CAPÍTULO 14. ¡Qué solos se quedan los muertos!
«Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada produce una dulce muerte».
Leonardo da Vinci
(1452-1519).
Varias semanas después, Caroline se despertó más temprano de lo habitual porque golpeaban a la puerta del dormitorio.
—Mamá, esta carta es de John. —Elsie estiró el brazo y se la entregó—. He venido corriendo a traérosla.
—¡Gracias, cielo! —Y se volvió a encerrar, tenía el corazón en un puño.
La abrió con rapidez, sin preocuparse de que el sobre se rasgara, y leyó:
¡Vida mía!
¡No os imagináis cuánto os extraño! Sé que mi deber es combatir aquí, aunque reconozco que desearía haberos hecho caso y partir con vos hacia un lugar recóndito donde nadie pudiese encontrarnos. Como aquel día al lado del roble que nos marcó, cuando hallamos el relicario que nos unió para siempre y que nos transportó a nuestra dimensión especial por medio de un beso.
Estoy harto de tanta muerte, de tanta sangre, ¡el hedor nunca se me quitará de la nariz! No puedo confiar en nadie, las traiciones están a la orden del día, un amigo sonriente podría ser un enemigo disfrazado.
Por suerte expulsaron a los franceses de los Países Bajos y también sufrieron una derrota aplastante de los españoles. Las revueltas en el oeste y en el sur los han dividido, así que, aparte de mi melancolía por hallarme lejos de vos, controlamos la situación. Eso sí, me siento torpe por haber puesto un canal y muchísima tierra de por medio.
Os confieso algo: me han herido en una de las batallas y regreso muy pronto. No es grave, pero sí me incapacita para combatir. No os desveléis, amada Caroline, mi carrera militar se ha acabado. ¡Soy vuestro de nuevo!
Olvidaos, también, de lo que os he pedido en relación al marqués de Winchester: en pocos días estaré con vos y nunca nos volveremos a separar. Porque al ser un alma en dos cuerpos es preciso que nos reunamos pronto: os idolatro, os deseo, sois mi día, mi noche, el cielo y las estrellas. Y os prometo que permaneceré en vuestro mundo mágico por toda la eternidad y que nunca me volveré a ir. Teníais razón, cada instante en el que no os tengo son años de vida que pierdo.
Vuestro hasta el final de los tiempos,
John.
Al terminar de leer, las lágrimas le cayeron a borbotones y le limpiaron el alma. Se liberó del odio que una parte de sí sentía hacia su pareja por haberse ido sin mirarla a la cara.
La tarde transcurrió en medio de numerosos preparativos. Pensaba ir con John a la casa de campo y encerrarse allí con él durante meses. Dejaría de ser la cortesana del duque, aunque perdiera la importante suma prevista en el contrato, y vivirían como marido y mujer a la vista de todos. Por supuesto, cuando la horrorosa lady Margaret falleciese, se casarían y serían felices hasta el infinito y más allá.
Sabía que a John no le importaba que fuera estéril, lo habían hablado muchas veces. Al contrario, decía que era mejor así porque evitaba los embarazos no deseados. Pero a Caroline el corazón le pedía tener un bebé nacido del amor.
Al anochecer interrumpió estas labores el mayordomo, que traía una tarjeta sobre la bandeja de plata.
—El marqués de Winchester insiste en hablar ahora mismo con vos, milady. Sé que la hora no es la apropiada, pero parece tratarse de algo serio.
Estuvo a punto de negarse, John pronto regresaría y los planes habían cambiado, pero consideró que se merecía una explicación.
—Gracias, Gardener. Llevadlo a la sala azul, por favor.
Caroline se miró en el espejo y se alisó la ropa. Poco después bajaba la escalera, entraba en el salón y se enfrentaba a Conrad, dispuesta a rechazar su proposición.
—Lamento venir a deshora, milady, pero necesitaba hablar con vos urgentemente. —El rostro le lucía grave cuando la sujetó del brazo y la condujo hasta el sofá—. Os tengo una noticia desagradable.
—¿Una noticia? —inquirió la baronesa, curiosa.
—Quería que dejarais de preocuparos por John y que os sintierais mejor, así que recabé datos sobre él. Hoy me llegó un rumor en concreto y durante el día me he dedicado a hacer algunas averiguaciones. —Conrad daba vueltas sobre el tema, se notaba que no sabía cómo comunicárselo—. Y lo he conseguido, os traigo información sobre Derby.
—¡Ah, gracias! Justo hoy he recibido una carta de él. No os preocupéis, estoy enterada de que lo han herido y de que pronto retornará a Londres. Me promete en ella que no volverá al frente.
—No sé cómo deciros esto, milady. —El marqués se pasó la mano por la cabeza y se desacomodó la cabellera—. Quiero que sepáis que lo siento de verdad. Conocía a John desde que él era niño y nos teníamos simpatía.
—No os inquietéis, milord, la herida no es tan grave. Pronto John estará aquí y volverá a la normalidad con los cuidados adecuados. —Caroline le palmeó el hombro, agradecida.
—No me entendéis, milady, y yo sigo sin saber cómo decíroslo. —El aristócrata le dio un fuerte abrazo.
Luego la alejó un poco de sí, la miró de lleno y le explicó:
—John no volverá, cariño, ha muerto.
—¡¿Cómo que ha muerto, milord?! ¡Si me acaba de escribir y estaba bien!
El vacío en el alma era tan inconmensurable que las lágrimas se habían quedado aprisionadas allí y le resultaba imposible llorar.
—La carta es anterior, milady, yo os traigo las últimas novedades. —Apesadumbrado, Conrad le acarició el rostro—. Lo hirieron de un sablazo en la última batalla en la que participó. Se recuperaba bien, pero los sorprendieron a traición y tuvo que volver a combatir. —Volvió a ceñirla con fuerza y la apretó como si quisiese traspasarse su dolor.
—No lo en...tien...do —balbuceó Caroline, desconcertada—. Llevo desde hace siglos llorando por John. Y ahora que sé que nunca volverá mis ojos están secos como tumbas en un páramo.
—Porque todavía no habéis asumido la terrible realidad, milady, y en el fondo os negáis a creer que la Muerte haya separado vuestros destinos. —Conrad le besó las mejillas con dulzura, intentaba demostrarle que la apoyaba—. Me han confirmado su fallecimiento varios amigos, pero ahora me dirijo a hablar con el oficial a cargo. Prometo regresar y reproduciros nuestra conversación.
—Os espero, milord, sea la hora que sea. —Se apretó las manos, inquieta—. Seguro que ha habido un error, John estaba convaleciente cuando me escribió. ¡¿Cómo iba a luchar estando herido?!
—Los datos son muy específicos y mis conocidos hasta ahora nunca se han equivocado. Pero entiendo, milady, que deseéis conservar las esperanzas hasta el final. —El marqués se colocó la frente de la chica en el pecho y le frotó la espalda—. Me voy, pero volveré. ¡No lo dudéis! ¡Jamás os dejaré a vuestra suerte!
—John era el único hombre al que amé. ¡Solo en él confié! ¡Nunca me traicionó y siempre estuvo a mi lado en los peores momentos! —Caroline no se daba cuenta de que hablaba en pasado, pero Winchester sí que lo notó—. Estoy convencida de que todo es un error. —Conrad la abrazó de nuevo y se puso de pie.
—¡Ojalá así sea! Me voy, milady. Descansad mientras tanto.
Cuando Winchester partió, el peso de la desdicha la aplastó como si fuese una roca gigantesca y empezó a sollozar. Se resistía a creer el rumor y se sentía inútil esperando. ¿Cómo admitirlo? Sabiendo que volvería había agonizado cada segundo que estuvieron separados... Y ahora la muerte los colocaba en planos paralelos.
Consideró que debía actuar. Más poderoso que Winchester era Somerset: ¿y si le pedía, como favor especial, que averiguase el paradero de John? Así que no se lo pensó dos veces. Pidió que le preparan el carruaje y partió hacia la mansión de su protector.
Una vez allí, el mayordomo del duque la trató con malos modales y la amonestó:
—Son las doce de la noche, no es una hora apropiada para hacer visitas. Su Excelencia no recibe mujeres en el palacio ducal, para eso le paga una vivienda a su amante. Y no se encuentra aquí, además. —No le aclaró que la cortesana era ella, tuvo la sensación de que la trataría peor.
—Vengo a comunicarle una noticia que es vital —le mintió y luego inquirió—: ¿Podríais llamar al lacayo Reginald? Le dejaré a él el mensaje.
—Un momento. —No la invitó a entrar, sino que la dejó esperando en la puerta como si fuera un perro callejero—. Traeré enseguida al alcahuete de su Excelencia.
Se lo participó de manera despectiva y fruncía la nariz como si Caroline oliese mal. Cinco minutos después, Reginald salió y se le acercó corriendo.
—¡Cuánto siento, milady, la falta de cortesía de Howard! —El criado se veía muy apenado en tanto la llevaba a un sitio resguardado de las miradas indiscretas—. Aunque lo que os ha dicho el mayordomo es cierto, el duque no está en casa.
—¿Y me podríais indicar dónde se encuentra? —Caroline le puso en la mano un pequeño saco con monedas.
—No es necesario que me paguéis, milady, os lo diré encantado. —E intentó devolvérselo.
—No se hable más, Reginald, sabéis que jamás acepto una negativa. Por favor, decidme dónde está.
—Siento ser yo quien os abra los ojos, milady, pero su Excelencia ha ido con los amigos a la casa de la señora Kelly.
El lacayo se miró los zapatos, avergonzado de que una dama tan hermosa y de tal calidad hubiese sido humillada por su patrón. No entendía cómo este podía desperdiciar una madrugada estando con rameras en lugar de con lady Caroline.
—Muchas gracias, Reginald, sabía que podía contar con vos.
—Es un honor ayudaros, milady.
La joven le apretó el fuerte brazo y el hombre suspiró, embriagado con su perfume a rosas.
—Siempre estáis dispuesto a apoyarme, amigo mío. Si algún día necesitáis algo de mí, no dudéis en pedírmelo.
El sirviente no conseguía reaccionar. Se quedó mudo ante este ofrecimiento, como si las palabras salieran de sus fantasías más secretas.
Caroline, en cambio, regresó al carruaje y mientras un lacayo la ayudaba a subir, le ordenó al cochero:
—Ahora vamos a la casa de la señora Kelly, Peter.
Y el individuo, escandalizado, frunció el entrecejo, si bien no verbalizó el desagrado.
Arribaron en pocos minutos. Caroline descendió del vehículo y se colocó la capa de modo que le tapase el rostro. Entró y la propia dueña del prostíbulo salió a su encuentro.
—¿Qué necesitáis, milady? —Era obvio para la abadesa que, por la calidad de la indumentaria, Caroline se trataba de una dama de alto rango.
—¿Le podríais decir al duque de Somerset que la baronesa de Stawell está aquí y que precisa hablar con urgencia? —No sentía vergüenza, lo único que le importaba era implorarle ayuda para que indagase acerca de John.
—Enseguida, milady.
Un cuarto de hora más tarde, la mujer regresó con cara de bochorno.
—Dice su Excelencia que no puede bajar ahora mismo, que ni aunque se acabara el mundo lo haría. Os pide que subáis vos, pero resuelta a acostaros con todos los miembros de la logia al igual que mis chicas... Lo siento, milady, me cuesta pronunciarlo.
—No os inquietéis, señora Kelly. —Un frío gélido le congelaba el alma por dentro.
—¿Subiréis, entonces?
—¡Por supuesto que no! —Caroline chilló, enfurecida con su protector—. Disculpadme por la salida de tono, vos no tenéis la culpa de que el duque sea un maleducado y un desaprensivo. Os agradezco infinitamente vuestra deferencia, no ignoro que ha sido difícil para vos interrumpirlo.
Dicho esto abandonó el burdel. Caroline se sentía tonta y vulgar porque el peso de las malas decisiones le perforaba el corazón. ¿Por qué había firmado un contrato con el duque en lugar de irse a vivir con John y emplear el escaso tiempo del que dispusieron en construir una familia? Solo vivieron cinco años de amor, escondidos en Stawell House igual que delincuentes. Sí se dejaban ver en las fiestas y en las reuniones, pero aparentaban ser amigos. Si hubieran hecho pública la relación quizá él nunca hubiese viajado a Francia.
—¡Lady Caroline!
Escuchó que alguien gritaba su nombre cuando faltaba poco para que subiera al carruaje. Giró y se encontró con lord Robert.
—¿Os puedo ayudar en algo? —la interrogó, preocupado.
—Perdonad, milord, no quería molestaros —se disculpó y bajó la cabeza—. Necesitaba pedirle ayuda a su Excelencia.
El noble la sujetó por la barbilla y la miró de lleno a los ojos plateados.
—Ya sabéis cómo es Henry, el placer va primero para él. —Lord Robert intentó justificarlo—. ¿Qué precisáis?
—He tenido noticias de que mi amigo de la infancia, el conde de Derby, ha muerto en Francia combatiendo contra los revolucionarios. Lo único que necesito es confirmar la veracidad de esta información.
—Iré ahora mismo y averiguaré todo lo que hay que saber. —El noble la abrazó, le limpió un par de lágrimas y le palmeó la espalda—. ¿Me podéis llevar con vos? He venido aquí en el carruaje de Henry.
—¡Muchísimas gracias, milord! Los rumores pintan muy mal y estoy desesperada.
—Ayudaros es un placer para mí, dulce Caroline. —Lord Robert le besó la mano, se comportaba como un caballero: luego la ayudó a subir al vehículo y se sentó frente a ella.
Cuando, horas después, el aristócrata le confirmó la muerte de su pareja, sentimientos encontrados se mezclaron en Caroline y no sabía cómo separarlos para efectuar un análisis objetivo. Porque el fantasma de lord Nigellus parecía reírse de las anteriores esperanzas, del dolor que padecía y la condenaba por los pecados cometidos contra él a que nunca volviese a ver a su amante, lo único que amaba en esta vida.
¡¿Cómo resignarse a una existencia gris y sobrellevar esta pérdida?! Pero tenía que hacerlo como castigo, pues en la juventud se había mantenido al margen del amor por considerarlo un láudano que atontaba el raciocinio. Debían haberse escapado a Gretna Green y casarse cuando su padre les negó el permiso, en lugar de someterse a un viejo abominable. Ahora la felicidad había desaparecido para siempre con la última respiración de John... Y no había marcha atrás.
https://youtu.be/5LZvXjoAqWU
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