CAPÍTULO 6. Los jardines de Ranelagh.
«Una de las supersticiones del ser humano es creer que la virginidad es una virtud».
Voltaire
(1694-1778).
John insistía en que Caroline debería empezar a dejarse ver para encontrar un protector. Ella, en cambio, recorría la biblioteca de Stawell House mientras buscaba excusas para no hacerlo.
—No sé si todavía es el momento idóneo de exhibirme... Mi esposo ha muerto recientemente. ¿Os parece apropiado que una viuda se pasee delante de todos como si estuviese disponible de nuevo?
—Lord Nigellus podía ser vuestro bisabuelo. Es comprensible que anheléis un amante joven después de haberos conformado con tan poco. Las circunstancias son las que son y ningún caballero encontrará raro que relajéis las costumbres. —John la abrazó como si nunca se quisiera apartar de ella—. Tomaréis un rato el aire, pero no permaneceréis hasta los fuegos artificiales, eso sería de todo punto incorrecto. Nadie os podrá reprochar que deis un corto paseo con vuestra doncella. Después de una hora me haré el encontradizo con vos, y, como todos saben que somos amigos, sin duda me acribillarán a preguntas.
—Debo reconocer, milord, que me cuesta mucho abandonar la tranquilidad que he conseguido gracias a vos. ¡Lo que menos necesito es otro amante! —Caroline le acarició el cuerpo por encima de la ropa—. ¿Y si mejor os pago a vos y a cambio os convertís en mi protector? —Se le frotó contra el vientre y se sintió poderosa al provocarle una erección.
—El mundo no funciona así, dulce amiga. Yo no puedo protegeros y jamás aceptaría ningún pago de vos. Os quiero demasiado para ser tan ruin. ¡No imagináis cuánto me cuesta hacerme a la idea que yo mismo os he propuesto! ¡Pensar que otras manos os recorran los senos y vuestro blanco vientre me desquicia! —John clavó la vista en ella, y, posesivo, volvió a recorrerle los labios con la lengua—. ¡Cada vez os amo más! A pesar de que sé que esto va en contra de vuestros intereses, pues yo nada puedo ofreceros. Tengo que hacer un esfuerzo extraordinario para ser práctico y enfocarme en vuestra conveniencia.
—¡Odio ser mujer! —se lamentó la joven, conmovida, en tanto un par de lágrimas le recorrían las mejillas—. Si fuese hombre podría hacer lo que hicimos la otra noche y mucho más. Todos los días imagino que somos un matrimonio y que vivimos en esta casa sin esconder nuestro amor frente a nadie. ¡Me da igual que el amor sea un láudano que atonta! ¡Os amo!
—Si fueseis un caballero no os amaría, bella dama.
John esbozó una sonrisa triste. Comprendió que Caroline también le confesaba sentimientos de la misma magnitud que los que lo arrasaban a él.
—¿De verdad me amáis, milord?
—¡Más que a la vida misma! Y he luchado por no hacerlo porque sé que solo me traerá sufrimiento. —John la fundió entre los brazos—. Por eso tanto me cuesta continuar con nuestros planes... Ya veis, soy varón y tampoco puedo seguir los dictados de mi corazón, pues otros han decidido para mí un trágico destino atado a una mujer que detesto y que me detesta. Por suerte, mi unión de conveniencia no me impide hacer lo que más anhelo: estar con vos.
—Unas emociones que comparto, querido amigo. Siempre habéis estado ahí para mí. Incluso me visitabais aunque Nigellus os pusiera mala cara. ¡Nunca me abandonasteis! —Caroline, deseosa, le acarició la entrepierna.
—¡Y nunca lo haré, amada mía! —exclamó John, con fuego en las venas.
—Ahora no deseo salir, sino quedarme enredada en vos igual que una rosa trepadora a la pared —refunfuñó la muchacha y efectuó un mohín.
—Debéis ir, vida mía, vuestra seguridad es para mí lo primero.
—Si tanto insistís iré a dar ese dichoso paseo. —A Caroline le costaba en exceso, sentía que debería arrastrarse hasta allí como si fuera una anciana centenaria—. ¿Os parece que voy bien vestida así?
Se había puesto una «robe a la française». Era un vestido negro, abierto por delante y que le rozaba los pies, con una larga cola que acariciaba el suelo. Se cerraba a la cintura y permitía que sobre el torso, por debajo del brial, se le viese el peto bordado en flores de tono gris oscuro, cuyos centros eran brillantes auténticos. Desde los hombros le sobresalían unos pliegues que caían hasta el ruedo de la falda. Completaba el atuendo con una peluca blanca empolvada, que la hacía parecer una emperatriz.
—¡Estáis hermosa! Ya os dije más de una vez que el color negro constituye el marco adecuado para resaltar vuestra belleza.
—Si tan hermosa estoy, fiel amigo, ¿me podríais dar un premio para que la búsqueda de un protector no sea tan agotadora? —Caroline frunció la boca, coqueta, y le acarició la mejilla.
—Si os diera lo que me pedís, milady, os estropearía el atuendo. —Los ojos de John brillaban—. ¡Sois tan sensual!
Caroline se recostó contra una de las estanterías repletas de libros, se levantó un poco el vestido y le rogó:
—Solo dadme un pequeño adelanto de lo que vendrá más tarde, milord, para hacerme la tarea más sencilla. —Y se frotó los senos por encima del amplio escote.
—¡Por supuesto que os daré lo que me pedís! —le prometió John, estimulado por la súplica—. Pero cuando regreséis, de lo contrario no os dejaría partir.
—Vuestra promesa me proporciona fuerzas para emprender la dura tarea que me aguarda. —Caroline lo contempló con los ojos entornados.
—Nada me apetecería más que satisfaceros ahora mismo, corazón mío. —John se señaló la calza, que estaba a punto de explotar—. Pero lo dejaremos pendiente para cuando regresemos. —La miró con ardor—. ¡Os juro que os haré el amor tantas veces durante esta tarde y a lo largo de la noche que me pediréis clemencia!
—Dudo que lo haga, milord, no me canso nunca de vos. —Caroline aleteó las pestañas.
Una vez con Emily en los jardines de Ranelagh, la chica coincidió con la reflexión de Shakespeare que sostenía que la vida era un teatro, pues los ojos masculinos la estudiaban con mirada depredadora y escondían los vicios detrás de una apariencia recatada. Mientras, ella se exhibía protegida por el parasol de seda gris, adornado a juego con el peto del vestido, y saludaba a los conocidos mediante elegantes movimientos de la cabeza. Cada tanto se detenía para hablarles a los de más alta alcurnia y con los que había alternado en las fiestas y en otros encuentros sociales.
—¡Ay, mi muy apreciada lady Caroline! —exclamó una voz masculina.
No se había percatado de que lord Roston se aproximaba a ella hasta que le susurró esta frase pegado a la espalda. Giró enseguida y lo miró de frente, asqueada, intentando que no se le notase. ¡¿Cómo se atrevía a cortejar a una dama después de copular a una prostituta en ese mismo sitio y a la vista del público?!
—¡No podéis imaginar cuánto me conmueve veros regresar a la vida, milady! —continuó diciendo el depravado, en tanto la miraba con cara de hiena—. Anhelo pasar mi tiempo con vos, no hay nada que desee más que finalice vuestro luto y poder haceros los honores como corresponde.
Caroline se estremeció. Tenía muy fresco el recuerdo de cómo el hombre, en la mesa próxima a ella, había satisfecho los apetitos lujuriosos con la ramera. Y también la crueldad y el desprecio que había manifestado al finalizar el acto sexual, apartándola de un empujón como si no valiese nada. Se atrevía a asegurar que lo mismo haría con la esposa, después de emplear frases bonitas durante el cortejo para engatusarla. Era obvio que solo le interesaba apropiarse de sus riquezas y pagar así los vicios de los que hacía gala y de los cuales se enorgullecía.
—Os equivocáis conmigo, lord Roston. Ni estoy ni estaré disponible para vos ni para nadie. Os aconsejo que busquéis por otro lado. Soy viuda y así seguiré hasta que muera. —Caroline lo dejó con cara de pasmo—. ¿Por qué voy a renunciar a mi libertad? Las mujeres casadas no pueden administrar sus propiedades ni redactar testamentos ni ostentar la custodia de sus propios hijos, aunque reconozco que a todas en general se nos niegan los derechos civiles y los políticos de los que disfrutáis vosotros. Decís que para mantener el orden social la mujer debe subordinarse al hombre porque estáis mejor dotados física e intelectualmente, aunque, en honor a la verdad, hasta ahora no he visto prueba de ello. ¡Parecéis niños grandes y malcriados! ¡El mundo sería mejor si lo gobernáramos nosotras!
Lo dejó con la palabra en la boca y siguió avanzando, entretenida en una conversación con Emily. De improviso, cuando recorría el pabellón chino, se tropezó con Henry Seymour, duque de Somerset. Este la contempló deslumbrado por su belleza.
—A vuestros pies, lady Caroline. —Los ojos negros del aristócrata despedían destellos y el grave timbre de voz daba la impresión de que la acariciaba—. Lamento no haber podido acercarme al entierro de lord Nigellus para consolaros, estaba de viaje —efectuó una pausa, y, osado, le comentó—: Con sinceridad, milady, os merecíais algo mucho mejor que un hombre que podría ser vuestro abuelo. ¡No entiendo cómo vuestro padre se comportó de manera tan despreciable con vos obligándoos a uniros a él!
Esta empatía aduló los oídos de Caroline y la hizo sentirse comprendida. Analizó al duque con detención: era guapo. Moreno, un poco bronceado de montar a caballo y con un fuerte y musculoso cuerpo. ¿Sería capaz de proporcionarle un placer similar al de John? Porque su amigo la convertía en un instrumento musical. Quizá en un violonchelo, en un violín o en un pianoforte. Le parecía imposible que alguien le pudiese provocar tanta pasión como él.
No obstante, se imaginó yaciendo en el lecho con Somerset y la idea no le resultó demasiado desagradable. Si su destino era ser cortesana para tener poder no podía elegir un compañero mejor, ya que era íntimo del príncipe de Gales y al mismo tiempo uno de los lores que tomaban las decisiones sobre el Imperio.
—Os agradezco vuestra sinceridad, Excelencia. No me hablo con mi familia porque me presionaba para que aceptase otro matrimonio similar. —Caroline decidió ser audaz y esperar la próxima jugada del duque—. Soy rica, pero nací mujer. Mi condición femenina no me salvaguarda de las ambiciones de otros.
—Hay formas de revertir esta situación, milady. —Somerset clavó la mirada de deseo en ella, como indicándole que aspiraba a conocerla en todos los sentidos—. ¿O pensáis volver a casaros con alguien de vuestro gusto?
—¡Jamás! —Caroline puso tanto énfasis que lo desconcertó—. La viudez es el estado ideal de una dama, Excelencia, el matrimonio la somete a esclavitud.
—Me alegro de que podamos tener un intercambio tan honesto, lady Caroline. Vuestra pérdida os ha cambiado, antes cuando os veía siempre estabais silenciosa, mustia y triste. —El duque movió de arriba abajo la cabeza, aprobándola—. Porque yo, como vos, tampoco soy de los que se casan...
—Imagino, Excelencia, que en algún momento deberéis proporcionarle un heredero al ducado. Y que, como todos, sucumbiréis a un matrimonio de conveniencia. —Caroline emitió un suspiro, pues le dolía esta costumbre.
—¡Nunca, milady! Cuento con muchos hermanos y uno de ellos asumirá las responsabilidades que acarrea el título... Creedme cuando afirmo que tampoco me casaré. —Somerset esbozó una sonrisa abierta y la blanca dentadura brilló, haciéndolo ver más apuesto todavía—. Somos almas gemelas, milady, solo falta que vos me dejéis entrar en vuestra vida. —La doble intención del comentario era evidente—. Lo que busco es a alguien que comparta mis éxitos, mi riqueza y mis fantasías. ¿Os veis en ese papel?
A Caroline le gustó que el duque fuese directo. Detestaba a los hombres como lord Roston que intentaban engañarla con palabras bonitas para desplumarla, luego, igual que a una gallina.
Como apenas se consideraba un pichón de cisne que comenzaba a desplegar las alas, para asegurarse de que había comprendido bien le preguntó:
—¿Qué es lo que me proponéis, Excelencia?
—Que aceptéis ser mi amante —pronunció este con desparpajo—. Vos no queréis un esposo ni yo una esposa, ¿no os parece que sería apropiado juntar nuestros intereses y nuestras inclinaciones para darnos placer uno a otro?
—Nunca se me había ocurrido una posibilidad semejante, no es propia de una dama decente. —Caroline escondió el rostro detrás del abanico para simular que se ruborizaba—. Este escenario es nuevo para mí, solo he estado con lord Nigellus.
Reparó en que todos se hallaban pendientes de su conversación con el duque. Entre los mirones estaba Conrad Blake, quien mientras charlaba con otro caballero mantenía la vista puesta en ella con la misma arrogancia de días atrás. La actitud del noble le provocó la tentación de ser más osada. Porque, ¿acaso no era más importante un duque que un marqués?
—¿Por qué aceptar vuestra propuesta, Excelencia, será favorable para mí? Quizá lo único que consiga sea destruir mi reputación...
—Es incuestionable que necesitáis un protector, alguien que esté a vuestra disposición en todos los sentidos —Somerset recalcó: hizo amago de cogerle la mano, pero Caroline la retiró—. Me habéis comentado que intentaban casaros de nuevo, algo que jamás ocurriría estando conmigo. Y, por supuesto, tendríais muchas más ventajas.
—¿Más ventajas? —Por el rabillo del ojo Caroline escrudiñó en dirección a Winchester.
—No esperaréis que pretenda ser vuestro amante de forma gratuita, milady. Si os he interceptado ahora es porque sé de buena fuente que pronto empezarán a desbordaros las propuestas de matrimonio y otras similares a la mía.
—¿Y cómo podéis estar tan seguro de ello, Excelencia? —Caroline puso el gesto más ingenuo que había ensayado frente al espejo durante la mañana y que John había aprobado.
—¡Reconocedlo, milady! Sois la mujer más hermosa de Inglaterra y un anciano celoso, igual de desagradable que Barba Azul, os encerró bajo siete llaves. ¡Los caballeros arden de curiosidad!
—Muy a mi pesar —Caroline lo cortó, en tanto la recorría un escalofrío desde la cabeza a los pies—. No sé qué deciros —hizo como que dudaba por ser una dama virtuosa y añadió—: Pensar en tener un amante es nuevo para mí, Excelencia.
—No es imprescindible que me deis una respuesta hoy. Si me lo permitís, os haré llegar mi propuesta por escrito para que sea vinculante. ¿Aceptáis que os la envíe, milady?
—Acepto leerla, Excelencia, pero no os prometo nada...
—Sé que sois rica, pero una dama de vuestra relevancia sin protección se encuentra en peligro constante. —Somerset se esforzó por convencerla señalando a los hombres que había alrededor—. Son una jauría de lobos y solo yo, un miembro honorable del Parlamento y en la cima del poder, puedo frenarlos. Y, si me perdonáis la falta de modestia, al ser más acaudalado que todos los reyes y que todos los emperadores juntos os proporcionaría más riquezas, además de un goce indescriptible. —Los ojos negros eran iguales a los de un halcón antes de lanzarse en picado sobre el cuello de la paloma, quizá porque mientras hablaba imaginaba cada postura en la que le haría el amor—. Entiendo que, dado que vuestra casa se encuentra en la mejor zona de Londres, no desearíais mudaros.
—Entendéis bien, adoro vivir allí —Caroline asintió, abanicándose—. Pero que quede claro que aún no he decidido nada. Debo pensar en mi honor, Excelencia, por mucho que me tentéis. Si decidiese ser vuestra amante quedaría completamente deshonrada ante nuestra sociedad. ¡Nunca me volverían a invitar a una fiesta!
—¡Por el contrario, milady, al ser mi amante se os abriría un mundo de infinitas posibilidades! Las costumbres son mucho más laxas para las damas viudas que para las solteras o que para las casadas. Nadie espera que seáis casta. —El duque se esmeraba por convencerla y las reticencias de Caroline aumentaban su valor, pues constituía un desafío para él. —Os juro que si aceptáis me encargaré en persona de que os inviten a los mejores acontecimientos de la temporada. Incluso podréis asistir estando de luto y nuestra sociedad lo verá correcto si yo lo estimo así.
—Os prometo que lo pensaré y que leeré vuestro contrato, Excelencia. —Caroline le propinó un golpecito coqueto en el brazo—. Ahora debo seguir, llamamos demasiado la atención y pronto correrán los rumores.
—Nos veremos a la brevedad, milady. —El duque de Somerset efectuó una reverencia—. Os confieso que no podré dormir hasta que me digáis que sí.
—Nos vemos, entonces. —Caroline le dejó la puerta abierta con este comentario.
Mientras el hombre se alejaba cerró el parasol, y, cuando Emily se le volvió a acercar, le preguntó:
—¿Qué os parece su Excelencia como posible amante? Estoy considerándolo. ¿Vos lo aprobaríais?
—Es muy guapo y parece realmente interesado en vos —le respondió la doncella, analizando la ancha espalda de este mientras se perdía en la distancia.
—Espero que no me veáis como a una fresca por pensar en aceptar su protección sin dejar de ser la pareja de John...
—Yo os serviré siempre, milady, hagáis lo que hagáis. Vuestra felicidad para mí es lo primero. —Emily creía lo que afirmaba, su lealtad era indiscutible.
Sin embargo, una sombra las interrumpió y les tapó la luz del sol: Conrad Blake se cernió sobre ella con rostro apremiante.
—¿Podéis retiraros un poco? —le solicitó este a la criada—. La baronesa y yo hemos dejado una conversación pendiente.
—Por supuesto, Excelencia.
Emily hizo una genuflexión y se alejó lo suficiente como para cumplir con su misión de chaperona: impedir que se quedaran a solas.
—No hay nada pendiente entre nosotros. El otro día nos lo dijimos todo —repuso Caroline muy enfadada.
—Os he visto hablando con Somerset y estoy seguro de que os ha pedido que seáis su amante. —La mirada del marqués cortaba como un puñal bien afilado—. Quiero que sepáis que yo mejoraré cualquier oferta que os haga, soy tan rico como él. Además de las rentas que me corresponden por el título nobiliario tengo una compañía naviera y varios negocios importantes a lo largo del mundo. Me gustaría que pensarais en mí para ese puesto.
—¡¿Cómo?! —Caroline se rio—. Según recuerdo, solo me habíais ofrecido una única noche de placer.
—En aquel momento consideraba lo más inmediato y lo más apremiante, milady, no me refería al futuro —y, desnudándola con la vista, exclamó—: ¡Claro que deseo que seáis mi amante! Sois hermosa, osada, aventurera, me divertiría mucho con vos.
—Me lo imagino, igual que os habéis divertido el otro día comportándoos como un plebeyo de baja ralea —expuso Caroline, hiriente—. Jamás me seríais fiel ni me daríais el lugar que merezco... Además, ¿quién os dice que busco un amante?
—No creo equivocarme al pensar que vuestras andanzas, vestida de caballero, significaban un intento de tantear el terreno y de determinar quién os conviene más. —Caroline no tuvo la menor duda de que el marqués la había catalogado en su justa medida.
—Dais por hecho que soy una mujer fría y calculadora, milord —se enfadó, aunque esta fuese la verdad.
—Por el contrario, sé que sois muy cálida. —Winchester lanzó una carcajada como si ella hubiese dicho una tontería—. ¡Vuestra forma de besar es muy apasionada!
—¡Qué rufián! ¡Yo no os besé! Conseguisteis robarme un beso y ahora inventáis historias. —Furiosa, Caroline lo apuntó con el parasol—. Lo que os regodea es burlaros de mí. ¡Me hicisteis sentir igual que una meretriz!
—No fue ese mi propósito, milady... ¿Sabe Somerset de vuestra excursión nocturna? —inquirió el marqués: mantenía una distancia prudencial, aunque la mirada esmeralda indicaba que quería perderse dentro del cuerpo femenino.
—¡¿Me estáis amenazando?! —Caroline se colocó las manos en las caderas.
—¡Jamás os dejaría mal ante nadie, milady! —Se sobresaltó Winchester ante tal sugerencia—. Pero si se lo decís podéis olvidaros de ser su amante. Yo os deseo tal como sois, el duque solo anhela la dama que parecéis ser. Imagino que así es más grato para él pervertiros.
—¡Volvéis a insultarme! ¡¿Cómo podéis insinuar, siquiera, que no soy una dama?! —De haber gente en la zona cualquiera hubiese podido oír sus chillidos.
—No ha sido esta mi intención, milady —se disculpó e intentó cogerle la mano, pero la baronesa lo rechazó.
—Vos y yo no tenemos nada de qué hablar —replicó Caroline, terminante; observaba el entorno por si aparecía alguien a rescatarla: afortunadamente John caminaba hacia ellos.
—Veo que ahí vienen vuestros refuerzos —soltó el marqués con sarcasmo—. Recordad que seguimos teniendo pendiente esta conversación.
—No tengo nada más que deciros. Vuestro comportamiento fue y sigue siendo el de un bellaco. ¡No os perdonaré nunca!
—¿Acaso os olvidáis de que os rescaté del panadero? —Conrad la contempló con reproche—. ¡Cuánta ingratitud!
—Lo malo inclinó la balanza y borró lo bueno —luego, con voz enérgica, Caroline añadió—: No hay ningún ofrecimiento vuestro en el que pensar. Mi respuesta es no y siempre seguirá siendo no.
—No os creo, milady. Ardéis de pasión y yo soy la horma de vuestro zapato —insistió Winchester y esbozó una sonrisa compradora—. Reconocedlo, terminaréis aceptándome.
—¡Cuando el Infierno se congele!
—El Diablo debe de estar ahora mismo buscando un abrigo —y a continuación Conrad le prometió—: Vais a ser mi amante cueste lo que cueste y digáis lo que digáis, del mismo modo en que la noche sigue al día. Hay mucha pasión entre los dos, mucha atracción sexual no resuelta. ¡No nos lo pongáis tan difícil!
Caroline ni se molestó en responderle. Le dio la espalda y avanzó hacia John.
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