CAPÍTULO 16. Venganza.
«La mejor venganza es no ser como tu enemigo».
Marco Aurelio
(121-180).
Las semanas transcurrían implacables y la lectura del testamento de John —que la instituyó principal heredera y la mencionó en calidad de «su único amor»— todavía la emocionaba.
Llevaba del cuello una cadena de oro con su anillo del zafiro azul, que le colgaba muy cerca del corazón. Sabía que era la reliquia que necesitaba para devolverlo a la vida durante unos minutos, lo suficiente como para poder dialogar con él, pues había pertenecido a su estirpe desde tiempos inmemoriales y lo había usado desde que le había grabado el nombre y la fecha de nacimiento. Tenía la impresión de que había estado cientos de años buscándolo y de que le había llegado a las manos por una de las tantas vueltas de la providencia.
Solo restaba hallar a madamoiselle Clermont, el detalle más complicado: era la única persona que dominaba el modo correcto de contactar con los muertos. No existía otra bruja auténtica, sino cuentistas que utilizaban el dolor de las familias para conseguir dinero. A medida que las jornadas pasaban sentía con la mujer una unión más y más especial, como si la conociera de siempre y ella la motivase a seguir adelante en este ingrato devenir. Entonces, ¿cómo era posible que no la encontrara? Se había puesto en contacto, incluso, con Archie Adler de los Bow Street Runners. El policía había organizado a los suyos para que diesen con madamoiselle, pero hasta el momento los esfuerzos resultaban infructuosos.
También el deseo de venganza le completaba los pensamientos. Porque Caroline necesitaba la revancha tanto como el aire que respiraba. Precisaba desquitarse del duque de Somerset por su egoísmo y por la falta de respeto hacia John. Y ajustar cuentas con el destino por su crueldad. ¿Cómo lo haría? Utilizando a modo de arma el placer, tal como su amigo le había enseñado para desembarazarse de su decrépito marido.
Por eso, cuando Somerset le anunció que a la noche siguiente celebrarían una reunión, ella le solicitó:
—Por favor, Excelencia, no invitéis al marqués de Winchester.
—¿No os satisfizo el beso que os dio, milady? — Y el duque se rio a carcajadas.
—No se trata de eso. Deseo que me sigáis aleccionando y Conrad es un caballero demasiado posesivo, a diferencia de vos. —Caroline lo miró con sensualidad y batió las pestañas—. Estoy arrepentida de haber sido tan remilgada. Vos me dais la autonomía de explorar mi sexualidad y no me menospreciáis por ello. Al contrario, ponéis a mi disposición los medios que me ayuden a descubrir cómo soy en realidad.
—Concretamente, ¿qué me queréis decir? —El rostro del duque era un poema.
—Que deseo avanzar un paso más en vuestra dirección, Excelencia. Decís a diario que formo parte de vuestra sociedad secreta y por eso anhelo dar más de mí.
—¿Estáis pensando en yacer con todos los miembros de la logia, milady? —le preguntó, esperanzado.
—Roma no se construyó en un día, Excelencia, debo ir paso a paso. Pero creedme si os digo que pronto estaré preparada para daros lo que vos anheláis.
Caroline bajó los párpados y puso la cara de inocencia que el duque adoraba.
—¿Y entonces, milady, qué me sugerís?
—Compartir mis atenciones con el príncipe de Gales. —Esbozó una sonrisa tímida—. ¿Pido mucho? Es el que me resulta más atractivo después de vos y creo que el interés es mutuo.
—No, milady, al contrario, me proporcionáis felicidad. —Somerset la besó, fogoso, muy estimulado ante la sugerencia—. Dejad que yo lo arreglo.
Ni por un instante Caroline se planteó que el sacrificio para vengarse no compensaba cuando, al día siguiente, todos los aristócratas asistieron en compañía de las amantes. Todos excepto el heredero de la Corona, por supuesto. Había gran expectativa en el ambiente, como si durante largo tiempo la hubiesen acechado y estuvieran a punto de devorarla.
Los caballeros se hallaban más atentos a ella que a la partida. Caroline no consideraba que fuese tan especial como le querían hacer creer, sino que su reiterada y larga negativa había acrecentado el interés y aumentado las apuestas. Sin duda pensaban que, vencida por la tentación, había cambiado de opinión al haberlos visto desplegar las «excelentes» dotes amatorias. Daba por descontado que ninguno sospechaba cuál era la verdadera motivación: castigar al duque.
—George, habéis tirado mal vuestra carta. ¡Vaya compañero de equipo sois! —regañó lord Robert al príncipe, y, con una sonrisa irónica, añadió—: ¿Estáis distraído por algo en especial?
—¡Claro que sí! —El aludido soltó una carcajada—. En vista de mi falta de concentración, Henry, sería conveniente que abandonase la partida.
—Estoy de acuerdo con vos, mejor la suspendemos —concordó el anfitrión.
Acto seguido Somerset guio a Caroline hasta el sofá y luego la sentó entre él y su amigo. La chica enfocó la vista en los ojos azules del príncipe de Gales, y, al leer las infinitas posibilidades que le prometían, le sonrió. Él, por respuesta, la cogió de las manos. La baronesa se representó en la mente como un ángel caído estrellándose contra el suelo, pero se desembarazó de la idea cuando el heredero le besó los labios, pues la revancha era lo único que le calentaba un poco el espíritu.
—¿Apreciáis cómo sois imprescindible para nosotros, milady? —gruñó su excelencia, fascinado al verlos—. ¡No podéis negar cuánto os atraen nuestros juegos!
Por respuesta Caroline le dio un beso prolongado al príncipe y le mordió levemente el labio inferior, haciéndolo temblar.
—¡Sabéis tan dulce! Y oléis a rosas y a lilas —suspiró él de puro gozo.
Sin esperar respuesta, el heredero cargó a Caroline en los brazos, en medio de un revuelo de faldas, y caminó hasta la habitación de al lado de la sala. Una vez allí depositó a la joven en el lecho sobre la espalda, y, enardecido, volvió a degustarle la boca. Le introdujo la lengua y le recorrió con ella la suave cavidad.
—Sé que mi amigo os hizo posar desnuda para Romney. Os confieso que he visto vuestro cuadro, está casi por acabar. Pinta noche y día, no puede parar, se ha quedado suspirando por vos... Y no lo culpo. Solo puedo deciros, milady, que sois maravillosa... Os anhelo, me habéis embrujado, tampoco puedo dejar de pensar en vos.
—No entiendo qué me pedís, Alteza. —Caroline bajó los párpados igual que una virgen.
El duque de Somerset entró sin pedir permiso. Empujó un sillón hasta situarlo más cerca de la cama y se acomodó allí, como si estuviese viendo un juego de ajedrez.
—Nadie en la Corte ni fuera de ella es tan hermosa como vos, lady Caroline. —El príncipe le sacó las horquillas y la cabellera dorada se le desparramó sobre la espalda—. Estaréis de acuerdo conmigo en que vuestro finado esposo necesita una lección después de haberse entrometido en nuestra sesión de la otra vez. Y aquí estoy yo, el próximo rey, para dársela. Os prometo que esta madrugada nos vengaremos de él.
Y le desabrochó el vestido. El duque se puso de pie y lo ayudó a retirárselo. También lo auxilió a quitarle la cotilla y las enaguas. Después regresó a su asiento y los observó complacido.
—¡Sois fascinante, milady! ¡Única!
—Gracias por vuestras palabras, Alteza.
No se resistió cuando el príncipe le retiró la última prenda y se quedó totalmente expuesta ante él, pues sabía que lo que vendría era inevitable.
—¡Cuánta belleza! ¡Qué afortunado sois, Henry, no imagináis cómo os envidio! —Le posó las manos, extasiado, sobre los turgentes pechos—. Por favor, hacedme dichoso y poneos como en el cuadro para que yo os pueda apreciar desde todos los ángulos.
—¿Os parece bien que lo haga, Excelencia? Al fin y al cabo vos sois mi protector y no deseo ir más allá de la libertad que vos estéis dispuesto a darme.
—Nada me apetecería más que veros hacer el amor con mi buen amigo George, milady. Le comenté lo hermosa y lo sensual que os veíais en el cuadro. Y enseguida quiso verlo.
—Por favor, milady, poneos como en la pintura para que yo pueda disfrutar de la modelo en vivo —repitió el príncipe de Gales.
Caroline más que halagada se sentía chocada, pero hizo lo que le pedía. Al principio, igual que siempre, cerró los ojos e imaginó que estaba con John y que eran los dedos calientes de su amigo los que le acariciaban el monte de Venus. Por un instante sintió que este vivía y tuvo que hacer un esfuerzo colosal para retener las lágrimas.
—Apreciad el poder que tenéis. El futuro rey de Inglaterra se arrodilla a vuestros pies, milady. Y a mí, que rijo el destino del reino, me habéis conquistado hace mucho. —Somerset se señaló la entrepierna.
—Es un honor —repuso ella con falsa humildad.
—¿Habéis visto algo tan hermoso, George? —inquirió el duque a su colega—. ¿A que este es el mejor regalo que os podía hacer?
—¡Coincido con vos, Henry, el mejor! Poneos ahora de pie, milady. Dadnos la espalda e inclinaos sujetándoos del respaldo de la cama. —Caroline sabía que de este modo les daba una visión más tentadora—. ¡Cuánta belleza! Parece angelical. Me gustaría mostrarle mi agradecimiento a lord Nigellus por haberla escondido para que yo la disfrute ahora.
—¡Adelante, George, hoy es vuestra! Y, como podéis apreciar, milady os espera impaciente. ¡Esto es lo que yo considero arte! ¡Somos mejores que Romney y que cualquier otro pintor! —El duque los contempló con orgullo—. Como podéis apreciar, bella Caroline, las convenciones de la sociedad están lejos de Durham House, nosotros aquí ponemos las reglas. Este es el templo dedicado a satisfacer nuestras pasiones. —Abarcó el espacio con los brazos—. Obligan a las damas a permanecer recogidas en sus casas y solo pueden encontrarse con un caballero si hay una chaperona de por medio. ¡Qué ridiculez! Siempre van con metros y metros de telas escondiéndoles los cuerpos. ¡Y ni siquiera les vemos los tobillos! ¿Entendéis lo que hemos conseguido con la fundación de nuestra logia? ¡La máxima libertad de ser uno mismo! Hela ahí, una dama auténtica, libre, ¡qué maravilla!
Y Caroline sonrió: pensaba en la cara que se le pondría a Somerset cuando consumara, para honrar a John, el último acto de su venganza.
https://youtu.be/dnxrNZgHICE
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