CAPÍTULO 3. Ahorcada por robar pan.
«Todo amante es un soldado en guerra».
Ovidio
(43 a. de C.-17 d. de C.).
Caroline pensó que había valido la pena salir de la cama sin remolonear y efectuar una pequeña pausa al gozo descubierto con su amigo John, pues el sombrero recién llegado de París le lucía espléndido. Se analizaba frente al espejo de la tienda una y otra vez sin encontrarle el más mínimo fallo.
—¿Qué os parece, Emily, merece que lo compre? —le preguntó a su fiel doncella—. ¿Me veo bien con él?
—Si me permitís hablar con libertad, milady, os diré que vos llamáis la atención de los caballeros vayáis como vayáis —replicó la criada, halagándola—. Aunque os pongáis una bolsa por encima de la cabeza.
Era cierto. Desde que lord Nigellus había muerto los aristócratas habían liberado sus instintos depredadores y la perseguían sin respetar el período de duelo. Algunos anhelaban arrastrarla hasta el lecho, pero la mayoría postulaban a segundo marido, cegados por las riquezas.
—Aclarado esto —prosiguió Emily, sonriendo—, os confieso que el sombrero al ser negro y llevar esta discreta pluma gris destaca la hermosura de vuestra blanca piel. ¿Por qué hay que guardar luto y verse mal, milady? Sería un desperdicio, lord Nigellus no se merecía ningún sacrificio vuestro. Os recomiendo que lo compréis, es el mejor aliado de vuestra belleza.
—¡Os haré caso, querida amiga! —y a continuación, para que nadie más la pudiese escuchar, Caroline le susurró—: Hoy por la noche me ayudaréis a convertirme en un joven petimetre. ¡Me dedicaré a conocer con John el Londres nocturno!
—¡Cuánta emoción! —La doncella batió las palmas ante el reto que suponía para ella lograr tal proeza—. Será un desafío ocultar vuestro atractivo femenino, milady, pero no dudéis de que lo conseguiremos.
Emily cogió el sombrero con cuidado y se lo entregó a la vendedora, quien lo colocó en una primorosa caja.
—Por suerte no nos hemos encontrado con nadie. —Caroline soltó un suspiro mientras salían a la calle—. Temía verme obligada a seguir escuchando frases hechas acerca del fallecimiento del viejo apestoso.
—Ellos ignoran cómo ese monstruo se comportaba con vos, milady, pero yo bien lo sé.
La criada efectuó una pausa y se estremeció al rememorar los gritos, las acusaciones, la violencia ejercida contra su señora ante los brotes de celos, las violaciones por su negativa a compartir la cama con él si no se bañaba primero.
Prosiguió diciendo:
—Incluso poco antes de su muerte me amenazó con despedirme por ser demasiado cercana a vos y por permitirle el acceso a Derby cuando él no estaba. Y por amparar cada una de vuestras «descabelladas ideas»... Pennyworth, en cambio, solía contarle cualquier minucia referente a vos y sabía cómo provocarle el enfado.
—Por fortuna ahora soy viuda y Pennyworth ya no está con nosotros... ¿Qué os parece el nuevo mayordomo? Hablad con libertad. ¿Consideráis que me será leal?
—Gardener sabe cuál es su sitio y qué funciones debe atender, milady, me atrevo a aseguraros que va a ser honrado. El sueldo, además, está muy por encima del que se paga en cualquier palacio ducal o real. —Y estas palabras llenaron de alivio a su señora—. Considero que...
Pero se interrumpió cuando unos gritos provenientes de la panadería cercana hicieron imposible mantener la conversación y una pequeña salió disparada del interior del negocio. Tenía el pelo negro ensortijado y cargaba varias hogazas de pan, que parecían más grandes que ella. Miraba cada tanto hacia atrás para constatar qué tan lejos se hallaba el hombrón que la perseguía.
—¡Cuidado! —Emily le gritó al comerciante—. ¡Vais a arrollar a la baronesa de Stawell!
La niña, desesperada, encontró como única opción esconderse detrás del voluminoso vestido de la aristócrata, pues el desalmado se encontraba a punto de darle alcance. Los ojos del color de las almendras les suplicaban ayuda.
—¡Venid aquí, ladrona! ¡Hija de mala madre! —chilló el panadero, rociándolas con saliva—. ¡Os cortaré la mano! ¡Haré que las autoridades os ahorquen!
—¿Qué pasa aquí, buen señor? —intervino Caroline, mirándolo con reproche—. Es solo una chiquilla hambrienta. ¿Cómo podéis amenazarla de esta manera tan cruel?
—¡¿Solo una chiquilla?! —Al individuo parecía que iba a darle un ataque de apoplejía por la indignación—. ¡Es una bestia del Infierno, milady, eso es lo que es! Y yo no amenazo, estoy harto de que me robe. Hoy ha llegado demasiado lejos, nadie la podrá salvar de la Justicia.
—¡Por el amor de Dios! Casi nos atropelláis a causa de unos míseros panes. ¡Dais la impresión de que hubiese asesinado a nuestro rey! —Caroline optó por defender a la cría—. ¿Acaso no apreciáis cuán delgada está? La pobrecilla es solo piel y huesos, necesita comer. Si me lo permitís yo os pagaré el importe y aquí no ha pasado nada. Incluso os daré una cantidad mayor.
—¡No, milady, quiero que esta rata del Támesis desaparezca de las calles! ¡Estoy harto! —la interrumpió y negó con la cabeza.
Después estiró el brazo para sujetarla, sin importarle que al mismo tiempo rozase a la dama.
—¡Cómo os atrevéis a ponerme una mano encima, tunante! ¡¿Es que no tenéis modales?! —chilló Caroline y le rompió el parasol en la cabeza.
Las dos mujeres lo golpearon en el brazo e impidieron que cogiese a la niña. Esta, horrorizada, no se separaba de la espalda de la baronesa.
—¡Soltadla, milady, u os juro que soy capaz de apalearos a vos también!
Y levantó la mano como para pegarle, pero un brazo musculoso se interpuso y lo alejó de Caroline.
—¿Ahora también azotáis a las damas nobles, Bryan? —le preguntó al ogro el recién llegado, propinándole un empujón y apartándolo.
—¡No me he metido con vos, Conrad, tal como os prometí! —balbuceó el panadero, aterrorizado.
—Si pretendéis castigar a mis amigas también os estáis metiendo conmigo —rugió, en tanto daba la impresión de que se hacía más alto y más vigoroso.
Luego, y sin mediar más palabras, le atizó al comerciante un puñetazo en pleno rostro, que lo hizo caer desmayado sobre el suelo. A continuación se giró hacia ellas y efectuó una reverencia, igual que si se hallaran en la principal fiesta de la temporada o en la misma corte ante la reina Carlota.
—Es un placer conoceros de cerca, milady.
—¿Acaso me conocéis de lejos? Disculpadme que no os recuerde. —Se sorprendió Caroline—. Os agradezco infinitamente vuestra intervención, ese cretino estaba desquiciado.
La joven no solía olvidarse de los hombres guapos y este ejemplar de pelo azabache, cuerpo cincelado por el trabajo duro o por el deporte y ojos verdes brillantes lo era en demasía. No usaba peluca, sino que llevaba el pelo recogido en una coleta. Este detalle, además de indicar que no pertenecía a la nobleza, le daba un aspecto de forajido que resultaba atractivo para las mujeres.
—Os he visto de lejos por aquí muchas veces, milady —le confesó el plebeyo y esbozó una sonrisa que le llegaba a la mirada: Caroline pensó que lucía encantador y que era un seductor consumado.
—Lamento que no hayamos sido presentados, caballero. —La baronesa le imitó el gesto.
—Esto tiene fácil solución, milady. —Él volvió a realizar una reverencia—. Conrad Blake, a vuestro servicio.
—Sois muy galante, señor Blake, nos habéis defendido de esa bestia sedienta de sangre. —Caroline señaló con el índice al panadero, que seguía desplomado a varios pasos de ellos.
—¡Gracias, Conrad! —lo saludó la niña: salió de detrás de su defensora y le sonrió de oreja a oreja.
—De nada, ha sido un placer para mí socorrer a tres bellas damas en apuros. —Y las abarcó con las manos.
Caroline consideró que nunca había visto a un bribón tan apuesto. Era una lástima que no fuese duque o marqués, pues perderse entre esos brazos tan fuertes le facilitaría la tarea propia de una cortesana. Tenía tan claros sus próximos objetivos que nada la haría cambiar de opinión, salvo que John se desdijera de su idea.
—Milady, ¿no os parece mejor que nos vayamos? Esta alimaña despertará en cualquier instante y es necesario evitarle al caballero un nuevo enfrentamiento. —Como siempre la doncella era la voz de la razón.
—Estáis en lo cierto, Emily. Además es muy tarde, debemos regresar —Caroline clavó la vista en la chiquilla y le prometió—: Vos vendréis conmigo y comeréis hasta hartaros. ¿Cómo os llamáis?
—Elsie Fowler... Soy huérfana. ¿Puedo después trabajar para vos? —le preguntó, ilusionada—. Sé coser, barrer, lavar, lo que haga falta. ¡Solo os pido una oportunidad!
—También podría ser ayudante de doncella, milady —sugirió Emily, añadiéndose a las súplicas—. Dos manos extras me vendrían genial.
—O podría adquirir conocimientos y convertirse en una señorita de bien. —La pequeña frunció la nariz como si la perspectiva de estudiar que le proponía Caroline le desagradase—. Os debo una, señor Blake. Ignoro qué habría sido de nosotras si vos no hubieseis aparecido aquí.
—Pues estaría encantado de seguir defendiéndoos en el futuro. —Conrad puso una mirada lobuna—. ¿Cómo os llamáis? No me habéis dicho vuestro nombre.
A continuación le acarició con la vista los senos abundantes, que sobresalían por el pronunciado escote del vestido.
—Pensaba que me conocíais...
—Solo de veros, nada más. —El plebeyo le efectuó un guiño descarado.
—Soy lady Caroline, baronesa de Stawell. Es un gusto haberos conocido en estas circunstancias tan difíciles.
—¿Estáis casada, milady? —Conrad pareció contener el aliento al preguntar.
—Soy viuda. —Caroline se apresuró a aclarar—. Mi esposo murió hace muy poco, pero jamás me volveré a casar.
No sabía por qué le proporcionaba tantos datos, por más atento que Conrad fuese nunca se volverían a encontrar. Unido a esto, John y ella empezarían esa noche el entrenamiento para conseguir un protector de gran abolengo y con mucho poder. Lo que menos precisaba era que un advenedizo con aires de conquistador la distrajese.
Pese a la lógica, se despidió reacia. Antes no le gustaba nadie, pero desde que su amigo le había demostrado las múltiples posibilidades que existían cuando dos cuerpos desnudos y jóvenes se rozaban, estaba más pendiente de la apostura de los varones. La tentación que Conrad ejercía sobre ella a nivel físico no la podía negar, pues tenía frente a sí a un espécimen impresionante. Ancho de espaldas, con una cintura fina y sin una gota de grasa, simpático, adulador.
Ahora que era libre: ¿qué le impedía que satisficiera también con él sus deseos lujuriosos? Al fin y al cabo sería una experiencia productiva para luego atrapar a un amante de alcurnia. No obstante, no le costó resistir los impulsos. Y, después de algunas frases corteses, las tres se subieron al carruaje y se dirigieron hacia Stawell House.
Al caer la tarde y mientras la luz natural se diluía en el horizonte, luego de que Emily luchara con los afeites y con los ropajes masculinos, Caroline se veía como un caballero afeminado igual que tantos otros.
—¿Qué os parece, milord? —le preguntó a John al llegar al final de la escalera: se pavoneaba con el orgullo propio de los hombres de su clase.
—Me parece que estas calzas os dejan unos muslos maravillosos, milady. Estoy tentado de bajároslas y enredarme entre ellos... Recuerdo el perfume a lilas que os ponéis en la entrepierna y siento que...
—¡Callaos, bandido, no me avergoncéis! —exclamó Caroline con anhelo—. Mi pregunta requiere una respuesta sencilla: sí o no. ¿Veis en mí a un joven aristócrata?
—Bueno... —John caminó alrededor de ella y la analizó desde todos los ángulos—. Resulta muy difícil para mí, siendo vuestro amante, no encontrar señales de vuestra magnífica figura a pesar de estas prendas. Sin embargo, debo reconocer que si no supiese quién sois os tomaría por un noble recién salido de Eton.
—¡Qué bien, lo hemos logrado! ¡Gracias, milord! —La pelusa que le pegó Emily para simular barba nocturna le hacía cosquillas a Caroline en la nariz, pero el esfuerzo de soportarla valía la pena—. Vamos, pues, estoy impaciente por descubrir cómo se comportan los caballeros cuando no hay damas cerca.
—Antes de irnos dejad de utilizar vuestra voz y enronquecedla, querida amiga, de lo contrario de nada valdrá el resto de cambios. —John la apuntó con el dedo, riendo, y luego le dio un beso sobre los labios—. ¡Qué curioso! Es la primera vez que beso a otro caballero.
—Lo intentaré, milord —Caroline habló varios tonos más grave—. ¿Mejor?
—¡Ahora sí! —John esbozó una sonrisa pícara y le pellizcó el trasero—. No os olvidéis de utilizarlo, de lo contrario los dos estaremos condenados al ostracismo social. Sobre todo yo, ningún caballero me perdonaría nunca que os ponga al corriente de nuestros secretos.
—Soy consciente de cuánto os arriesgáis por mí, querido amigo —y a continuación Caroline le prometió—: Espero que a nuestro regreso me permitáis agradeceros vuestro inmenso favor en el lecho.
—Por retozar otra vez entre vuestras piernas, belleza, desafiaría a cualquiera en un duelo. ¡Aunque supiera que el resultado sería la muerte! —repuso él, galante.
Ni los lacayos ni el mayordomo demostraron sorpresa al verlos, pues se acostumbraban rápido a las excentricidades de la baronesa y comprendían que el aumento exorbitante de sueldo se debía a la exigencia de discreción. Ellos salieron por la entrada principal y se subieron al carruaje de John, que lucía el escudo condal pintado en la puerta.
—¿A dónde vamos primero? —inquirió Caroline, después de subir.
Le pareció increíble la practicidad de la ropa masculina. Para ponerse el vestido, el miriñaque y las enaguas necesitaba ayuda y una vez dentro del vehículo ocupaba un espacio desproporcionado para que no se le arrugaran las exquisitas telas. Además, el ajustado corsé impedía respirar de manera normal.
—A los jardines de Ranelagh, primero, para terminar con vuestra ingenuidad. Luego nos beberemos un vino en los jardines de Vauxhall, que os dará valor para lo que vendrá después. Pero antes... —John no se pudo contener y la besó apasionado, en tanto le desabotonaba con pericia el pantalón.
—¡¿Pero qué hacéis, milord?! —chilló Caroline, aunque se hallaba tan deseosa como él—. ¿Os olvidáis, acaso, de cuánto trabajo me ha dado disfrazarme? ¡Si me quitáis la barba no sabré cómo ponérmela de nuevo!
—Yo os serviré de valet, no os preocupéis. Sois arrebatadora como mujer y como hombre, me seducís por completo.
—¡Ay, queréis aprovecharos de mí en un carruaje y yendo por las concurridas calles de Londres! —exclamó Caroline con falsa resistencia—. Que quede claro que sois un libertino y un pervertido, milord. Me estáis arrastrando al abismo con vos —lo acusó en broma—. No me tentaréis, no puedo darme el lujo de estropear mi indumentaria.
—No he apreciado hasta ahora que os resistierais, milady, parecíais encantada con mis atenciones. Y al arribar al Infierno constataréis que es mucho más divertido que el Cielo, pues estaremos rodeados de la misma grata compañía que en las fiestas —a continuación John le señaló la ventanilla y le indicó—: Si no me creéis mirad hacia afuera, veréis cómo todos se divierten.
Curiosa, Caroline apartó la cortinilla y observó hacia el exterior. John tenía razón. Lo único en común entre el día y la noche eran los efluvios nauseabundos del Támesis y el hedor de la basura acumulada en las calles. El Londres pudoroso y civilizado se había retirado, como si solo fuese una máscara, y daba paso a la auténtica ciudad, la de las bajas pasiones que durante las horas de claridad todos escondían. Porque en las entradas de los teatros, en los portales de los negocios y en los rincones sin farolas las parejas se entremezclaban a la luz de la luna y satisfacían su lujuria, sin importarles que ojos ajenos se recreasen con el despliegue erótico.
—¡¿Cómo es admisible tanto descaro, milord?!
Caroline se desconcertó, pues ahí se paseaba de día, y, como máximo, recibía guiños y reverencias de los caballeros.
—Esperad a que estemos en Ranelagh para turbaros más.
Y tenía razón, pues cuando bajaron en los jardines la transformación le resultó más chocante todavía. Caroline estaba acostumbrada a que la gran rotonda estilo rococó, una copia del Panteón romano, estuviese cubierta de alfombras rojas y que los músicos tocaran piezas alegres instalados sobre ellas. Durante largas mañanas y confortables tardes amenizadas por melodías, las familias comían las viandas con cubiertos de plata.
Ahora, en cambio, esas mismas glorietas de madera de roble se hallaban ocupadas por las meretrices que ejercían su oficio. Los clientes no tenían reparos en satisfacerse a la vista del público. Ni los nobles en mezclarse con los plebeyos de baja estofa, cuando tantos obstáculos esgrimían en las fiestas para mantener conversaciones con los burgueses ricos. Porque Caroline, incluso, creyó ver a lord Roston, un individuo que en las últimas semanas la pretendía con la intención de convertirse en su segundo marido.
—Sí, es lord Roston —le aclaró John como si ella hubiese efectuado la observación en alta voz—. Resulta habitual encontrarlo por aquí y también a otros muchos caballeros. Aunque a mí no me veréis nunca así, os confesé que suelo visitar a las muchachas de la señora Kelly. Son guapas, limpias y un médico se ocupa de ellas... No pongáis esa cara de desagrado, milady, os anticipé que hoy iba a acabar con vuestra ingenuidad.
—Os puedo asegurar que este recorrido está siendo muy instructivo, milord. Ignoraba que nuestra vida social constituía un mero teatro.
Desde luego era bastante más didáctico que pasear al calor del sol por el lago ornamental o que caminar a lo largo del pabellón chino que había allí o que disfrutar de los estallidos diarios de los fuegos artificiales.
Se pararon cerca de lord Roston. A nadie le llamó la atención, pues eran varios los mirones que se deleitaban comentando los pormenores de cómo este embestía a la prostituta pelirroja. Caroline sintió que la rabia la inundaba y que la ácida y amarga hiel le subía por la garganta: la misma sociedad que fomentaba estos desmanes masculinos era la que le prohibía a las mujeres administrar su libertad, sus riquezas y que las condenaba a vidas alejadas del conocimiento que brindaban las universidades.
Mientras pensaba en esto, lord Roston llegó al clímax. Luego empujó a la ramera como si esta no valiese nada para él, y, sin ningún pudor, los enfocó a todos con el minúsculo pene. Levantó los brazos como si hubiera realizado alguna asombrosa proeza y los amigos comenzaron a aplaudirlo.
—¿Tan envilecidos se encuentran que nada les importa, milord? —le comentó a John en un susurro—. ¡Lord Roston ni siquiera usa preservativo! Si alguien lo aceptase como marido le podría pasar la sífilis.
—Más envilecidos de lo que podáis ver o imaginar, milady.
Caroline consideró que las enseñanzas de su amigo le resultaban invalorables, pues nunca volvería a ser la misma chica ingenua.
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