él, lanzándole una mirada irónica—. El punto sería que, si has tenido otra vida antes, no puedes saberlo porque no tienes memorias de eso. Entonces la respuesta sería ni sí, ni no.

Confundida con sus palabras, Calipso dejó caer la mandíbula elegantemente.

—¿Ni sí, ni no?

—Si no lo recuerdas, no puedes saber si has vivido antes o no.

Calipso entendió sus palabras y supuso que algo en sus recuerdos olvidados era importante. También pensó que nadie podía asegurar que esa fuera su primera encarnación. En todo caso, también su recuerdo podía pertenecer a esa anterior vida.

Se detuvo un poco a pensar en quién era y en las cosas que estaban relacionadas con ella. Había pocas cosas materiales que se relacionaban a Calipso. Una de ellas era La estrella de agua, la otra se refería a la ciudad mítica de Acalli. La ciudad estaba en una isla flotante que era imposible de encontrar, a menos que lo hiciera la diosa o ella quisiera que otros la hallaran.

Muchos creían que tal vez la estrella estaba allí y otros creían que había sido retirada antes de su desaparición y estaba, en efecto, bajo el agua. Aquel verso sobre las profundidades del océano era el que ella más había escuchado.

También existían un montón de versiones diferentes de la ciudad de Acalli y Calipso dudaba que fuera real. Hablaban tanto como de un reino flotante como de una ciudad de oro en otro sitio, que le habría pertenecido a Eleni. Pero jamás nadie la había hallado. Muchos cazadores de tesoros se dedicaban pura y exclusivamente a encontrarla. Se decía, incluso, que le habían preguntado a Candace por ella y nada. Calipso sentía que sería parte de ese montón, porque no creía poder encontrar algo así, fuese o no una diosa.

Pero, ¿podía ser que fuera tan simple y obvio como eso? ¿Buscar La estrella de Agua? No tenía idea de para qué podía servirle. La misma solo era un cristal con tonos azulados, tallado cuidadosamente a mano. Era una joya, una decoración, se decía que era un regalo que los profetas le habían hecho a la diosa que algún día esperaban ver encarnar. Y también se decía que la misma Calipso la había creado al principio de la vida misma de ese mundo.

¡Puf! A decir verdad, las leyendas hacían referencia a múltiples joyas de cada diosa y solo era una casualidad que La estrella de agua fuera la más famosa de todas, ¿cierto?

Se terminó la pata de conejo, pensando que esa era la única opción que tenía. ¿Pero por qué tenía que hacerlo, en realidad? Ella había salido a buscar una nueva vida, no una estrella de cristal. ¿Con qué necesidad, además? ¿No podía ignorar la petición? Se dijo a sí misma que la próxima vez que alguna de las otras diosas le hablara, le preguntaría claramente las razones, porque, sin duda alguna, ella no tenía deseos de ir a buscar una joya perdida.

—Asos está a dos días de distancia. Es un pueblo pequeño que pasa por en medio del camino. En esta época del año no reciben muchos visitantes —explicó Odín, mirando la ruta que se perdía en la lejanía. Mientras más se alejaban de Liuberry hacia Terranova, el bosque más se apagaba—. No creo que te crean capaz de llegar hasta allí —rió.

—Por supuesto, creen que no puedo ni dar un paso. —Y ella también lo creía, claro, pero había llegado hasta Fyrisse y más aún. Ahora estaban en el sur del enorme reino de Terranova.

—Lo que es excelente para ti. No te buscarán tan lejos.

Calipso frunció los labios.

—No lo sé —dijo—. El monje Jian es verdaderamente... insistente.

—¿El monje Jian? ¿Y ese quién es? —Odín avanzó por el camino despejado.

—Es el sacerdote mayor —explicó ella, siguiéndolo despacio—. Fue él quien me encontró.

—¿El que dijo que eras una diosa?

—Sí.

—Mm —Odín se guardó las palabras por unos segundos—. Así que ese es el monje loco que encontró una niña abandonada y la catalogó de diosa.

—Supongo que no estaba tan equivocado.

—¡Ah, cierto! Los peces hablando. ¿Cuántas veces has hecho eso?

Odín se giró hacia ella, con soltura. Le hizo una seña para que esquivara una roca y Calipso la vio a tiempo.

—No muchas —contestó, haciéndose a un lado.

La piedra era pequeña, pero en los últimos días se había caído y tropezado hasta con ramitas pequeñas. Él ya se había acostumbrado a su falta de ligereza. Calipso no sabía si era por carencia de habilidad o solo por el cansancio.

—Ninguna más —rió el joven, leyendo el tono de su voz.

Calipso arrugó la frente. Casi nunca tenía ánimo para sus burlas, así que solo bufó.

—Eso no lo sabes —masculló.

Odín se giró de nuevo, alzó una ceja y entonces le guiñó un ojo.

—Créeme que lo sé.

Ella decidió no contestarle porque, además de que tenía razón, si es que no contaba a la sirena como un pez literalmente, no tenía fuerzas para hablar siquiera de tonterías. Se había acomodado las sandalias mil veces esa mañana. Las tiras en sus tobillos habían dejado marcas y le sangraba en algunos sitios. Dar un paso era como caminar sobre vidrios y le costaba concentrarse para no quejarse en voz alta. Si Odín la escuchaba sollozar, insistiría con que volviera a Temple o esperara allí a sus soldados. De nuevo, no quería parecer débil.

Juntos, sin detenerse demasiado, avanzaron por el desierto camino que llevaba a Asos. Calipso nunca había estado tan lejos y con cada mirada hacia atrás, a pesar del dolor, más segura estaba de no querer regresar.

Se había acostumbrado a estar con Odín, a escuchar su cháchara y sus chistes malos. No se sentía ya incómoda y extraña con él. Había descubierto más de su personalidad sólo escuchándolo hablar en las noches, con sus acertadas reflexiones, que con sus bromas. Y ciertamente, él la había sacado de ese templo por más que solo una promesa vacía de dinero. Él lo había hecho por algo más. Por ella. 

Por eso mismo, tampoco deseaba admitir cuán lastimada estaba por esa travesía.

Al finalizar el día, se acomodaron entre dos pequeños árboles y comieron los restos de la liebre. Odín apenas dijo algo sobre buscar comida en Asos, antes de que se diera la vuelta contra el piso, dispuesto a dormir.

Calipso lo observó unos momentos, curiosa por su forma de ser. Podía ser un ladrón, o un guerrero capaz de burlar a docenas de sus soldados, pero él no era un mal hombre. Se portaba bien con ella y a pesar de sus amenazas aún no le había quitado las joyas que tenía guardadas. Odín tenía algo que lo hacía especial y diferente.

Era eso, o era que él estaba esperando el momento justo para hacerla caer en la trampa.

Tragó saliva y apartó la mirada. Sabiendo que ya se había arriesgado a demasiado a su lado, dormir una noche más contra su espalda no debía de suponer un peligro.

Se quitó las sandalias y pasó las mangas de su camisón por las heridas de sus tobillos y dedos. Le hubiese gustado tener agua para enjuagarles el polvo del camino, pero no tenía eso a su disposición. Cuando llegaran a Asos, quizás sí.

Se acomodó junto a él, sin tocarlo, claro. Cerró los ojos y esperó que los sueños llegaran para descubrir cuál de sus hermanas la esperaba. 

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