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4. Fyrisse


Para cuando Calipso pisó Fyrisse, el agotamiento era superior a todo lo que había vivido alguna vez. Se consoló diciéndose a sí misma que eso era lo que debían soportar los hombres que cargaban su carroza y que, por honor a ellos, esto lo merecía.

Odín se detuvo y Calipso cayó sobre su espalda ancha, rendida.

—¿Lindo paseo, su Santidad?

—¿Se está... burlando de mi? —susurró ella, incorporándose con cuidado.

—Sí.

—Quiero...

—¿Un lugar donde caer muerta? Me imagino que sí.

Odín dio un solo paso y ella siguió de largo hasta el suelo. Rebotó contra la tierra y las pequeñas piedras del camino y, sin preocuparse por el dolor, se quedó allí, inmóvil. No se sentía capaz de levantarse otra vez.

—¿Esto es más difícil de lo que pensó? —dijo Odín sobre su cabeza—. Aún está a tiempo de volver.

Calipso giró la cabeza hacia él, sus ojos azules se estrecharon.

—No pienso volver —terció—. Nunca.

Odín sonrió, divertido por su respuesta.

—Oh, bien, me imaginé que diría eso. Se lo voy a preguntar una vez más...

—No voy a volver.

Él arqueó las cejas.

—¿Está segura?

—Sí.

Entonces Odín jaló de su brazo, con cuidado, y la puso de pie en un segundo. Aunque eso no dolía más que el golpazo en el suelo, Calipso no ocultó un gesto de dolor, solo para irritarlo. Lo miró enfadada.

—¿No puede tener más consideración? Soy una...

—¿Diosa? Sí, claro.

—¡Mujer! Soy una mujer.

—Y yo soy un vulgar ladrón —jugó él, sin soltarla—. No tengo consideraciones.

Sintiendo la impaciencia crecer dentro de su pecho, Calipso siseó. Era la primera vez en su vida que sentía ira de verdad. No pudo evitar que ese siseo se convirtiera en algo explosivo.

—¡Lléveme ahora mismo dentro de Fyrisse! —gritó—. Quiero descansar, ¡YA!

Odín sonrió, entre divertido y sorprendido.

—Wow, para estar tan cansada, ser tan menuda y delicada, tiene buenos pulmones —rió, ignorando a la gente que caminaba alrededor de ellos, curiosos por el intercambio entre los jóvenes—. Estoy gratamente sorprendido por su ferocidad. Pero, si la llevo al interior de Fyrisse, ¿qué me dará a cambio?

—¿Un golpe, tal vez? —gruñó ella, perdiendo la paciencia.

—¡Oh! ¿Sería capaz de golpearme?

—¡Soy capaz de muchas cosas!

No era del todo cierto. Sí era capaz de huir, de gritar, de enojarse, de rechinar los dientes y también de caminar toda la noche, eso lo había comprobado recién. Pero lastimar a alguien ya era otro nivel superior.

—Por supuesto —soltó él, bastante irónico, y otra vez Calipso sintió deseos de hacerle algo... Lo que sea, pero quería sacarle esa sonrisa estúpida de la cara.

—Llévame dentro —indicó.

Odín la miró solo unos segundos más con esa expresión divertida tatuada en el rostro. Volvió a sujetarla y la alzó sobre su cintura, como si fuese una niña pequeña. La facilidad con la que lo hizo la dejó sin aire.

—¿Qué tal su carruaje, su Santidad? —bromeó.

Calipso volvió a apretar los dientes. Deseó responder sus trucos, pero el cansancio la dejó callada. A decir verdad, el carruaje Odín sí era cómodo y sus pies ardientes lo agradecían. Incluso, tuvo el deseo de apoyar la cabeza en la suya, o siquiera en su hombro, pero mantuvo las manos como garras en su ropa, tratando de mantenerse erguida y digna.

Cuando él se dio cuenta de su actitud, volvió a reírse. Ella pretendió ignorarlo, pero cuando atravesaron el enorme arco de la muralla de Fyrisse, se quedó embobada, prestando mucha más atención a la ciudad.

Fyrisse era más grande de lo que ella había imaginado. Con casas más imponentes, más gente deambulando por las calles; el puerto de Temple parecía una tierra abandonada comparado con eso.

En seguida, dejaron atrás la vieja muralla, de más de quinientos años. Todos sabían que Fyrisse alguna vez había estado en guerra con el rey Kalama y que habían amurallado la ciudad para protegerla. Ahora siendo un centro de comercio importante, una de las ciudades más grandes de la zona, la muralla era meramente decorativa.

Dejó caer la mandíbula, al ver la variedad de las ferias, de los artesanos y vendedores. Las únicas veces que veía tanta gente junta era en las procesiones. Nunca había visto algo tan rico y diverso en colores, risas y voces como eso. Unos niños pasaron corriendo por delante de ellos e, inevitablemente, los siguió con la mirada.

—¿Le gusta?

Odín la miraba sonriente, complacido con su reacción.

—Mm, sí.

—Ya lo creo, se le van a meter moscas por la boca.

Ofuscada por su comentario, Calipso cerró automáticamente la mandíbula.

—No es cierto —murmuró.

Odín no respondió, simplemente caminó unos cuantos pasos más hacia unas casas con una sonrisa tatuada debajo de la barba castaña. Entonces, se detuvo y la dejó en el suelo.

—Es de mala suerte atravesar el umbral de una puerta con una mujer en brazos cuando no es tu esposa —dijo. La miró y entonces soltó una carcajada—. ¡Pero qué digo! ¡Cruzarla con una esposa también lo es!

Calipso no se rió. ¿Qué gracioso podría ser un chiste sobre las mujeres y el matrimonio? Seguro, algunos otros hombres de su calaña si lo comprendían.

Él no esperó una respuesta de su parte en cambio. Se giró y abrió una puertita de madera que tenía un pobre y pequeño letrero hecho a mano.

«Habitaciones»

Dudosa, pero dispuesta a cualquier cosa con tal de descansar un poco, Calipso lo siguió dentro. Encontraron un pequeño cuarto, apenas de dos por dos, con una escalera de tosca madera y un pequeño banco con una mesita en la otra esquina.

—¡Hola! —dijo Odín, aplaudiendo con fuerza. Por las escaleras, enseguida apareció una anciana bajita y arrugada.

—¿Habitación?

—La mejor que tenga —soltó el muchacho, mofándose totalmente de Calipso.

La anciana no terminó de bajar. Se dio la media vuelta y comenzó a subir otra vez. Odín fue tras ella y con un suspiro agotado, Calipso los siguió. El primer piso fue para ella todo un desafío. Había huecos del tamaño de escarabajos en el suelo y las maderas crujían.

—¿Esto no se irá a caer? —preguntó, mirando con desconfianza las vigas del suelo.

—Lleva cuarenta años de pie —respondió la anciana, antes de que Odín pudiera decir algo.

Sorprendida por la capacidad de oído de la mujer, ella cerró la boca. Se detuvieron junto a la última puerta y la vieja les indicó que entraran.

—Una plateada la noche —dijo.

Odín arqueó una ceja.

—¿Una plateada? Hace tres días estuve aquí y me cobró tres de bronce. Eso no tiene criterio alguno —le espetó el muchacho, negándose a aceptar ese precio.

—No traía mujer.

La vieja se encogió de hombros y pasó de Calipso, dando por terminada la conversación.

—Una plateada —murmuró él, entrando al cuarto, con un gruñido. 

Calipso entró, totalmente desconfiada, y al ver lo que había dentro, supo que Odín tenía razón. Eso no valía una moneda de plata, ni siquiera sabía si valía las tres de bronce. Los catres parecían limpios, pero estaban a la altura del piso. La paja estaba ordenada, pero las mantas eran finas y poco calientes.

Observó su nueva cama buscando cada diferencia con la que había dejado en el palacio, con su vieja cama. No había nada en común, ni siquiera se acercaban. Pero... ¿ella no quería una vida distinta? Pues esto venía en paquete con eso. Y estaba tan cansada que seguro al minuto se olvidaba de las pajas picantes.

Se sentó en uno de los catres, como temerosa, como comprobando su resistencia al peso, y al final se recostó por completo. Entonces pensó en cómo sería aquello de dormir con un hombre en la misma habitación, si sería seguro.

Vio a Odín sentarse en su catre y también se preguntó si él sería de esos pervertidos que mencionaban a veces en voz baja las damas de compañía. Antes de dormirse, también se dijo que eso debería haberlo tenido en cuenta antes.

—Calipso.

Calipso abrió los ojos. No sabía en dónde estaba y nunca había oído una voz tan dulce, tan encantadora y suave. Pero si así era, ¿cómo es que la conocía?

—Calipso —volvieron a llamarla y ella volvió a buscar con los ojos. No había nadie allí, en medio de ese océano de paz, en el que estaba parada, estaba sola.

—¿Quién es? —preguntó, sin animarse a moverse. El agua bajo sus pies se deslizaba con firmeza, pero ella temía que cualquier paso pudiese hundirla hasta el fondo.

—Calipso. —La voz se escuchaba cerca y también muy lejos—. ¿Qué es lo que tienes que hacer?

—Calipso —Odín la sacudió. Se incorporó violentamente, confundida y mareada. La habitación estaba en penumbras y no se sentía cómoda y en paz como segundos antes.

—¿Qué tengo que hacer? —soltó ansiosa.

Odín parpadeó, confundido, y aflojó el agarre de sus hombros.

—¿Qué tienes que hacer? Despertarte, levantarte y salir de aquí. Si no quieres que te arrastren... Perdón, que te escolten de vuelta a tu palacio.

Confundida, ella apartó sus manos.

—¿Me encontraron? —preguntó, con la voz aguda.

—No, pero están revisando la ciudad. Todo el mundo ya sabe que Calipso desapareció. No tienen idea de si fue voluntad divina o si te secuestraron o en realidad estas divirtiéndote por ahí.

Llena de energía de pronto, Calipso empujó a Odín y salió del catre.

—¡Vámonos! —chilló.

Salieron al pequeño rellano del primer piso, apurados, y enfilaron hacia las escaleras. En su impulso, ella estuvo a punto de llevarse puesta a la pequeña anciana.

—¿Qué hacen? —preguntó la señora—. Es mitad de la noche.

—Nos vamos —explicó Odín, tendiéndole una moneda de plata.

La anciana miró la moneda, luego a Calipso, que volvía sobre sus pasos hasta el principio de la escalera, y luego a Odín.

—¿Por qué el apuro? ¿Qué pasa? ¿Quiénes son?

La mujer clavó los ojos acusadores directamente en Calipso, en sus ojos azules.

—No pasa nada —dijo ella, buscando una voz firme.

—Solo tenemos que irnos, apártese, señora. —Odín dio un paso al frente y la mujer lo detuvo apuntándolo con un dedo.

—¡Calipso! ¡Ella es Calipso!

—¡Puf! Claro que no —bufó él.

Pero para Calipso era más que obvio. Su descripción física era conocida por todos. Pelo oscuro, tez blanca, ojos azules y rostro precioso. Ella no tenía el aspecto de una pueblerina cualquiera, y la mujer lo notaba.

Afuera, soldados golpeaban las puertas y la gente salía confundida a las calles, diciendo si habían visto o no a la diosa. Cuando el eco de voces se acercó a la pensión, Calipso tembló.

—¡Sí lo soy! —exclamó—. Y le ordeno que nos deje machar. ¡Es importante!

La mujer se quedó con el dedo en el aire.

—¡Pero la buscan! La están buscando.

—Y no pueden encontrarme —balbuceó ella, rápidamente—. Tengo una misión que cumplir y ellos interferían con ella —agregó, de forma más creíble.

Odín parpadeó y la miró, sorprendido por su rapidez mental al idear la excusa perfecta.

—Claro, eso. ¡Ahora muévase señora! La diosa Calipso tiene una misión divina de importancia universal que no puede fallar —dijo—. O todos moriremos —murmuró, inclinándose hacia la anciana.

Esta, automáticamente, se hizo a un lado, pálida como una vela. Los jóvenes se  lanzaron por las escaleras y, antes de que llegaran a la puerta principal, la vieja gritó:

—¡Lléname con tu gracia, Calipso! ¡Calipso ha dormido bajo mi techo! ¡Calipso ha bendecido mi hogar!

Las calles estaban llenas de gente. Calipso observó, nerviosa y terriblemente asustada, cómo los soldados de su palacio, aquellos buenos hombres que la cuidaban de todo, salían de una de las casas cercanas. En medio del gentío curioso, se echaron a correr. Lideró la corrida hasta que se dio cuenta de que no sabía por dónde ir. Se detuvo y se puso miles de veces más asustada cuando no vio a Odín cerca de ella.

Se giró sobre sí misma, en puntitas de pie.

—Mami, mami, ¿no es esa Calipso? ¡Es hermosa! —chilló una niña, señalándola. Calipso retrocedió un paso, justo cuando varias cabezas se volteaban a verla.

—No, no lo es. —Odín apareció por detrás, la tomó en brazos y se largó, corriendo tres veces más rápido que sus pequeñas y flacas piernas.

—¡Sí es ella! —gritó alguien a sus espaldas, pero Odín empujó a la gente necesaria hasta lograr salir de la calle principal.

—¿Y ahora? ¿Qué hacemos? —gimió ella, abrazada a su cuello. Esta vez, no tuvo vergüenza de aferrarse a él.

—Encontrar el muro, escalar el muro y rajarnos de aquí. No más que eso.

Calipso se quedó muda durante unos segundos. ¿Escalar un muro? Sí, así de simple como eso.

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