CAPÍTULO 7. El secuestro.
«Comienza uno siendo un pobre incauto y acaba convirtiéndose en un pícaro».
Madame Deshoulières
(1638-1694).
—Si me seguís prestando estas atenciones no volveré a salir de casa —gimió Caroline, se mordía los labios con erotismo.
—¡Os amo, hermosura! ¡Sois mía! —Ella apoyaba las manos en la pared en tanto apretaba la espalda contra el pecho de John, quien la poseía frenético.
—¡Ay, Dios, sí! ¡Qué salvaje sois, milord! —El cuerpo le palpitaba en las zonas donde su amigo la acariciaba.
—¡Sí, hermosa Caroline! ¡Me convertís en un dios pagano! —John le quitó la mano izquierda de la cadera, y, enardecido, se la llevó a la entrepierna, moviéndose con más energía—. ¿Así os gusta, milady?
—¡Ay, no lo resisto! —Lloriqueó Caroline, meneándose contra él.
Los espasmos musculares en la zona de la pelvis le generaron ondas de placer al llegar al orgasmo. John, estremecido, la sintió vibrar: la penetró una última vez hasta el fondo con la máxima fuerza y llegó también al clímax.
Caroline giró para verlo de frente, le dio un beso apasionado y exclamó:
—¡Hoy os habéis superado, querido amigo!
—Siempre decís lo mismo, dulzura. —Él lanzó una carcajada, feliz, y la abrazó.
No pudieron continuar porque alguien llamó a la puerta.
—Deberíais regañar a la servidumbre —se quejó John—. No es admisible que nos interrumpan en pleno éxtasis.
—Debe de ser algo urgente. —Caroline se echó la bata por encima—. Poneos allí, donde no os vean. —Señaló las cortinas y él se agazapó detrás de ellas.
Abrió la puerta. Era Gardener, el mayordomo. Portaba la bandeja de plata con una tarjeta.
—Lamento molestaros, milady, pero me pedisteis que os avisara enseguida si un enviado del duque de Somerset se presentaba. Su Excelencia está aquí, ha venido en persona y desea hablar con vos.
—Y habéis hecho lo correcto. Por favor, llevadlo a la sala azul y ofrecedle un té con pastas. Decidle que pronto me reuniré con él.
—Enseguida, milady.
En el momento en el que cerró la puerta Caroline, nerviosa, chilló:
—¡¿Qué hago ahora?! ¡Estoy desnuda y demoraría una eternidad en vestirme y en peinarme del modo apropiado!
—No os preocupéis. —John salió del improvisado escondrijo—. Arreglaos un poco y bajad así.
—¡¿Estáis loco, milord?! ¡Cómo voy a recibir al duque en ropa interior! ¡Perdería mi reputación!
—Pensad, milady: estáis considerando que sea vuestro amante, ¿verdad? —John dibujó una sonrisa irónica, se aproximó a ella, le dio un cálido beso sobre los labios y después agregó—: Pues para tentarlo más, dejad que vea un poco de vuestra bella figura. ¡Estáis arrebatadora! Mis atenciones os han dejado unos colores magníficos, amada mía. ¿Sois capaz de imaginar cuánto me satisface que vayáis a conversar con el duque después de haberme hecho el amor?
—¡Pervertido! —Caroline le propinó un golpecito en la mejilla.
—Ya que no puedo casarme con vos, como es mi deseo, permitidme al menos esta patética venganza. —John la ciñó entre los brazos y le dio un pico en la mejilla.
La joven se analizó frente al espejo. Reconoció que se veía guapa con el cabello suelto y con los colores y el brillo que le había dejado la sesión de sexo gratificante. John se le situó detrás y le abrió la bata, dejando los firmes y suculentos senos expuestos.
—Estáis más bella que nunca, corazón mío, la voluptuosidad os hace florecer. —John le frotó las cimas de los pechos y le provocó estremecimientos—. Os puedo afirmar sin riesgo a equivocarme de que vais a enloquecer de pasión al duque. —Le colocó la mano entre las piernas—. Pero recordad que en secreto sois mía y que siempre lo seréis.
—¡Sé que soy vuestra por toda la eternidad, os quiero desde que tengo memoria y ahora os amo más que a mi vida! No preciso ir con el duque, milord. Decidme que os oponéis a que sea su amante y permaneceré para siempre con vos en esta habitación —le prometió Caroline: se dio la vuelta y le recorrió la boca con la lengua—. Me habéis enseñado la dicha, no necesito más: ¡me basta con vuestro amor!
—¡Ojalá mi familia continuase siendo poderosa! —John le dio un puñetazo a la pared y movió la cabeza negativamente, en tanto la pena le carcomía el alma—. Debo pensar en vos primero y sé que Somerset es lo que os conviene.
—Iré con él, entonces. —Caroline se hallaba a punto de llorar y detestaba ser mujer—. Y de paso escandalizaré al servicio —añadió para intentar robarle una pequeña sonrisa.
Se dio el retoque final y se acomodó la ropa. Salió del amplio dormitorio con la sensación de que se hallaba ante una encrucijada en la que se abrían dos caminos opuestos que marcarían su porvenir: era la última ocasión en la que el destino de dama se enfrentaba al destino de cortesana.
Tuvo la fortuna de no encontrarse a nadie al recorrer los pasillos. Cuando arribó a la sala azul, el duque de Somerset bebía el té y se atoró con el líquido al verla. Los ojos casi se le salieron de las órbitas al apreciar el cuerpo desnudo que la bata delineaba sin pudor.
—A vuestros pies. —El aristócrata efectuó una reverencia—. Siempre he reconocido ante cualquiera que sois una belleza, milady, pero ignoraba que la peluca y que la vestimenta le servían de disfraz a una diosa.
—Gracias por el cumplido, Excelencia —pronunció Caroline con aire inocente—. Me acabo de dar un baño y no he querido haceros esperar. He venido tal como estaba, espero que me disculpéis.
—¡Sois extraordinaria, milady, no me pidáis perdón! —Se paró, se le acercó, y, encendido, le besó la mano.
—También quería que me vierais tal como soy al natural —mintió la muchacha—. No deseaba engañaros y que más adelante os llevarais una sorpresa desagradable.
—¡Jamás podría habérmela llevado! Aunque es un detalle enternecedor. Como decía Marcial en la Antigua Roma, la mujer mayor «se acuesta sumergida en un centenar de mejunjes, con un rostro prestado y que le hace un guiño con el entrecejo que saca por la mañana de un bote» —bromeó el duque sin despegarle la vista—. Pero vos sois demasiado joven para que yo presentase tales reparos... Sé que es un atrevimiento, pero me gustaría saberlo: ¿qué edad tenéis?
—Dieciocho, Excelencia.
—¡Todavía sois una niña! —se admiró el hombre—. Os llevo unos cuantos, tengo treinta.
—Me alegro, contáis con mucha más práctica que yo. —Caroline se miró los pies, recatada.
—Sois Afrodita, sin duda. ¿Habéis abandonado el Olimpo para retozar con los simples mortales? —Se notaba que deseaba abalanzarse sobre Caroline y hacerla suya, pero que se contenía.
—Solo estoy considerando retozar con vos, Excelencia. —La baronesa bajó los párpados en un gesto de decoro—. Os confieso que no soy mujer de muchos hombres. A veces me siento virginal, casi, pues ya sabéis que lord Nigellus era muy mayor. No me agrada hablar mal de los muertos, pero desde la consumación de nuestro matrimonio solo yacimos un par de veces. Quizá esto no os agrade, carezco de más experiencia que la que me suponíais...
Otro embuste, porque a pesar de ser muy viejo a su esposo lo inundaba la pasión al verla y vivía tocándola y desfogando su lujuria con ella.
—¡Al contrario, milady, es un motivo de felicidad para mí! Disfrutaré moldeándoos y enseñándoos todo lo que sé. —Caroline percibió que el comentario lo estimulaba—. La virginidad es una virtud y para mí significa una satisfacción entregarle estos documentos a una dama tan íntegra. —Fascinado, Somerset le dio los papeles que traía consigo.
—¿Qué es?
—El contrato, milady, tal como os anticipé. —Los ojos en tono azabache del duque le prometían millones de descubrimientos eróticos—. Tomadlo como base, luego podéis indicarme si algo no os satisface y lo negociaremos.
—Dadme unos días, Excelencia —le solicitó Caroline: cogió la documentación y puso rostro angelical.
—¿Cuánto precisáis, milady? —inquirió él, en el tono de voz se advertía la impaciencia.
—Con una semana me alcanza, Excelencia. Es una decisión difícil de tomar para una dama —suspiró circunspecta, pese a hallarse casi desnuda.
—En una semana os vuelvo a visitar a esta misma hora —recalcó el duque, y, con mirada sugestiva, añadió—: Espero de vos una respuesta positiva, milady. Estoy convencido de que será una unión ventajosa para ambos. —Caroline no lo dudó, pues al contemplarlo de arriba abajo comprobó que lucía una gigantesca erección.
Somerset, al ser consciente del escrutinio de la joven, se disculpó:
—Lo siento, milady, pero resulta natural mi reacción física. ¡Nunca he visto una dama tan hermosa como vos!... ¿No os agradaría darme un pequeño adelanto y quitarme el dolor de aquí? —El duque se tocó la entrepierna.
Se acercó para sujetarla, pero Caroline se hizo la escandalizada:
—¡Por favor, Excelencia! Me habéis dado un plazo. ¡Respetadlo!
—Mis más sinceras disculpas, milady. Me voy, no puedo contemplaros de esta guisa sin desear poseeros.
Por culpa de la presión del miembro contra la ropa el duque caminó con dificultad hasta la puerta de la sala, era evidente que le costaba resistir la tentación. A partir de ahí el mayordomo lo condujo hasta la salida.
Caroline, por el contrario, retornó a la habitación. Entró y cerró con llave. John, enredado entre las sábanas de seda negra, la observaba provocativo.
—Estoy preparado para satisfaceros de nuevo, hermosa amiga.
Caroline permitió que la bata se le deslizara sobre el suelo y se quedó tan desnuda como él, sin preocuparle que los papeles se desparramasen.
—¿Qué tal ha estado el encuentro? —Ante tanta belleza a John se le hacía agua la boca.
Por respuesta la chica se tiró sobre la cama y se le puso a horcajadas.
—¡Ay, cuánto os necesitaba! Me resultó muy difícil mantener una conversación con Somerset, solo anhelaba estar así con vos.
Lo cabalgó como si hiciese una centuria que no yacían juntos, quizá porque a ambos les satisfacía burlarse del duque. El destino se oponía a que fuesen un matrimonio de cara a la sociedad, y, aunque buscaban un protector, aborrecían al mismo tiempo esta idea.
Cuando John la sujetó de las caderas y marcó un ritmo más rápido en las acometidas, Caroline se corrió y poco después también a él lo traspasó el clímax. Estremecidos, demoraron media hora en retomar la charla.
—Ese es el contrato, milord. —Caroline le indicó con el índice los documentos que se hallaban tirados al lado de la bata.
—Traedlos a la cama para que pueda estudiarlos. —John le guiñó el ojo con picardía.
—¡Vaya excusa para mirarme el trasero! —contraatacó ella, devolviéndole el gesto—. Antes de que nos interrumpiese el duque me lo mirabais y jugabais con él.
—Id y no privéis a este caballero, tan entregado a vos, de ese pequeño placer.
—¡Sois un libertino! —bromeó y fue hasta allí moviendo la grupa con exageración, del mismo modo que una yegua en celo.
John, babeando, observó cómo las perfectas nalgas de la joven rebotaban. ¡Qué bella y qué ardiente era! Se prestaba, deseosa, a todos los juegos. Compartirla con Somerset o con cualquiera le daba náuseas y por eso se repetía una y otra vez que lo aceptaría por el bien de ella. ¡Pero cuánto le costaba!
—Toma. —Caroline le entregó los papeles y él empezó a leerlos.
—Es una oferta muy generosa —refunfuñó John con envidia por no ser él quien le brindaba el auspicio—. Además de vuestra asignación mensual, a los cinco años Somerset os hará un pago en oro y en joyas y la propiedad de la mansión que os servirá como punto de reunión. Y otros inmuebles también, por lo que veo.
Era consciente de que jamás podría competir con una propuesta así, pese a que fuera el administrador de los innumerables bienes de su esposa. Esto en cuanto a lo económico, porque además el duque detentaba una influencia sin igual.
—¡Cinco años! —exclamó Caroline, horrorizada—. ¡Es muchísimo tiempo! No creo que desee estar tanto con él.
—Si podéis probar que hubo un incumplimiento por parte de Somerset tendréis derecho a las pagas finales sin importar el lapso que haya transcurrido. —John pretendió tranquilizarla mostrándole dónde estaba escrito—. Creo que deberíais firmarlo, no os olvidéis de que aquí solo se habla de bienes materiales. Pero al ser la amante del duque gozaréis de una buena cuota de poder. Si jugáis bien las cartas, podríais convertiros en una reina entre las sombras.
—¿Lo firmo, milord? —Caroline dudaba por razones personales, aunque confiaba en su criterio—. ¿Estáis seguro?
—Firmadlo que luego haré que mi abogado lo examine. Es mejor que el vuestro no sepa nada de este trato u os podríais perjudicar. —John intentó calmarla y darle seguridad—. El mío es muy discreto y el mejor para encontrar detalles que no os convengan.
—¿Seguro que lo aprobáis, milord? —insistió y le acarició la mejilla—. Para mí vos sois lo primero, y, si me lo pidierais, también seríais lo único...
—Sí, vida mía, lo sé. Pero no puedo ser egoísta con vos. ¡Os amo demasiado! —Volvió a frotarle la entrepierna, como señalando con ello que jamás la abandonaría.
—Lo suscribo, entonces. Acostaos y poneos recto. —John hizo lo que le pedía, mientras lo invadía la curiosidad.
Cuando ella le colocó el contrato sobre el vientre, cerca del falo, y empezó a firmar las hojas con la pluma, no pudo evitar carcajearse.
—No os mováis, milord, esto es muy formal —Caroline lo rezongó con fingida seriedad—. Si apartarais un poco a vuestro amiguito me resultaría más sencillo.
—¿Mi amiguito? —John esbozó una sonrisa—. ¿Cómo podéis despreciarlo con ese diminutivo cuando tanta satisfacción os acaba de dar?
—Rectifico, entonces: apartad vuestro pene monumental, milord. ¿No veis que me levanta el extremo del documento como si fuese una torre rozando las nubes? ¡Seguro que si el duque os viera así no lo aprobaría! —Y los dos comenzaron a reírse con incontrolables risotadas.
A la mañana siguiente, Caroline acudió a la modista acompañada de Emily y de Elsie. Quería proveer a la pequeña de la vestimenta adecuada.
—No sé cómo agradeceros, milady, lo que estáis haciendo por mí.
La niña había demostrado ser un encanto y Caroline pretendía proporcionarle un buen futuro, tratarla como si fuese la hija que nunca tendría por ser estéril.
—No necesitáis darme las gracias, es un placer para mí. Os compraré ropa bonita, Elsie, y a cambio vos me prometeréis que os aplicaréis en los estudios.
—¡Os lo juro, milady! Seré la mejor alumna y conseguiré siempre las notas más altas.
De improviso, un carruaje se desvió y se les acercó a gran velocidad por la calle: los caballos parecían desbocados. Las tres dieron un brinco hacia atrás para protegerse. Sin embargo, un par de hombres con aspecto de matones saltaron de él, y, sin mediar palabra, arrastraron a Caroline hasta el vehículo.
—¡Dejad a milady en paz! —gritó Elsie: se tiró sobre la espalda de uno de los secuestradores y le clavó las uñas en la cara.
—¡Soltadme, rufián! —Caroline pateaba al hombre mientras Emily imitaba a la pequeña y le trepaba por detrás, golpeándolo.
Los individuos se deshicieron de las otras dos mujeres dándoles bofetadas y tiraron a Caroline dentro del carruaje. La baronesa se cayó sobre un asiento forrado en una tela de algodón desvaído. Y cuando enfocó la vista en el responsable de la detención ilegal, sentado frente a ella, advirtió que era lord Roston.
—Siento mucho que me obligarais a hacer esto, lady Caroline. —Por lo visto se creía que tenía todo el derecho del mundo a raptarla y a vencer por la fuerza su voluntad—. Iremos a casarnos a Gretna Green. Y os advierto: no aceptaré un no por respuesta.
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