CAPÍTULO 18. Fin de la inocencia.
«La verdadera inocencia no se avergüenza de nada».
Jean-Jacques Rousseau
(1712-1778).
Hacia finales de año los reclutamientos masivos de los revolucionarios franceses crearon enormes e implacables ejércitos. Esto, unido al uso indiscriminado de la guillotina para reprimir a las voces disidentes, consiguió lo imposible: repeler a la coalición y sofocar las revueltas internas.
Sin embargo, a Caroline le daba igual el resultado de la guerra después de que esta le hubiera arrebatado a John, el amor de su vida. Más aún, desde que el duque de Somerset le comentó con preocupación que Inglaterra perdía el conflicto y que los espías pululaban de un extremo al otro del Imperio, ella sentía una cierta satisfacción interna, pues responsabilizaba a la Patria de haberle robado lo único que consideraba imprescindible. Durante este lapso, empeñada en su revancha, había alternado las reuniones de la logia con los juegos de cartas.
—¿Habéis tomado una decisión? —le preguntó el marqués en un encuentro fugaz durante su paseo habitual con Emily y con Elsie por los jardines de Ranelagh.
—Aún no —le mintió.
Había resuelto que honraría la promesa que le había efectuado a John y que firmaría con él, pero era conveniente para sus planes que siguiera en la ignorancia.
—Os equivocáis si pensáis que Henry tiene más poder que yo o que mi familia. Además, habéis comprobado que a la hora de la verdad él no ha querido llevaros del brazo y os ha dejado sola —le recordó Conrad el entierro de su amigo, sin mencionarlo directamente para no provocarle sufrimiento.
—No os distraigáis pensando en el futuro —lo frenó Caroline.
—¡Pero falta tan poco! —El noble, suplicante, le clavó la vista—. ¿Me vais a tener en ascuas hasta el final? Os prometí fidelidad, además del doble de los bienes materiales que pueda ofreceros Henry o cualquier otro caballero.
—Lo sé, milord, y si firmáramos también os honraría con mi lealtad... Pero dudo de que vos le podáis ser fiel a alguien...
Un mes después, Somerset la citó en el palacio ducal para hablar del contrato.
—Soy la baronesa de Stawell —le informó al mayordomo—. Su Excelencia me espera.
Y le entregó la tarjeta. Se trataba de Howard, el mismo individuo que tanto la había menospreciado en la anterior visita.
—Pase, milady —la invitó, sin que el rostro indicara reconocimiento—. Está en su despacho.
Caroline lo siguió. Caminó a lo largo de pasillos adornados con pinturas de Angelika Kauffmann, de Vigée Le Brun, de François Boucher, de Jean Fragonard, de Gainsborough, de George Knapton, de Giovanni Pannini, de Leonardo da Vinci. Estas maravillas se alternaban con los retratos de la familia del duque, que lucían ropajes de otras épocas.
Le resultaba curioso apreciar sus rasgos en caras femeninas y en caballeros medievales que portaban brillantes armaduras. Pensó, divertida, que estos últimos debían de estarse revolviendo en las tumbas al ser testigos de las camas redondas que organizaba como miembro de la camarilla licenciosa del príncipe de Gales, para quien el placer sexual era lo primordial.
—¡Ah, aquí estáis! Sentaos, milady.
Su excelencia levantó la cabeza y le pidió con la mano que entrase. Ni siquiera le sonrió para darle la bienvenida mientras Caroline se acomodaba del otro lado del escritorio. Le chocó la imagen, pues parecía que iban a cerrar un simple negocio. «Hace cinco años se esmeró más, me hizo sentir deseada», pensó la baronesa y esbozó una sonrisa irónica. Era evidente que Somerset ya no usaba la careta con ella y que se mostraba tal cual era, un redomado egoísta.
—Os felicito, milady, sois la feliz propietaria de Durham House y del resto de riquezas que os correspondían al cumplir el lustro como mi amante. Si no os parece mal, me gustaría seguir utilizando la mansión durante los próximos cinco años para llevar a cabo nuestros encuentros y las reuniones.
No obstante, la joven no lo escuchó: por encima de la cabeza del duque colgaba el desnudo que le había hecho Romney. Allí estaba, a la vista de todos. También le había mentido en esto, pues no había ningún cuadro encima que lo tapara. «Todos a los que cita me ven así. ¡Lo utiliza para proclamar que soy de su propiedad! Otro objeto costoso que lucir», se indignó y una furia intensa le brotó desde el alma. ¡¿Cómo podía haber sido tan inocente para creerle?!
—Tenéis veintitrés años ahora, aunque sigáis pareciendo una adolescente. Cuando finalice el próximo contrato contaréis con veintiocho, edad muy avanzada en una mujer —le explicó el duque, frotándose la barbilla—. Esta será nuestra última renovación y por ese motivo he incrementado las recompensas, para que luego podáis vivir sin temor al futuro.
—Habéis puesto mi retrato aquí y no está escondido —Caroline lo acusó, pero él no pareció darle importancia.
—¡Ah, sí, me encanta verlo! Además, en este despacho solo entran los íntimos, a quienes vos tan bien conocéis. Sois muy hermosa, milady, no merecéis que tape vuestros encantos.
Resultaba obvio que no consideraba personas a los miembros de la servidumbre que limpiaban la oficina.
—¿Y quién acomoda esta habitación? Porque los criados que acceden aquí también me ven...
—Solo Reginald se encarga de ello, milady, no confío en nadie más para estar cerca de mis documentos. Dejad de mirarme con reproche. ¿Acaso no os fiais de la discreción de mi lacayo? Os recuerdo que es el mismo que trae y que lleva nuestros mensajes importantes.
—Y yo os recuerdo, Excelencia, que quedamos en que pondríais otra encima para proteger mi honor... Y, también, que si no continuábamos juntos el retrato se iba conmigo.
Caroline se levantó, caminó hasta la pintura de George Romney y la descolgó de la pared.
—¡¿Me estáis diciendo que no firmaréis un nuevo contrato y que rechazaréis la paga equivalente a la fortuna de un rey?!
Y lo vio transido por una emoción distinta de la lujuria, la única que ella parecía inspirarle.
—Sí, Excelencia, espero que no os lo toméis a mal, pero eso es exactamente lo que os estoy diciendo. —Caroline volvió a sentarse.
—¡No os entiendo! —El duque se pasó la mano por la cabellera, anonadado—. ¡¿Os negáis solo porque he expuesto aquí vuestro desnudo?!
—Sí, Excelencia, se trata de una cuestión de confianza y vos habéis violado la mía. Venía decidida a renovar el acuerdo, pero he descubierto que no habéis cumplido vuestra promesa —le mintió y efectuó un gesto de dolor—. Iba a hacerlo aunque dudaba porque me vendisteis al marqués en el juego de cartas... Lo mismo que hicieron mis padres con el anciano barón de Stawell, aunque vos habíais jurado protegerme.
—¡Pero si lo pasasteis genial, milady! —Parecía idiotizado, como si Caroline le hablase en griego—. ¡Y fue un simple beso! Os recuerdo que os negasteis a acostaros con él y yo lo acepté.
—No se trata de eso, Excelencia, sino del valor de la palabra empeñada. Me embargaban las dudas, también, porque cuando me enteré de la muerte de mi amigo, el conde de Derby, vine aquí a buscaros desesperada y vuestro mayordomo me echó a patadas, tratándome como si fuese una mujerzuela... Por si lo olvidáis, esa noche estabais en lo de la señora Kelly y ella me transmitió vuestra respuesta: que subiera a acostarme con todos o que abandonase el prostíbulo.
—¡Pero, pero! —Somerset no conseguía vocalizar—. ¡Pero si nunca os prometí ni os exigí fidelidad!
—Ni yo os he sido fiel tampoco, Excelencia. Reconoceréis, asimismo, que jamás os juré que después de cinco años continuaríamos.
—Lo daba por hecho, milady, aunque no sabía que hoy me haríais una recopilación de todas mis ofensas. —La furia comenzaba a ganarle al escepticismo—. ¿Y no habéis pensado en el príncipe de Gales y en lord Robert? Robert os ama y jamás se ha acostado con vos. ¡Qué egoísta sois, milady, cómo les podéis hacer esto! ¡Gracias a ellos sois aprendiza de nuestra logia!
—¡Claro que sí pienso en ellos, Excelencia! —Caroline esbozó una sonrisa distante—. Pero como vos tan amablemente me habéis comunicado, en cinco años planeabais descartarme, así que pronto encontraréis a otra dama que me sustituya... Me gustaría que sigamos siendo amigos después de dejar de ser amantes, tengo muy buenos recuerdos de todos vosotros.
—¡¿Amigos?! ¡¿Me estáis diciendo que nunca volveremos a acostarnos?! —El duque se tiró de los pelos, estupefacto.
—Al ver mi desnudo impúdicamente colgado a la vista de todos me he dado cuenta de que debo ponerle freno a mi conducta licenciosa. Bajo vuestra tutela, Excelencia, cada día estoy más cerca de ser una meretriz y más lejos de seguir siendo una dama. —Caroline bajó la mirada hacia el suelo con falsa modestia, para que no viese cuánto disfrutaba con su venganza—. Tampoco ayuda que penséis deshaceros de mí cuando sea mayor. Si me permitís ser sincera, eso es algo rastrero y despreciable. ¿Acaso vos os hacéis más joven con el paso de los años? ¡Y sois muy viejo si os comparáis conmigo!
Somerset dio la vuelta al escritorio y se hincó ante ella.
—¿Me concedéis el honor de casaros conmigo, milady? —le pidió en un arrebato.
—¡¿Casarme, Excelencia?! —La chica se atragantó con la saliva y empezó a toser.
—Sí, casarnos. —El duque la contempló con altanería—. ¿O me vais a negar que era esto lo que buscabais?
—¡Lo niego rotundamente, Excelencia, jamás me volveré a casar! —Caroline sujetó con un brazo el cuadro y con la otra mano tiró del duque para hacerlo poner de pie—. Os lo dije al principio de nuestra relación y vos me confesasteis que tampoco lo haríais.
—Nunca lo hubiese hecho, milady, pero no deseo que os perdamos: ¡sois nuestra creación!
—No deseabais perderme ahora, pero sí dentro de cinco años —pronunció Caroline con sarcasmo.
—¡Olvidaos de todo lo que insensatamente he dicho, milady! Vos sois la única dama que entiende mi complicada naturaleza y qué es lo que me estimula. No comprendo por qué os resistís al placer, sí sé cuánto lo disfrutáis.
—Pero más que el placer, Excelencia, valoro mi honra. Demos por finalizada nuestra relación y sigamos siendo amigos. Al fin y al cabo somos hermanos en la logia.
Por más que el duque de Somerset insistió y sumó tentadoras retribuciones y estímulos adicionales, no hubo forma humana de convencerla. Le bastaba con pensar en John para responderle que no sin ningún remordimiento, ejecutando así su particular venganza.
Claro que en los días posteriores los miembros de la logia la visitaron uno a uno con una propuesta de contrato bajo el brazo, prometiéndole el oro y el moro. Y Caroline, también de uno en uno, los rechazó, aunque quedó en buenos términos con todos.
—No podéis hacerme esto, milady, acceder a ser mi amante os traerá ventajas de todo tipo —la exhortó lord Robert, con los ojos brillantes por las lágrimas contenidas—. ¡Os juro que os amo como nunca he amado a nadie! Si no deseáis que os comparta con mis amigos os prometo que respetaré vuestra decisión y que iré a las reuniones y me acostaré solo con vos. ¡Pero, por favor, decidme que sí! ¡Agonizo pensando que os perderé sin siquiera haber probado vuestra piel ni vuestros labios!
—Sois encantador, milord, pero os conozco y sé cuánto disfrutáis de esos placeres. Jamás os pediría que renunciarais a ellos. —Caroline caminó hasta él y se le sentó en las rodillas, acariciándole luego el rostro—. Pero no puedo, me he propuesto cambiar de vida.
Ambos se hallaban en la salita azul de Stawell House y la servidumbre tenía órdenes de no interrumpirlos.
—Entonces, milady, ¿esto es una despedida? —le preguntó y la besó con ardor.
—Una despedida no, milord. Valoro nuestra amistad y por nada del mundo desearía perderla.
Caroline se puso de pie, se desprendió el vestido —se abotonaba por delante— y luego lo dejó caer al suelo.
Lord Robert se le acercó enseguida. La liberó de las enaguas, del corsé, de la camisa y la dejó desnuda. Ella se arrodilló y le desabrochó las calzas, liberándole el miembro de la prisión de tela.
—¡Sois tan sensual! —gimió el noble.
La levantó y la puso boca abajo sobre el sofá. Entró en Caroline, desesperado, de un solo empellón. Incursionó dentro de ella igual que un caballero del Medioevo en la batalla, arremetiendo hacia adelante y sin ninguna compasión. Pronto lord Robert se corrió en medio de intensos espasmos.
—¡¿Cómo haré, amada mía, para vivir sin vos después de haberos probado tan solo una única vez?! —inquirió, un par de lágrimas furtivas le rodaban por las mejillas.
—Tenéis esposa, milord, sin duda os dará lo que precisáis. —Caroline visualizó en la mente el rostro de lady Olive y el odio la embargó.
—Desde que me enamoré de vos mi esposa me resulta indiferente, milady. Es más, ni siquiera nos acostamos, cada vez siento por ella un mayor desagrado. —La tocaba por todas partes y le recorría el cuerpo con manos ansiosas.
—Tenéis a miles de mujeres a vuestra disposición, milord, no os olvidéis de que os vi disfrutar de ellas a lo largo de los años —la baronesa se burló.
—Vos no me hacíais caso y yo intentaba consolarme y daros celos. —Se deslizó a lo largo del cuerpo de la chica—. Después de cataros es imposible que otra ocupe vuestro lugar. —Subió y le cogió un pecho con la boca; mientras, una mano jugaba en la entrepierna.
Y ya no hablaron más. Cuando el aristócrata se fue se hallaba convencido de que conseguiría que Caroline cediese y no advertía que ella se vengaba de su mujer convirtiéndose en un amor inalcanzable. Si el rechazo había logrado la hazaña de que durante cinco años el marqués se obsesionase por ella, estaba convencida de que también funcionaría con lord Robert.
Un par de días más tarde, la baronesa bajó del carruaje en Winchester House sin haber avisado previamente.
—Por favor, pasad. Soy Hobson, el mayordomo. —La hizo entrar enseguida cuando le comunicó quién era—. Su Excelencia me pidió que si vos veníais le avisara al momento. —La condujo hasta una salita decorada con primor en tonos cremas y se fue.
—¡Habéis venido al fin, Caroline! —exclamó el marqués pocos minutos después.
Se notaba que Conrad había dejado con precipitación lo que estaba haciendo, pues tenía una pluma de escribir detrás de la oreja. La abrazó con fuerza y la muchacha se sintió protegida y valorada por él. Cerró los ojos y hasta pudo fingir que era John quien la ceñía entre los musculosos brazos.
—Vengo dispuesta a negociar para ser vuestra amante... Si es que no os habéis arrepentido —le susurró y le mordió el lóbulo de la oreja.
A continuación le entregó más de cuarenta propuestas que había recibido, entre ellas una que el duque de Somerset le había hecho llegar con posterioridad a la conversación y en la que constaba una paga exorbitante y decenas de bienes inmuebles para tentarla.
—Os prometo algo, mi amor: no os moveréis de aquí hasta que suscribamos el contrato. ¡Aunque os tenga que tener un lustro encerrada en esta sala!
Y Caroline estuvo segura de que hacía lo correcto al seguir la última voluntad de su adorado John. Al fin y al cabo, ella solo buscaba tranquilidad. Porque después de perderlo su corazón se había transformado en una piedra y los hombres le daban igual, todos eran descartables.
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