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CAPITULO 2

IRIS


Maldita sea, ¿Qué clase de contactos tenía Alba en realidad? Me habían llevado sin que siquiera Jared pudiera hacer algo, debo admitirlo, al menos en el último momento se comportó como un padre e intentó evitar que me trajeran a este maldito lugar.


—¡Simms!— y aquí vamos.

»Tus medicinas Simms, trágalas— espetó la enfermera.


Durante los primeros meses no hallaba la manera de evitar las medicinas, las tomaba y me mantenían completamente ida, hasta que pude comenzar a evacuarlas de mi sistema con un muy antiguo método.


—Abre la boca— exigió.


Luego de mostrarle mi boca vacía y una sonrisa más irónica que yo misma, giré sobre mis pies yendo a mi habitación. Allí era donde pasaba la mayoría de mis horas. Una vez dentro me encargué de evitar las cámaras que allí habían y en un punto ciego que había hallado que tenían me dediqué a sacar la medicina de mi cuerpo.


—Una vez más Iris, vamos— me decía a mí misma provocándome el vómito.
Las arcadas se hicieron presentes y pronto vi como las pastillas salían de mi cuerpo, un tanto digeridas, pero no en su totalidad, cuando terminé de hacerlo y limpié de evidencias el lugar volví al parque que tenía el maldito manicomio en el que había acabado encerrada.


Negar que tenía un serio problema de personalidad sería una locura, sí, también tengo una sobredosis de ironía en mi cuerpo. Los años vividos en esa familia de locos habían causado estragos realmente en mí, la diferencia era que me había encargado de ocultarlos tan profundo dentro de mi mente que había cumplido con mi tarea de ser una persona normal en un mundo de locos, o al menos eso creía.


—¿Todo bien?—


Levanté la mirada del asiento en el que estaba y por un segundo el sol que se colaba entre las ramas me cegó. Parpadeé para acostumbrarme y su sonrisa se hizo presente.


—Hola Matt— dije sin mucho entusiasmo volviendo a bajar la mirada.


—Vaya, pero qué recibimiento Simms— dijo sentándose a mi lado.


—¿Qué quieres?— dije sin verlo subiendo mis rodillas hasta mi pecho.


—No te pongas a la defensiva Simms—


—Tú me haces así— señalé viéndolo fijamente.


—Jamás quise que sucediera de esa manera— su mano fue a mi pierna y me estremecí.


—Déjame en paz Adams— dije apretando mis dientes.


—Sólo si me das lo que quiero— exigió.


—No lo volveré a hacer Adams— dije poniéndome de pie.


—Lo harás las veces que yo lo diga— me tomó de la muñeca presionando con fuerza.
—¡Suéltame!— exigí tragando las lágrimas que pugnaban por salir.


—No quier...—


—¿Sucede algo aquí?— imposible.


—Doctor Walters— masculló dejando mi mano libre.


—¿Simms?—


No respondí a ninguno, simplemente les di la espalda y me alejé de ellos al único lugar en el que tenía al menos un poco de paz. El lienzo blanco frente a mí se preguntaba qué era lo que pondría sobre él esta vez.


—Es una maldita porquería— susurré cayendo de rodillas.


Llevé mis rodillas al pecho y clavé la mirada en el lienzo vacío, me vi perdida en ese rectángulo blanquecino frente a mí, caminando sin rumbo oyendo pasos tras de mí. Me veía a mí misma de niña huyendo de algo pero nunca veía lo que era.

Lloraba y pedía ayuda pero nadie venía por mí, sola, perdida, nadie se preocupaba en realidad por mí.


—¡No!— grité al sentir como unos brazos me tomaban con fuerza.
Pataleé y peleé con todo lo que tenía para poder zafar de aquel agarre, pánico, terror, dolor y tristeza era lo que llenaba mi ser en ese momento, me negaba a abrir los ojos y ver que mi verdugo una vez más se haría conmigo.


—Iris, abre los ojos, mírame— su voz, no era él.


—Frank— susurré temblorosa.


—Respira, profundo— susurraba en mi oído sin soltarme mientras mi pelea iba cesando.


Me alejé de él limpiando mis lágrimas y abrí los ojos para sorprenderme viendo los pozos verdes de Frank fijos en mí.


—No me veas así— dije con la voz ronca.


—Así como Simms—


—Con lástima o pena— mascullé con rabia poniéndome de pie.

—Créeme que no lo hago, es más admiración que lo que tú dices—

Me volví hacia él sorprendida y su altura me dejó en jaque, era un hombre alto, atractivo, de tez morena y dueño de los ojos verdes más hermosos que había podido conocer, su cabello ondulado y despeinado casi todo el tiempo le daba un aire juvenil al hombre que tenía frente a mí en este momento.


—Mejor me voy— dije firme.


—Por favor...— pidió sosteniendo mi mano.


—Debo irme— volví a decir.


—¿Ibas a pintar?— preguntó sin soltarme.


—Se me fueron las ganas— dije tirando de mi mano.


—Tus pinturas...—


—¿Qué con ellas?—


—No son como las de los demás enfermos— me volví a verlo y él seguía viéndome expectante.


—¿Qué quieres decir?— pregunté tratando de esconder mis nervios.


—¿Desde cuándo lo hace?—


—No sé a qué te refieres...— soltó mi mano y se puso de pie.


—Desde cuándo Adams te hostiga— su voz fuerte y ronca me sorprendió.


—No sé qué quieres decir...— intenté salir de la sala pero cerró la puerta pasando el pestillo.


—¿Desde cuándo dejaste de tomar tus medicinas Simms?— volvió a preguntar cerca de mi oído.


Su respiración hizo que mi piel se erizara ante ese acto.


—Yo no....— mi papel de mujer dura estaba yendo por un caño.


—Por favor Simms, si no me ayudas no puedo ayudarte— volvió a decir.


—¿Y quién dijo que necesito su ayuda "doctor"?— dije enfrentándolo.


Y cometí el peor error de mi vida, dejar que mi debilidad fuera descubierta por esa mirada que traspasaba cada parte de mi cuerpo hasta llegar a mi alma y doblegarla.


—No es que tú la necesites, se trata de que yo quiero dártela— susurró.


Su aliento rozó mis labios y me perdí en aquel momento, quería que sea real, quería que él se preocupara por mí, quería que realmente alguien en el mundo sintiera un cariño sincero por mí.


«Quiero que me amen»


—¿Simms?— llamó y fue suficiente para aprovechar su descuido y huir de allí.


Lo oía llamarme pero no me detuve, no podía, era mi terapeuta, él solo se interesaba por mi enfermedad, era su obligación curarme, nada más que eso, nadie se interesaba por mí.

«Ni siquiera tu madre»


—¡Ya cállate!— grité azotando la puerta de mi habitación.


—Pero si no dije una palabra cariño— esa asquerosa voz.


—¡Pero qué diablos!— dije tratando de volver a salir.


—¡Ni se te ocurra Simms!— en un segundo me tuvo acorralada contra el muro.


—Quiero mi pago por ocultar tu secreto— susurró lamiendo mi oreja.


—No voy a...—


Sentí el golpe en mi estómago y fui lanzada a la cama con fuerza.


—Tú harás lo que yo diga, cuando yo lo diga y hasta que yo lo diga— sentenció firme con sus manos en mi cuello.


«Bienvenidos a mi infierno»

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