CAPÍTULO 2. Preservativos de intestino de oveja.
«Cuanto mayor es el placer sexual del hombre, mayor es la felicidad de la mujer».
Platón
(427-347 a. de C.)
—¿Y cuál es esa idea brillante que os ha distraído del sexo salvaje, milord? —Caroline recorrió con el índice la nariz de su amigo y después continuó la caricia hacia el vientre.
—También está relacionada con el sexo. Es imposible distraerme de mis pulsiones hallándome con una dama tan exquisita como vos —pronunció él, maravillado.
John se sentó en el lecho y le masajeó los senos. Acto seguido, le tiró suave de una aureola y luego de la otra, solo para verla estremecerse de nuevo. Después la saboreó con deleite, recreándose en el aroma a rosas y a lilas.
—Y esa idea es... —lo apremió Caroline, se retorcía mientras el hombre le acariciaba el muslo.
—La idea consiste en que para salvaguardar vuestra libertad de decisión deberíais convertiros en cortesana —John le soltó después con desparpajo, dándole un mordisquito en el hombro.
La joven, incrédula, se incorporó en la cama.
—¡¿Acaso os habéis vuelto loco?! —Caroline le propinó un golpe en la mejilla—. ¡Cómo osáis sugerir, siquiera, que me convierta en ramera! ¡¿Y qué clase de amante sois que, en nuestra primera noche juntos, pretendéis compartirme con un sinfín de caballeros?!
—No me he explicado todavía, dulce dama. Por favor, no os enfadéis sin escuchar todo lo que tengo que deciros.
John se le colocó enfrente tal como se hallaba, los dos seguían desnudos sobre el lecho. Intentó la hazaña de clavarle la vista en los ojos en lugar de en los pechos o en la entrepierna, que ella exhibía sin ningún tipo de reparos.
—Habéis tenido la oportunidad de apreciar, tal como os he vaticinado, los siniestros planes de vuestra madre y de vuestro hermano. De esta os habéis salvado, cándida amiga, pero ¿quién os garantiza que el tutor que os ha nombrado vuestro marido no se aproveche de vos en el futuro? Podría intentar negociar vuestra libertad con un aristócrata a cambio de dinero. O, peor todavía, acordar vuestra unión con un burgués acaudalado, como hizo mi progenitor, y terminar cargando con una persona incompetente en lo relativo a las formas de la alta sociedad, del mismo modo que yo cargo sobre las espaldas a la solterona de lady Margaret.
—Es un abogado reconocido, milord, un profesional del Derecho intachable. Y no os olvidéis de que yo soy una viuda rica y no una debutante desvalida —repuso Caroline, mordiéndose el labio inferior con sensualidad—. Además, no entiendo cómo volverme una meretriz podría salvarme de ese porvenir. ¡Un destino de cortesana no es lo mío! En mi opinión, sería peor el remedio que la enfermedad.
—Por desgracia es precisamente vuestra riqueza, tierna amiga, la que os convierte en un objetivo privilegiado y la que no os ampara de situaciones tan injustas como las que hoy habéis vivido.
John la besó sobre la frente y aspiró la deliciosa esencia floral. Después la contempló con la misma pena de cuando eran pequeños y ella no lograba colgarse hasta la copa del manzano para coger la fruta más suculenta.
El conde continuó explicándole:
—Lo que necesitáis con mayor premura es poder, milady. Desafortunadamente, debido a vuestra condición femenina esta sociedad os condena a que solo lo podáis conseguir convirtiéndoos en la amante de un duque o en la de un marqués. Y no de uno cualquiera, sino que deberá contar con influencias en la Corte y en el Parlamento. Así, os tornaréis vos también en una fuente de poder, en alguien de referencia para la toma de decisiones vitales. En una dama que mirará para sí, pero que también será capaz de guiar a ese hombre dominante de acuerdo a sus necesidades y conseguir de él lo que quiera. Nadie se atreverá a haceros daño, bella Caroline, sino que todos se pelearán por estar cerca de vos. Seréis la madame de Pompadour inglesa...
—Para eso tendría que convertirme en la amante de George III y todos sabemos que él no le ha sido infiel a la fea Carlota... Y ahora que no está bien de la cabeza, me temo que preferiría recitar una poesía de Milton a hacerle el amor a una mujer. ¡Si hasta nuestra soberana le teme y se mantiene bien apartada de él!
—¡Ay, milady, qué candorosa sois! El rey no es quien gobierna nuestro Imperio, son otros que están en la sombra. ¿Cómo podría, además, si está loco de remate? —John descartó lo que Caroline comentaba con un simple movimiento del anillo de zafiro, negándole importancia—. Tan solo os puse un ejemplo de cuán relevante podríais ser.
—Así explicado no suena tan horrendo. Parecía que me queríais convertir en una prostituta de la calle o de las que se pasean por las posadas o de las que frecuentan los clubes de caballeros, vendiéndome al mejor postor. —La aclaración tranquilizó a Caroline—. Quien me enfrentase tendría que enfrentarse también a mi protector, entiendo vuestro razonamiento.
—¡Exacto! —John se sintió feliz de que, al fin, se diese cuenta de sus intenciones—. Me gustaría ser yo vuestro paladín, igual que cuando éramos críos, pero por desgracia no cuento con esta clase de privilegios. En el pasado mi linaje regía el destino de muchos, aquí y en el continente, pero ahora somos un cero a la izquierda. Y mi esposa y mi suegro solo son burgueses adinerados, no intervienen para nada en los designios de nuestro Imperio. No obstante, sí soy la persona indicada para ayudaros a encontrar el amante perfecto.
—¿Y dónde nos deja esto a nosotros? —Caroline señaló de uno a otro—. ¿Este placer que hemos conocido no volverá a repetirse?
—¡Claro que seguiremos gozando juntos! —se asustó él, una cosa era ayudarla y otra volverse idiota de repente—. Siempre hemos sido amigos y esto jamás cambiará, milady. Vuestro protector deberá admitirlo o vivir en la ignorancia. No podéis permitir que, de entrada, os ponga exigencias con las que no estáis de acuerdo o que os aparte de las personas que más valoráis. ¡Si hasta embaucamos a lord Nigellus para que yo os siguiera visitando! Fui tonto, debería haberlo adornado con una enorme cornamenta también... Reflexionad: es imposible que vuestro amante os cuide las veinticuatro horas del día. Cuando se distraiga, no dudéis de que me escurriré dentro de vuestro lecho. Eso sí: aseguraos de rodearos del servicio de vuestra confianza y pagadle por encima de lo acostumbrado para que sea siempre fiel a vos.
—Me parece bien, milord. Era injusto que cuando me acabáis de enseñar las delicias de la cama debiera renunciar a ellas. —Caroline se le acercó más y le recorrió la boca con la lengua—. Pero hay una condición: tengo claro como el agua que no me volveré a acostar con un anciano ni con un caballero poco agraciado. Considero que con lord Nigellus he cubierto mi cuota de fealdad, de vejez y de desdicha en esta vida.
—Resulta obvio que siempre deberéis tener presente vuestras inclinaciones, bella dama. Sois hermosa y los duques y los marqueses se pelearán por recibir vuestros favores. —John movió de arriba abajo la cabeza.
—¿Estáis completamente convencido de que estaré a la altura de la labor? —Caroline se sentía bastante insegura.
—No existe el menor género de duda, milady. Tenéis con qué atraer y con qué retener a vuestro patrocinador. —Y para ratificar las palabras John le rodeó con las manos los abundantes pechos: la tersura de la piel lo obsesionaba y lo hacía desvariar durante la conversación—. Además, no es un tema que debáis decidir a la ligera. Quiero que lo reflexionemos en calma.
—Sí, milord, estoy de acuerdo con vos. Es un cambio radical y necesito meditarlo varios días. Debo analizar si convertirme en cortesana es una solución o lo que de verdad deseo ser. —Caroline frunció el entrecejo—. ¿Y si pierdo la honra y el buen nombre sin conseguir nada a cambio?
—Lo conseguiréis, ingenua amiga, de eso no tengo la menor duda. Recordad que esta sociedad hipócrita admite que una viuda rica tenga amantes. No ignoro que en vuestro desempeño actuaréis con la mayor discreción. Por supuesto, firmaréis un acuerdo con vuestro duque o con vuestro marqués donde estableceréis que jamás podrá divulgar vuestra condición ni los pagos que os haga ni las propiedades, joyas o vestimenta que os proporcione.
—Riqueza tengo, milord, ¿es necesario que estipule tal extremo? —vaciló ella, poniéndole voz a los últimos reparos.
—Sí, candorosa dama. Estos caballeros piensan que lo que más cuesta es lo que más vale, de no hacerlo rebajaríais vuestro valor. —John le dio un beso en la punta de la nariz—. La riqueza llama a la riqueza. Iréis acumulando una fortuna considerable que nunca viene mal, sobre todo para manteneros en la madurez si no tenéis hijos... Nadie esperará que brindéis vuestro tiempo por amor al arte.
—Con vos lo he hecho, milord, no os he cobrado nada en absoluto. —Caroline reptó por el vientre de su amigo—. ¿Habré cometido un error? —inquirió, burlona.
Y lo acarició. La respiración de John se convirtió en estertores, como si fuese un enfermo agonizante. Estremecido, la abrazó y le colocó la cabeza entre los pechos. Una vez más, se dejaron arrasar por la pasión.
—Creo que no me he desempeñado tan mal. ¿Qué opináis, milord? —le comentó Caroline un cuarto de hora más tarde.
—¡Os infravaloráis, milady! ¡Lo vuestro es magia pura! —John le acarició el cuerpo, y, sincero, le susurró en el oído—: ¡Nunca he conocido tanto placer! Me habéis disparado hacia el centro del Universo y me habéis convertido en una estrella fugaz.
La muchacha se levantó y se higienizó con un lienzo en el aguamanil. Luego se secó y regresó al lecho lo más rápido posible. Notó en la mirada de John la adoración, como si ella fuese una diosa. Quizá Afrodita surgiendo de la espuma del mar.
—Noto que vuestro enorme amigo comienza a elevarse otra vez —comentó Caroline, asombrada—. ¡¿Cómo es posible que os recuperéis tan pronto?!
—Olvidáis, milady, que vuestros ojos están acostumbrados a la decrepitud —se mofó John y esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. Ahora sois testigo de lo que ocurre cuando un caballero joven y agraciado os contempla.
El mero hecho de recordar que Caroline se había visto obligada a yacer con el repugnante de lord Nigellus le revolvía el estómago y le daban ganas de ocasionarle destrozos al mobiliario. Si no estuviera muerto lo fulminaría en ese instante, porque cuando los ojos plateados de Caroline se cerraron poco antes en medio de un gratificante orgasmo se sintió igual que un espadachín en el asalto final del duelo.
—¡Esto sí que es dicha, milord, no hay ninguna necesidad de fingir!
—Estoy a vuestras órdenes, estimada amiga. Si necesitáis satisfacción inmediata o tenéis un pequeño picor enviáis a un lacayo con una nota y voy a vuestro encuentro enseguida —se ofreció John, poniendo la sonrisa de pirata que tanto la conquistaba.
—Dudo que vuestra esposa esté de acuerdo con esta proposición —suspiró Caroline y le frotó la barba naciente con dulzura.
—No invirtáis en lady Margaret ni un mísero segundo, pues ni siquiera recuerdo la última vez que yací con ella, obligado por mi padre. —John movió la mano izquierda sin darle importancia y luego jugó con el anillo del zafiro azul—. Creo que fue al consumar el matrimonio en nuestra noche de bodas. Salvo que borracho me haya acostado otra vez, cosa que dudo... Esa mujer tiene lo que ambicionaba, su título nobiliario, y no desea nada más de mí. ¡Si hasta le horroriza el sexo y la posibilidad de embarazarse!
—¿No es demasiado mayor para quedar encinta? —le preguntó Caroline, extrañada.
—Parece mucho mayor de lo que es. —John deseaba cambiar de tema o el malhumor lo invadiría, pero necesitaba ser sincero—. Odia las relaciones sexuales y le encanta que satisfaga mis apetencias en cualquier sitio menos con ella, situación que yo por supuesto le agradezco. Por eso acordamos que permanezca en el campo mientras que yo resido en Londres.
—¡Qué triste que os hayáis encadenado de este modo! —se lamentó la joven y le dio un beso apasionado—. ¡Vuestro padre fue tan abominable como el mío!
—¡Cierto!... Y hablando de embarazos, milady, deberíais pensar en cómo protegeros.
—¿Para qué? En tres años no fui capaz de darle un hijo a lord Nigellus. Él repetía a quien lo quisiera escuchar que yo era estéril porque tenía desparramados por ahí varios bastardos. —Caroline lo pronunció con satisfacción, como si no le importase tener descendencia en el futuro.
—Era obvio, belleza mía, que estabais con un hombre en el invierno de su existencia. Yo, en cambio, me hallo en la plenitud de mi vigor —reconoció John con desparpajo y se señaló el miembro, que rompía la ley de la gravedad—. Si me continuáis satisfaciendo y os conseguís un protector no solo las probabilidades de preñaros se duplican, sino que también correréis el riesgo de contraer sífilis u otras enfermedades venéreas.
—¿Sífilis?
Caroline no había reflexionado en ninguna posibilidad más allá del placer y de la venganza cuando se entregó a John.
—Sí, milady, la sífilis... Es importante que sepáis que la mayoría de vuestros posibles protectores son libertinos impenitentes. No solo os debéis guiar con ellos por las expresiones bonitas y por los juegos de ingenio, porque dirán lo que les convenga para acostarse con vos. —John la instruyó.
Acto seguido le acarició la abundante cabellera en tono rubio nórdico. Se sentía atraído por la sedosidad y la prefería millones de veces a las pelucas que Caroline solía utilizar siguiendo las antiguas costumbres aristocráticas.
John continuó ilustrándola:
—Además de contar con una o dos amantes, se considera normal visitar dos o tres burdeles en compañía de los amigos en cada noche de juerga. Como parte de mis enseñanzas os disfrazaré para que vayáis conmigo a un prostíbulo y a una casa de juego, así comprenderéis cómo son en realidad los hombres cuando no hay una dama cerca.
—¡Qué idea tan interesante! Os tomo la palabra —Caroline vaciló unos segundos y después inquirió—: Y vos, milord, ¿hacéis lo mismo?
—Sois mi única amante, amiga mía, os lo juro. Desde hace un par de años encuentro más placentero desahogarme con las muchachas de la casa de la señora Kelly, en Arlington Street... Encontraba, mejor dicho... La abadesa[*] es quien mejor sabe qué jóvenes pueden satisfacer los deseos de cada caballero y jamás se equivoca... Pero no me pongáis esa cara. Os prometo que desde ahora y hasta que tengáis a vuestro protector solo me acostaré con vos.
—¿Y no me habréis contagiado hoy vuestra sífilis? —lo interrogó, la voz se asemejaba a un lamento.
Caroline lo observaba con horror, tal como si esta enfermedad fuese una bestia maligna y se le hubiese posado justo encima del vientre.
—Quedaos tranquila. Nunca lo he hecho sin cuidarme, en Londres hay dos tiendas que venden preservativos y soy un asiduo cliente. Mis preferidos son los de intestinos de oveja porque tienen más resistencia y no se pierde la sensibilidad, pero los hay también de cerdo y de pescado.
—¿Preservativo, milord? Nunca he escuchado tal palabra. ¿Y qué es eso?
—Mejor os muestro uno —se ofreció John y le hizo un guiño.
Se paró, desnudo como se hallaba, y del interior de la casaca extrajo una cajita: dentro había una especie de tela doblada. A continuación regresó al lecho y se la entregó.
—¡Nunca he visto algo tan extraño! —comentó ella en tanto lo sujetaba entre las manos con curiosidad—. Huele a cuero y a jabón de grasa.
—El cordón que veis se ata aquí. —John le señaló la tira que se anudaba a la base del miembro—. La otra punta está cosida. Se supone que después de usarlo debería lavarlo para volverlo a utilizar porque son muy caros, pero yo prefiero destinar uno por noche para evitar inconvenientes. Os aconsejo que como parte del acuerdo obliguéis a vuestro duque o a vuestro marqués a que os aprovisione con cientos de ellos. Recordad que antes de utilizarlos hay que remojarlos dos horas en agua o en leche templada... Casanova prefiere los condones de lino, pero no son tan fiables: puede traspasarse el líquido de un lado a otro y no se siente lo mismo.
—¿Y me protegerá también de una posible preñez, milord?
—Sí, por supuesto. —Él movió de arriba abajo la cabeza.
Se advertía que a Caroline la entusiasmaba esta novedad, que les confería a las mujeres un medio para liberarse de los embarazos no deseados.
Luego John le dijo en broma:
—Aunque también podríais utilizar el anticonceptivo de las antiguas egipcias, milady: llenaros la vagina con un compuesto de excremento de cocodrilo y de leche ácida.
La joven esbozó un gesto de asco y repuso:
—No me extrañaría que hubiese miles de esos reptiles en el Támesis. Se ve flotar en el río cualquier inmundicia y despide un olor nauseabundo... Aunque paso de ese sistema, preferiría embarazarme de mellizos antes que utilizarlo.
—Pues entonces id familiarizándoos con esto, curiosa amiga. —John le quitó el preservativo y se lo puso delante de los ojos.
—Me resulta difícil imaginaros con él puesto. ¿Podríais hacerme una demostración, si no es mucha molestia?
Caroline clavó la vista en John con sensualidad y este volvió a sentir que la sangre le bullía en las venas y en las arterias.
—Vuestros deseos son órdenes para mí. —El conde se lo colocó con pericia, y, deseoso, la empujó sobre la cama.
—Se nota que leéis mucho y que disfrutáis de una gran imaginación, milord.
—Y seguiré haciendo todo lo que haga falta para satisfaceros, hermosa dama.
—¿Todo, todo? —Caroline se mordió el labio inferior.
—Todo.
—Pues, entonces, dejad de hablar y hacedme el amor.
Y le clavó las uñas en el trasero, animándolo a poseerla con la máxima energía.
[*]Se llamaba abadesas a las madamas de los prostíbulos porque como las de los conventos tenían chicas a su cargo.
https://youtu.be/ICCxnhXr5FY
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