1. Calipso
El agua se veía tranquila, apacible bajo el fuerte resplandor del sol. La brisa de verano arrancó un lento movimiento en el oleaje, casi imperceptible, y la chica que caminaba lentamente por la orilla se sujetó el manto de seda. Las ondas en el agua alcanzaron a los dorados peces que se mecían al compás del océano y algunos de ellos abandonaron la formación y nadaron a la par hacia la parte más baja, donde los delicados pies iban casi desganados.
Ella apenas se detuvo al notar a los animalitos. Creyó que iba a pisarlos y se movió con más cuidado, alzando bien la planta de los pies para esquivarlos. Los peces nadaron alrededor de los retazos de su manto azul, mojado, y la siguieron por la orilla como si fuese la líder del cardumen.
Un poco asombrada, recorrió el contorno de la playa hasta que el sol intenso la obligó a bajarse la capucha que le escondía la cara de las miradas. Ella, más que nadie, debería haberse quedado en las sombras.
Pero ahora estaba sola, sin contar a los peces dorados que iban y venían siguiendo la estela en el agua que dejaba el velo. Sus ojos azules peinaron el horizonte en calma del mar Kaliano y suspiró, disfrutando de esos escasos momentos antes de que la encontraran y se viera obligada a ser, otra vez, alguien que no quería ser.
El brillo del sol sobre la superficie del agua le recordó que esos momentos podían ser eternos si se aferraba mucho a ellos, si aprovechaba cada instante para memorizar cada detalle.
Su mirada se perdió en ese sitio dónde el mar se unía con el cielo y se preguntó cómo podía resultarle tan hermoso e interesante un sitio que estaba tan prohibido por obvias razones. El mar Kaliano era atroz, decían. Estaba lleno de criaturas salvajes que devoraban a los marineros que caían por la borda y, si no los atacaban los Matjaros, al menos los piratas y cazadores de sirenas sí lo harían.
Ella se sabía el discurso de memoria, aún cuando no vivía tan cerca del mar Kaliano como para someterse a los peligros que él prometía.
«No se acerque al agua, Calipso. Es peligrosa, el mar Kaliano es terrible».
Calipso no sabía si era cierto o no. Cualquier cosa podía ser terrible sin siquiera proponérselo. Incluso, pensó, en ese mismo instante, mirándose los tobillos sumergidos en el agua, podría tropezarse con una piedra bajo la arena y caer. Eso sí que era peligroso para alguien como ella, al menos así lo calificarían quienes la cuidaban celosamente.
Normalmente, no tenía permitido caminar fuera de su palacio, aún usara las mejores sandalias, porque «el suelo es impuro y puede lastimarla». En realidad, tampoco podía salir del palacio. Solo lo hacía en ocasiones especiales, como esa. Tampoco la dejaban bañarse sola, porque podía «patinarse y golpearse».
Por esas razones y unas cuántas más, Calipso no tenía recuerdos de haberse hecho, jamás, un moretón o haber sangrado algún día. A decir verdad, no recordaba haber jugado en la tierra como los niños del pueblo o haber corrido por los jardines del palacio. Su infancia, en su propia opinión, había sido triste y oprimida. Al igual que ahora, que se suponía adulta.
Bajó la vista hasta los peces dorados. La libertad que ostentaban era envidiable. Deseaba ser como ellos, tan dispuesta a vivir una vida propia, a ser independiente y a no tener a nadie que estuviera detrás con discursos sobre lo mucho que ella importaba. Su vida allí, la real, a la que estaba sometida aún cuando se suponía alguien importante, era poco más que una prisión y sabía muy bien que no deberían retenerla. Algún día, deberían dejarla ir... Deberían; eso era lo que pensaba a menudo.
Suspiró, sintiendo la tristeza recorrer su pecho, enroscándose en el corazón. Sus amigos marinos le hicieron caricias tiernas, como si comprendieran su dolor, y Calipso los miró curiosa. Era la primera vez que tocaba a un pez. Al menos a uno vivo, pues aunque su palacio estaba junto al mar de Liuberry, mucho más pequeño y menos impresionante que el Kaliano, ella jamás había tenido permitido acercarse a él y menos tocar animales, fuera o dentro del agua.
El suave tacto de las escamas le produjo un cosquilleo y sonrió agradecida por no ser rechazada. ¿Cuánta fantasía podía haber en ser aceptada por seres tan pequeños e insignificantes? Para Calipso era real, como el rayo potente del sol sobre su cabeza, quemándola como nunca antes.
Se detuvo y levantó la vista para recorrer el paisaje una vez más, revisando qué tan sola estaba. Sin la capucha era, en teoría, vulnerable. Los terraplenes poblados de vegetación rodeaban la angosta y deshabitada bahía. Desde allí era fácil que la espiaran, pero acceder a esos páramos sí que no era tarea sencilla, así que no creía que alguien estuviese cerca. Calipso había tenido que trepar rocas y raíces de árboles para llegar a esa playa.
Orgullosa, se miró las manos y las magulladuras que se había hecho en el camino al escapar de la caravana. Dolían, más cuando su piel era tan tersa y fina y poco acostumbrada a la rudeza de los elementos, pero eran tan verdaderas que no podía evitar adorarlas. Eran la prueba de la aventura que estaba teniendo. Si no era capaz de recordar cada instante de ese momento en la playa, tendría esas pequeñas heridas por unos cuántos días para hacerlo.
Además, estaba la arena que le raspaba los pies descalzos, lo mojado de la ropa. El aire salado y picante que le escocía las mejillas. Estaba cansada de estar siempre bajo el velo de seda, cristal y satén, y esa sensación era maravillosa.
Bajó la cabeza y se agachó. Regresó su atención al agua, a sus amigos los peces, para volver a deslizar los dedos por sus escamas y grabarse también esa textura. Se sorprendió cuando los pececitos reaccionaron hasta con emoción y se preguntó, también, si eso era normal en esa especie.
-Quisiera ser como ustedes -dijo con voz cansada, llena de anhelo-. Son libres, hacen lo que quieren. Pueden nadar por donde sea sin que nadie los obligue a volver a casa.
Apenas terminó de decirlo, reflexionó que, seguramente, había otras especies de mayor tamaño que obligaban a esas criaturas a cuidarse y ocultarse. Levantó la mirada, lentamente, y se fijó de vuelta en el brillo del océano.
Si ella hiciera lo mismo, si saliera de su palacio para ser libre, también tendría limitaciones. Habría peligros en otras personas, seguro, y evitaba pensar en eso porque arruinaba sus fantasías. Pero, en ese momento, también se dijo que sería capaz de tomar el riesgo si tuviera la oportunidad de elegir qué ser, quién ser.
-Supongo que cada decisión viene con una responsabilidad -musitó.
Los peces quizás no se preguntaban nunca cosas como esas. Ellos solo vivían el día a día; nada similar a lo que Calipso sentía, atrapada en una rutina, condenada a un futuro sin imaginaciones, sin oportunidades, sin peligros.
Por eso, también deseó ser sólo un pez. Solo nadar y nadar lejos, explorar y vivir el momento. No tendría que sobreponerse cada mañana a la angustia de su encierro y reglas que no había tenido oportunidad de discutir.
Su imaginación se disparó y llegó a pensar que podría lanzarse al agua. Que podría nadar más allá del brillo del sol sobre el horizonte. Pero sus ansias se quedaron trabadas en sus pies, clavados en la arena.
Ni siquiera era capaz de sumergirse en esa agua baja, se dijo. Estaba tan acostumbrada a que la frenaran que se ponía sus propios límites sin siquiera saber por qué. El océano no debería asustarla nunca, pero sí lo hacía.
Le parecía hermoso, misterioso y mágico, pero era demasiado grande para alguien tan pequeño. Sin embargo, a pesar del temor que le producía, la curiosidad por ese ambiente, tan inhóspito y tranquilo a la vez, se apoderaba de ella con frecuencia.
En dónde vivía, las costas eran mucho más transitadas por humanos. El pequeño mar de Liuberry estaba rodeado de tierras sin dueño, conformadas por diversos pueblos y cuidades independientes. Se conectaba con el océano y el mar Kaliano apenas unos kilómetros más arriba, pero ella solía mirar el horizonte, el más allá, preguntándose qué era de aquel lugar donde el hombre no podía decidir ni mandar. Ese lugar, el océano, era tan... inmenso.
Miró hacia atrás, por encima de su hombro, hacia la costa poblada por la selva madre. No había ruidos humanos ni la presencia de los mismos en las inmediaciones, pero de igual modo sabía que ya la estaban buscando. La paz que había encontrado en ese tramo se esfumaría pronto.
Esta no era la primera vez que huía de su cortejo. Era la segunda vez que escapaba de su caravana en una procesión; el año pasado había hecho lo mismo y había llegado al mismo lugar, casi de milagro. Quería ver por sí misma el océano como nunca antes y parecía que alguna de las diosas hubiese guiado su destino.
Alejarse de sus guardias era, por lo general, prácticamente imposible; las posibilidades, muy escasas. Ese día había tenido suerte y aquel instante de libertad debería pagarlo luego con una cuota de encierro indirecto, encubierto con palabras de respeto. Era un pequeño sacrificio por su única oportunidad de estar sola y ser libre por un rato.
Pasaban por esos lares una vez al año en una mítica procesión donde ella era el objeto de adoración: Calipso participaba de los rituales de sanación que se venían practicando desde hacía cientos de años en su nombre, pero ahora como la regente oficial. Varios pueblos se unían a la peregrinación y participaban del rito al final del trayecto, cerca de la bahía donde ahora mojaba los pies. La fuente oscura de Piulo debía ser purificada, para que no infectara a todas las poblaciones que dependían de su agua con enfermedades endiabladas.
Pero la verdad, es que cierto porcentaje moría cada año por confiar en la superstición de esas curaciones. Era un pozo ciego lleno de fango. Calipso lo sabía y su "poder" no iba a limpiarlo. Lo difícil, era hacérselo entender a los ilusos hombres que seguían creyendo y la habían obligado a asistir desde que la encontraron. Más aún, decírselo a quienes la cuidaban y ordenaban. Estaban cegados, completamente confiados en quién era y en lo que se supone que era capaz de hacer.
Calipso escondió la cara entre sus rodillas. No había forma de que la tomaran como una joven común, ¿cierto? No siempre estaba segura de ser lo que ellos decían.
Se deslizó hasta una roca que sobresalía de la arena, muy cerca, y se sentó en ella. Los peces husmearon entre sus ropajes, buscando comida, tal vez, o simplemente jugando con las tiras de cintas transparentes.
«¡Está triste!»
«¿Por qué?»
«¡Quiere llorar!»
Calipso levantó la cabeza al oír en un suave murmullo aquellas voces suaves e infantiles. Buscó niños con la mirada, pero no había nadie cerca de ella. Extrañada, pensó que tal vez lo había imaginado y volvió a meter la cabeza entre sus rodillas.
«¿No querrá jugar?»
Miró fijamente el agua calma debajo de ella y a los peces dorados de unos veinte centímetros que deambulaban por entre sus piernas.
«No creo, Calipso se ve muy triste como para eso».
Entonces, sí. Las suaves voces hablaban de ella. Se fijó en los peces, ahora comprendiendo que eran ellos.
Era imposible, ¿no? Pero, a decir verdad, no era la primera vez que le pasaba. Y como otras veces, nunca estaba segura de si se lo estaba imaginando o en verdad sucedía.
-¿Hola? ¿Son ustedes... los que... hablan? -Se sintió estúpida preguntando esas cosas, pero había tanto que no entendía. Uno de los peces se detuvo entre sus tobillos y se mantuvo allí, quieto entre ellos. Tal vez la observaba-. ¿Ustedes hablaban? ¿O en verdad estoy enloqueciendo con todo esto?
Tal vez estaba perdiendo la cabeza, contagiándose de tanta superstición junta.
-¡Calipso!
Se dio vuelta ante el llamado y los peces se alejaron rápidamente de ella, sin dar respuesta y dejándola con una duda mayor. No se levantó y miró con fastidio a sus queridos captores. El sacerdote Jian y las doncellas precedían el grupo que salía de entre los matorrales. Detrás, varios soldados del templo miraban con sospecha las alturas de los terraplenes circundantes. Todos estaban ansiosos, preocupados y dispuestos a protegerla, pero a ella eso la irritó aún más.
-¡Su santidad! ¿Por qué se ha ido así? -la regañó el sacerdote antes de llegar hasta la orilla-. ¡Estas aguas están llenas de tiburones que podrían alcanzarla sin problemas! Por favor, salga de ahí, esto no es propio ni adecuado para una diosa.
Calipso lo miró de mala gana, pero se levantó despacio y obedeció al sacerdote Jian. El hombre calvo y flaco como un palillo dejó caer la mandíbula al ver el traje especial de sanación todo empapado.
-Calipso, oh, por su Santidad, Calipso -gimió-. Salga del agua.
Caminó hasta el grupo exasperado, donde las doncellas que se encargaban de perseguirla a todos lados, día y noche, preparaban ropajes nuevos y secos. El sacerdote Jian la siguió, rápidamente, para hablarle sobre cuantas irresponsabilidades había cometido. Casi podía considerarse una vil pecadora, aún para ser una diosa.
-Usted debe comprender que aquí sola cualquiera hubiera podido llevársela -dijo el anciano, juntando las manos-. Calipso, usted no es una muchacha cualquiera. No podemos tolerar esta clase de comportamientos tan mundanos.
Calipso apretó los labios y contuvo las ganas de decirle que se equivocaban. Pero no estaba segura. Lo ocurrido con los peces la había dejado un poco confundida.
-Quería estar un rato a solas -contestó en voz baja y como única explicación, mientras las doncellas armaban un espacio ideal para desvestirla con cortinas lujosas. El sacerdote Jian se retiró unos cuantos pasos y las jóvenes prosiguieron a quitarle la ropa mojada. Ninguna se quejó en voz alta del desastre de ropajes elegantes arruinados con el agua, pero se notaba en sus caras que para ellas aquello requería un mayor cuidado.
-Menos mal que no ha mojado su cabello, Su Santidad -dijo con voz suave una de ellas, mientras le acomodaba la intrincada trenza que le habían recogido dos veces para que quedara un poco más corta y no se le enredara con los velos. Tenía el pelo tan largo que cada vez era más difícil arreglarlo.
Calipso no respondió y se quedó quieta, para que pudieran terminar su trabajo con mayor velocidad. Estaba cansada y quería terminar con tanto viaje. No estaba desesperada por volver a su palacio, un templo dedicado a la diosa del agua, donde estaría encerrada y aburriéndose por el resto de su vida, pero prefería eso a tener que dar la cara por unos milagros que no sabía hacer.
Era bastante agotador tener que fingir lo que todos creían que ella era. Casi siempre estaba segura de que se habían equivocado al respecto, que su nombre no era Calipso y que seguramente tenía una mamá en algún sitio, que podría haberla llamado Lakshmi, Leah, Kamara o Shaila. Todos eran nombres humanos y sencillos, muy comunes en Liuberry y en el sur de Terranova, el reino más grande que ella conocía. Pero Calipso era un nombre que solo podía tener alguien y que, normalmente, ese alguien no era corpóreo ni real para algunos.
Su nombre era tan sagrado como cualquier parte de su cuerpo, según todos ellos y el sacerdote Jian. Por eso no podía tocar el suelo, ni bañarse sola, ni siquiera tocar el sucio mar de Liuberry. Se trataba de una tortura infalible en donde Calipso nunca obtenía respuestas o verdades. Todo en lo que podía creer era lo que le habían contado. Poco sabía de sí misma y de quién había sido antes de cumplir sus tres años.
Subió a la carroza, que cargaban más de ocho hombres, y se sentó en los mullidos almohadones a mirar a través de las cortinas el paisaje bello y salvaje que dejaban atrás. Olvidó rápidamente las voces que había oído en el agua y elevó una plegaria al resto de las diosas para que ese año no muriera tanta gente por beber agua del pozo.
Los humanos confiaban en ella. Había sido así desde que la habían encontrado en las viejas ruinas arcaicas de Lonkhuon, donde antes había existido un templo de majestuosas longitudes dedicado a la hermosa y poderosa diosa del agua, Calipso. Esa leyenda la sabía muy bien ella. Muchos escritos y mitos decían que Lonkhuon era un sitio que la diosa del agua había amado casi o más que su adorado reino de Acalli, otra leyenda imponente que todo el mundo conocía. Por eso, que la encarnación de una diosa apareciera allí era... esperado, obvio.
Cada cinco años, los monjes, sacerdotes y sacerdotisas, junto con varios pueblerinos que vivían rodeando el palacio templario, el templo, más bien, iban a rendir homenaje a los cientos de hombres y mujeres que habían muerto en la guerra de Kalama hacía ya quinientos años, cuando el Rey Kalama había intentado derribar las creencias en las diosas. Allí la habían encontrado.
Calipso no lo recordaba con exactitud: tenía tres años y estaba sola y abandonada en medio de las ruinas. Quien supiera por qué, el sacerdote Jian creyó instantáneamente que ella era Calipso, la diosa que la leyenda decía que un día visitaría la tierra. Nadie dudó del respetado y sabio sacerdote Jian y llevaron con ellos a la pequeña niña de cabello oscuro y ojos azules, llena de veneraciones y regalos, al palacio templario, donde la criarían como lo que decían que era: una diosa. El pueblo que se había congregado hacia años alrededor del templo, bien conocido como Temple, se ocupó desde el primer instante de propagar la noticia al resto de Liuberry y el mundo.
De pequeña, cada vez que alguien la ponía sobre un altar y la exponía delante de cientos de hombres y mujeres que esperaban su bendición, Calipso se limitaba a mirarlos con sus enormes ojos, confusa y sin saber qué hacer. Pero para ellos, cualquier movimiento casual de la mano de la niña era suficiente para creer que les había echado un conjuro de buena voluntad.
En verdad, ella creía que estaban equivocados. No podía hacer milagros ni grandes proezas dignas de una diosa de tal calaña. Lo extraño, era que la única capaz de dudar sobre sus habilidades era ella misma y más extraño aún era que, sin embargo, alguna que otra vez habían sucedido cosas extrañas que no había podido explicar, como con los peces. Todas esas veces terminó convenciéndose de que se lo había imaginado. Así resultaba ser siempre. Incluso con esa sirena atrapada en el pueblo.
Recordaba exactamente aquel día, hacía dos años, en su primera y única escapada del palacio. El mercado del pueblo de Temple tenía un puerto bastante considerable. El sitio había crecido muchísimo desde que la diosa vivía en el palacio y se había convertido en un punto comercial interesante. Los pescadores más atrevidos -piratas en su mayoría- solían llegar con cazas de unas cuantas criaturas y animales poco vistos. Las sirenas eran unas de las más valiosas, por su encanto salvaje, su afana ferocidad y por lo difícil que era atraparlas.
Calipso había logrado pasear tranquilamente por el mercado sin ser reconocida, oculta bajo una capa sencilla que había robado de un sirviente del templo. La muchedumbre se había juntado cerca del barco de un marino audaz que alardeaba tener una sirena joven entre sus pertenencias. Por curiosidad, se acercó a ver.
La sirena era bella y con aire de furia, propio de su especie. Ellas no eran amigables con los humanos, eso se creía, y los atacaban si podían. El cabello rubio andrajoso le caía en rizos desordenados por la cara enfurecida. La pecera en donde la tenían atrapada era pequeña y ella tenía que estar encorvada y aovillada para caber. Su cola era enorme y sus escamas brillaban bicolores. Cuando la gente intentaba acercarse al cristal para mirar asombrados o burlarse de la pobre suerte de la criatura, ella golpeaba el vidrio con su fuerte aleta, tanto como podía moverla.
Calipso sintió una profunda pena desde el primer momento en que la vio. Ambas estaban apresadas sin posibilidad de huir nadando. Quería liberarla, pero era imposible.
Fue entonces cuando la sirena clavó los ojos aguamarina en su rostro, con una extraña mezcla de reconocimiento y curiosidad. Dejó de mostrarse enfadada y ladeó la cabeza, sin dejar de verla. Calipso fue la única que se dio cuenta del repentino cambio de actitud de la sirena y de que esta la observaba. No se movió y se quedó congelada, manteniendo el contacto visual, confundida y sin saber qué hacer.
«Algún día me salvarás».
Aquella frase flotó hasta ella con máxima claridad por encima del cuchicheo humano, como si la hubiera oído en su propia mente. La sirena ladeó más la cabeza.
«¿Calipso?»
-¿Calipso?
Calipso abrió los ojos y miró el techo de la carroza. La voz de la doncella le advirtió que se había quedado dormida. Se sentó entre los almohadones, aun pensando en la sirena.
-¿Sí?
-Hemos llegado, su Santidad.
Miró a través de las cortinas los enormes jardines que rodeaban el palacio templario. Habían llegado a "casa" finalmente, después de una larga caminata de un día entero. Las doncellas se mostraban cansadas después de arrastrar sus pies por esos largos caminos de Liuberry.
Para ser una escasa tierra de nadie, era más amplia que otros sitios. Terranova la rodeaba por completo. Liuberry y la seguidilla de valles y colinas selváticas que precedían al palacio templario no pertenecían a nadie en particular desde hacía quinientos años, desde la consolidación de Terranova, los pueblos pequeños que se afianzaban allí dependían solo de ellos mismos. Solían convivir en paz y reunirse en torno de grandes peregrinaciones, tal y como la de la bendición del pozo, o festejos o ferias en los alrededores del palacio templario.
Corrió las cortinas de la carroza antes de llegar a la escalinata principal. Si fuera por el sacerdote Jian, ordenaría a los hombres que la llevaban hasta el palacio; pero ya era demasiado. Esos pobres hombres habían cargado con su peso todo el viaje de ida y de vuelta por largas horas.
Sacó los pies por el borde y los hombres se detuvieron instantáneamente.
-Calipso, deje que la suban -dijo el monje Jian.
-Tengo acalambradas las piernas. Me apetece caminar -le dijo. El sacerdote negó rápidamente con un suspiro, como siempre que fingía lamentar negarle las cosas.
-Su Santidad no debe entrar como otro mortal a su palacio.
Ella hizo una mueca de inconformidad y Jian aprovechó el momento de duda de la muchacha para ordenar a los hombres que se movieran por las escaleras. Ofuscada, Calipso metió los pies dentro de la carroza y bajó la cabeza. Algún día iba a bajarse antes de que se dieran cuenta.
Corrió la cortina cuando los hombres se detuvieron y, sin tener ganas de escuchar a Jian lamentarse por su comportamiento, aguardó a que dejaran la carroza en el suelo. Se bajó y caminó, seguida de su séquito, hacía sus aposentos. Era hora de un buen baño y de un buen rato alejada del sacerdote.
Las doncellas cerraron las puertas de su habitación detrás de ella y la siguieron sin mediar palabras hacía el enorme cuarto de baño, donde se quedó quieta en medio del cuarto, esperando que sus sirvientas comenzaran a desvestirla.
Esa noche, cuando la oscuridad abrazaba el palacio, el lago espejado y los sueños de la diosa, un hombre se coló por una ventana, dispuesto a robar la joya mejor guardada.
Y Calipso fue la primera en enterarse.
*ilustración original de Calipso.
☆by Ann Rodd
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