CAPÍTULO 21. Mensaje del Más Allá.
«Oír con los ojos es una de las agudezas del amor».
William Shakespeare
(1564-1616).
No le costó nada hablar con madamoiselle Clermont y que esta aceptase efectuar una sesión exclusiva para dedicársela por entero a John. Se sentía egoísta, quería emplear toda la energía de la bruja en su amado. Y si lord Nigellus volvía a aparecerse a soltarle aberraciones le respondería en consecuencia.
Eligió para el encuentro su dormitorio en Stawell House. Pensó que era el lugar apropiado, pues allí se habían dejado llevar por las tiernas emociones. Unos sirvientes apartaron de su sitio habitual la mesa de madera de ébano, sobre la que habían hecho el amor muchas veces, y la situaron en el medio. En esta oportunidad —más informal— madamoiselle Clermont no la recubrió con ningún mantel y solo colocó sobre ella un grueso velón. Caroline tenía la impresión de que las sombras que se le creaban en el rostro a la otra mujer y que le cambiaban la apariencia, simbolizaban la batalla entre espíritus para determinar cuál de ellos la poseería. Lady Elizabeth tenía razón: la bruja estaba muy desmejorada, sin duda contactar con el otro plano representaba un esfuerzo descomunal.
A continuación se sentaron una junto a la otra sobre cómodas sillas. Justo en el centro se hallaban las cartas de John, el anillo del zafiro azul, el relicario y decenas de pequeños objetos que él le había obsequiado.
—¿Estáis preparada, milady? —inquirió madamoiselle al apreciar que se hallaba muy nerviosa.
—Sí, aunque mi mayor temor es no poder hablar con John —le confesó angustiada.
—No digáis que no podréis, milady, significa tentar al Universo para que vaya en contra de vuestros anhelos y alentar a las fuerzas de la oscuridad —la corrigió y luego la cogió de ambas manos—. Os prometo que hoy hablaréis con vuestro John y que el encuentro será celestial.
Efectuó una pausa y luego pronunció:
—Aquí yacieron los amantes
y compartieron cada instante.
Cruzad el velo, John, y venid aquí,
pues os comunicaréis mejor que desde allí.
Caroline, alentada por el tono enérgico, por la rima infantil y por la seguridad de madamoiselle, cerró los ojos y visualizó a su amigo. El primer recuerdo que le vino a la mente fue el de John apoyándola durante el funeral de su anciano esposo, cuando más desorientada se sentía y más ingenua era. Luego le vinieron a la memoria los jardines de Ranelagh. Rememoró cómo le había descubierto un mundo libre de hipocresía y los desmanes de los hombres que la pretendían. Sonrió al rememorar la visita al club de caballeros y a la casa de la señora Kelly.
—Sí, mi Julieta, yo también os echo de menos.
La entonación no parecía la de John ni olía el aroma a almizcle de su piel, pero le hizo levantar los párpados enseguida porque solo él la llamaba con este nombre. Los rasgos de Clermont habían desaparecido y se hallaban en blanco, igual que un lienzo antes de que el artista esbozara en él un retrato.
—¡Ay, mi único amor, pensaba que nunca volveríamos a estar juntos! —A Caroline se le deslizaba un río de lágrimas por las mejillas al pronunciar estas palabras.
—En cambio, Julieta querida, yo sí estaba seguro de que vería vuestros maravillosos ojos plateados contemplándome con adoración. —Se acercó más a ella y le besó los párpados y los labios sin soltarle las manos—. Me he sentido muy culpable por haberos dejado para ir a combatir en Francia... Y luego por haberos despertado ilusiones con mi carta.
—No tenéis motivos para culparos, mi amor. Ahora que soy mayor os comprendo —y después, ansiosa, la baronesa le preguntó—: ¿Cómo os sentís estando del otro lado? Es lo que más me desvela, que os encontréis solo, perdido y en medio de la frialdad. ¿Cómo es la Muerte?
—Por el contrario, amada Julieta, la Muerte es un lugar muy concurrido. Y no lo afecta el transcurso del tiempo, fijaos que para mí ayer os dejé de ver y para vos han pasado años... Aunque continuáis exactamente igual de joven que antes.
—Me halagáis, milord, pero no os creo. Falta poco para que llegue a los treinta. —Caroline sonrió, consciente de que solo con John se le completaba el alma.
—Sabéis que estáis igual, mi amor... Me alegro de que hayáis elegido nuestro dormitorio para esta reunión. —Observó alrededor—. ¡Cómo nos divertíamos en ese magnífico lecho!
—Nunca olvido los momentos que compartimos, cielo. ¡Siempre tendréis un lugar en mi corazón! —le prometió Caroline, llorando—. Incluso aunque ahora sea la amante del marqués de Winchester, tal como os juré. —Y lo contempló con anhelo.
—Estoy orgulloso por cómo habéis salido adelante, mi dulce Julieta. —El rostro sin rasgos de madamoiselle tembló—. Y también de que hayáis encontrado la dicha, nunca hubiese deseado que languidecierais por mí. ¿Pensáis también en lord Nigellus?
—¡Jamás pienso en ese monstruo! Me robó los mejores años, no desperdiciaría ni un segundo en ese individuo. Solo os recuerdo a vos, es triste saber que ya no estáis a mi lado —y poniendo la frente contra la de él, la baronesa agregó—: Aunque haya hecho muchas locuras de las que no me siento orgullosa.
—¿Dejasteis de ser una ramera? —La voz sonó más grave y desprendía sarcasmo—. ¡Lo dudo, ahora os encamáis con el marqués de Winchester!
Caroline se asombró y lo miró angustiada.
—Solo he hecho lo que vos me rogasteis, amor mío.
—¿Cuándo le pedí a mi joven esposa que se convirtiera en meretriz? ¡Creo que deliráis, baronesa de Stawell! ¡Seguís siendo mi mujer, me debéis fidelidad, da igual cuánto tiempo pase desde que nos unimos en matrimonio!
El rostro de madamoiselle dejó de ser una máscara difusa para adquirir el desagradable aspecto de lord Nigellus. El hedor a queso rancio que lo caracterizaba le explosionó debajo de la nariz, pues se mezclaba con el de cuerpo putrefacto.
—¡¿Cómo os atrevéis a inmiscuiros en nuestro dulce reencuentro, viejo maligno?! —le gritó sin control—. ¿No os bastó con acaparar mis años más tiernos, depravado? ¡Salid de ahí, demonio, necesito seguir hablando con mi John!
Por respuesta el fantasma estalló en carcajadas y Caroline tuvo que contener las ganas de pegarle para no lastimar a madamoiselle.
—¡Seguís siendo tan crédula! —se burló el anciano, efectuando una mueca que le daba aspecto diabólico—. Esta noche vuestro John no ha estado aquí ni lo estará en un futuro próximo o lejano. ¡Jamás lo permitiré!
—¿Quién pensáis que sois para impedir que nos reunamos? —inquirió Caroline, colérica—. ¿Os volvisteis tan iluso que creéis que podéis apartar a dos almas que se aman por toda la eternidad? Tarde o temprano nos encontraremos, ¡le pese a quien le pese!
—Seguid soñando con vuestras tonterías mágicas acerca del amor —pronunció lord Nigellus, hiriente—. Ignorad la circunstancia aplastante de que estando en el otro plano soy mucho más fuerte que vosotros.
—¡Encontraré la forma de abrirle paso a mi John y nada podréis hacer! —Aulló Caroline, estremecida por la angustia—. ¡Madamoiselle me ayudará!
—¿Os referís a esta simple mujer? ¡Soy yo quien tiene la vida de esta bruja entre las manos! —afirmó el espíritu con desfachatez—. Pero seré benévolo con vos y os propongo un trato: una vida por otra vida, ese es mi acuerdo. Os ayudo a reuniros con el inútil de John si a cambio decís en voz alta y de manera clara que me entregáis el alma de Clermont... Pensad, es la máxima expresión de la justicia. ¿Acaso vos no os fuisteis a dormir mientras me daba el ataque, por miedo a que el médico me salvara? Pues yo os devuelvo el favor.
—¿Qué queréis decir? —Caroline se horrorizó.
—Simplemente que os traigo a John para que mantengáis una charla a cambio de que la bruja muera, mi desleal esposa. Y, por supuesto, la responsabilidad recaerá sobre vos.
Observó cómo lord Nigellus apretaba a madamoiselle por dentro. Un rictus de dolor le ensombreció las facciones, igual que si esa bestia la estuviese comprimiendo para convertirla en una áspera muñeca de adorno. Acto seguido empezó a convulsionar. Los dientes se entrechocaban y rechinaban, tal como si pretendiese que rasgaran la piel de la mujer y que los órganos explotasen hacia el exterior con la finalidad de pegarse al techo. O, debido al olor a quemado que percibió a continuación, como si fuera a desintegrarla por combustión espontánea o mediante un fuego proveniente directo desde el Infierno.
—¡Dejadla, no le hagáis daño! —Lloriqueó Caroline al comprender que sus esperanzas se frustraban.
Porque no consentiría que esa malvada criatura se saliera con la suya. Había llegado a encariñarse con madamoiselle, una persona que entregaba su salud para hacer sentir mejor a los que habían perdido a los seres queridos.
—¿Renunciáis a reencontraros con vuestro amante, entonces? —la interrogó lord Nigellus con una entonación de ultratumba.
—Renuncio a daros el gusto de asesinar a una inocente. No podría vivir con mi conciencia si os permitiese cometer tal inhumanidad —afirmó Caroline, contundente.
—¡Pero sí habéis podido vivir sin mí! —estalló el anciano, celoso—. Y no solo eso, sino que os habéis interpuesto en medio de los matrimonios unidos ante Dios... Tal vez os gustaría hablar con lady Margaret, está aquí a mi lado haciéndome compañía.
—No es necesario. Era la esposa de John solo de nombre. Es imposible que me pueda ayudar en algo, aunque esa fuese su voluntad. —Caroline cogió de inmediato el anillo del zafiro azul que estaba sobre la mesa.
—Esposa de nombre o no, os interesará saber que ella jamás permitiría que os pusieseis en contacto a través de este medio... Salvo, por supuesto, que yo la convenciera si vos tenéis la valentía de aceptar que asesine a la bruja. ¡Pero os negáis, así que nunca más volveréis a ver a vuestro John o a hablar con él!
El rostro de Clermont se transformó ahora en el vengativo de lady Margaret.
—¡Cómo disfruto con vuestra cara de horror! Porque así como vos pisoteasteis mis derechos al negaros a abandonar el funeral y luego al ser la heredera de mi marido, os juro por todo lo más sagrado que nunca os permitiré que os sigáis burlando de mí por este medio también —le soltó la mujer con tono cruel—. ¡Y esa sortija que con tanto ahínco sujetáis también me pertenece! —La cama se sacudió como si estuviesen en medio de un terremoto de gran magnitud y los perfumes volaron por el aire y se estrellaron en el suelo, llenando la estancia de intensos aromas.
—No desesperéis, amiga mía —la consoló el anciano—. Hoy, al menos, hemos destruido las esperanzas de esta furcia.
Y ambos abandonaron el cuerpo de madamoiselle, que cayó sobre el suelo igual que una marioneta sin dueño. Lo único que quedó del espíritu en el dormitorio fue el pestilente efluvio de la putrefacción, que las fuertes fragancias no consiguieron ocultar.
https://youtu.be/UOkYfyOemcE
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