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CAPÍTULO 26. El duelo.

«No juzgue nada por su aspecto, sino por la evidencia. No hay mejor regla».

Charles Dickens,

(1812-1870).

Los caballos negros como la noche galopaban a la máxima velocidad mientras arrastraban el carruaje con el escudo del condado de Derby. Al arribar al club de caballeros frenaron en seco y los nobles que en ese instante se encontraban en la puerta clavaron la mirada en ellos. Sin embargo, lucieron mucho más asombrados todavía cuando John descendió del vehículo igual que si lo persiguiese un demonio y entró por el acceso saludándolos con una simple inclinación de la cabeza. El motivo de la sorpresa —más que en la actitud— radicaba en que no se hallaban seguros de que fuera un vivo o un fantasma, duda que provocó que muchos se persignaran.

     El conde caminó con grandes pasos hasta la zona donde se hallaban las mesas de juego y se plantó delante del marqués de Winchester. Este analizaba, distraído, sus cartas y no reparó en los murmullos que retumbaban en la sala.

—¡Vos! —le gritó para que todos lo pudiesen escuchar—. ¡Os hablo a vos, Conrad Blake!

     El aristócrata levantó de inmediato la cabeza, y, estupefacto, contempló a John. No tuvo la menor duda de su culpabilidad porque le costó un triunfo poner un rostro inescrutable —respiraba agitado, los ojos esmeralda perdieron el brillo y se hallaba pálido—, pero al final lo consiguió.

—¿Se puede saber por qué hacéis tanto escándalo y por qué me increpáis de este modo? —lo regañó con tono paternal—. Si es para que todos sepamos que estáis vivo, Derby, os felicito, lo habéis logrado.

—Pero no gracias a vos —le recriminó, las pupilas miel de John parecían echar llamas—. ¡Exijo una satisfacción inmediata!

—Estoy algo perdido. —El marqués levantó una ceja, puso los ojos en blanco y ni siquiera se molestó en pararse—. ¿Este berrinche es por el honor de la dama cuya amistad tenemos en común? Si es así, debéis saber que estaba dispuesto a casarme con ella y que aún lo estoy... Por supuesto, cuando comprenda que los verdaderos hombres no debemos limitarnos a convertirnos en meras marionetas en sus manos y que tenemos otros apetitos. Acostarme con una sola mujer hasta el día de mi muerte no entra en mis planes.

—Insultáis a mi esposa, Winchester, yo que vos no seguiría pronunciando ninguna palabra acerca de ella por esa mezquina boca. —Y la amenaza contenida en la frase era evidente para cualquiera.

—¡¿Vuestra esposa!? ¡No entiendo nada! Le estaba dando a Caroline un tiempo en solitario para que entrara en razón, esto no me lo esperaba. —Ahora sí el marqués se puso de pie y se plantó delante de John.

     Pretendía imponerse del mismo modo que la noche en la que lo hizo bajar en el palacio condal —a continuación de la visita al prostíbulo— para quedarse a solas con Caroline en el carruaje y someterla a sus atenciones. No obstante, ahora tenían una estatura y una complexión similar. Y, lo principal: John ya no era aquel chico imberbe de diez años atrás, pues había ganado más soltura después de la experiencia militar y del sufrimiento de los años de prisión.

—Manteneos bien lejos de la condesa de Derby, ella no desea tener ningún trato con vos —y susurrando, agregó—: Estoy aquí porque sé con certeza que vos les ordenasteis a los revolucionarios que me detuvieran. ¡Fuisteis el causante de mi agonía! —John levantó el brazo izquierdo y le propinó un golpecito en la mejilla derecha con el muñón.

     Si todavía albergara alguna duda de su traición —que no era el caso—, al apreciar que el marqués con una mano se tironeaba del cuello de la camisa y con la otra se rascaba la nariz, como si lo hubiese pillado en una mentira, la hubiera descartado.

     Conrad se repuso pronto y negó:

—No sé de qué me habláis.

—De que me vendisteis a los franceses para sacarme del medio y poder hacer de Caroline vuestra amante en exclusiva, ¡de eso hablo! —y, aproximándose más, añadió—: Sed honorable por una vez y admitid vuestros actos.

—En el amor y en la guerra todo vale —musitó Winchester para que el resto no lo escuchara—. Alegraos de que viváis, podría haber encargado que os mataran. ¡¿Es que no valoráis vuestra vida y por eso no me lo agradecéis?!

—Sois un iluso si consideráis que hay algo que agradecer por pudrirme en la cárcel revolucionaria mientras vos os aprovechabais de mi mujer —le escupió las palabras con auténtico desdén—. Además sospecho que no ordenasteis matarme por bondad, sino porque temíais que me pudiera comunicar con lady Caroline a través de madamoiselle Clermont y así desenmascararos.

—Creo que aún no habéis madurado lo suficiente como para daros cuenta de que todas las mujeres son iguales y de que no se puede confiar en ninguna —Conrad se burló, intentaba sacarlo de quicio—. ¡Lady Caroline ni siquiera sabe cuál es su sitio en nuestra sociedad! Y me trataba de forma despreciativa, me llamaba «milord» en lugar de «excelencia», como corresponde dirigirse a mí... ¡Vuestra esposa es una rebelde sin causa y sale muy cara, siempre exige más!

—Imagino que vos habéis tenido que pagar. Yo, en cambio, en todo momento disfruté gratis con ella... Y supongo que un escéptico como vos desconoce lo que es el amor: ni lo da ni lo recibe. —John comprobó, con placer, que esta afirmación le hacía mella.

—Veremos cuánto os dura vuestra tontería. Estaré dispuesto a hacerla mi amante cuando se canse de vos —pronunció el marqués, ofensivo.

     Lord John, por respuesta, se quitó el blanco guante y golpeó con él a Conrad en pleno rostro.

—Repito lo que os he dicho al entrar aquí: exijo inmediata satisfacción. —Los ojos miel le despedían destellos—. ¿O sois tan cobarde que seguís hablando como forma de rehusaros?

—Un duelo jamás se rehúsa y no permito que alguien me acuse de no tener coraje. ¡Es más, el duelo conseguirá mi redención! —exclamó Winchester con tono estentóreo para que todos lo oyeran—. Asumo el riesgo haciendo gala de la tranquilidad con la que debe aceptarlo todo caballero que se precie y a sabiendas de que mi conciencia está en paz. ¡¿Pero cómo medirme ante un hombre que solo tiene una mano sin que me acusen de aprovecharme de esta desventaja?! Pensadlo detenidamente y dad marcha atrás si no queréis morir.

—¡Prefiero morir en el campo de honor antes que retractarme y pongo a los nobles de esta sala por testigos! —Aulló John, con lo cual recibió calurosos aplausos de todos los caballeros—. Jamás quedaría como un cobarde ante nuestra sociedad por el mero detalle de contar con una sola mano. Lord Nelson está en mis mismas condiciones y esto no le ha impedido convertirse en un héroe. ¡Por favor, Winchester, no busquéis más excusas! ¿Por qué no admitís que me teméis? ¡Es lo que parece! Nadie ignora que desde hace casi treinta años los ingleses libramos los duelos con pistolas y las preferimos a los floretes. Y, como bien sabéis, hasta un niño pequeño puede sostener un arma con una mano. Estoy dispuesto a restaurar mi honor, que hoy doblemente habéis ofendido. ¡La vida sin honor no vale nada, se nota que esto nadie os lo ha enseñado!

—Pues contad conmigo, entonces. —Se notaba que el marqués se hallaba reacio, pero John no le daba otra opción al retarlo frente a la alta sociedad, de negarse se convertiría en un paria—. Nombrad a vuestros segundos y yo designaré a los míos. Ellos cuatro elegirán el campo de honor, determinarán la hora, supervisarán las pistolas que les haré llegar, harán que esté un médico presente y controlarán que en todo momento se respete el equilibrio entre los dos. ¿Estáis conforme así?

—Completamente conforme. —John movió de arriba abajo la cabeza—. Veo que mis padrinos están aquí mismo. Por favor, acercaos lord Robert. Y vos también, Somerset —después le susurró al marqués—: Creo que os guardan un poco de rencor, prometisteis uniros a su logia y luego incumplisteis vuestra palabra. Están convencidos de que solo lo hicisteis para robarles a Caroline.

—Os repito lo mismo de antes: en el amor y en la guerra todo vale —le replicó Conrad con una sonrisa cínica y levantó una ceja.

—Caéis en una contradicción, pues ya hemos dejado claro que vos no sabéis amar —repuso John, hiriente.

     Los siguientes días se consumieron a velocidad vertiginosa con los preparativos. Conrad designó como segundos a dos de sus abogados —el señor Berrycloth y su hijo—, demostrando así que no contaba con amigos de confianza. Ninguno pudo convencer a John de resolver la disputa en términos aceptables para ambas partes y distintos de un enfrentamiento, aunque se notaba que el marqués quería escabullirse del embrollo a como diera lugar y sin llegar a las armas. Eligieron Hayde Park de madrugada, pues era el lugar más utilizado y el más reservado para este tipo de encuentros. Los padrinos se encargaron de medir —reloj en mano— por segundos el terreno y clavaron las espadas en el suelo delimitando el campo de honor. Estarían espalda contra espalda y a la caída de un pañuelo blanco avanzarían diez pasos, girarían y dispararían un tiro a voluntad. Y, lo fundamental: no sería un duelo a primera sangre, sino a muerte por la gravedad de las ofensas. Tenían muy presente el reciente duelo entre Federico Augusto, duque de York y de Albany —hermano menor del príncipe de Gales—, que se había batido contra el coronel Charles Lennox y solo había conseguido que este le hiciera una herida en la cabeza a lo largo de la línea del cabello.

     Cuando a la hora estipulada se reunieron los seis en el parque, acompañados por el doctor Fernsby, el marqués le recordó:

—Todavía estáis a tiempo de dar marcha atrás. —Se quitó el chaleco, al igual que su rival, y ambos quedaron en camisas blancas inmaculadas.

—¡No hay nada en este mundo que sea capaz de detenerme! —y luego John se burló—: No sabía que erais tan cobarde.

—Vos lo llamáis cobardía y yo sentido común: ninguna dama vale tanto como para dar la vida por ella.

—Doy la vida por mi honor, ¿es que vos no lo tenéis? —lo azuzó el conde—. Imagino que alguien capaz de ponerse del lado de nuestros enemigos no lo tiene.

—Los negocios son los negocios, no iba a dejar que una guerra se interpusiera en medio de ellos. —Conrad se alzó de hombros mientras se ponían espalda contra espalda.

—Ni yo iba a permitir que un traidor, responsable de tantas muertes entre nuestras filas, se salga de rositas —los interrumpió el duque de Somerset con tono expeditivo—. Podéis dejar el teatro, Derby, nuestros hombres están aquí.

—¡¿Qué?! —Winchester lucía aterrorizado al constatar que los casacas rojas del ejército salían de detrás de los arces y que los rodeaban—. ¡¿Esto es una encerrona?!

—¡Claro que sí! —John estalló en carcajadas y los demás, con excepción de los abogados del marqués, lo imitaron—. No podíais pretender que me batiera a duelo con un traidor a la Patria. ¡Y menos cuando estoy de luna de miel con mi bella esposa! ¿A que se me dio muy bien engañaros a pesar de ser un pichón recién caído del nido? Saber que fuisteis vos quien conspirasteis con el capitán Hardy para que el ejército me convocara, utilizando a mi progenitor, ayuda a que sea un buen actor.

—Es hora de que os conduzcan a la Torre de Londres, el lugar en el que debéis estar —volvió a intervenir el duque de Somerset mirando a Conrad con asco—. Toda la alta sociedad pensará que os habéis comportado como un cobarde y que escapasteis del país para no presentaros al duelo. Vuestros amigos franceses no sospecharán que vais a contarnos todo lo que sabéis... Por las buenas o por las malas...

     Y, así, tuvieron que arrastrarlo porque el marqués de Winchester intentaba mantenerse clavado en el sitio, resistiéndose al destino que aguardaba a todos los que conspiraban contra el Imperio Británico.



https://youtu.be/IM4RaEx4amU


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