CAPÍTULO 11. Una sesión con los espíritus.
«La eterna es la vida del espíritu, la del cuerpo es transitoria y pasajera. Cuando el cuerpo muere, el alma vuelve a la vida eterna».
Hippolyte Léon Denizard Rivail
(1804-1869).
—Me gustaría, milady, que organizarais una reunión muy especial para el príncipe de Gales, a ser posible pasado mañana —le solicitó el duque, cortés, aunque Caroline recibió el pedido como lo que era: una orden—. Está deprimido porque siguen rechazando su regencia.
—Lo haré, Excelencia. ¿Y habéis pensado de qué índole puede ser?
Somerset se puso de pie y se comenzó a vestir, sumaba así otra noche de sexo insatisfactorio en el extenso haber.
—No, milady, pero debería ser algo distinto, original, nada visto en otras fiestas ni en otras reuniones.
—¿Qué os parece un espectáculo de magia con sonámbulos? —La joven se mordió el labio inferior mientras pensaba—. O también podríamos traer a un mago o a un ilusionista o a algún científico educador que nos sorprenda con los nuevos inventos.
—No, milady, esas funciones son muy comunes aquí y en el continente —le replicó él, convencido.
Se acomodó las calzas y esbozó media sonrisa. Caroline reflexionó que, al menos, el duque había terminado complacido después del revolcón, porque ella continuaba insatisfecha y solo John sería capaz de calmarla al regresar al hogar.
—¿Y las fantasmagorías, Excelencia? Utilizan linternas para crear la ilusión de que existen fantasmas y demonios. Una vez fui a un entretenimiento de estos y me resultó muy divertido.
—Podría ser —asintió Somerset.
Le observó el cuerpo desnudo como si la tasase y organizara para ella un plan diferente al habitual.
—¡Ya lo sé, Excelencia! Hace poco tuve una experiencia increíble leyendo el libro Comunicación con el otro lado, que el primer barón de Lyttelton escribió antes de que yo naciera. ¡Era tan maravilloso! ¿Y si preparáramos algo semejante? —El duque movió de arriba abajo la cabeza—. Justo está de visita en Londres madamoiselle Clermont, quien puede contactar con los espíritus de los difuntos. Los pocos que han participado en sus sesiones dicen que es auténtica, que invoca a los muertos y que traduce los mensajes a los asistentes. Está de pasada porque ahora vive en York, tuvo que dejar París debido a la situación conflictiva que hay allí. Se ha negado a actuar y ha rechazado todos los ofrecimientos, pero podría proponerle un pago que sea imposible de rehusar. Y, por supuesto, recalcaré que conseguirá el favor de vuestra Excelencia.
—¡Perfecto, milady! Apruebo la idea. —Somerset rio con ganas—. Sabía que vos sola lo resolveríais.
—¡Gracias por depositar tanta fe en mí! Además el príncipe de Gales le puede preguntar a madamoiselle cuándo va a ser regente. Es muy probable que obtenga una respuesta favorable y que esta le levante el ánimo. —Caroline puso una sonrisa pícara.
—Buena idea, milady, aunque os confieso que solo con apreciar vuestra belleza su Alteza se exaltará. Sed buena con él, estas semanas os ha estado alabando por vuestros reiterados y sabios consejos.
—Habría que poner en las invitaciones, Excelencia, que los participantes traigan algún objeto que pertenezca a la persona fallecida con la que deseen comunicarse. —Pero notó que su protector se distraía analizando su figura y cómo el pelo dorado le escondía parcialmente los pechos.
Audaz, le clavó la vista con coquetería y lo retó:
—¿Os habéis quedado con ganas de más, Excelencia? Porque si os atrevéis a repetir yo estoy más que dispuesta.
—¡Cuán lasciva sois, milady! Es un honor para mí ser vuestro amante. ¿Cómo voy a negarme si siempre os deseo?
—Mi carácter lascivo tiene justificación, fui la esposa de un anciano. La diferencia entre un caballero guapo como vos y un individuo decrépito es abismal.
—¡Ah, milady! Enviad una invitación al marqués de Winchester también. Quiero que me envidie mis posesiones. —Somerset le colocó las manos sobre los pechos—. Sé que se muere por acostarse con vos, pero sois mía.
La organización de la reunión se desarrolló sin ningún contratiempo: Clermont se sumó encantada y los sesenta invitados aceptaron de inmediato, pues se hallaban impacientes por contactar con el Más Allá. Caroline le ordenó a la servidumbre que dispusiera la enorme y exclusiva mesa de madera de ébano de la Gran Sala siguiendo las indicaciones de madamoiselle, pues llevarían ahí a cabo la sesión.
El día señalado, después de que cenaran y mientras intercambiaban los últimos chismorreos de la alta sociedad, el príncipe de Gales le susurró:
—Supe, lady Caroline, que posasteis para el pintor Romney y que está a punto de acabar vuestro retrato. ¿Qué tal os ha resultado la experiencia?
—Interesante, Alteza —y como constató que todos lo habían escuchado y que se hallaban pendientes de su respuesta, para cambiar de tema añadió en voz alta—: Lo que más me llamó la atención fue la cantidad de retratos que había allí de Emma Hamilton. La mayoría eran pinturas en posiciones clásicas, pero en una estaba mirando el Vesubio vestida de blanco y con un sombrero azul.
—¡En cuanto a vulgaridad nadie supera a Emma! —exclamó lady Elizabeth y luego lanzó una carcajada—. Primero engatusó al viejo sir William para que se casase con ella y como este es embajador en Nápoles cree que también engañará a nuestro rey para ser embajadora. ¡Como si nosotros pudiésemos olvidar sus orígenes y su comportamiento!... Vuestra madre, Alteza, hizo bien al no recibirla en la Corte. —Y la noble volvió a reírse, en tanto los demás la coreaban.
Lady Elizabeth sabía de lo que hablaba, pues estaba casada con sir Godfrey Webster, un hombre veinte años mayor y al que traicionaba con numerosos caballeros. Caroline había aprendido de ella que lo mejor era desviar los chismes en otras direcciones para evitar que recayeran en uno mismo.
—El estilo de Emma es terrible y patético. —Horace Walpole, IV conde de Orford, apoyó las palabras de la aristócrata—. Hace un par de años vi en Fonthill Abbey, la propiedad de William Beckfort, cómo representaba sus poses clásicas. ¡Qué horror! Usaba una túnica blanca casi transparente. Y, permitidme decíroslo, había engordado y al tener un cinturón ajustado se le marcaba lo que no deberíamos ver en una reunión honorable. Además su madre, la señora Cadogan, le entregaba chales de cachemira con los que se iba cambiando. Estiraba el cuerpo, se meneaba, parecía flotar mientras se ocultaba con el pelo. ¡Qué mal gusto! Encima, todo estaba a oscuras y sir William la iluminaba con una vela gigantesca que llevaba en la mano. ¡Horroroso! El hedor del sebo y de la cera de abeja se me quedó atascado en la nariz y en la garganta.
Los asistentes le rieron la gracia, así que prosiguió:
—Pues sí, el anciano Hamilton se casó en el noventa y uno con su galería de estatuas.
Walpole se quedó encantado con las risas incontenibles. Unos cuantos, inclusive, lo vitorearon.
—Emma siempre ha sido una arribista y morirá así. —Lady Elizabeth movió de arriba abajo la cabeza—. Todos sabemos que se casó con sir William porque este es muy anciano y ya no estaba en sus cabales. ¡Si le lleva treinta y cinco años, por amor de Dios! O puede que tanto tiempo como embajador en Nápoles le contagiara las costumbres bárbaras y que se haya olvidado de las nuestras. ¿Recordáis las caricaturas que les hicieron en los periódicos y en los panfletos? ¡Era imposible no reírse!
—No es para menos, milady. —El príncipe le sonrió—. Mi padre el rey, que es hermano de leche de sir William porque de bebés compartieron nodriza, le dio permiso para que contrajera matrimonio con Emma solo porque era desigual y la diferencia de edad le hacía mucha gracia. ¡Pobre loco, no sabía lo que hacía!
—¡Cierto, Alteza! Y no tendremos que esperar demasiado para conocer sus nuevos escándalos con amantes más jóvenes que Hamilton. —Aprobó lady Elizabeth las palabras del heredero al trono—. Recuerdo que cuando era la protegida de Greville, el sobrino de sir William, debía tenerla muy controlada para que le fuese fiel. Por supuesto, no le permitía esas poses indecentes ni exhibirse semidesnuda. Una tarde, estando yo de testigo, Emma y Greville paseaban por los jardines de Ranelagh y ella llamaba la atención de los caballeros. Empezaron a aplaudirla y Emma se puso a bailar y a cantar, con lo que consiguió que la aclamaran más. Greville se lo recriminó delante de todos y creo que a partir de ahí fue que decidió endosársela a su tío. Porque, ¿cuándo se vio que la generación más joven le traspase la amante a la más vieja? ¡Siempre es al revés! Me temo que Greville ya estaba harto de ella.
—Sé de buena fuente que Greville está muy arrepentido de haberlo hecho. ¡Jamás imaginó que Emma se las ingeniara para enredar a su tío y pasar de amante a esposa! —argumentó el príncipe y bajó la voz al continuar—: Conozco a lady Emma desde hace años. Sé, incluso, que perdió la virginidad con un buen amigo, el capitán John Willet Payne.
—Si la memoria no me engaña, también trabajó en la casa de la señora Kelly, ¿verdad, caballeros? —repuso lady Elizabeth, esbozando una sonrisa irónica.
—En efecto, lady Emma ejerció la prostitución en lo de la abadesa. —El heredero de la Corona puso los ojos en blanco—. Allí fue donde le enseñaron modales, porque antes de estar ahí la vi como reclamo de una frutería y trabajando de sirvienta. Primero para el cirujano Thomas y después para los Linley, unos parientes lejanos de lady Caroline. —Y dibujó una enorme sonrisa—. Me temo que la señora Kelly fue quien la incentivó a experimentar con sus horribles poses y a llevar una vida por encima de sus posibilidades, porque puso a su disposición cientos de novelas románticas.
—No obstante, lady Emma apuntaba maneras de ramera antes de todo lo que contáis —señaló lord Marcus riendo—. Era la diosa de la salud en el Templo de Escapulapio y se paseaba por allí casi desnuda. Imagino que lo recordáis, aquel que fundó el doctor James Graham siguiendo las enseñanzas de Mesmer sobre el fluido magnético. ¡Y no os olvidéis de que Graham fue expulsado de Londres por inmoralidad!
—¡Es cierto, lo había olvidado! —Lady Elizabeth se llevó la mano a la frente.
—Siempre ha vivido en medio del escándalo —prosiguió lord Marcus—. Lady Emma se lucía sin ropa mientras las damas de la nobleza entraban enfundadas en máscaras a comprar elixires, a hacerse baños de barro o para que les pusieran éter eléctrico, bálsamos o píldoras imperiales. Pero, por la noche, en el templo había una cama celestial para que las parejas estériles yacieran allí y que tuviesen hijos.
—¡Qué horror, jamás será una de los nuestros! —exclamó lady Elizabeth, levantando mucho los párpados—. En todo caso, Emma siempre podrá contar con la prostitución cuando las cosas se le tuerzan con sir William y con sus amantes. —El príncipe de Gales soltó una carcajada aprobatoria—. Su estilo es la vulgaridad.
Y, por un rato, los cotilleos los hicieron olvidar de la sesión con madamoiselle que tendría lugar a continuación. Pero solo hasta que un lacayo apareció en medio de la reunión y efectuó una señal en dirección a la baronesa.
—Madamoiselle Clermont ha terminado la meditación que la habilita a ponerse en contacto con los espíritus —lady Caroline les anunció; miró al duque de Somerset y le preguntó—: ¿Os parece bien, Excelencia, que vayamos a la sala?
—Me parece perfecto, milady, estamos todos impacientes por conectar con el Más Allá —le contestó su amante.
El noble se puso de pie y extendió el brazo hacia lady Elizabeth, en tanto el príncipe hacía lo propio con Caroline. El reloj justo dio las campanadas de la medianoche, la hora bruja, cuando se suponía que las maléficas eran invencibles y a los fantasmas les resultaba más sencillo traspasar el velo que separaba a los muertos de los vivos. Esto, unido a la atmósfera expectante de la Gran Sala, provocó que a la mayoría se le erizara el vello, pues además la oscuridad absorbía el resto del mobiliario. Solo una simple vela que olía a canela, situada al lado de madamoiselle, iluminaba el ambiente, purificaba la estancia y atraía la buena suerte, pero resultaba impactante sobre la mesa cubierta por un mantel de terciopelo tan rojo como la sangre, que hasta daba la impresión de que goteaba.
La voz de Clermont sonó apremiante cuando les pidió:
—Sentaos y daos las manos, Excelencias. Poned frente a vosotros el objeto que haya pertenecido a la persona con la que deseáis contactar. Si es una reliquia que ha pasado de generación en generación, mucho mejor, tendrá más poder porque toda la estirpe se unirá para facilitar la comunicación.
El duque y el príncipe de Gales se acomodaron a ambos lados de madamoiselle. Se habían puesto de acuerdo para controlar que allí no hubiera juego sucio. La circunstancia de que la sesión tuviese lugar en Durham House garantizaba, también, que la bruja francesa no hubiera escondido a alguien o introducido algún mecanismo moderno para mover la mesa.
—Ahora que estáis en vuestros sitios, Excelencias, cerrad los ojos y pedidle ayuda a la persona muerta de la que necesitéis consejo. Vaciad vuestra mente de cualquier pensamiento negativo, ya que de no hacerlo podríais atraer a los demonios que siempre están atentos a nuestras flaquezas. ¡Y aquellos que poseéis verdadera fe, rezad un Padrenuestro y un Avemaría solicitando que hoy Dios no nos desampare!
Caroline no era demasiado religiosa, así que se concentró de lleno en el dulce rostro de su abuela Ellen y rememoró los principales momentos de la niñez y de la adolescencia. También recordó la fragancia al jengibre de las galletas que insistía en prepararle, pese a las protestas de su doncella porque le ensuciaban y le impregnaban de olor el inmaculado vestido. Podía aspirarlo ahora mismo, mezclado con la esencia más intensa del chocolate. La anciana se las daba a comer y al mismo tiempo la motivaba diciéndole que podía conseguir lo que quisiera. De esta forma, visualizando su bondad, no sintió miedo.
—¿Hay algún espíritu aquí que desee hablar con nosotros? —La voz de Clermont era calmada, y, por lo que reflejaba el rostro al calor del velón, parecía tranquila, segura y confiada—. ¿Alguna presencia desea manifestarse?
De improviso, la puerta de cristal que daba al jardín posterior se abrió de golpe. La corriente de aire era tan fuerte que hizo oscilar no solo la llama, sino también el pabilo de la vela.
Varias damas y unos pocos caballeros saltaron de sus asientos y lanzaron pequeños gritos temerosos, por lo que madamoiselle con tono autoritario les ordenó:
—Si deseáis protegeros de las presencias tenebrosas del Más Allá y recibir a vuestros seres queridos, os ruego encarecidamente que no soltéis a vuestros compañeros, veáis lo que veáis y oigáis lo que oigáis. ¡Venid aquí, alma del otro lado, si vuestras intenciones son buenas! ¡Escucharemos atentos lo que tengáis para ofrecernos! ¡Permaneced en el Averno, almas ruines, que es vuestro lugar!
Caroline percibió que un escalofrío le recorría la espalda y que una mano fría, pútrida e invisible se le posaba en el hombro y la aislaba del resto de espíritus.
—Nuestra energía, unida, nos da las fuerzas —continuó animándolos Clermont: el viento arreciaba y le desacomodaba la cabellera natural en tono castaño oscuro—. ¡Pobre de aquel que se suelte! Su alma quedará suspendida en tierra de nadie y a disposición de cualquier fantasma siniestro. ¡Protegeos, Excelencias! ¡Asid con fuerza a vuestros compañeros! ¡No vaciléis y si os sentís inclinados a salir del círculo, rezad con más vigor!
Al terminar de prevenirlos, la gigantesca y sólida mesa se sacudió como si fuese un simple papel en medio de un huracán.
—¡Dios mío, ayudadme! —chilló lady Elizabeth, en tanto el gimoteo de otras damas se oía de fondo.
Se notaba que los caballeros solo permanecían en silencio porque los usos y las costumbres los obligaban a mostrar valentía, de lo contrario más de uno se hubiese ido corriendo como si lo persiguiese el mismísimo Cancerbero y una de las cabezas estuviera a punto de morderlo. De repente, madamoiselle abrió la boca al máximo y todos fueron testigos de cómo una pequeña nube blanca y con aroma a azahar entraba en ella. Luego el rostro se le transformó y se asemejó al de una mujer mucho mayor.
—George, querido mío. ¿Estáis aquí? No os veo bien. Habladme, soy Elisabeth Albertine. —También el tono y el timbre de Clermont eran diferentes.
—¿So... sois vos, abuela? —balbuceó el heredero al trono.
—Sí, cariño mío, he venido a tranquilizaros. ¿Sabéis? Vuestro padre nunca se recuperará —y con voz más pausada, añadió—: Tened paciencia. Al rey le sobrevendrá una recaída mucho más grave que la última en el año mil ochocientos once y recién a partir de ahí seréis regente. Hasta que esto suceda sed feliz. Como vuestra abuela materna, sé que os lo merecéis. ¡Pobre mi hija, la reina Carlota, al tener que soportar esa tortura! Ninguna mujer debería estar casada con un loco...
—Gracias, abuela. Me gustaría pregun...
Pero no pudo continuar porque madamoiselle abrió una boca enorme, tal como si se preparase para expulsar los órganos por ella, y el vapor salió disparado desde dentro.
Así, fueron sucediéndose los distintos colores del humo, los rostros, las voces, las preguntas y las respuestas. Y cada uno de los asistentes, pese al temor, tuvo motivos para regodearse con los mensajes, porque les advertían de los problemas y les daban consejos para solucionarlos.
A lady Elizabeth, por ejemplo, le dijeron que viajara a España dentro de unos años cuando su hijo menor se pusiese gravemente enfermo porque allí recuperaría la salud. A Winchester, que pronto obtendría a la mujer que más anhelaba. A Walpole, que no se preocupara por los rumores y que llevase la cabeza muy en alto porque, aunque el sexo no le atrajera y esta diferencia lo hiciese sentir ajeno al resto, su labor como escritor sería reconocida a lo largo de los siglos. A lord Marcus, que buscase debajo de la alfombra Aubusson de su escritorio, porque ahí encontraría la documentación de la herencia del tío que había perdido y que lo traía de cabeza porque no podía iniciar los trámites para solicitarla.
También le llegó la ocasión a Somerset.
—¡Soy yo, Adele, mi querido Henry! Sé que me recordáis a diario. —Un agradable olor a arándanos silvestres se extendió en el ambiente y los ojos marrones de madamoiselle pasaron a ser celestes—. Yo tampoco os he olvidado, fuisteis mi único amor.
—¡¿Adele?! —gimió su excelencia.
El duque apretó más la mano de Clermont, en tanto ella lo miraba con adoración.
—Sé que os culpáis de mi muerte, pero no tenéis por qué hacerlo. Erais mi prometido, no mi dueño. Fueron mis padres los que insistieron en que hiciese ese viaje tan peligroso y que acabó con mi vida. Los radios de las ruedas se quebraron por mal mantenimiento y el carruaje se despeñó por la montaña, nada podíais hacer vos. Prometedme una cosa, Henry: que no os seguiréis culpando y que seréis dichoso.
—¡Os lo prometo, dulce Adele!
Pero madamoiselle volvió a abrir la boca y una nube negra como la noche más siniestra entró en ella.
—¡Malnacido, duque rufián! —gritó la bruja con voz de anciano: el viento reapareció, en esta oportunidad intentaba arrastrarlos con el vigor del embudo de un tornado.
Los rasgos le cambiaron hasta que Caroline tuvo frente a ella la cara de lord Nigellus. El hedor a putrefacción colmó la estancia y todos fruncieron la nariz porque no podían taparse con los pañuelos, temían soltarse y romper el contacto.
—¡Os acostáis con mi esposa, duque fanfarrón, y la degradáis siendo vuestra amante! ¡Odio que alguien la toque y que me traiga el deshonor! ¡Justo vos, un pervertido que se rodea de otros libertinos de la misma calaña!
Todos enfocaron la vista en lady Caroline, tan aterrorizados por los insultos como la propia interesada. Esta lucía una palidez extrema, pues recelaba de que la acusase de haberlo asesinado.
—¡Os odio, duque de pacotilla! —Madamoiselle escupía y parecía a punto de estallar—. ¡Os detesto, no valéis nada, estáis corrompido! ¿No podéis poseerla satisfactoriamente sin vuestros amigos? ¡Pues sabedlo! ¡Es mía y no deseo que la toquéis!... Y vos, esposa: ¿cómo os podéis entregar a esta bestia, que ni siquiera se preocupa por daros placer? No os besa, siquiera, como lo hacía yo. —Todos, Caroline incluida, pusieron cara de asco—. Sí, me vengaré también de vos. ¿Sabéis por qué? ¡Porque sé lo que me hicisteis y sé lo que seguís haciendo! ¡Preparaos, ramera, pronto perderéis lo único que amáis en esta vida! Y yo seré feliz. ¡Nunca debí preocuparme por vos y dejaros toda mi riqueza! ¡Prostituta desagradecida!
Clermont tosió y el humo, ahora del color del tabaco que salía al fumar de una pipa, emergió de ella. El viento cesó tan de improviso como había surgido. Luego la bruja, tambaleando, se dedicó a encender todas las velas que había en la sala. Se veía muy débil, como si tener dentro a lord Nigellus le hubiese hecho envejecer una década de golpe. No obstante su deterioro evidente, los asistentes respiraron con más calma, pues la sensación de agobio que los inundaba cuando se hallaban a oscuras desapareció.
—Se ha ido, lady Caroline. —Madamoiselle, con el cabello tan enredado como si varios cuervos le hubiesen anidado sobre la cabeza, se acercó a ella y le cogió las manos para tranquilizarla—. Puedo advertir que el anciano está resentido, pero recordad que vos tenéis derecho a rehacer vuestra vida. La peor decisión que podéis tomar es ataros a los caprichos de un muerto. Y más de uno tan malvado como este, que se ha convertido en un demonio al franquear la barrera con su última respiración.
—Gracias por el consejo, madamoiselle Clermont, pero creo que lo mejor es que demos por finalizada esta reunión —ordenó su excelencia, se notaba impresionado.
Resultaba evidente que el resto aprobaba las palabras de Somerset, pues las emociones habían sido intensas y además habían corrido verdadero peligro.
—Me gustaría, Alteza, que os quedarais un poco más para hablar de vuestra abuela y del rey —continuó diciendo el duque.
—Sabéis que no hay nada que desee más que quedarme. —Y, a pesar de los sucesos previos, el príncipe lucía una mirada pícara y desafiante.
Uno a uno los invitados abandonaron la sala. Todos concordaban en que nunca habían visto algo semejante y felicitaban a los anfitriones por haber organizado la sesión. La única que no tenía nada que decir, por primera vez en su existencia, era lady Elizabeth. Abandonó la estancia en silencio, aferrada con un brazo a Walpole y con el otro a Winchester, como si tuviese miedo de que el fantasma de lord Nigellus la elevara por el aire. Pronto se quedaron los tres a solas.
—Quería agradeceros lo que habéis hecho por mí esta noche —le comentó el heredero de la Corona a Caroline y le dio un beso en la frente—. Lo único que lamento es que os haya costado tan caro. Recordad, hermosa dama: cuando necesitéis algo acudid a mí que yo os lo serviré en bandeja. ¡Pondré el mundo a vuestros pies!
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