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CAPÍTULO 8. Los peligros de ser mujer.

«Hay una mujer al principio de todas las grandes cosas».

Alphonse de Lamartine

(1790-1869).

El carruaje se deslizaba por el empedrado a velocidad de vértigo, como si los persiguiesen los cuatro Jinetes del Apocalipsis. Levantaba una oleada de fango hacia los costados, que bañaba a los viandantes. El repiqueteo de las herraduras de los cascos de los caballos y el sonido del chapoteo en el agua embarrada daban la impresión de empequeñecer más aún el espacio reducido del vehículo. Y, cuando dejaron atrás el hedor a las miasmas de Londres, la fragancia de la tierra mojada era la única sensación agradable.

     Unido a esto, Caroline se caía en los brazos del secuestrador al pasar por los numerosos pozos, por más que lo intentara evitar. De nada servía que se aferrase al asiento y que reptara enseguida hacia atrás, porque pronto la situación se repetía.

—¡¿A Gretna Green?!

     La joven no daba crédito al atrevimiento de lord Roston y pronunciaba las palabras una y otra vez. Le dolía, asimismo, la incertidumbre por la que estaría pasando John al no conocer su destino. ¡Cuánto anhelaba evitarle este sufrimiento a su pareja!

—Es necesario, milady, vos tenéis menos de veintiún años y según la ley inglesa requerís el consentimiento de vuestro tutor para poder casaros.

     Lord Roston la contempló con gesto de decisión. Si Caroline no hubiese tenido grabado a fuego en la mente la imagen de él fornicando con la ramera a la vista del público, quizá lo hubiese encontrado mínimamente atractivo. Pero profundizaba en la mirada evasiva y de un azul antinatural y comprendía que el espíritu del noble se hallaba tan corrompido como sus actos.

     Él efectuó una pausa prolongada, esbozó una sonrisa beatífica y le siguió explicando:

—Apenas pasemos la frontera y lleguemos a Escocia, iremos a la herrería Old Blacksmith's Shop y celebraremos allí nuestra boda. Solo se requiere que vos tengáis más de doce años y yo más de catorce y no se precisan sacerdotes ni funcionarios de la Corona, cualquier persona nos puede casar «por declaración». Los mismos herreros nos saldrán de testigos.

—¡¿Y mi consentimiento no cuenta para nada, milord?! —Caroline, furiosa, se enfrentó al hombre—. ¡Porque aunque me apuntéis con un mosquete jamás os daré el sí!

—¡Si no aceptáis os juro que os violaré! —gritó lord Roston fuera de sí y cerró de un tirón la cortina que permitía ver hacia afuera—. Y luego les diré a todos que vos os entregasteis a mí por propia voluntad. ¡Quedaréis completamente deshonrada! La sociedad os condenará al ostracismo y vuestros amigos os darán la espalda. ¡No tendréis más remedio que casaros conmigo si deseáis continuar siendo respetable! Por eso os prevengo, lady Caroline, no juguéis conmigo: uniros a mí ahora y evitad el escándalo.

     Por respuesta la baronesa se rio a carcajadas.

—¡Deliráis, milord! Os olvidáis de que no soy una tímida virgen a la que podáis impresionar, sino una viuda que se acuesta con quien le apetece y sin que nadie la margine por este motivo —lo apuntó con el índice como si este fuese una pistola de chispa y agregó—: Lo único que vos queréis es mi riqueza, pero debéis saber que nunca tendréis acceso a ella. Por fortuna lord Nigellus, mi finado esposo, se encargó de que ningún nuevo marido la pudiese administrar. Asumidlo, me habéis secuestrado para nada.

     El gesto frustrado del individuo le indicó que había dado en el clavo con su mentira, aunque él todavía se mantuviera en sus trece:

—Sois muy hermosa, con o sin fortuna me casaré con vos. Deberíais sentiros halagada de que mi amor sea tan inmenso y tan desinteresado.

—¿Halagada por unirme a un sujeto que tiene sexo con meretrices a la vista del público en los jardines de Ranelagh? —se burló Caroline, imprimiendo en el interrogante el mayor sarcasmo.

—¡No sé qué os habrán contado, milady, pero sea lo que sea os juro que es falso! —Era la primera oportunidad en la que lord Roston se mostraba nervioso.

—Nadie me ha contado nada, milord, os vi. ¡Además de disoluto sois un mentiroso! —le soltó, enfurecida.

—Si me visteis no sois la dama que decís ser.

—Como no estoy frente a un caballero esta acusación carece de importancia. —Caroline movió la mano en el aire y puso cara de desagrado—. Pensad: ¿qué más me dan los rumores que podáis esparcir? Nadie os tomará en serio, milord. Todos sabemos que precisáis miles de libras para pagar vuestros vicios lujuriosos y vuestras deudas de juego.

—¡Me casaré con vos os guste o no! —Se percibía que primaba en él la terquedad, pero el tono era dubitativo.

—¿Sabéis qué es lo que realmente pasará, milord? Que haré que os detengan por secuestro y no veréis la luz del sol durante el resto de vuestra vida. Estaréis en una cárcel con barrotes infranqueables, en un inmundo agujero de una oscura construcción. ¿Os merece la pena seguir adelante?

     Lord Roston lanzó una despectiva risotada y después la contradijo:

—¡Ya os gustaría tener tanto poder, milady! Sois mujer, nadie os tomará en serio. Bastará con que diga que os entregasteis a mí por propia voluntad para que nuestros pares me crean.

—No lo podréis corroborar, milord, porque mi doncella y Elsie testificarán lo contrario: que me metisteis dentro del carruaje a la fuerza y no habrá fortuna que pueda comprar el testimonio de estas dos personas que me son fieles —Caroline recalcó las palabras para hacerlo recapacitar.

—¡Mujeres y criadas! Lo que digan no tendrá ningún valor para los jueces, milady, ni siquiera son de nuestra clase —y, burlón, lord Roston añadió—: Conseguiré decenas de testigos que digan cómo os reunisteis conmigo por mero placer.

—Yo no tengo poder, estáis en lo cierto. —Caroline movió la cabeza de arriba abajo—. Pero el duque de Somerset es mi amante y mi protector. —Vio con extremo placer cómo su raptor se ponía pálido—. Noto que le tenéis miedo. ¡Hacéis bien, es muy vengativo!

—¡No puede ser! ¡No puede ser! —murmuró lord Roston, aterrorizado, perdido en los pensamientos—. ¡¿Cómo podéis ser la amante del duque sin que nadie lo sepa?!

—Henry siempre intenta ser discreto cuando está en juego la reputación de una dama noble. —Caroline se sintió dominante e implacable—. Pero tampoco nos ocultamos, él puede borrar de un plumazo todo lo que intente dañar mi reputación.

—Entonces muy poco conocéis a vuestro paladín. —Se asombró lord Roston y puso una sonrisa irónica—. Si esperáis de él romanticismo, os defraudará. Suele visitar la casa de la señora Kelly, no creáis que se mantiene fiel a vos. ¡Justo ayer me lo encontré allí! —A la muchacha no le extrañó, pues lo había dejado con una erección tan grande como la Torre de Londres.

—No me preocupa mientras cumpla con el contrato que firmamos —le replicó Caroline.

     Se afianzó en el asiento con las manos y con las piernas porque el carruaje efectuaba en ese instante una curva cerrada.

—Última oportunidad, milady: ¿os casáis conmigo y permitís que os vuelva a convertir en una mujer honrada o preferís ser la cortesana de Somerset?

—¡Jamás me uniré a vos, milord! Nada hará que incumpla los acuerdos que he firmado con el duque y que pierda mis ganancias.

     Caroline comprendió que debía hablar con su secuestrador en el idioma del dinero para que este se pusiese en sus zapatos. No le importó demasiado que lord Roston le contara al duque los cuentos que había elaborado sobre ella. En primer término, porque en vista del miedo que le tenía resultaba improbable. Y, en segundo lugar, porque la disyuntiva que se le plantearía a su posible protector, descartar el trato o emprenderla contra el secuestrador, la tenía sin cuidado. John era lo único de lo que no podía prescindir, el resto ocupaba un lugar marginal.

—Con eso no puedo competir, milady, sé que Somerset es muy generoso con sus amantes. —El raptor puso cara de asco—. Nunca hubiera supuesto que preferíais ser una cortesana a la esposa de un caballero.

—Si de verdad me conocierais no tendríais la menor duda. Todos mis amigos saben que jamás volveré a ser la esclava de un marido. Y, menos todavía, le regalaría mi riqueza —Caroline puso voz de mando y le ordenó—: Haced que el carruaje dé la vuelta y que regresemos a Londres.

—Ahora mismo, milady. No deseo enfrentarme a lord Henry, es un enemigo despiadado y que nunca olvida. ¡Ha asesinado a rivales por menos que esto!

     El hombre golpeó el techo del vehículo y este se detuvo. Le explicó al cochero que volvían a la capital. Y, al fin, Caroline pudo respirar en calma. ¡Se había salvado por muy poco! Esta aventura le puso de manifiesto los peligros reales a los que se enfrentaba una mujer viuda, bella y rica. «¡Qué injustas son las leyes, las costumbres y las tradiciones para nuestro sexo!», pensó con rabia. «¡Solo nos consideran una moneda de cambio en lugar de personas!»

—¿Sabéis, milady? Conmigo hoy habéis salido victoriosa, pero muy pronto os arrepentiréis de ser la amante del duque.

—Siempre va a ser mejor que compartiros con las rameras de Ranelagh. Sin usar preservativo es muy probable que le paséis la sífilis a la que elija ser vuestra abnegada esposa. —Caroline levantó una ceja.

—Si estuviese casado con vos me comportaría adecuadamente, milady. Sois muy hermosa y apasionada, podríais proporcionarme todo lo que un varón ardiente considera imprescindible. —Mientras, lord Roston se daba golpecitos con el pulgar en la mejilla.

—Pero jamás podríais vos proporcionarme lo que considero relevante. Y, al fin y al cabo, coincidiréis en que lo que yo necesito es lo único que cuenta para mí.

—Hacedme caso y no idealicéis a Somerset u os llevaréis un chasco con él, no es mejor que yo. También le gustan las mujeres y el juego. Celebra fiestas en las que se intercambian las amantes, no os imagino a vos en ese papel. ¿Fornicáis con sus amigos o todavía no os lo ha pedido?

     Ella tampoco se imaginaba en ese rol, pero ni muerta le daría la razón a lord Roston. Además, si estos hechos fueran verídicos, John se hubiese enterado de los rumores al investigar sobre el duque.

—Me arriesgaré, milord, los intercambios de pareja no entran en nuestro contrato y exigírmelo sería un incumplimiento por su parte —le replicó Caroline, muy segura—. ¿Habéis ido a una de sus fiestas? —inquirió, curiosa.

—No, pero sí varios de mis amigos —y a continuación lord Roston le preguntó—: ¿Me perdonáis porque haya intentado llevaros a Gretna Green?

—Como habéis cambiado de opinión, milord, conservaré vuestro secreto. —El sujeto pareció aliviado—. Si nos hubieseis hecho daño a alguna de las tres o si hubierais mantenido vuestra resolución por más tiempo, habría tenido que acudir a lord Henry para pedirle venganza.

—¿Amigos, entonces?

     Lord Roston estiró el brazo y le dio un apretón de manos, tal como hacían los caballeros al cerrar un negocio.

—No tanto, milord, los amigos no se secuestran ni se amenazan.

     Caroline no deseaba mantener ningún tipo de contacto con él, en el futuro fingiría que no lo conocía.

—Permitidme un consejo para daros las gracias por vuestra prudencia, milady: aprovechad que sois amante de Somerset para hacerle favores a personas bien situadas. Es importante que muchos os deban algo. El duque es un caballero voluble en cuanto a sus deseos, lo he visto cambiar de cortesana una o dos veces al año. De este modo, nunca os faltarán protectores de buena posición. No os olvidéis: el poder llama al poder.

—Os agradezco vuestra recomendación, milord, la tendré en cuenta... ¿Falta mucho para llegar?

—Muy poco. No os preocupéis porque el sol empieza a caer, os dejaré en la puerta de vuestra casa y nadie lo sabrá. —La tranquilizó y bajó la cabeza con cortesía—. Llegaréis sana y salva.

—Gracias, milord.

     Poco después la baronesa descendía del carruaje frente a Stawell House, auxiliada por uno de sus lacayos. Cuando traspasó el acceso, el ambiente se hallaba tenso y alborotado.

—¡Estáis bien! —John la abrazó delante de la servidumbre, sin importarle el qué dirán—. Mi conocido de los Bow Street Runners, Archie Adler, estuvo siguiendo vuestra pista con discreción. ¿Qué os ha pasado?

—Ahora todo ha vuelto a la normalidad —miró en dirección a su doncella y a Elsie y continuó diciendo—: Id a descansar, os lo merecéis. Vos, Emily, disfrutaréis de una semana de vacaciones para recuperaros de vuestro sufrimiento. Por suerte solo ha sido un susto, no ha pasado nada grave.

—No es necesario, milady, me gusta serviros.

—No admito ninguna discusión, os lo merecéis. De mientras otra de las chicas cumplirá vuestras tareas. Dejo en vuestras manos decidir quién.

—Si insistís, milady...

—Insisto, Emily, quiero tener una atención con vos. Ambas fuisteis mucho más allá del deber. —Agradecida, las cogió de las manos y recordó cómo la habían protegido con uñas y dientes.

—Nosotros ahora vamos a la biblioteca para que me lo expliquéis todo —le pidió John, impaciente, comprendía que existía un secreto oscuro detrás de las palabras tranquilizantes.

     Cuando se encerraron entre decenas de estanterías con libros y se hallaron sentados sobre el sofá, Caroline le aclaró:

—Lord Roston me secuestró para forzarme a que me casara con él en Gretna Green, pero se echó atrás cuando le mentí diciéndole que era amante del duque... Como veis, milord, no os equivocabais, es vital que le entregue a Somerset el contrato firmado cuanto antes.

—¡Ay, mi amor, qué terrible experiencia! Menos mal que vuestra inteligencia y vuestro ingenio os salvaron de unas circunstancias de las que pocas escaparían... ¿Os violó? —la interrogó John, escrutándole el rostro.

—Me amenazó con violarme, pero nada pasó. —John la ciñó entre los brazos, ambos se hallaban estremecidos—. Pensar en vos me aportó energía para defenderme. ¡No os imagináis cuánto os amo, milord! ¡Debimos escaparnos a Gretna Green cuando mi padre se opuso a nuestro matrimonio! ¡Hoy seríamos muy felices juntos!

     Se besaron apasionados, como si la propia Muerte los acechara levantando la hoz. Sabían que contaban con un recurso infalible para olvidar y de común acuerdo decidieron utilizarlo. John le desabotonó el vestido y se lo retiró. Luego le siguieron la cotilla, las enaguas y la camisola. Fogosa, le desabrochó las calzas, se las bajó y se le acomodó a horcajadas.

—¡Os amo, John! —gimió, desesperada.

—¡Yo también os amo, vida mía!

—¿Os casáis conmigo, mi amor? —le pidió Caroline, con la sensibilidad a flor de piel.

—¡Os lo prometo! —exclamó él y le comió voraz la boca—. ¡Cuando enviude nos casamos enseguida y sin esperar el año de luto!

—¡Ay, milord, sois tan maravilloso!

     Caroline le puso la cabeza sobre el hombro y suspiró: la fragancia a almizcle de su amigo le traía la paz anhelada y la hacía sentir en casa.

—No puedo estar sin vos, dulzura, cada minuto que transcurre sois más importante para mí —musitó él y la ciñó con fuerza.

—Y vos para mí, corazón. ¡No os imagináis cuánto odio la idea de entregarme al duque! Antes podía engañarme creyendo que había otras opciones, pero hoy me he percatado de que no existe salida alguna. ¡Las damas nacimos condenadas a padecer esta injusta sociedad masculina!

—Os haréis poderosa y la cambiaréis de adentro hacia afuera. Vuestra seguridad era lo único que me impulsaba para proponeros algo semejante y que va en contra de mis intereses —John le clavó la vista y continuó—: Es una sugerencia que abomino más que vos, pero la única que puede proteger a una dama de las alimañas que pululan en nuestra sociedad.

—Lord Roston después de mostrar arrepentimiento me advirtió de que el duque solía intercambiar a sus amantes con las de los amigos. ¿Escuchasteis este rumor?

—No, no tenemos demasiados conocidos en común. Somerset es un águila que vuela a mayores alturas que yo —repuso el conde de Derby con ironía, le dolía en el alma tener que recurrir al otro aristócrata—. Si en algún momento os pide tal sacrificio bastará con que os neguéis y que le recordéis que sería un incumplimiento del contrato por su parte.

—Espero que sirva de algo, milord, no sé qué pensar de él.

—Vos no sois una ramera, dulce Caroline, no permitiréis que os trate como tal y que os obligue a lo que no queréis. ¡Haced valer vuestra posición!

     Y John empezó a besarle el cuerpo por todos los recovecos, tomando posesión de él como si fuese el dueño y estuviera a punto de perderla.



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