
CAPÍTULO 9. La locura del rey George III.
«El objetivo de la vida no es estar del lado de la mayoría, sino escapar de encontrarse en las filas de los locos».
Emperador Marco Aurelio
(121-180).
A la jornada siguiente, Caroline le remitió al duque el contrato firmado. En él se acordaban las dos noches de la semana que debía pasar en Durham House, «el nido de amor», que era mucho más grande y más lujosa que Stawell House.
Cuando entró en la mansión para ejercer el oficio más antiguo del mundo, se sintió tan tímida como una virgen al ser recibida por el mayordomo —Jarvis— tal como si fuese la señora de la casa... Y eso que John había pasado toda la madrugada y gran parte de la mañana dándole ánimos y haciéndole el amor.
—El duque os espera en la sala, milady. —La puso al corriente en tanto la joven le entregaba el abrigo, el sombrero, el ridículo[*] y los guantes—. Por favor, seguidme.
Caminó detrás del sirviente igual que un alma en pena e hizo un esfuerzo sobrehumano para que no se le notara el desinterés. Se repitió sin descanso que gracias a mencionar al duque se había salvado de un matrimonio forzado o de una violación. Por eso esbozó una sonrisa al traspasar el acceso y quedar frente a Somerset. Fingió despreocupación cuando Jarvis cerró la puerta y disimuló las ganas de salir corriendo detrás de él.
—Estáis hermosa como siempre, milady. —Su excelencia la abrazó por la cintura y la apretó contra él para hacerla consciente del miembro erecto—. ¡Llevo tanto tiempo deseándoos!
La levantó y la colocó sobre la mesa. Se bajó las calzas y se puso un preservativo. Le quitó la peluca empolvada, le levantó el vestido y las enaguas. Luego le abrió las piernas y la hizo suya sin más trámite. Entraba y salía como si estuviese poseído por un demonio, con los ojos cerrados y gesto de intensa concentración, el mismo que debió de poner Mozart al componer una de sus famosas sinfonías.
Pero, a diferencia de esta maravillosa música que la transportaba a reinos mágicos, la sesión de sexo la retrotrajo a los años de matrimonio con lord Nigellus, pues Caroline no sintió nada en absoluto y se vio obligada a desarrollar sus dotes como actriz. Mientras, rememoraba los maratones de gozo con John, el regocijo que lo embargaba al moldearle el cuerpo y lamérselo a su antojo, hasta arribar al momento cúlmine en el que la convertía en polvo de estrellas... Y supo, así, que no necesitaba al duque para considerarse plena.
Cuando este acabó, la halagó:
—¡Qué voluptuosa sois, milady! Sabía que resultaríais muy especial, ¡pero nunca imaginé que tanto!
Se quitó el preservativo, se limpió con el pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo y le escrutó el rostro.
—Yo también sabía que me ibais a seducir, Excelencia —le mintió la baronesa y lo miró a los ojos negros como el pecado—. ¡Me habéis hecho vibrar!
Caroline lo observó con sensualidad y se alentó diciéndose que, además de ser una dama de la aristocracia, era una cortesana. Y por encima de todo se repitió sin descanso, como si fuera un Kyrie eleison, que debía conseguir que el duque se sintiese tan cercano a ella como para compartir el poder que detentaba. Para lograrlo solo había una forma: utilizar el sexo del mismo modo que lo había empleado durante el matrimonio. Sería fácil protegerse el corazón, pues John era su única droga.
—¿Os agrada si os hago esto, Excelencia? —Caroline, pausada, lo besó y le recorrió con la lengua las comisuras de los labios.
—¡Me toca a mí, milady! —gritó él, frenético.
Pero en lugar de retribuir las atenciones, la recostó sobre el sofá y se puso un nuevo preservativo. A continuación le levantó la falda y las enaguas y la montó con la misma fiereza de antes, igual que si fuese un potro arisco y desbocado.
Por desgracia, el primero marcó cómo serían los sucesivos encuentros. El duque era un amante avaro, que solo buscaba la propia complacencia, y para quien primaba el contrato. Como le proporcionaba una contraprestación a cambio del sexo, no creía relevante perder el tiempo en preliminares para que Caroline disfrutase. A velocidad de vértigo, ella tuvo muy claro que los cinco años a los que se había comprometido serían yermos, largos y aburridos. Quizá debería esmerarse para que la tratara como a una enamorada y no como a una cortesana, pero aunque su orgullo estaba en juego le daba pereza malgastar en Somerset las emociones.
Sí hacía progresos en cuanto a adquirir una cuota importante de poder, pues igual que si constituyesen un matrimonio recibían a políticos y a aristócratas de la primera línea. Así, Caroline conoció los entresijos del Gobierno Británico y supo qué contestar cuando le pedían su opinión o si le solicitaban algún favor del duque. Constató que la vida reservada y carente de atractivo que debían mantener las esposas no se aplicaba a las amantes. Nadie esperaba que hablase del tiempo o de la última moda de París o de los cotilleos relacionados con las debutantes: la trataban casi como a un hombre. Fue por este motivo por el que se vio involucrada de lleno en el escándalo provocado por el último brote de locura del rey George.
—Milady, el príncipe de Gales desea hablar con el duque —le anunció Jarvis una tarde, cuando esperaba a Somerset en Durham House para otra sesión de sexo insatisfactorio.
—Llevadlo a la sala verde que yo lo entretendré. Mientras tanto enviad a un lacayo a buscar a su Excelencia, que le diga que venga enseguida.
Media hora después, el duque se reunía con ellos, y, al apreciar que el heredero de la Corona caminaba de un lado a otro de la estancia, le pidió:
—Por favor, George, sentaos.
Somerset le puso un vaso de whisky en la mano y su alteza real lo bebió como si fuese agua. Luego se acomodaron sobre el sofá y la dejaron en el medio.
—¡La locura de mi padre viene de lejos! ¡Reconocedlo, milady! —chilló el príncipe, los ojos le lucían desorbitados y enrojecidos—. ¿Qué rey se casa con una mujer tan fea como mi madre y nunca le es infiel? Decidme, Henry, si alguna vez habéis escuchado tal disparate. ¿Qué soberano tiene quince hijos legítimos y ningún bastardo? ¡De verdad, era evidente que en algún momento se desquiciaría del todo! ¡¿Podéis creer que intentó estrangularme y si varios sirvientes no me lo hubiesen quitado de encima hoy era hombre muerto?! Os juro que tenía una fuerza sobrehumana, como todos los locos... Debéis ayudarme, Henry, un demente no puede seguir dirigiendo el destino de nuestra Patria.
Caroline reparó en que el príncipe de Gales se hallaba vestido y condecorado como si esperara la ceremonia de sucesión. El monarca todavía vivía, sin duda consideraba que lo incapacitarían y darían paso a una regencia.
—Creo que es mejor que os deje solos para que podáis hablar con mayor libertad. —La muchacha se puso de pie, reacia, pero comportándose con corrección pese a la curiosidad.
—Tranquila, milady, no es necesario. —La detuvo el heredero e hizo un gesto como para que se sentase—. El tema del que hablamos es de público conocimiento. Además, sé que Henry confía en vos, de lo contrario no estaríais con él aquí.
—Si os parece bien yo no tengo nada que objetar, Alteza. —Y Caroline volvió a ocupar su sitio entre los dos.
—Dejemos de lado las formalidades y llamadme George. A partir de ahora sois tan amiga mía como Henry. —Su amante movió la cabeza de arriba abajo, como indicándole que hacía lo correcto—. Mi padre no duerme y no para de hablar. Recorre los pasillos vestido solo con un batín púrpura y luciendo la Estrella de la Jarretera. Se le ha metido en la perturbada cabeza que hay que abolir el matrimonio y que por el telescopio puede ver Hannover. Cuando no dice este tipo de tonterías recita versos de Milton... Decidme, Henry, ¿vos sabéis algo de mi proclamación como regente?
—Os prometo que mi objetivo es incapacitar a vuestro padre, no podemos darnos el lujo de tener un rey recibiendo a sus súbditos y a las autoridades extranjeras vestido con una camisa de fuerza y diciendo disparates —le prometió el duque y le palmeó la espalda—. Sin embargo, hay un problema.
—¡¿Un problema?! —Aulló el príncipe—. ¿Cuál?
—Vuestros detractores, George, me temo que son la mayoría y muy fuertes —le comunicó y soltó un suspiro como si le pesase—. Argumentan que sois un vividor, un mujeriego y un jugador empedernido. Que, inclusive, contraéis deudas de juego poniendo a la Corona como garantía de cobro.
—Bueno, eso es cierto. —El heredero al trono se pasó una mano por la cabeza y se desacomodó el pelo—. ¿Pero qué caballero hoy en día no es un vividor? Vos mismo, Henry, lleváis una vida similar a la mía y nadie habla mal de vos.
—¡Una verdad como el Templo de Salomón! Pero lo que más temen es que contrajisteis en secreto matrimonio morganático. —El duque lo miró fijo, como recriminándolo—. Y contra ese desliz yo nada puedo hacer.
—¿Y qué les importa? Es cierto que me casé con María Fitzherbert, pero ni mi esposa ni mis hijos obtendrán títulos ni propiedades ni privilegios. Es mi vida privada, ¿no me he asegurado lo suficiente?
—Yo os entiendo mejor que nadie, George, y no soy vuestro enemigo ni necesitáis explicarme nada. —Intentó tranquilizarlo Somerset, porque el heredero se puso de pie y volvió a caminar de una punta a otra de la sala—. En base a este matrimonio sostienen que no sois de fiar, que con tal de acostaros con vuestro último capricho pondríais en juego la integridad de nuestro reino. Y que como en el instante de contraerlo solo teníais veintiún años no podíais obrar por libre, sino según el Acta de Matrimonios Reales de mil setecientos setenta y dos y que esta os obligaba a recabar el consentimiento del rey o de su Consejo Privado.
—¡Y sí que lo solicité, Henry! Pero me negaron el permiso porque María era católica. —El rostro del príncipe adquirió un color granate y se le salían los ojos de las órbitas por la furia.
—Creedme que os entiendo, George, y que estoy de vuestro lado. Si no os casabais María no accedía a compartir vuestro lecho, es entendible vuestra decisión. —El duque le señaló el sofá y el príncipe de Gales, reacio, se sentó de nuevo—. Pero vuestros enemigos utilizan este argumento para decir que sois rastrero, que solo miráis por vos mismo y que sois un egoísta. Que nunca pondríais por delante vuestro cargo si fueseis regente o rey... Hablaban, también, de que intentasteis suicidaros para que María os diese el sí.
—¡No intenté suicidarme, Henry, creedme! —su alteza real negó enseguida—. Simplemente lo escenifiqué para que cuando María me viera cubierto de sangre aceptara casarse conmigo.
—Vuestros detractores no lo consideran así, lo creen de verdad. Piensan que hicisteis el ridículo porque María os dio el sí, pero al otro día escapó al continente. Y vos no os disteis por aludido de su rechazo y le enviasteis una carta pidiéndole matrimonio y le regalasteis una miniatura de vuestro ojo hecha por Richard Cosway.
—También es cierto, Henry, pero no veo qué hay de malo —se molestó el heredero, se notaba que odiaba las críticas.
—Para ellos lo malo es que os terminasteis casando. Y que luego os pasearais por la Ópera de Londres con el ojo de María, que también le mandasteis pintar a Cosway, colgado de vuestro brazalete para que todos lo vieran. —El duque clavó en el príncipe los ojos de ébano—. Arguyen que el único que mantiene la ignorancia es vuestro padre, porque vuestro matrimonio desigual es un secreto a voces. Y que basándose en esto sois incapaz de guardar un secreto de Estado y que seguiríais haciendo gala de vuestras indiscreciones a lo largo de los años.
—¿Y qué harán cuando mi padre muera? No tiene sentido. ¿Me negarán el derecho a ser el sucesor? Porque soy el próximo soberano y nada de lo que hagan o de lo que digan podrá impedirlo. —Ahora el príncipe se hallaba totalmente desquiciado—. Quiero saber uno por uno los nombres de mis enemigos, Henry. Por favor, hacedme una lista.
—Os la haré, aunque a la mayoría ya los conocéis.
—¡Me parece increíble que prefieran tener a un loco en el trono en lugar de a mí!
—Si me permitís el atrevimiento, George, creo que deberíais estar ahí. Es fundamental que os vean preparado para asumir la responsabilidad. Y, sobre todo, en calma y seguro de sí —intervino Caroline, sentía que esta era la oportunidad de destacar que buscaba—. Que vuestro padre está loco de remate es tan incuestionable como que la noche sigue al día y resulta improbable que recupere la normalidad. Si en esta oportunidad no podéis ser regente, seguro que en la próxima lo seréis. Mientras tanto, que vuestros enemigos sepan que sois responsable y que aceptáis la decisión, sea cual sea esta.
—Estoy de acuerdo con lady Caroline. —El duque la miró con cara de admiración.
—Muchas gracias por darme vuestro consejo, bella dama —el heredero le besó la mano y añadió—: Cualquier favor que podáis precisar en el futuro, contad conmigo.
Y, de este modo, Caroline supo con exactitud cómo debería conducirse en el próximo lustro siendo la amante del duque de Somerset para conseguir la tranquilidad, la independencia y el poderío que ambicionaba.
[*] Al ridículo también se lo llamaba retículo o Pompadour y era una bolsa con cordón que la mujer llevaban sujeta a la muñeca.
https://youtu.be/Y3VsVdSCUEw
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