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CAPÍTULO 20. Las desdichas conyugales de su alteza real.

«Todos deben casarse; no es lícito sustraerse egoístamente a una calamidad general».

Moritz Gottlieb Saphir

(1795-1858).

Aprovechando que las murmuraciones sobre lady Emma continuaban en el salón principal y que distraían a los asistentes, el príncipe de Gales arrastró a Caroline a la sala pequeña y le dio un apretado abrazo buscando consuelo. Ella solo podía pensar en John y lo cerca que se hallaba de hablar con él, así que tuvo que hacer un gran esfuerzo para contentarlo.

—¡Ay, milady, si me hubiese casado con vos cuán felices seríamos! —suspiró su alteza real y acarició con ternura la cabellera dorada de la baronesa.

—Era imposible que estuviese a la altura de tan gran honor, Majestad —reconoció con humildad, dirigiéndose a él como si ya fuera rey.

—¡¿Y consideráis que la tosca Carolina de Brunswick sí lo está?! —El príncipe la contempló pasmado.

—¡Desde luego que no! —exclamó lord Robert, aproximándose a ellos como si los hubiese estado espiando—. Solo por este cuerpo perfecto y por la hermosura de este rostro milady merecería llevar la corona.

     Caroline se mantuvo en silencio. Era de conocimiento público que el heredero y su mujer se habían odiado desde que habían contraído matrimonio el ocho de abril de mil setecientos noventa y cinco.

—¡¿¡Podéis creer que en la noche de bodas me condenó a dormir en un sofá y fuera de la habitación de matrimonio del palacio Saint James?! Decía que estaba borracho, lo cual era lógico porque de otro modo me hubiese resultado imposible resistir la ceremonia y yacer con esa mujer —chilló el príncipe, molesto, como si aún le costara asumir tal despropósito—. Reconozco, eso sí, que no me perdí mucho, pues la única vez que me acosté con ella me aburrí tanto que dormí como un lirón toda la noche. Por fortuna de ese encuentro nació mi hija Carlota y ya no hubo necesidad de que volviese a frecuentar su cama.

—¡Pobrecillo, cuánto habéis sufrido! —exclamó Caroline por compromiso y le palmeó la mano.

—Vos también lo habéis tenido muy difícil, milady —le replicó el heredero de la Corona—. Vuestros padres os casaron con un anciano más feo que el pecado. ¡Y que, encima, despedía olor a queso!

—Coincidiréis conmigo, George, en que vuestra esposa tenía expectativas exageradas. En lugar de tomárselo por lo que era, un matrimonio de conveniencia igual a tantos otros, se empeñaba en reformaros y en haceros proclive a la vida familiar —analizó lord Robert con tono irónico.

—¡Dios me libre de tal espeluznante destino! —exclamó el príncipe, daba la impresión de que iba a vomitar—. Nada hace que merezca la pena dejar mis diversiones.

—Al menos vuestra esposa María sabía compartir nuestras juergas, es una pena que os hayáis aburrido de ella —le recordó lord Adam, entrando también en la salita.

—Las disfrutaba, pero no os olvidéis de que es mucho mayor que yo. Por desgracia, ha perdido sus encantos y ni siquiera se cuida. Quizá por eso le dio de nuevo por el catolicismo y ponía reparos para asistir a nuestras reuniones habituales —concluyó el heredero con desapego.

—Recuerdo como si fuera hoy cuando os embadurnasteis en sangre para que María pensara que ibais a suicidaros si no aceptaba casarse con vos. —Se rio Adam.

—¡Las tonterías que comete uno en la juventud! —el príncipe de Gales lanzó una carcajada—. María me dio el sí y luego escapó lejos durante más de un año, esperando a que mi amor se esfumase. No lo consiguió, cualquiera sabe que la lejanía provoca que los sentimientos aumenten. Le envié un ojo de amante, concretamente la miniatura de mi ojo derecho, junto a una carta. Y al poco tiempo cedió y se casó conmigo.

—Y luego os paseabais por la Ópera de Londres, cada uno con el ojo del otro, mirándoos desde lejos. ¡Era una escena tan conmovedora y tan inocente! —Lord Robert se carcajeó.

—¡Las estupideces de la inmadurez! Todos caemos en ellas. Pero vos no cambiéis nunca por nadie, milady —añadió su alteza real en dirección a Caroline y la señaló con el dedo índice—. De nada vale adaptaros y fingir que sois otra persona. La vida es muy corta y hay que gozarla —le rogó, poniendo énfasis en las palabras.

—Sin duda tenéis razón, Majestad —coincidió ella para dejarlo contento.

—Vuestro padre forzó la boda con su sobrina Carolina y os hizo bígamo, George —afirmó lord Adam, lanzando una risotada—. Esperaba que sentarais cabeza, y, en cambio, consiguió el efecto contrario.

—¿Qué podíais esperar de un loco? ¡Solo locuras! —bramó el príncipe—. A partir de ahí necesité exprimir cada minuto como si fuese el último. ¿Cómo no iba a hacerlo si me obligó a casarme con la hija de su propia hermana, sin importarle el parentesco cercano que nos unía? ¡El rey me empujó a cometer incesto!

—Porque vuestro padre debía de ser el único que no conocía vuestro matrimonio secreto. —Lord Adam dio rienda suelta a la risa de nuevo—. ¡Os hizo bígamo e incestuoso con una simple y trastornada decisión!

—Aunque creo que, peor que eso todavía, fue unirme a una mujer insulsa, desagradable y poco agraciada —se quejó el heredero—. ¡Y ahora no sé cómo desembarazarme de ella!

—¿Y si os amparáis en la nulidad de vuestro matrimonio? Porque si ya estabais casado con María este no tiene ningún valor. —Caroline intentó aportar su grano de arena.

—Creedme que lo he pensado, milady, pero no me beneficia —arguyó él y lanzó un gemido—. Convertiría en bastarda a mi hija y con el escándalo que se formaría me alejaría todavía más de los parlamentarios que me consideran poco apto para ejercer una regencia. Todos sabemos que el rey va a peor, el otro día saludó a un roble pensando que era Federico Guillermo III de Prusia. —Todos largaron unas incontrolables risotadas—. ¡Solo mi padre es capaz de confundir un árbol con una persona! Es cuestión de tiempo que lo encierren en un loquero, el sitio donde debe estar.

—¡Cómo os entiendo, Majestad! —Caroline intentó animarlo mostrándose empática—. ¡Qué mal lo debéis de estar pasando!

—Vos me traéis frescura, lady Caroline —le susurró el príncipe en el oído—. Vuestras reuniones son momentos que espero con impaciencia.

—¿No os resultan aburridas? —Se sorprendió la baronesa—. Todas las anfitrionas se desviven por contar con vuestra presencia.

—Aceptaría cualquier cosa con tal de no volver a Saint James, sin ánimo de ofender. ¡Pero vos nunca me aburriríais! Sois mi hermana masona, además. ¡Os halláis a un nivel que las demás jamás conseguirán alcanzar! —exclamó el heredero, apasionado—. No sé cómo lo lográis, seguís pareciendo una adolescente. Estoy empezando a pensar, milady, que habéis hecho un pacto con el Diablo.

—Estas son unas acusaciones muy serias, Majestad, deberéis retractaros —le soltó Caroline con desparpajo, haciéndolos reír.

     Cuando los invitados se fueron y la baronesa se quedó a solas con el marqués, este la abrazó y le preguntó:

—¿Iréis a pedirle a madamoiselle Clermont que os haga una sesión para invocar a John?

—Sí, milord, necesito tener la seguridad de que está bien. —La chica le acarició la mejilla.

—Os entiendo, milady, yo también apreciaba a Derby. Era un buen chico.

—Espero que recordéis que también os aprecio, milord. —Caroline lo besó.

     En los casi cinco años que llevaban de relación no solo había conseguido la estabilidad, sino que se atrevía a afirmar que le tenía afecto. No la unía un amor arrebatador como el que la ataba a John, sino un cariño reposado, conformista. Sabía que si su amigo no hubiese muerto jamás se hubiera apegado al marqués, pues eran dos sentimientos opuestos. El que seguía sintiendo por John era único y arrasador, tan exaltado y tan frenético como un volcán en erupción, en tanto que el que la unía a Conrad era manso y seguro.

—Decidme algo, milord, y por favor sed sincero. —Caroline clavó la vista en él—. ¿Extrañáis vuestras visitas a lo de la señora Kelly?

—Si lo que en realidad me preguntáis es si en este lustro he visitado la casa de la abadesa, mi respuesta es un no rotundo. —Conrad le mordió el labio inferior con ansias.

—No es eso lo que os he preguntado, milord —insistió la joven.

—Las tentaciones existen, milady, pero siempre pienso en vos primero —afirmó con gesto posesivo—. La fidelidad quedó reflejada por escrito en nuestro acuerdo. Y si os enterarais de que os he sido infiel vos también me lo seríais y no me gustaría compartiros con otros caballeros. ¡Os deseo solo para mí!

—Me alegro de que penséis así, milord.

     Conrad la besó y la conversación finalizó en cuanto empezaron a hacer el amor. No lo disfrutó porque se hallaba distraída pensando en John, en el anillo del zafiro azul y en madamoiselle Clermont. Además, una idea le rondaba el cerebro igual que una pesada mosca. John no podía volver de la muerte, pero ¿y si acordaban una forma en la que Caroline pudiera ir hacia él? Se hallaba dispuesta a dar su vida con tal de estar juntos por toda la eternidad.



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