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5. ¿Quién eres?


—No puedo subir allí.

—Sí que puedes. No es a mí a quién persiguen, sino a ti. No tengo por qué cruzar esto —Odín arqueó las cejas.

El muro se extendía ante ellos, oscuro e inmenso. Calipso lo ojeó. No era terriblemente alto, pero sí era imposible para ella.

—¿Pero no hay otra salida?

Él sonrió.

—Claro que sí, pero tendrías que pasar a tus soldados para llegar a ella.

Ofuscada, Calipso volvió a mirar el muro. Iba a romperse el cuello, lo sabía.

—Tú súbeme. Tú entraste al castillo, así que puedes subir ahí —dijo, tironeando de la manga de su chaqueta. Odín hizo una mueca y se quitó sus deditos de encima con facilidad.

—¿Cómo así? Así que ahora soy la mula, eh —se quejó, mirándola de reojo—. ¿A cambio de qué haré este servicio especial?

Ella dejó caer la mandíbula.

—¿Cómo que: "A cambio de qué"? ¡Tenemos un trato!

—El trato no incluía cargarte cada vez que no puedes hacer algo, Calipso.

—No hay tiempo para eso —gruñó ella, plantándose delante suyo—. Súbeme. —Extendió los brazos hacía él como si fuese una niña pequeña. Ya había perdido la dignidad cuando él la entró alzada a la ciudad, así que eso no significaba más nada.

Odín se carcajeó sin humor y negó con la cabeza.

—No puedo con una pared lisa. Deberás subir por ti misma. Yo te empujaré desde abajo. Anda.

Oyendo con mayor volumen voces y cuchicheos pueblerinos, Calipso aceptó su orden. Se estaban acercando y el tiempo apremiaba. Era eso o ser escoltada de vuelta al palacio y quién sabía qué pasaría con Odín. Puso ambas manos en la pared y se quedó quieta, sin saber qué hacer.

De pronto, él estuvo pegado a su espalda. Su rostro quedó junto al suyo y ella dio un respingo. Sin embargo, Odín solo pretendía señalarle algo.

—Allí arriba hay un pequeño ladrillo corrido, ¿lo ves? —le dijo—. Te alzaré y tratarás de pararte allí, ¿de acuerdo? Solo tienes que poner un pie para impulsarte hacia arriba.

Con un movimiento tembloroso de la cabeza, Calipso asintió. Odín la alzó por la cintura, hasta llevarla por encima de su pecho; allí, sujetó sus muslos y continuó impulsándola. Pataleando en el aire, ella pensó en dos cosas: en los calzones de seda, casi transparentes que estaban quedando a la vista, ... y en si Odín los estaba viendo.

—¡Pon el pie! —exclamó Odín.

Puso el pie en la pared, buscando la saliente. La halló por casualidad y supo que no iba a poder sostenerse solo con eso.

—¡Me voy a caer!

—¡Impúlsate hacía arriba, estira los brazos y agárrate del borde!

Claro, sencillo resultaba para él decirlo. Para ella, era una misión imposible, una situación totalmente descabellada que sólo podría solventarla con un milagro. Si sus hermanas la escucharan más a menudo, quizás; pero más bien, estaba sola con un ladrón sujetándole los muslos y casi el trasero.

Cerró los ojos durante un segundo, mentalizándose. Los abrió y sacó impulso de no sabía dónde. Extendió los brazos y rezó por llegar al borde. Sus dedos se aferraron a los ladrillos viejos por centímetros escasos.

—No puedo subir —lloriqueó, aterrada por caerse. Odín aún la sostenía desde abajo.

—¡Claro que sí! —contestó él—. Usa la fuerza de tus manos. Yo seguiré empujando sus pies hacía arriba.

Calipso nunca había hecho esfuerzos en su vida. Estaba fuera de forma y ahora maldecía a los monjes por no haberla dejado correr ni en un juego en su vida. Hizo fuerza con sus manos, a medida que Odín empujaba sus pies hacia arriba.

Gimió, motivándose a seguir cuando logró poner los antebrazos en el borde del ancho muro.

—Sigue, sigue —insistió Odín, dándole un último empujón a sus pies, hasta que estos quedaron flotando en el aire.

Sola en esa última etapa, sintió miedo. ¿Y si ahora no podía más? ¿Y si se caía? ¿Y si Odín no podía atraparla? Las preguntas se atoraron en su cabeza, a medida que se forzaba a continuar. Si no, iba a quedar estancada. Puso los pies en la pared y los arrastró, buscando grietas que le sirvieran para continuar. Subió aún más y descansó cuando estuvo de panza abajo sobre la pared.

—¡Bien! ¡Ahora gira! —indicó él.

Calipso siguió sus órdenes. Giró, moviéndose todavía panza abajo hasta quedar enteramente sobre la pared, que tenía poco más de medio metro de ancho. Exhaló, sabiendo que una parte de la historia había terminado.

—Lo hice —susurró, casi hasta feliz consigo misma.

—¡Quédate ahí, no bajes o te matarás!

Asomó la cabeza para ver cómo se las ingeniaba Odín para subir. Él era, ciertamente, más rápido y hábil. Usó el mismo ladrillo corrido para alzarse y después de dos impulsos colocó ambas manos junto a ella. Segundos más tarde estuvo allí arriba también.

Parecía que había realizado acrobacia, en vez de sólo escalar un muro.

—Lo haces muy rápido —le dijo, sorprendida, cuando cruzaron sus miradas.

—Soy bueno escalando, pero al ser esta una pared recta no puedo hacerlo con carga —explicó. Colgó las piernas por la muralla del otro lado y se balanceó ante el vacío. Unos cuántos metros más allá, comenzaba el bosque—. Bajaré primero y tendrás que dejarte caer sobre mí.

Calipso puso los ojos como platos.

—¿Dejarme caer? —soltó. Oh, no, no sabía si eso iba a poder hacerlo.

—Sobre mí, no te golpearás —repitió él—. Ya deja de aterrarte por todo —murmuró el joven.

Se lanzó y ella observó, sorprendida, como caía parado de una altura de dos metros y medio. Su mente quedó en blanco durante varios segundos mientras intentaba procesar su increíble habilidad para no partirse ni el cráneo ni las piernas. A ella le parecía que el impacto debía ser muy fuerte como para seguir caminando sin más.

—¿Cómo es que no te haces daño? —le preguntó, desde arriba.

Odín negó con la cabeza, desde la oscuridad del bosque que los rodeaba.

—Ya salta, niña.

—Me voy a matar —gimió.

Volteó a ver Fyrisse y vio como un grupo de personas se acercaba por la calle. Aún no podían verla, pero si llegaban hasta el muro la descubrirían. Una bandera azul le reveló que uno de ellos era un soldado del palacio.

Se giró y colgó las piernas. Tomó aire y miró a Odín con desconfianza.

—Yo te atrapo.

—¡Son más de dos metros! —chilló, con voz ahogada.

—¿Y ahora tienes miedo? O lo haces o te dejo allí —la amenazó Odín con un cuchicheo.

No, no iba a dejarla. Eso no. Aunque a ella ya le parecía que Odín no era de esa clase de personas, no pensaba permitir que la dejara atrás. No pensaba volver a su palacio lleno de reglas y rituales. 

Cerró los ojos y se dejó caer. Sus costillas golpearon contra los brazos de Odín y supo, por el golpe, que lo había tumbado en el suelo.

—¡Ay! —gritó, arrastrándose lejos de él, abriendo los ojos—. ¡Eso dolió! —berreó después, agarrándose los antebrazos primero y luego pasándose las manos por el torso. El lugar donde sus cuerpos se habían encontrado punzaba fuertemente.

—¿Dolió? ¿A ti o mí? —gruñó Odín, rodando en el suelo, con una mueca en el rostro. Se había llevado las manos a la frente. Al parecer, algo de ella lo había golpeado allí—. No eras tan pesada hace unos minutos.

—Eso no es verdad —contestó Calipso, frunciendo el ceño—. No he sido pesada nunca.

Para ser tan sedentaria, era muy delgada, pero no sabía si era por su genética de diosa o por la escueta comida del templo.

—Sí, claro —dijo Odín, hablando por hablar. Se levantó, sacudió la cabeza y quitó la tierra de la ropa con un tambaleo. Volvió a sujetarse la frente una vez más y allí se encaminó hacia los árboles—. Espero que aguantes hasta Devanna.

—Tengo que comer, o voy a morir —soltó Calipso, una hora después.

No veía por dónde iba. Había dormido muy poco, no había ingerido una comida desde la noche anterior y le dolía todo el cuerpo. Los golpes que se había dado al chocar con Odín eran lo que más la molestaban ahora, además de los pies irritados y magullados.

—Oh, cierto —dijo Odín, delante de ella, sin humor—. Había olvidado que algunas diosas comen. ¿También pueden morir?

—Por supuesto que sí —susurró ella, sin fuerza alguna—. Hace más de veinticuatro horas que no ingiero alimentos.

—Tampoco yo, Calipso. Eso ya lo sé. —Odín se detuvo y la miró seriamente—. Pero no sé de dónde sacar comida aquí. Cazar de noche no suele funcionarme.

Entendiendo sus palabras, ella suspiró.

—¿Podemos, al menos, detenernos?

—¿Quieres dormir otro poco?

—Solo sentarme. No creo poder caminar toda la noche otra vez —pidió.

Odín aceptó y Calipso optó por sentarse entre las raíces de un árbol. Recién allí, él la imitó.

—Digamos que no eres una chica muy resistente —le dijo, estirando las piernas en la tierra.

Calipso se sinceró.

—Nunca he hecho algo como esto. Allí dentro ni siquiera me dejaban caminar por mí misma.

—Mm. —Odín miró las oscuras copas de los árboles—. Una diosa no debe caminar si pueden cargarla.

—Exacto. Pero... jamás me dejaron hacer nada por mi cuenta. Ni siquiera bañarme. Tampoco tengo recuerdo de correr o jugar con otros niños. He sido una figura de mármol por años.

Él no le contestó. Se quedaron unos minutos callados y, con su pregunta, Calipso se dijo que prefería miles de veces enfrentarse a eso, al dolor, al cansancio y al hambre, que seguir encerrada sin poder decidir su vida. ¿Y qué si no quería ser una diosa? ¿Y qué si quería una familia? Ahora que lo pensaba bien, quería hijos, quizás animales de granja y una casa frente al mar. Quería enamorarse y ser feliz. Quería poder correr por el lodo y nadar en el océano sin miedos y sin preocupaciones. Ansiaba ser normal.

—¿Cómo es que terminaron creyendo que eras una diosa? —preguntó el joven de un golpe.

Calipso levantó la vista hacía él, pero Odín no la miraba a ella.

—Me hallaron en las ruinas de un templo —explicó—. Así que pensaron que yo era la encarnación de Calipso.

—¿Y tus padres?

Sin más, se encogió de hombros.

—No tengo —respondió.

Odín bajó la cabeza.

—¿Y entonces? —inquirió, mirándola con la frente arrugada.

—¿Y entonces qué?

—¿Cómo sigue la historia? ¿Solo así creyeron que eras Calipso?

—Sí —contestó ella. Así de simple había sido y ella no tenía recuerdos de esa época. La mayoría de sus memorias empezaban cuando ya era una niña adorada. 

—¿No es descabellado? Claramente, puedes no serlo.

Ella apretó los labios.

—Pero supongo que lo soy —susurró. Tardó en alzar los ojos azules. Cuando lo hizo, Odín seguía viéndola tranquilamente.

—¿Cómo estás segura?

—Yo... no lo sé —admitió—. ¿Alguna vez has... hablado con peces?

Odín alzó las cejas y negó, con lentitud.

—No que yo recuerde —dijo, sonriendo sin gracia—. Quizás lo hice borracho —añadió, con una sonrisa muy casta tirando de sus labios que Calipso ignoró.

Ella clavó los ojos en el suelo y se rascó la mejilla.

—Pues... creo que en realidad fue mi imaginación —admitió, deteniendo el gesto y dejando caer la mano entre sus piernas—. Nunca estoy segura, a decir verdad. Jamás sé nada. Alguna que otra vez me han pasado cosas raras. Pero... si no es mi imaginación y realmente escuché lo que los peces y esa sirena pensaban... Si no soy Calipso, ¿quién soy? Al menos tendría habilidades parecidas, ¿o no?

—Creíste que era por simple casualidad —afirmó él.

—Es que sí hay algo en lo que todos se equivocaron —susurró Calipso, suspirando—. Yo no soy la diosa que ellos quieren creer que soy. Si soy Calipso, no soy la Calipso que describen los mitos y las leyendas.

—La que domina océanos, ahoga marineros e inunda ciudades enteras —rió Odín, encogiéndose de hombros—. Todo el mundo conoce esos cuentos.

—No creo poder hacer algo como eso —admitió—. Nunca he hecho ni un porcentaje ridículo de eso.

—Bueno, el océano es muy grande. Y tú eres muy pequeña —indicó él—. Quizás tienes que crecer un poco más.

—Pero eso no tiene nada que ver —murmuró ella—. ¿Nunca oíste la historia de Candace? Ella encarnó una vez y dicen que ya de niña podía hacer increíbles cosas. Las leyendas sobre ella no son solo las que involucran a la diosa espiritual, si no a la diosa encarnada que peleó contra Kalama, liberando pueblos enteros de la opresión del rey falso.

—Candace —repitió Odín, con fingido desinterés—. ¿Cuál es Candace?

—¡No sabes! —exclamó ella y sonrió cuando vio como Odín se partía de risa, señal de que había estado bromeando. Por supuesto que él sabía quién era Candace—. Qué chistoso.

Odín puso los ojos en blanco y se recostó sobre la tierra. Puso las manos detrás de su cabeza y clavó los ojos en las copas de los árboles.

—Candace, la gran diosa del fuego. A decir verdad, se cree que nació o apareció cerca de mi pueblo natal. Fue hace tanto tiempo que nadie sabe a ciencia cierta. Muchos pueblos y regiones dicen lo mismo, pero Candace no pudo haber nacido en todos esos lugares a la vez, ¿no? La chica lideró cientos de legiones con los más fuertes hombres a muy corta edad, destruyó el ejército de Kalama como si fuese pasto seco y ella una cerilla. Dicen que a él lo incineró —replicó el muchacho, mostrando cuánto en realidad sabía de las diosas.

Calipso hizo una mueca y apoyó la nuca en el tronco del árbol, desganada y frustrada. Claro que sí, las leyendas de la Candace mortal eran, irónicamente, mortales. Candace había sido implacable con el tirano y había ayudado a asentar Terranova y traído paz a todo el globo. Pero ella estaba allí, como una tonta, sin poder hacer nada. 

Suspiró y Odín giró la cabeza hacia ella

—Todas las personas somos distintas, Calipso. ¿Qué más da si no puedes inundar una ciudad ahora?

—Pero la gente espera grandes cosas de mí.

—¿Cómo pueden esperar siquiera algo de alguien que se borró de su propia existencia? —sonrió él, guiñándole un ojo—. Si Calipso no está, ¿de quién van a esperar eso?

—¿Lo recuerdas?

Calipso buscó el origen de esa suave y femenina voz. Ahora sabía que pertenecía a una mujer, bastante joven tal vez.

—¿Qué cosa?

—¿Qué es lo que tienes que hacer, Calipso?

Calipso permaneció en silencio. Parecía que hacer preguntas no era su papel.

—No lo sé —contestó, entonces, girando sobre sí misma. El agua bajo sus pies la sostenía y, esta vez, ella no tenía tanto miedo de moverse. Le parecía que, siendo un sueño, no podía ahogarse.

—Recuérdalo —ordenó ella.

—¿Por qué no me lo dices tú? ¿Lo sabes? —preguntó a su vez Calipso, rompiendo el esquema. No se sentía muy dichosa de andar adivinando lo que sea que esa mujer deseaba. Si la llevaba a ese extraño lugar cada vez que se dormía, alguna razón certera debía de haber.

—Tú estás allí ahora, tú debes recordar —insistió la voz, duramente—. ¿Lo recuerdas?

—No —respondió, sincera. ¿Qué se suponía que debía recordar? ¿Lo que tenía que hacer? ¿Qué significaba eso?

Todo estuvo silencioso unos momentos, apacible y luminoso en ese lugar etéreo.

—¿Cómo se supone que serás Calipso si ni siquiera lo intentas?

Calipso observó la nada.

—Llevo intentando cosas desde que salí —empezó, ofuscada. Estaba soportando frío, hambre, dolor y agotamiento. Para ella, de verdad lo estaba intentando mucho.

—Eso no es suficiente.

—¿Quieres que sea Calipso? —preguntó entonces, ya indignada. ¿Es que no lo era? ¿O más bien, la pregunta era qué Calipso debía ser? ¿La diosa o la chica que ella deseaba?

—Quiero que seas la diosa del agua —finalizó la voz, con un tono bajo y casi hasta atemorizante.

Y allí, Calipso abrió los ojos en el bosque, en la realidad, tendida en el suelo junto a Odín, bajo un amanecer violáceo. 

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