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Lady Elizabeth, la chismosa profesional.

En 1786, a la edad de 15 años, Elizabeth Vasall se casó con sir Godfrey Webster, de Battle Abbey, en Sussex. Era un matrimonio de conveniencia y uno que probablemente atraería a todas las partes... Excepto a la joven. Sin duda sus padres agradecían la alianza con un miembro de una antigua y respetada familia inglesa del condado. Y el dinero que le correspondería a la muerte del padre sería de gran utilidad para el marido.



     Sir Godfrey nació en 1748. Era casi 33 años mayor que la chica. Fue durante algunos años miembro de Seaford, y, en el momento de su muerte, ocupaba el escaño por Wareham. Battle Abbey fue arrendada por su tía, la viuda de Sir Whistler Webster —ella vivió hasta 1810— y los Webster, por lo tanto, se vieron obligados a establecer su residencia en una pequeña casa cercana. La anciana hizo poco o nada para mantener el lugar y todo caía en un estado de ruina y de deterioro.

      Da la impresión de que Elizabeth veía a la señora como una especie de usurpadora de sus derechos y como las disposiciones y los gustos de las dos damas eran diametralmente opuestos, la fricción constante entre ellas pronto se convirtió en una guerra abierta. En una época, la joven solía enviar a alguien a la abadía por las mañanas para preguntar «si la vieja bruja ya había muerto». En otros, se dedicaba a idear apariciones fantasmales, ruidos de cadenas y  sonidos espeluznantes calculados para asustar a la anciana, quien, contrariamente a sus deseos, parece haber prosperado con estas pequeñas molestias y más de una vez fue capaz de devolverle la travesura.

     En una ocasión, introdujeron una docena o más de personas en la abadía después del anochecer y las distribuyeron por la casa. En un momento dado, cada uno comenzó una especie de ruido de tambores que aumentaba y disminuía en intensidad. Después de que el alboroto se prolongó durante algún tiempo y nadie se asustó, los bromistas salieron de los escondites solo para descubrir que lady Webster había salido de la casa con las sirvientas y que se había llevado las llaves dejándolos encerrados. Así, debieron permanecer hasta la mañana.

     Otro día una multitud de campesinos aterrorizados —con carros y con caballos— que huían de la costa le trajeron la noticia de un desembarco francés cerca de la Abadía. En realidad, estas personas eran amigos de Elizabeth disfrazados. La anciana, en lugar de asustarse, les dio toda la comida y la bebida que quisieron y los despidió diciéndoles que los trataría de la misma manera cuando invadieran la zona y que allí la encontrarían hasta el día de su muerte.

     Para una mujer joven y bonita como Elizabeth, de espíritu alegre y en edad y con ganas de disfrutar de los placeres de la vida, esta vida tranquila en el campo se le volvió fastidiosa. Necesitaba ver mundo, la aburrían los verdes campos de Sussex. Una visita ocasional a Londres era la única ruptura de la monotonía. Pero dadas las circunstancias, con un esposo que le doblaba la edad y sin la ocupación y los cuidados de un gran establecimiento que administrar, las fantasías y los deseos iban más lejos. Ansiaba dejar «ese lugar que detesto donde languidecía en la soledad y el descontento los mejores años de mi vida» e imploró a su marido que la llevara al extranjero tras el nacimiento de su primer hijo. El mayor, Godfrey Vassall, nació en 1789 y pronto tuvo otro, que murió al poco tiempo.

     Aunque sir Godfrey era miembro del Parlamento,  no tenía ningún deseo entusiasta por la vida política; de hecho, perdió su escaño en 1790. Tampoco le importaba la sociedad, pero sus gustos e intereses lo llevaban a preferir una residencia en Inglaterra. El barullo del continente —con los interminables viajes y las incomodidades— no tenía ningún atractivo para él. No le importaban tanto los cuadros ni las obras de arte de Italia, pero sí los placeres de un caballero rural. Era inmensamente popular, quizá en parte debido a su liberalidad y a su extravagancia, que, combinadas con la propensión al juego, ayudaron en gran medida a disipar la gran suma de dinero que había conseguido gracias a la alianza matrimonial. También participó de modo activo en todos los asuntos comerciales locales. Sin embargo, consintió en renunciar temporalmente a estos intereses, y, en cumplimiento de las constantes súplicas de la esposa, partieron al extranjero en la primavera de 1791.

     El journal  que Elizabeth lleva nos ilustra acerca de sus viajes. Mientras, tuvo otro hijo, Henry, que nació en febrero de 1793, y una hija, Harriet, en junio de 1794. Tuvo otro niño, que murió poco después del nacimiento, en octubre de 1795. Sir Godfrey a veces estaba con la esposa en el extranjero, a veces en Inglaterra y la separación final tuvo lugar en la primavera de 1795.

     Durante todo este tiempo, las relaciones entre marido y mujer se estaban volviendo cada vez más tensas. Todo parece haber sido perfectamente amistoso entre ellos hasta 1792, cuando, en una carta a Thomas Pelham, lady Webster menciona que el comportamiento con ella parece haber sufrido un cambio repentino, debido a las dificultades económicas que le preocupaban. Es imposible decir cuál fue la verdadera explicación de las razones de este cambio. Los comentarios acerca de la libertad de Elizabeth que le hacían sus diversos amigos fueron sin duda una prueba para la disposición celosa de sir Godfrey. La disparidad de edades y la ausencia total de cualquier similitud de intereses fueron con toda probabilidad la base de la que surgió la ruptura. Y, una vez que se separaron, una infinidad de tontos malentendidos y de molestias ayudaron a enredar más la relación.

     Faltas hubo —y faltas materiales también— por ambas partes. La indiferencia de sir Godfrey por los gustos de Elizabeth, el carácter melancólico y a veces huraño, el temperamento violento, los ataques de depresión —que fueron la causa última de su infeliz final— y su amor por el juego y la disipación, arruinaron cualquier posibilidad de afecto por parte de la esposa. Sir Godfrey, de mente estrecha, ni siquiera se molestó por conocerla: era una mujer, inferior por naturaleza, y con esto le bastaba para etiquetarla. Quería que se quedara sentada en casa —esperándolo mientras él se divertía— en medio de una existencia incolora y a la entera disposición del marido. Pero ella no era de las que se conformaban con tan poco, sino una persona de acción. Las ambiciones no le permitían sentirse cómoda en una posición de dependencia. Su creciente conocimiento del mundo y las costumbres le enseñaron a creerse víctima de la fortuna y consideró que el marido era la causa. Las referencias a él en el diario están teñidas de odio, lo que resulta entendible. ¿Cómo podía ser de otra manera si cuando tenía 15 años la obligaron a casarse con este hombre que le doblaba la edad? Y, encima, por un acuerdo que beneficiaba a otros mientras a ella la hundía en la miseria.

     La posibilidad de regresar a Inglaterra y a Sussex, aunque fuera por unos meses, significaba una pesadilla. No se hallaba dispuesta a someterse de nuevo a la esclavitud de una existencia en el hogar, unida a un hombre que la ninguneaba. Disentía de los deseos del marido, cuyos intereses se centraban en Inglaterra. A él se le planteaba un dilema: ¿debía dejar a la esposa sola en un país extraño para que siguiera con sus propios planes o debía hacer valer su autoridad marital a toda costa y llevarla por la fuerza?

     Elizabeth, por su parte, ansiaba que alguien la amara y que la cuidase desde el respeto. Y, por supuesto, un hombre a quien ella pudiera amar también. «Me esfuerzo por reprimir, pero a menudo siento un fuerte deseo de depender de otro para la felicidad», escribía, pero no fue hasta 1794 que el «otro» apareció en escena. Había tenido «amigos», pero ninguno le había tocado el corazón antes de conocer a lord Holland.


      Si deseáis profundizar os recomiendo The Journal of Elizabeth Lady Holland (1791-1811). Lightning Source IK Ltd., Milton Keynes UK.

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